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lunes, 31 de mayo de 2010

FONTANARROSA, Roberto: No sé si he sido claro

(Collage de Pablo Bernasconi)
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Antes que nada quisiera pedir, señor juez, señores del jurado, que sepan disculpar si, tal vez, en mi relato, ofendo sin querer el oído de la dama o el caballero, con palabras que puedan parecer "non sanctas". Pero es que el tema señor juez, en sí mismo, se hace un poco dificultoso de contar sin recurrir a esas palabras a las que hago mención.
Yo creo que ha sido el destino, el azar, el que me ha puesto en esta situación, la casualidad, y, lamentablemente, señores, no tengo, ni mucho menos, dotes de orador. Procuraré, a lo sumo, ser concreto y lo más breve posible. Pero quería dejar hecha la salvedad para que nadie, después, diga que no lo he advertido y se me pueda acusar de maleducado o boca sucia. Por otra parte, estamos entre gente madura que sabrá comprender lo que yo diga.
Ya sé, ya sé, señor juez, perdóneme. Iré al grano. Pero ocurre que no es fácil para un hombre humilde, como yo, desenvolverme en esta situación, frente a tan honorables mandatarios. Es el destino, como le decía, el que ha querido que yo fuese testigo de los hechos, y procuraré ser lo más claro posible, sin ofender a nadie. Voy a comenzar la historia por el principio, o al menos, voy a tratar, señor juez, señores del jurado, de darles una idea de quién era Miguel Panizo, Miguelito, como le decíamos en el barrio, el Burro Panizo. Y Miguel Panizo, allá, en Saladillo, era famoso por una cosa, señor juez, por su virilidad, su hombría. Y cuando digo su virilidad, su hombría, no me refiero con esto a que era un guapo, un hombre de coraje, o un tipo valiente. Eso no lo sé. Nunca lo demostró, o no tuvo oportunidad de demostrarlo. Tampoco era un tipo provocador como para tener oportunidad de demostrarlo. Todo lo contrario, Miguelito era un pan de Dios, un muchachote buenazo, señores. Por eso, cuando yo digo que Miguel Panizo era famoso por su virilidad me refiero a otra cosa. Y ustedes saben bien a qué me refiero. Me refiero, procuraré ser más explícito, me refiero... porque veo entre los presentes rostros algo dubitativos... algunos ya veo que me han comprendido... sí, sí... eso mismo... eso mismo... Pero seré claro, me refiero a que Miguel Panizo era famoso por el... digamos... por lo que calzaba... ¿Cómo explicarlo?... El aparato que calzaba, el sexo, digamos, el miembro viril, exactamente. Puedo asegurarle, señor juez, y perdone si soy muy crudo en mis términos, que era inhumano lo que tenía ese muchacho entre las piernas. Una cosa bárbara. Así, observe. Mi antebrazo, casi. Soy un hombre grande, he visto muchas cosas, pero puedo asegurarles que nunca en mi vida había visto algo así. ¡Una cosa tremenda! Por algo le decían "El Burro", a Miguelito. El "Burro" Miguel, porque como ustedes saben... noto que han comprendido por las miradas de todos ustedes... los burros son notorios por... Está bien, sí, señor juez, perdóneme... intento ser claro para ilustrar al jurado, y a la vez, no aparecer demasiado grosero para las damas que lo componen, también... Ellas sabrán perdonarme.
Sí, sí, continúo, señor juez. Puedo asegurarles, señores del jurado, que el atributo de Miguel Panizo era para ser expuesto en circos, en ferias públicas, de la misma forma que a veces se muestran terneros de dos cabezas, o jorobados, u otras deformidades físicas. Pero él, Miguelito, siempre se había negado a eso porque decía, y tenía razón, señores del jurado, que él no era un payaso, o un animal, para ser exhibido en una kermesse, o en algún circo. Y yo les aseguro, señores del jurado, que ese muchacho podía haberse ganado la vida muy fácilmente trabajando en el Tihany, o en el Ringlin Brothers, por dar un ejemplo.
Pero no, Miguel siempre trabajó en el Almacén de don Isidro, a la vuelta del club Calzada, como cualquier hijo de vecino. Pero eso sí, tiempo atrás solía aceptar desafíos, apuestas, de gente que venía de otras partes. Eso sí. Un poco porque no dejaba de ser una diversión para los muchachos del barrio, que lo seguíamos como quien sigue a un equipo de fútbol. Nosotros éramos su hinchada. Y otro poco porque así, de cuando en cuando, se ganaba los buenos pesos. Pero hacía mucho que eso ya no pasaba en Saladillo. El último que recuerdo, hace como ocho años, fue un... un bobalicón de Santa Fe... un grandote que jugaba al básquet y vino a desafiarlo a Miguel. Me acuerdo que la competencia fue a puertas cerradas, por supuesto, en la sala de los trofeos del club Unión y Gloria, frente a un escribano público, y estábamos todos. Se había acondicionado una mesa, quisiera explicarles el procedimiento a los señores del jurado, una mesa a la que se le había pintado, muy prolijo, en la madera, un sistema métrico, que llegaba al metro y medio, más o menos, y sobre esa mesa se hacía la exhibición... bueno... de las piezas. Disculpen las damas si me extralimito, porque veo... bueno... rostros un tanto ruborizados, pero entiendo que es mi deber de testigo aportar, en lo posible...
