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martes, 24 de septiembre de 2013

BENEDETTI, Mario: Triángulo isósceles


El abogado Arsenio Portales y la exactriz Fanny Araluce llevaban doce apacibles años de casados. Desde el comienzo, él le había exigido a Fanny que dejara la escena. Al parecer, no era tan liberal como para tolerar que noche a noche su linda mujer fuera abrazada y besada por otros.
A ella le había costado mucho aceptar esa exigencia, que le parecía absurda, machista y carente de un mínimo sentido profesional. «Por otra parte», había agregado él como justificación a posteriori, «no creo que tengas las imprescindibles condiciones para triunfar en teatro. Sos demasiado transparente. En cada uno de tus personajes siempre estás vos, precisamente allí donde debería de estar el personaje. Demasiado transparente. El verdadero actor debe ser opaco como ser humano; solo así podrá ser otro, convertirse en otro. Por más que te vistas de Ofelia, Electra o Mariana Pineda, siempre serás Fanny Araluce. No niego que tengas un temperamento artístico, pero deberías encauzarlo más bien hacia la pintura o las letras. Es decir, hacia la práctica de un arte en el que la transparencia constituya una virtud y no un defecto». Fanny lo dejaba exponer su teoría, pero en realidad él nunca la había convencido. Si había renunciado a ser actriz, era por amor. Él no lo entendía ni lo valoraba así. Sin embargo, en la vida cotidiana, privada, Fanny era ordenada, sobria, casi una perfecta ama de casa.
Probablemente demasiado perfecta para el doctor Portales. En los últimos dos años, el abogado había mantenido otra relación, tan clandestina como estable, con una mujer apasionada, carnal, contradictoria, y, por si todo eso fuera poco, particularmente atractiva.
Como lugar adecuado para esos encuentros, Portales alquiló un apartamento a solo ocho cuadras de su casa. Había sido minucioso en la organización de su cándido pretexto: por borrosos motivos profesionales debía viajar semanalmente a Buenos Aires. Como solo estaba ausente las noches de los martes, le recomendaba a Fanny que no le telefoneara, pero, por si las moscas, le había dado el teléfono de un colega porteño, que tenía instrucciones precisas: «¿Arsenio? Fue a una reunión que creo se va a prolongar hasta muy tarde.» Fanny nunca llamó.
Ella, que conocía como nadie las necesidades y manías de su marido, se encargaba de aprontarle el pequeño maletín y le llamaba el taxi. Portales se bajaba ocho cuadras más allá, subía al apartamento clandestino, se ponía cómodo, aprontaba los tragos, encendía el televisor; a la espera de Raquel, que, como también era casada, debía aguardar a que su marido emprendiera su inspección semanal a la estancia. En realidad, si se veían los martes había sido por complacer a Raquel, pues ese era el día que el hacendado había elegido para atender sus campos. «Y para dejarnos el campo libre», bromeaba Arsenio.
Cuando por fin llegaba Raquel, cenaban en casa, ya que no podían arriesgarse a que los vieran juntos en un cine o en un restaurante. Luego hacían el amor de una manera traviesa, juvenil, alegre, casi como si fueran dos adolescentes. Cada martes Portales se sentía revivir. Cada miércoles le costaba un poco regresar a las buenas costumbres del hogar lícito, genuino, sistemático.
