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jueves, 26 de abril de 2012

QUIROGA, HORACIO: EL CANTO DEL CISNE


Confieso tener antipatía a los cisnes blancos. Me han parecido siempre gansos griegos, pesados, patizambos y bastante malos. He visto así morir el otro día uno en Palermo sin el menor trastorno poético. Estaba echado de costado en el ribazo, sin moverse. Cuando me acerqué, trató de levantarse y picarme. Sacudió precipitadamente las patas, golpeándose dos o tres veces la cabeza contra el suelo y quedó rendido, abriendo desmesuradamente el pico. Al fin estiró rígidas las uñas, bajó lentamente los párpados duros y murió. 
No le oí canto alguno, aunque sí una especie de ronquido sibilante. Pero yo soy hombre, verdad es, y ella tampoco estaba. ¡Qué hubiera dado por escuchar ese diálogo! Ella está absolutamente segura de que oyó eso y de que jamás volverá a hallar en hombre alguno la expresión con que él la miró. 
Mercedes, mi hermana, que vivió dos años en Martínez, lo veía a menudo. Me ha dicho que más de una vez le llamó la atención su rareza, solo siempre e indiferente a todo, arqueado en una fina silueta desdeñosa. 
La historia es ésta: en el la go de una quinta de Martínez había varios cisnes blancos, uno de los cuales individualizábase en la insulsez genérica por su modo de ser. Casi siempre estaba en tierra, con las alas pegadas y el cuello inmóvil en honda curva. Nadaba poco, jamás peleaba con sus compañeros. Vivía completamente apartado de la pesada familia, como un fino retoño que hubiera roto ya para siempre con la estupidez natal. Cuando alguien pasaba a su lado, se apartaba unos pasos volviendo a su vaga distracción. Si alguno de sus compañeros pretendía picarlo, se alejaba despacio y aburrido. Al caer la tarde, sobre todo, su silueta inmóvil y distinta destacábase de lejos sobre el césped sombrío, dando a la calma morosa del crepúsculo una húmeda quietud de vieja quinta. 
Como la casa en que vivía mi hermana quedaba cerca de aquella, Mercedes lo vio muchas tardes en que salió a caminar con sus hijos. A fines de octubre una amabilidad de vecinos la puso en relación con Celia, y de aquí los pormenores de su idilio. 
Aun Mercedes se había fijado en que el cisne parecía tener particular aversión a Celia. Ésta bajaba todas las tardes al lago, cuyos cisnes la conocían bien en razón de las galletitas que les tiraba. 
Únicamente aquél evitaba su aproximación. Celia lo notó un día, y fue decidida a su encuentro; pero el cisne se alejó más aún. Ella quedó un rato mirándolo sorprendida, y repitió su deseo de familiaridad, con igual resultado. Desde entonces, aunque usó de toda malicia, no pudo nunca acercarse a él. Permanecía inmóvil e indiferente cuando Celia bajaba al lago; pero si ésta trataba de aproximarse oblicuamente, fingiendo ir a otra parte, el cisne se alejaba enseguida. 
Una tarde, cansada ya, lo corrió hasta perder el aliento y dos pinchos. Fue en vano. Sólo cuando Celia no se preocupaba de él, él la seguía con los ojos. 
—¡Y sin embargo estaba tan segura de que me odiaba! —le dijo a mi hermana después que todo concluyó. 
Y esto fue en un crepúsculo apacible. Celia, que bajaba las escaleras, lo vio de lejos echado sobre el césped a la orilla del lago. Sorprendida de esa poco habitual confianza en ella, avanzó incrédula en su dirección; pero el animal continuó tendido. Celia llegó hasta él, y recién entonces pensó que podría estar enfermo. Se agachó apresuradamente y le levantó la cabeza. Sus miradas se encontraron, y Celia abrió la boca de sorpresa, lo miró fijamente y se vio obligada a apartar los ojos. Posiblemente la expresión de esa mirada anticipó, amenguándola, la impresión de las palabras. El cisne cerró los ojos. 
—Me muero —dijo. 
Celia dio un grito y tiró violentamente lo que tenía en las manos. 
—Yo no la odiaba —murmuró él lentamente, el cuello tendido en tierra. 
Cosa rara, Celia le ha dicho a mi hermana que al verlo así, por morir, no se le ocurrió un momento preguntarle cómo hablaba. Los pocos momentos que duró la agonía se dirigió a él y lo escuchó como a un simple cisne, aunque hablándole sin darse cuenta de usted, por su voz de hombre. 
Arrodillose y afirmó sobre su falda el largo cuello, acariciándolo. 
—¿Sufre mucho? —le preguntó. 
—Sí, un poco… 
—¿Por qué no estaba con los demás? 
—¿Para qué? No podía… 
Como se ve, Celia se acordaba de todo. 
—¿Por qué no me quería? 
El cisne cerró los ojos: 
—No, no es eso… Mejor era que me apartara… Sufrir más… 
Tuvo una convulsión y una de sus grandes alas desplegadas rodeó las rodillas de Celia. 
—Y sin embargo, la causa de todo y sobre todo de esto… —concluyó el cisne, mirándola por última vez y muriendo en el crepúsculo, a que el lago, la humedad y la ligera belleza de la joven daba viejo encanto de mitología— ha sido mi amor a ti…