Está bien, está bien, señor juez, perdóneme. Pido disculpas. Quizás mi intención de colaborar hace que me extralimite... Sí, sí, continúo. Bueno, aquella vez del santafecino fue un fiasco porque Miguel le ganó, casi, por veinte centímetros. Sí, señores, advierto ciertas miradas suspicaces entre los honorables presentes, pero puedo jurarles por lo que más quiero, por el cariño de mi madre, que no les miento. Es que lo de Miguelito era pavoroso. Y estoy hablando del aparato... ¿cómo podría explicarlo?... del aparato en posición de descanso. No les hablo, no quiero contarles lo que era eso cuando entraba en actividad, porque en esos...
Bien, perdón señor juez. Lo que ocurre es que la gente suele no creer cuando uno les cuenta, piensan que uno está fantaseando, pero quiero recordarles que yo he jurado decir solamente, la verdad y no voy a defraudar ni la confianza que ha depositado en mí el jurado al llamarme a declarar, ni mucho menos la mirada de mi padre, quien, tal vez, desde el Cielo...
Ya sé, señor juez, perdón. Mil perdones. Continúo. Esa vez con el santafecino, fue la última vez que Miguel participó en un desafío de ese tipo. Estoy hablando de casi ocho, si no nueve años atrás. Pero, por lo demás, Miguel Panizo, llevaba una vida normal, tranquila, común. No era un hombre de farolear, digamos, de engrupirse con sus condiciones fuera de lo común. ¡Y mire que cualquiera pudiera haberlo hecho, en su misma situación! Más considerando, ustedes bien saben cómo son los barrios, ese culto que existe por el machismo, por la cosa viril. ¡Cómo se habla de eso en la barra del café, en el club, los chistes de los amigos, las cargadas, las bromas! Pero no, Miguelito ya dije que era un pan de Dios, no le daba mucha bolilla a esas cosas. Tampoco las desmentía porque no era tonto. No las desmentía. El sabía que, en la medida en que esa fama se difundiera, él sacaba sus buenas ventajas. ¿De qué modo? Permítame explicarlo, señor juez, dado que aprecio miradas algo confundidas entre los presentes. Todos sabemos que las mujeres son bastante curiosas, señor juez... No sé si me explico... No sé si ha sido clara mi intención. No sé si han logrado captar lo que quiero decir con esto... Un momento, un momento... quisiera aclarar, porque veo rostros un tanto enojados entre las damas del jurado... Es solamente lo que he dicho... En ese aspecto, en el aspecto de la relación, digamos, por así decirlo, hombre-mujer, la relación íntima, o bien, sexual, la mujer se dice que es más inquieta que el hombre. Más curiosa, la subyuga lo desconocido, o lo misterioso. Se siente atraída por aquello que no conoce. Al menos leí algo así en alguna revista especializada. ¡No quiero que se piense que yo, señor juez, soy el inventor de esta teoría! Creo haberlo visto en el "Maribel". O al menos algunas mujeres son así, si no todas. Por lo menos, y eso doy fe, lo juro por la salud de mis hijos, en el barrio yo he visto varias mujeres, incluso digo más, muchas de ellas "señoras", "señoras respetables", venir al club a la hora en que ellas sabían que nos reuníamos los muchachos, para verlo al Miguel. Y le buscaban la conversación, le "daban calce", como dicen los muchachos. Y el Miguelito aprovechaba, porque era un grandote algo quedado en algunas cosas, pero de tonto no tenía nada. Y al día siguiente se las veía a esas mujeres con el rostro cambiado, con una sonrisa, así, como perdidas y uno entonces sabía que el Miguel les había hecho saber lo que es la buena eh... ustedes ya me comprenden, la buena... creo ser claro, la buena herramienta, disculpen si soy crudo en mis palabras. Y voy llegando al núcleo de lo que tengo que contar, según todos sabemos, y pido disculpas si me he excedido en detalles irrelevantes, vuelvo a repetir que no soy orador y...
Bien, señor juez, tiene razón. Perdone usted. La cuestión es que una semana atrás, el lunes pasado, sí, el lunes pasado, llega al barrio un enano. Un enano de Resistencia, Chaco. Se imagina, señor juez, que la noticia corrió enseguida porque un enano es muy notorio, siempre, por la misma razón de su baja estatura. Pero este enano, señores del jurado, Sosa se llamaba, o se hacía llamar, desafió al Miguelito. Así como lo oyen. Podría sonar como una petulancia, o una falta de humildad de parte del enano, desafiar a un coloso como Miguel, pero ustedes bien saben lo que se dice, lo que se comenta en torno a los enanos... No sé si soy claro... No sé si ustedes entienden el sentido de lo que quiero transmitirles, porque veo algunos rostros como... como que no comprenden. Se dice, no sé si es cierto, que los enanos, a pesar de su escasa talla, de su tamaño reducido, están, podríamos decir... están muy bien provistos.