Para la vuelta, no sabía bien por qué, exageraba las precauciones. Llamaba un taxi, hacía que lo dejara en el aeropuerto de Carrasco; después de un rato, tomaba otro taxi para regresar a su casa. Dentro de esa rutina, Fanny cumplía con interesarse en cómo le había ido, y entonces él inventaba con esmero los pormenores de las aburridas sesiones de trabajo con sus clientes bonaerenses, dejando siempre constancia, eso sí, de los bueno que era estar de vuelta en casa.
Llegó por fin el martes en que se cumplían dos años de la furtiva y estimulante relación con Raquel, y Portales consiguió un collar de pequeños mosaicos florentinos. Se lo había hecho traer desde Italia por un cliente, este sí verdadero, que le debía algunos favores. Instalado en su lindo y confortable bulín, Portales puso el champán en la heladera, aprontó las copas, se acomodó en la mecedora, y se puso a esperar, más impaciente que otras veces, a Raquel.
Esta llegó más tarde que de costumbre. Su demora estaba justificada, ya que también ella, en vista del aniversario subrepticio, había ido a comprar su regalito: una corbata de seda, con franjas azules sobre fondo gris. Fue entonces cuando Arsenio Portales le dio el estuche con el collar. A ella le encantó. «Voy un momento al baño, así veo cómo me queda», dijo, y como anticipo de otros atributos, lo besó con ternura y calidez. Como era natural, él consideró ese beso como un presagio de una noche gloriosa.
Sin embargo, Raquel demoraba en el baño y él empezó a inquietarse. Se levantó, se arrimó a la puerta cerrada y preguntó: «¿Qué tal? ¿Te sentís bien?». «Estupendamente bien», dijo ella. «Enseguida estoy contigo.»
Ya sin preocupación, aunque igualmente ansioso por la expectativa, Portales volvió a sentarse en la mecedora. Cinco minutos después la puerta del baño se abría, mas, para sorpresa del hombre a la espera, no para dar paso a Raquel sino a Fanny Araluce, su mujer, que lucía el collar florentino.
Portales, estupefacto, solo atinó a exclamar: «¡Fanny! ¿Qué hacés aquí?» «¿Aquí?», subrayó ella. «Pues, lo de todos los martes, querido. Venir a verte, acostarme contigo, quererte y ser querida». Y como Arsenio seguía con la boca abierta, Fanny agregó: «Arsenio, soy Fanny y también Raquel. En casa soy tu mujer, Fanny A. de Portales, pero aquí soy la exactriz Fanny Araluce. O sea que en casa soy transparente y aquí soy opaca, ayudada por el maquillaje, las pelucas y un buen libreto, claro».
«Raquel», balbuceó Arsenio Portales.
«Sí: Raquel. ¿Te das cuenta? Me has traicionado conmigo misma. Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que elegir. O te divorciás de mí, o te casás conmigo. No estoy dispuesta a seguir tolerando esta ambigüedad. Y algo más: después de este éxito dramático, después de dos años con esta obra en cartel, te anuncio solemnemente que vuelvo al teatro».
«Tu voz», murmuró Arsenio. «Algo extraño había en tu voz. Pero ni siquiera el color de tus ojos es el mismo».
«Claro que no. ¿Para que existen las lentes de contacto verdes? Siempre te oí decir que te encandilaban las morochas de ojos verdes».
«Tu piel. Tu piel tampoco era la misma».
«Ah, no, querido, lamento decepcionarte. Aquí y allá mi piel siempre ha sido la misma. Solo tus manos eran otras. Tus manos me inventaban otra piel. Al fin de cuentas, ni yo misma sé ahora cuál es mi piel verdadera: si la de Fanny o la de Raquel. Tus manos tienen la palabra».
Portales cerró los puños, más desorientado que furioso, más abatido que iracundo.
«Me has engañado», dijo con voz ronca.