Salto (Uruguay), 1878 / Buenos Aires, 1937

domingo, 22 de abril de 2012

WERNICKE, ENRIQUE: HOMBRECITOS


Nosotros llamábamos “el árbol de la punta” a un viejo ciprés que se hacía sitio en el monte. Le venía el sobrenombre de la extraña distribución de sus ramas que, formando una escalera, permitían fácilmente llegar hasta muy arriba. Si embargo, los últimos “escalones” eran difíciles y, a la verdad, ninguno de nosotros los había trepado.
Federico eligió aquella prueba. Al principio, su decisión me alegró porque hasta la fecha teníamos una misma performance de altura. Pero mi hermano era de brazos más largos.
Caminábamos tranquilamente por la calle de eucaliptus. Yo silbaba desafinado y altanero. Federico sonreía divertido.
 Llegamos al ciprés de la prueba. Federico, ceremonioso, hizo mil preparativos. Se sacó las sandalias y se ajustó el cinturón. Después, mostrándome un pañuelo, me dijo:
-Vos tenés que bajarme este pañuelo.
-Bueno. ¡Subí! –y en la sangre me latía el coraje.
Empezó a trepar. Desde el suelo seguí con atención sus movimientos. Como conocía las trampas, me repetía cada tanto, para mí: “Lo hago, lo hago, lo hago”.
Y él, calculando distancias, tanteando donde pisaba, iba subiendo cada vez más.
Llegó a la parte difícil. Sus pantalones azules se confundieron con el verde de las hojas. Llamaba la atención su camisa blanca. Me pareció verlo dudar; se detuvo; seguramente pensaba. Me imaginaba su situación y sus esfuerzos, y desde tierra lo  ayudé con el pensamiento, estrujándome las manos. Lo vi subir el pedazo más bravo.
-¡Eh! –me gritó- ¿Es alto?
-Sí –contesté, admirado sin querer.
-¡Subiré más!
-¡Subí! –lo incité, olvidando completamente que estaba haciendo más ardua mi propia prueba.
-Pero vos no vas a poder –me recordó riendo.
-¡Bah!
En realidad, su risa me había llenado de espanto.
Subió un poco más y se perdió entre las ramas. Después de un ratito lo vi descender. Y descendía tranquilo, sonriente:
-No podés, no podés –me repetía mientras bajaba.
Cuando estuvo en el suelo, se limpió las manos y se calzó las sandalias.
Sonreía, me miraba y movía los hombros. Yo, a mi vez, me disponía en silencio. Antes de que él se acordara me había colgado del árbol y encaramado dos metros. Federico, sacudiendo las basuras de su camisa, sonreía ante mi empuje.
Me dejó subir sin hablar. Pasé una rama gruesa que me era conocida porque de ella colgábamos siempre las hamacas. Luego empezaron las más delgadas.
Cuando Federico me vio en el “nudo”, me gritó con un poco de susto:
-¡Che, no te vayas a matar!
-¡No!
Me sentía firme y seguro, pero los brazos me temblaban con el esfuerzo.
Logré dos escalones difíciles. Me agarré bien fuerte de una rama y miré hacia abajo.
-¿Qué hacés? –me preguntó Federico.
No le contesté y mi silencio lo asustó.
-¡Bajá! –me gritó. Tampoco le respondí.
Nada. Vuelta a seguir. Ya distinguía el pañuelo. Mi hermano lo había colgado todo a los largo del brazo para prenderlo bien lejos de mi alcance. Todavía tenía que trepar un metro. El susto me hizo dudar. Volví a mirar al suelo. Federico me llamaba. Trepé sin escucharlo, llegué a la altura necesaria y no supe qué hacer para lograr el pañuelo. Después de pensar febrilmente, me saqué como pude el cinturón. Lo sujeté a la rama y prendiendo mi mano sudada a la correa, me dejé balancear. Oí los gritos de Federico, se me hizo un nudo enorme en el pecho, creí que iba a caer. Pero, mientras tanto, con la punta de los dedos había conseguido tomar el pañuelo. Me largué a llorar.
Mientras descendía por las ramas me estallaban los sollozos. Había olvidado mi triunfo y mi osadía. Lloraba como un desesperado y con las manos sucias me embadurnaba la cara. Cuando toqué tierra Federico me abrazó, también llorando. Y me parece solamente que entonces pude sonreír.

