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viernes, 24 de mayo de 2013

ROMERO, DANIEL; D'ARIENZO, JUAN: El vino triste



Dicen los amigos que mi vino es triste,
que no tengo aguante ya para el licor,
que soy un maleta que ya no resiste
de la caña brava ni el macho sabor...

Y es que ya se ha muerto todo lo que existe
y entre copas quiero matar mi rencor...
Siempre estoy borracho desde que te fuiste,
siempre estoy borracho... pero es de dolor...

Amigos,
a todos pido perdón
si amargado y tristón
lagrimeando me ven...
Quiero domar mi emoción
pero aflojo también
como todo varón.

Amigos,
cuando se tiene un pesar
dentro del corazón,
no se puede evitar
que el vino se vuelva pesado
y llorón
como el triste
aletear de mi canción.

Dicen los amigos que no soy el mismo,
que hoy en cuanto bebo me da por no hablar,
por arrinconarme con mi pesimismo
y que hace ya tiempo no me oyen cantar...

Y no saben ellos que no es la bebida
sino que me faltan el aire y la luz,
que en el alma llevo sangrando una herida
y voy por la vida cargando mi cruz...

Letra y Música: Manuel Romero – Juan D’Arienzo

jueves, 16 de mayo de 2013

ARREOLA, JUAN JOSÉ: Un pacto con el diablo


Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido. 
-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla? 
-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo. 
-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas? 
-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma. 
-¿Siete nomás? 
-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre. 
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté: 
-En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más? 
-El diablo. 
-¿Cómo es eso? -repliqué sorprendido. 
-El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió. 
-Entonces el diablo... 
-Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted. 
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió: 
-Ya llegarás al séptimo año, ya. 
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar: 
-Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez? 
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme: 
-Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted? 
-Siendo así... 
-En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza. 
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina, sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a otros pensamientos: 
-Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo le ha dado tanto? 
-El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer -contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia-: entonces el diablo no habrá perdido su tiempo. 
-¿Y si Daniel se arrepiente?... 
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento como para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí: 
-Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces... 
-No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido ya de las manos a pesar del contrato. 
-Realmente es muy poco honrado -dije, sin darme cuenta. 
-¿Qué dice usted? 
-Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir -añadí como para explicarme. 
-Por ejemplo... -y mi vecino hizo una pausa llena de interés. 
-Aquí está Daniel Brown -contesté-. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró. Por amor ha dado su alma y debe cumplir. 
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones. 
-Perdóneme -dijo-, hace un instante usted estaba de parte de Daniel. 
-Y sigo de su parte. Pero debe cumplir. 
-Usted, ¿cumpliría? 
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no bastaba para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan cambiada! 
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos. 
Hice un esfuerzo y dije: 
-Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha sacrificado por su mujer, lo demás no importa. 
-Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto? 
-Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina. 
-¿Su alma? 
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas. Varias veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la conversación, me dijo: 
-¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película. 
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba llorando a su mujer el pacto que había hecho con el diablo. 
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la pobreza que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no comprendía yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos. 
-Usted, ¿es pobre? 
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve olor de humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme: 
-Usted, ¿es muy pobre? 
-En este día -le contesté-, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y, sin embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine. 
-Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le merece? 
-Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de vestirse. Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez. Paulina misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo. 
-Le prometo hacerme su cliente -dijo mi interlocutor, compadecido-; en esta semana le encargaré un par de trajes. 
-Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a ponerse contenta. 
-Podría hacer algo más por usted -añadió el nuevo cliente-; por ejemplo, me gustaría proponerle un negocio, hacerle una compra... 
-Perdón -contesté con rapidez-, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de Paulina... 
-Piense usted bien, hay algo que quizás olvida... 
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz extraña: 
-Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted llegara, no tenía nada para vender, y, sin embargo... 
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un letrero puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi turbación y dijo con voz clara y distinta: 
-A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a sus órdenes. 
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del bolsillo. Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su corbata, dijo con toda calma: 
-Aquí, en la cartera, llevo un documento que... 
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana habría manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El alma? 
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego crujiente y en una de sus manos brillaba una aguja. 
"Daría cualquier cosa porque nada te faltara." Esto lo había dicho yo muchas veces a mi mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas mis palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente, me decidí: 
-Trato hecho. Solo pongo una condición. 
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado: 
-¿Qué condición? 
-Me gustaría ver el final de la película -contesté. 
-¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es un cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, sólo hace falta su firma, aquí sobre esta raya. 
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió: 
-Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo. 
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía: 
-Necesito ver el final de la película. Después firmaré. 
-¿Me da usted su palabra? 
-Sí. 
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar fácilmente dos asientos. 
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias. 
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego, preparando la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso, fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso. 
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los dos contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la noche. Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza de la casa, preguntó: 
-Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las cosas que teníamos? 
La mujer respondió lentamente: 
-Tu alma vale más que todo eso, Daniel... 
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco las imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras blancas que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla. 
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando, atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle. 
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por echar a correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado. 
Paulina me esperaba. 
Echándome los brazos al cuello, me dijo: 
-Pareces agitado. 
-No, nada, es que... 
-¿No te ha gustado la película? 
-Sí, pero... 
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y luego, sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y confuso me había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche: 
-¿Es posible que te hayas dormido? 
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté: 
-Es verdad, me he dormido. 
Y luego, en son de disculpa, añadí: 
-Tuve un sueño, y voy a contártelo. 
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle contado. Parecía contenta y se rio mucho. 
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un poco de ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.