«Por supuesto», dijo Fanny/Raquel.

(Uruguay, 1920/2009)

lunes, 16 de septiembre de 2013

PIÑEIRO, Claudia: Con las manos atadas


Abrieron la puerta del baño y nos empujaron dentro. El más gordo nos tumbó en el piso, nos sentó espalda con espalda y, con una soga, nos ató las manos juntas. Luego salió y cerró la puerta con llave. Quedamos en silencio esperando que se fueran, todo lo que había de valor en la escribanía ya se lo habíamos entregado. Sin embargo, antes de irse, dieron una última revisada. Por el ruido sabíamos que estaban estrellando los libros contra el piso. La escribana estaba muy asustada, no debe ser fácil para una mujer joven y linda como ella pasar por una situación así. No es que a mí no se me hubiera cruzado por la cabeza que a lo mejor los tipos me terminaban pegando un tiro. Pero el susto de ella era distinto. Yo vi cuando el gordo le miraba las piernas con ojos libidinosos. Creo que si no fuera porque el que hacía de jefe lo apuraba todo el tiempo, terminaba haciéndole cualquier cosa. Tuvo suerte la escribana, la sacó barata.
Del otro lado de la puerta se oyó el ruido de un chorro de agua cayendo desde cierta altura.
–¿Y eso? –dije.
–Están meando, Gutiérrez –me contestó la escribana.
–Mientras no sea sobre el protocolo...
–¡Me importa un carajo el protocolo, Gutiérrez!
La escribana es un poco mal hablada. Una pena, no le queda bien. Y tampoco entiende demasiado del oficio de notario. Un escribano cuida el protocolo como a su propio hijo. Yo no tengo hijos, pero me lo puedo imaginar. A mí sí que me importaba que orinaran el protocolo. Pero claro, mi vida es esta escribanía. Todo lo que soy lo aprendí en este lugar. El tío de la escribana me lo enseñó. El doctor Azcona, el escribano. Él sí que hacía un culto de esta profesión. Para él preparar un testimonio, certificar una firma, hacer un estudio de títulos, eran palabras mayores. Él sabía lo que significaba dar fe; si Azcona ponía la firma uno se podía quedar tranquilo. En cambio esta chica, si no fuera porque estábamos Mirta y yo, no sé qué hacía. Mucha universidad y todas esas cosas, pero cuando hay que ir a los bifes, no entiende nada. El doctor Azcona no tenía hijos. En realidad a mí siempre me trató como a un hijo. Yo creo que fue para agradecerle todo lo que hizo por mí que me puse a estudiar abogacía. Y eso que cuando empecé ya había cumplido treinta y ocho años. Me costó bastante. Hubo materias que tuve que dar como tres o cuatro veces. Creo que por esa carrera me terminé separando de Julia. Yo no paraba ni un minuto. Las pocas horas libres que me dejaba la escribanía se las dedicaba al estudio, y ella se sintió sola y se terminó yendo. En el fondo la entendí. Julia había entrado en una edad difícil para una mujer. Además siempre tuvimos tiempos distintos, para todo. Al año de separarme me recibí de abogado y empecé con las materias para ser escribano, que era lo que yo realmente quería. El doctor estaba orgulloso de mí. Siempre me preguntaba cómo me iba en los exámenes, me prestaba libros. Yo estaba seguro de que cuando me recibiera, si pasaba el examen, iba a terminar siendo adscripto a su registro. Estudié tres años seguidos para dar ese examen pero nunca lo di. Porque entonces apareció ella, una sobrina que yo nunca había oído nombrar, con veintisiete años y el título de escribana recién sacado del horno. Me acuerdo de que el día que Azcona me llamó a su oficina y me dictó el borrador del poder por el que le dejaba todo a ella fue como si me hubieran tirado una balde de agua fría. Cuando pasé el poder al libro, me equivoqué tres veces, tuve que hacer tres enmiendas. La primera vez en mi vida que me equivocaba en el libro.
–Al fin perdiste la virginidad, Gutiérrez –me había dicho Mirta riéndose, mientras yo salvaba.
Se escuchó el golpe de la puerta de entrada al cerrarse, y luego un silencio.
Se fueron...
–¿A usted lo espera alguien, Gutiérrez?
–No... yo soy solo... me separé hace un tiempo.
–Entonces si no hacemos algo, hasta mañana no nos encuentra nadie.
Intentamos sacarnos la soga pero enseguida nos dimos cuenta de que era imposible y de que, cuanto más tirábamos, más se ajustaba el nudo.
La escribana giró sus piernas hacia la puerta y la empezó a patear. Yo la miré sobre mi hombro. Alcanzaba a verle la pantorrilla. En una de sus patadas se le voló un zapato. Traté de decirle que me parecía un esfuerzo inútil pero no me escuchó. Siempre parecía que no me escuchaba. Sobre todo cuando le iba con algún asunto de trabajo complicado.
–Gutiérrez, no me venga con problemas, soluciónelo, y cuando lo tenga resuelto me viene a ver.
Era evidente que ella no era escribana de raza. Esa chica estudió la profesión porque vio la veta que tenía con su tío. Lo único que parecía importarle eran los trajecitos que se ponía, demasiado cortos para lo que se usa en nuestro ambiente. Y que el color de los zapatos combinara con el de la cartera.