Bien, señor juez, sí, sí, comprendo, continúo. No... Además veo que me han comprendido perfectamente, veo por sus miradas que ellos también conocen la fama de estos enanos, o al menos han oído de ella. Incluso a este Sosa, Marcial Sosa, el enano que se presentó en el buffet del club el lunes pasado, le decían el "Brasero". Por supuesto que es un apodo, que no configuraba un dechado de imaginación porque es un apodo muy remanido, digamos, porque... claro... no le decían el "Bracero" porque hubiese trabajado en la zafra... y perdonen la ironía. No sé si me llegan a entender. No sé si comprenden, en especial las damas, porque noto ciertas caritas como que no entienden. El brasero, por el brasero brasero, el aparatito para calentar cosas, la pava, digamos. El brasero que como todos sabemos tiene tres patas y suele llamarse así a ciertas personas, lógicamente, hombres, cuando se comenta que, justamente...
Muy bien, muy bien, señor juez, es que intento ser lo más gráfico posible. Perdone usted. Disculpe. Continúo y sepan disculparme las damas si soy un tanto crudo en mis explicaciones. En el club de inmediato se creó una efervescencia ante el desafío del recién llegado del Chaco e, incluso, comenzaron a tejerse historias disparatadas. Usted sabe cómo son las barras de los clubes. Cómo se habla ahí al divino botón. Porque este enano era del Chaco y el Miguelito Panizo también es chaqueño. No de Resistencia pero sí del Chaco. De Roque Sáenz Peña, creo. Se vino acá hace como quince años, pero es del Chaco. Y se empezó a decir en la mesa del club que en Chaco todos los hombres son así, que era así por la alimentación, o por el clima seco, qué sé yo. Hasta que Fermín, el Toto Fermín, que es el macaneador mayor del club... Usted sabe, señor juez, que en todo club, en todo barrio hay un macaneador, un loco, un tontito, bueno... Fermín, que es el macaneador del club, inventó que el enano era en realidad hijo de Miguel, un hijo natural, que por eso estaba también digamos... que por eso cargaba también su buen, su buen aparato, que Miguel había huido del Chaco justamente por eso, para no hacerse cargo del enano y todas esas cosas. ¡La que se armó! De cualquier manera el desafío ya se había concertado, Miguel había dicho que sí, y el enano había apostado cualquier guita a su... a su pingo. No me pregunten cuánto porque mentiría si les digo, pero sí que era una cantidad más que considerable, se hablaba de dólares, incluso. Bueno, el miércoles a la noche, fue la cosa. Se cerró el club con la excusa de que había desinfección, nos fuimos todos para el salón de los trofeos, éramos como treinta, y allí estaba la mesa ésa que yo ya les expliqué, se había acondicionado como para este tipo de... confrontaciones. Quiero aclarar que en este tipo de cosas no se aceptan mujeres ni niños, que quede bien claro que es nada más que una competencia con un público exclusivamente de hombres. No hay ninguna corrupción ni porquería. Estaba también el escribano, pero no se permitían fotógrafos.
El enano llegó medio tarde, cuando ya pensábamos que se había borrado, temeroso de pasar papelones. Pero llegó, agitado, con un envoltorio alargado de papel de diario bajo el brazo, donde decía que traía una regla para constatar las medidas. Ahí se armó medio una discusión porque hubo que decirle que él obraba en condición de desafiante, y que acá las cosas se regían por las reglamentaciones de la provincia de Santa Fe, y esas cosas. Yo no sé qué había de cierto en todo eso, pero supongo que los muchachos medio lo apuraron para no dejarse prepotear por un desconocido de afuera que venía a desconfiar de nosotros, y para colmo, enano. De cualquier manera, después de la parada de carro, hubo que hacer las cosas bien por derecha, no fuera a ser que el enano, o el mismo escribano, pensaran que los queríamos llevar por delante y robarles el dinero. El escribano sorteó quién debía... digamos, desenfundar primero. Y salió elegido Miguelito, pobre. Miguel peló el termo y lo puso sobre la mesa. Una cosa monumental, vea. El enano se puso pálido, yo lo estaba mirando de reojo, blanco se puso. El escribano midió, no sé bien cuánto acusó Miguel —si lo supiese no me lo creerían—, y le tocó el turno al enano. Yo vi que el enano agarraba la regla envuelta en papel de diario y pensé: "Este no está convencido. No lo puede creer". Y por ahí el enano saca del envoltorio alargado, no una regla, saca un machete de este porte, de esos de abrir picadas en el monte y...
Cuando revivo esa escena le juro, señor juez, que me recorre la columna vertebral un estremecimiento de arriba abajo. Fue un solo tajo, señor juez, un machetazo seco sobre la mesa... Mire... El aparato de Miguelito era una víbora, un brazo mutilado retorciéndose sobre la mesa. No quiero abundar en detalles porque veo en los rostros transfigurados de todos ustedes... el mismo espanto que sentí yo... Pobre Miguel... Después nos contaron que este enano, Sosa, había resultado el marido de una mujer que un día probó con Miguel, allá en el Chaco. No sé. Una historia así. Y que se la había jurado al Miguel. El enano era obrajero. ¡Cómo son las cosas! ¿De qué vale, a veces, tener tanto, señor juez? Me pregunto yo... ¿de qué vale tener tanto?
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Roberto “El Negro” Fontanarrosa nació en Rosario (Santa Fe), Argentina, el 26 de noviembre de 1944, y murió el 19 de julio de 2007. Era humorista gráfico y escritor.