(de “Cuentos”, 1968)


1915. Nace en Buenos Aires Enrique Wernicke, quien iba a ser cuentista, novelista y dramaturgo.
1937. Publica “Palabras para un amigo”.
1938. “Capitán convalesciente”.
1940. “Función y muerte en el cine A.B.C.”, novela. Wernicke desempañó múltiples y curiosos oficios, entre ellos el de iluminador de cine. Escribe en ese mismo año la colección de cuentos “Hans Grillo”, a la que pertenece “Hombrecitos”, que publicará en 1942.
1947. “El señor cisne”, colección de cuentos. Recibe la Faja de Honor de la SADE.
1948. “La tierra del bien-te-veo”.
1951. “Chacareros”, novela.
1955. “La ribera”, novela. Premio de la Provincia de Buenos Aires.
1957. “Los que se van”, cuentos.
1963. “Sainetes contemporáneos” y “Otros sainetes contemporáneos”. El primero recibió en 1965 el Premio de la Crítica Teatral al Mejor Autor del Año.
1965. “Los aparatos”.
1968. “Cuentos”. Muere en Buenos Aires.



lunes, 16 de abril de 2012

LA RENGA: La balada del Diablo y la Muerte




Estaba el Diablo mal parado
en la esquina de mi barrio,
ahí donde dobla el viento
y se cruzan los atajos.
Al lado de él estaba la Muerte
con una botella en la mano,
me miraban de reojo
y se reían por lo bajo.
Y yo que esperaba no sé a quién,
al otro lado de la calle del otoño
una noche de bufanda
que me encontró desvelado,
entre dientes, oí a la Muerte,
que decía así:
Cuántas veces se habrá escapado,
como laucha por tirante
y esta noche que no cuesta nada,
ni siquiera fatigarme,
podemos llevarnos un cordero,
con solo cruzar la calle.

Yo me escondí tras la niebla
y miré al infinito,
a ver si llegaba ese
que nunca iba a venir.

Estaba el Diablo mal parado,
en la esquina de mi barrio,
al lado de él estaba la Muerte,
con una botella en la mano.

Y temblando como una hoja,
me crucé para encararlos,
y les dije: Me parece que esta vez
me dejaron bien plantado.
Les pedí fuego y del bolsillo
saqué una rama pa' convidarlos,
y bajo un árbol del otoño
nos quedamos chamuyando.

Me contaron de sus vidas,
sus triunfos y sus fracasos,
de que el mundo andaba loco
y hasta el cielo fue comprado,
y más miedo que ellos dos,
me daba el propio ser humano.

Y yo ya no esperaba a nadie,
y entre las risas del aquelarre
el Diablo y la Muerte
se me fueron amigando,
ahí donde dobla el viento
y se cruzan los atajos,
ahí donde brinda la vida,
en la esquina de mi barrio.


viernes, 13 de abril de 2012

EL LIBRO


“En un mundo donde se derrumban los valores, todavía -creo, quiero creer-, todavía quedan los libros como un baluarte de la dignidad. Un libro es una llave, es una puerta que puede abrirse, es una habitación donde se encuentra lo que no se debe saber, es un ámbito de conocimiento de la verdad y de lo prohibido, que deja marcas que después no se pueden borrar”.


Gustavo Roldán

Escritor argentino (1935-2012)

martes, 10 de abril de 2012

FONTANARROSA, ROBERTO: Viejo con árbol




A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.

Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.

Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.

—Ojo con la vía —alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.

—No pasan trenes, casi —tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.

—¿No vino la hinchada? —ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo—. ¿No vino la barra brava?

Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.

—La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá —bromeó alguno.

—Por ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.

Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.

El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.

—¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.

—No —sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado—. Música —dijo después, mirándolo de nuevo.

—¿Algún tanguito? —probó el Soda.

—Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.

El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.

—Pero le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.

El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.

—Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy emparentado.

El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.

—Mire usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba—. Bueno... Eso, eso es la escultura...

El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.

—Vea usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura.

Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.

—Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...

El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero solo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.

—Y escuche usted, escuche usted... —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...

El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.

—Y vea usted a ese delantero... —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado—... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.

El Soda se tomó la cabeza.

—¿Qué cobró? —balbuceó indignado.

—¿Cobró penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?

El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.

—...¿Y eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.

—Y eso... —vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—... Eso es el fútbol.



Argentina, 1944/2007