México, 1918/2001

domingo, 12 de mayo de 2013

DICKINSON, Emily: Si tus nervios te delatan...



Si tus nervios te delatan
vive por encima de tus nervios,
ellos pueden apoyarse sobre la tumba
si temen desviarse.

Es una postura segura,
que no se dobla,
sostenida por brazos de bronce
que el mejor gigante hizo.

Si tu alma vaciló,
levanta la puerta carnal,
el miedoso pide oxígeno,
no pide nada más.

(EE.UU, 1830/1886)

martes, 7 de mayo de 2013

POE, Edgar Allan: La máscara de la muerte roja


La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era esta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran estos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzose al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionose en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó este a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde esta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercose impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando esta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyose un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

(EE.UU., 1809/1849)

jueves, 2 de mayo de 2013

BALZARINO, Ángel: El ordenanza



Cuidadosamente abrió el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la cafetera.  Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e intenso.  Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año, sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en la bandeja.
Ya está.  Todo listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su plan.  Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros  días;   hoy,  por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
Pero ahora se liberaría definitivamente.  Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de los demás —no solo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino también de todas las que conoció desde su niñez— a causa del defecto físico provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación.  Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo, acentuando más aún la certeza de su incapacidad.  Y no pudo evitar ser llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse.  Y ese deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el  tan anhelado instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado para satisfacer el capricho de todos.
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar), pareció internarse en un laberinto sin salida. En el primer lugar donde trabajó se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó burlas despiadadas y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra; pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando  incesantemente de trabajo —siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico— se fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.
Durante años vegetó sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea, considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso enemigo.  No me tratarán siempre como a un perro.  Haré algo para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre inalcanzable.
Hasta hoy, porque al fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis personas,  brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó  su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la bandeja.  Bueno, hoy será la última vez...  Inició la marcha con cierto embarazo.  El  peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar —lo que era muy frecuente— y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de nuevo, su venganza.  Debo tener mucho cuidado.  Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la actitud de los demás.  Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos que había conocido, los que hallaron en él —como el juguete nuevo en poder de un chico— la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la conseguían de modo distinto:  tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar su fuga constante y disparatada.  Permaneció allí, dispuesto a concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo cómo obtenerlo.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín.  Sí. Por fin sabrán todos de lo que soy capaz.  Por eso había sacado un poco del veneno que su madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo, frente a las tres puertas de las oficinas.  ¿Cuánto tardarán en morir?  Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno —minutos, horas o quizá días—, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente.  Sostuvo la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz familiar, la abrió.
 Quedó algo desconcertado.  Allí  no estaba solo el gerente, como todas las mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados.  Todos: los seis.  Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
No obstante, se esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy importante.  Pero, ¿qué pasa?  Casi presintió el fracaso de su plan, porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter desusado a la monotonía de las otras mañanas.
—Puede servir el café, Aurelio —le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de costumbre—.  Lo tomaremos aquí.
La voz lo sorprendió.  Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo.  Depositó la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por  el  silencio  y las miradas de ellos      —en ese momento atentas, fijas en él—, tomó la cafetera con mano temblorosa y sirvió el café.  No se darán cuenta. Casi rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo —su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más claro que otras veces—  develara lo que sucedía.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café.  Y mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer morboso y desconocido. Ya está.  Ahora dormirán para siempre.  Y tuvo el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos —solo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él— acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
Pero no expresó de ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las plantas con veneno.  Aunque él no podría contemplar esas caras descompuestas por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del gerente lo detuvo:
—No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas débiles.  Estoy perdido.  De pronto creyó que esas seis personas se convertirían en indignados acusadores.  Pero cuando su mirada aterrorizada abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
—Hoy hace un año que usted trabaja aquí.  Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio —y tomando  un  pequeño paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó—.  Sírvase.  Esperamos que sea de su agrado.

(Argentina, 1943)