miércoles, 26 de mayo de 2010

BENEDETTI, Mario: Ustedes y nosotros


Ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial

nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual
ustedes cuando aman
calculan interés
y cuando se desaman
calculan otra vez

nosotros cuando amamos
es como renacer
y si nos desamamos
no la pasamos bien
ustedes cuando aman
son de otra magnitud
hay fotos chismes prensa
y el amor es un boom

nosotros cuando amamos
es un amor común
tan simple y tan sabroso
como tener salud

ustedes cuando aman
consultan el reloj
porque el tiempo que pierden
vale medio millón
nosotros cuando amamos
sin prisa y con fervor
gozamos y nos sale
barata la función

ustedes cuando aman
al analista van
él es quien dictamina
si lo hacen bien o mal
nosotros cuando amamos
sin tanta cortedad
el subconsciente piola
se pone a disfrutar
ustedes cuando aman
exigen bienestar
una cama de cedro
y un colchón especial

nosotros cuando amamos
es fácil de arreglar
con sábanas qué bueno
sin sábanas da igual.
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Mario Benedetti
(Uruguay, 1920/2009)

viernes, 21 de mayo de 2010

WALSH, Rodolfo: Los nutrieros

Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde.
Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: "San Felipe"
-Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato-. Creo que es de la estancia.
Y añadió al cabo de una pausa:
-Se habrá cortado el amarre.
Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercose a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca.
La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un "sweater" de lana a rayas multicolores.
-¿Cazaste algo? -preguntó Renato en voz baja.
-No -replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva-: Gallaretas.
-Oí los tiros -dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentose en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia.
Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear.
Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos.
Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor.
-Está bien, hermanito; esta noche es la vencida -dijo Chino Pérez sin volverse.
Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. "Dientudos", pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín.
-Ya sé que querés irte -dijo Chino Pérez.
Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias.
Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión.
A lo lejos, en el campo, encendiose una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua.
"Ya sé que querés irte -pensó Chino Pérez-. Yo también quiero irme"-meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del "sweater" se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. "Ya te vendrán a buscar", pensó con saña.
Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua.
En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío.
-Ya puse las trampas -dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos.
Chino Pérez acercose al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. "Mañana nos vamos -pensó-. Para siempre". Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco.
-¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata?
-¿La plata? -Renato parpadeó-. Volveré a la chacra -dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo... Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío.
-Si la cobramos... -agregó en voz baja.
Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyose un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundiose en el agua.
Renato apagó la pipa y se puso en pie.
-Voy a recorrer las trampas -dijo.
-Dejá; voy yo -replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó-. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho.
Renato obedeció. Acostose sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna.
Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras.
Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar.
En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda -un tiro en la garganta-, entre las ásperas ortigas de agua.
Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. "Que se quede con ellas el mayordomo", pensó torvamente.
El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire.
Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras.
Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio.
De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres.
Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza.
A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas.
A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato.
-Paciencia, hermanito. Paciencia.
Se detuvo a cien pasos del molino.
Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero.
-Paciencia, hermano.
Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados.
Chino Pérez apretó el gatillo.
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RODOLFO WALSH
(Argentina, 1927/1977)