–Yo no puedo creer que tenga que pasar la noche acá....
–Por qué no se tranquiliza y trata de descansar...
–¡Gutiérrez, ¿a usted le parece que yo puedo descansar en estas condiciones?! ¡Tengo el culo frío por las baldosas del piso, las manos apretadas contra su trasero, y usted hablándome todo el tiempo!
Me parece que se le fue un poco la mano. A medida que el tiempo corría me tuvo que dar la razón. El sueño la fue venciendo. Me di cuenta por cómo se movía su espalda sobre la mía cuando respiraba. Acomodó su cabeza sobre mi hombro y la dejó caer para atrás.
–Apóyese tranquila escribana, que yo no tengo nada de sueño –le dije, pero no me oyó porque ya estaba dormida.
Se movía un poco y refregaba el pelo contra mi cuello. Hasta me hacía un poco de cosquillas. Pero no la iba a despertar, cómo le iba a hacer eso. Me acomodé como para que ella calzara mejor. Tenía puesto el perfume que usaba siempre, aunque esa vez parecía mucho más fuerte. Yo estaba acostumbrado a oler la estela que dejaba, pero sentirlo tan cerca me mareaba. Su oficina siempre olía a ella. Me acuerdo de que un día que firmó muchas actas y poderes, antes de guardar el protocolo, me lo llevé hacia la cara y lo olí. Era como si ella estuviera ahí, metida adentro del libro mismo. Nunca antes la había tenido tan cerca como en ese baño. Si giraba mi cabeza hacia su lado, podía apoyar mi nariz sobre su pelo y olerlo. Lo hice. Justamente la estaba oliendo cuando ella se despertó.
–Gutiérrez, ¿nos tiramos de lado así podemos dormir mejor?
–Como usted diga, escribana.
Nos dejamos caer hacia su derecha y fuimos estirando las piernas. Enseguida la escuché respirar profundo otra vez y supe que estaba dormida. Sentí la curva de su cola sobre la mía. Se acurrucó y apoyó su pie descalzo sobre mi pantorrilla. Me saqué los zapatos con esfuerzo, siempre me ajusto mucho los cordones para que no se me deshaga el nudo mientras camino. Yo camino mucho, treinta cuadras por día. Le saqué el zapato que le quedaba puesto y le froté la palma del pie. Pensé que podía tener frío. Sus manos se movieron en el hueco que dejaban las curvas de nuestras cinturas. Le quise dar calma y entrelacé mis dedos con los de ella. Acaricié sus dedos subiendo y bajando los míos tanto como la soga me lo permitía. La escribana tenía la piel suave. Lo comprobé haciendo pequeños círculos con mis yemas. Se ve que ella soñaba con alguien porque en un momento me apretó la mano fuerte, con confianza, como debía hacer con esos hombres que la llamaban todo el tiempo a la escribanía. Mi mano quedó aplastada contra la curva de su cola. La recorrí apenas y comprobé que era tal como la imaginaba. Me hubiera gustado apretarla. Por un momento me imaginé atado a ella, pero frente a frente, sintiendo su respiración sobre mi cara, llevando las manos atadas de los dos hasta sus pechos para tocarlos, sintiéndola donde más la sentía. Me imaginé que la besaba, una y otra vez, bien profundo, como si me quisiera meter dentro de ella. Me imaginé dentro de ella. Y fue tan real como cuando tenía catorce años y me movía entre las sábanas. Real aunque yo estuviera tirado en el piso del baño de la escribanía con las manos atadas. Porque lo que sucedía dentro mío solo era posible si yo estaba dentro de ella. Traté de que ese momento durara, que no se fuera, moviéndome apenas para no molestarla. Pero entonces, cuando sentía un placer que no recordaba haber sentido antes, no pude más y me dejé ir. Creo que fue mi último aliento lo que la despertó, me puse alerta, pero enseguida se durmió otra vez. Yo también me dormí.
Cuando Mirta entró a la mañana siguiente, no podía parar de gritar. La escribana empezó a patear la puerta otra vez, pero Mirta gritaba tanto que no la oía. Entonces grité yo, con una fuerza que no solo sorprendió a la escribana sino a mí mismo. Mirta trajo al portero del edificio y abrieron la puerta. Enseguida nos desataron. La escribana se quejó de sus brazos entumecidos. Creo que yo también los tenía entumecidos. La escribana le pidió a Mirta que llamara a la policía, mientras ella llamaba a alguien por la otra línea. Debe haber llamado a un hombre, le pidió que la viniera a buscar. Yo la espiaba mientras juntaba papeles orinados del piso. Tenía la pollera arrugada, estaba despeinada y el maquillaje se le había corrido. Me la quedé mirando.
–¿Qué mira, Gutiérrez? ¿Por qué no se va a dar una ducha y a descansar un poco?
Me puse colorado. Bajé la vista y me encontré con la bragueta de mi pantalón manchada de una humedad espesa. Agarré la carpeta de la “Sucesión Martín Cabrera” que estaba sobre el escritorio y la puse delante de mí. Miré a la escribana y a Mirta, ninguna me miraba.
–Andá tranquilo, Jorge, que yo me ocupo de todo –dijo Mirta–. Con la noche que pasaste, no sé cómo podés seguir en pie.
La escribana se fue primero. Le avisaron de abajo que la estaban esperando. Agarré mi sobretodo y salí.
El ascensor olía a ella.