viernes, 14 de mayo de 2010

GALEANO, Eduardo: Gelman

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El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo, Marcelo, y su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron.
En lugar de él, se llevaron a los hijos porque él no estaba. ¿Cómo se hace para sobrevivir a una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma. Muchas veces me lo he preguntado, en estos años. Muchas veces me he imaginado esa horrible sensación de vida usurpada, esa pesadilla del padre que siente que está robando al hijo el aire que respira, el padre que en medio de la noche despierta bañado en sudor: Yo no te maté, yo no te maté. Y me he preguntado: Si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo, Dios?
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domingo, 9 de mayo de 2010

TEJADA GÓMEZ, Armando: La vida dos veces


Miren cómo sonaba allá en mi barrio agreste
este nombre caído de los mares lejanos:
Toddy Deussán. Un chico alimentado a lirios.
Una flor de su madre que soñaba otra vida.
Supe que no querían que jugara conmigo
porque yo era la forma del pánico y el hambre
y la más descarada miseria por el mundo.
Pero Toddy, esa gracia hecha de mimbre y aire,
vivía hipnotizado por mi gran aventura.
Cuando huía del ojo celoso de su madre
se acercaba a mi sombra con cierto desenfado,
me mostraba sonriendo sus ignotos tesoros
y me buscaba el lado más pájaro del alma.
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Él descubrió en mis ojos cierto país del sueño
donde se desnudaba un ángel con harapos,
algunos yacimientos de enterrada inocencia
y un gran rompecabezas de ternura en mis manos.
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Un día, ya vencidos por nuestra resistencia,
los padres me dejaron entrar en el santuario,
nos sirvieron un río de leche y medialunas
y yo los deslumbré dibujando caballos.
Después, siguió la vida, como siempre sucede,
volvió el viento de agosto y crecieron los árboles;
sus padres, que tenían el sueño de otra vida,
una tarde ceniza se mudaron de barrio.
Yo olvidé al canillita en un cruce de esquinas,
entré al jornal violento del vino y los obrajes,
vestí los portentosos pantalones del viento
y descubrí mi oficio de fábula y guitarra.
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Toddy, se llama Alfredo Deussán, vive en Mendoza,
casó con otro mimbre hace muchos veranos,
seguramente tiene un puñado de niños
y es una pajarera su comedor de diario.
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Acaso, un año de estos, cuando vuelva al oeste,
llame a su puerta clara y despierte sus pájaros,
sólo porque un amigo es la vida dos veces
y desde aquella tarde no dibujo caballos.
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martes, 4 de mayo de 2010

DISCÉPOLO, Enrique Santos

"Hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida, sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades grandes no tienen tiempo para mirar el cielo... El hombre de las grandes ciudades caza mariposas de chico. De grande, no. Las pisa... No las ve. No lo conmueven".
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Enrique Santos Discépolo
Poeta, compositor, actor y autor teatral argentino
(27 de marzo de 1901 – 23 de diciembre de 1951)

sábado, 1 de mayo de 2010

BUKOWSKI, Charles: A la puta que se llevó mis poemas

Algunos dicen que debemos eliminar del poema
los remordimientos personales,
permanecer abstractos, hay cierta razón en esto, pero
¡Por Dios!
¡Doce poemas perdidos y no tengo copias!
¡Y también te llevaste mis cuadros, los mejores!
¡Es intolerable!
¿Tratas de joderme como a los demás?
¿Por qué no te llevaste mejor mi dinero? Usualmente
lo sacan de los dormidos y borrachos pantalones enfermos en el rincón
La próxima vez llévate mi brazo izquierdo o un billete de cincuenta,
pero mis poemas no.
No soy Shakespeare
pero puede que algún día ya no escriba más,
abstractos o de los otros;
siempre habrá dinero y putas y borrachos
hasta que caiga la última bomba,
pero como dijo Dios,
cruzándose de piernas:
"Veo que he creado muchos poetas
pero no tanta poesía."
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CHARLES BUKOWSKI
(1920-1994)
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“No escribo para salvar a la humanidad, escribo para salvarme a mí mismo”.