(Argentina, 1960)

domingo, 8 de septiembre de 2013

SOSA, Delia: Mi árbol azul


Desde lejos lo distinguía semejante a un junco pero no lo era. En la casa materna jugaba con él.
En las ramas colgaba mensajes de papel, garabatos, lista de juguetes, deseos que no se cumplían. Claro… yo podía alcanzarlo.
Inesperadamente fue como un diario íntimo.
El viento, la lluvia, el frío, el calor se interponían en nuestro diálogo imaginario.
Con tristeza un día comprobé que no solo las ramas ganaron altura, sino las raíces se extendieron tanto en profundidad como en superficie. Allí lograba sentarme, esconderme.
Mi último intento fue arrojarle flores ya que no podía ofrecérmelas.
En uno de mis viajes me preocupó su ausencia. ¿Cómo no lo veía? ¿Quizás una tormenta lo derribó? Imposible, porque era tan fuerte. Al acercarme, un hueco penetrante fue la respuesta.
Me dolió ese vacío, miraba hacia el cielo, recorría los bordes, todo me inspiraba temor.
Dicen que la vida cicatriza heridas, archiva recuerdos, borra imágenes. No fue mi caso.
No solo quedó grabado en la memoria esa forma majestuosa, la rugosidad de la corteza, la sombra escurridiza, sino que con pinceles y óleos, logré el mejor cuadro. Allí plasmé las emociones que me transmitía este amigo fiel e insustituible, él también percibía desde la distancia que yo lo observaba.
Habíamos mantenido encuentros de silencio, aunque no me respondía, agitaba una rama, un pájaro distraído interrumpía la siesta o a veces, despertaba mis celos al cobijar nidos. De esa manera no se sentía tan solo. Igualmente nos entendíamos, porque ocupó un lugar relevante. Me hizo feliz.


Delia Sosa


Delia Sosa es artista plástica nacida en la localidad de Rafaela, ciudad donde actualmente reside. Ejerció la docencia como profesora de Inglés en escuelas secundarias. Integra la Comisión Directiva de E. R. A. (Escritores Rafaelinos Agrupados) y coordina el Taller Literario en la Casa del Escritor, perteneciente a esta institución.
Ha publicado trabajos de su autoría en la revista "Sensación de Cultura", periódicos locales, en la antología "Palabras Rafaelinas", en el libro colectivo "Escalera de Papel". Publicó su primer libro individual: "En Primera Persona".
Incursiona en dibujo y pintura y ha participado en exposiciones colectivas. Su primera muestra individual retrospectiva la realizó en el año 2005.