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jueves, 24 de octubre de 2013

GALEANO, Eduardo: Lord Chichester


En una playa de estacionamiento de las muchas que hay en Buenos Aires, Raquel lo escuchó llorar. Alguien lo había arrojado entre los autos.
Se incorporó a la casa, se llamó Lord Chichester. Tenía poco de nacido y ya era desteñido y cabezón. Quedó tuerto después, cuando creció y se batió en duelo de amor por la gata Milonga.
Una noche, cuando Raquel y Juan Amaral estaban sumergidos en la más profunda de las dormidumbres, unos feroces chillidos los hicieron saltar de la cama. Chillaba Lord Chichester como si lo estuviesen desollando. Cosa rara, porque él era feo pero callado.
-Algo le duele mucho -dijo Juan.
Siguiendo los chillidos, llegaron al fondo del corredor.
Raquel aguzó el oído y opinó:
-Nos está avisando que hay una gotera.
Deambularon por la antigua casona hasta que ubicaron el clip-clap de la gotera en el baño.
-Ese caño siempre perdió -dijo Juan.
-Se va a inundar -temió Raquel.
Y discutieron, que sí, que no, hasta que Juan miró el reloj, casi las cinco de la mañana, y bostezando suplicó:
-Vamos a dormir.
Y sentenció:
-Lord Chichester está loco de remate.
Ya estaban por entrar al dormitorio, perseguidos por los chillidos del gato, cuando el techo, viejo y agrietado, se desplomó sobre la cama.

(Uruguay, 1940/2015)

miércoles, 23 de octubre de 2013

GIECO, LEÓN: Un día Baltazar




Dice Baltazar que tiene que cuidar
cien gallinas, diez caballos,
treinta vacas y sembrar.

Dice Baltazar: "¿Por qué trabajo tanto
si al final me estoy muriendo
de tanto trabajar?"

Pero un día Baltazar escribió sobre un galpón
unas frases muy cortitas
que decían lo siguiente:

“Las tierras deben ser del que las siembra,
porque yo estoy dando todo
y hay quien se lo lleva.
Esto es para usted, señor patrón,
y cómo va a conocer su campo
si está sentado en un sillón con su esposa
mirando televisión”.

Pero un día Baltazar se fue sin avisar,
y cuando estaba ya muy lejos
 se dio vuelta, por mirar,
porque escuchaba un ruido extraño
y no sabía qué podía ser...
Y eran todos los caballos,
todas las gallinas,
mariposas blancas, los gorriones y las vacas
que seguían por detrás a Baltazar...

(Argentina, 1951)


martes, 22 de octubre de 2013

ARLT, ROBERTO: Causa y sinrazón de los celos




Hay buenos muchachitos, con metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua, con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones. Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera, el sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca, sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla: cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es. La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su" felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que "puede" componerse el alma femenina (conste que digo "de que puede componerse", no de que se compone.)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre cela casi siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer. La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer, ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad Femenina".
Solo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media, superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente. Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un bobalicón que solo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues jamás resuelven nada serio.

Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas: “Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan. También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...”. Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron celosos... Pero este es tema para otra oportunidad. 



(Argentina, 1900/1942)
de “Aguafuertes porteñas”

lunes, 14 de octubre de 2013

ORGAMBIDE, Pedro: La intrusa



Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

(Argentina, 1929/2003)


["La intrusa" pertenece al libro de relatos La Buena gente (1970), Buenos Aires, Sudamericana]


domingo, 6 de octubre de 2013

KAFKA, Franz: El viejo manuscrito


Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.
Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.
Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.
Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.
También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quién sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.
Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.
Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.
-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuándo soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria solo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina.




Checoslovaquia (1883-1924)

martes, 1 de octubre de 2013

SCHUJER, SILVIA: La única dama

 

En el departamento somos cinco: los cuatro muchachos y yo. Vivimos tranquilos desde hace unos años y aunque algunos vecinos opinen lo contrario, somos una hermosa familia.
Ellos -los cuatro- tienen nombres parecidos pero los sé distinguir: Alberto es el más alto, el que anda siempre descalzo y el que -al decir de los otros- come como un hipopótamo. Roberto es el melenudo. El que cambia de color el pelo todo el tiempo y cuando lo tiene amarillo parece un león.
Heriberto es el que grita. El de la voz fuerte pero las manos más suaves. El encargado de llamarme cuando me alejo.
Humberto es el de anteojos. El que cada dos por tres los pierde y entonces, como no ve nada, se lleva el mundo por delante: animales, objetos y damas.
Alberto, Roberto, Heriberto y Humberto nacieron todos en el mismo pueblo. Fueron compañeros de colegio y cuando llegó la hora de elegir una carrera universitaria, decidieron venir juntos a vivir a la ciudad.
A mí me gustan los cuatro. Cada uno con sus manías, con sus pelos, sus voces, sus pies y sus olores.
Les critico el orden; nunca encuentro una cama deshecha donde echarme a dormir.
Mi vida en familia es de lo más llevadera. De lunes a viernes desayunamos temprano. A esa hora estamos todos con cara de sueño y, aunque tomamos la leche en silencio, podemos sentir el calor de estar juntos. Después, cada cual a su juego: los muchachos se van yendo de a uno a la facultad (el que entra más temprano tiene el primer turno para bañarse) y yo me quedo sola con la casa a disposición. Con la casa y todos los pares de medias que han dejado desparramados. Entonces entro, salgo; siempre queda abierto el lavadero.
De tarde, cuando el movimiento de los ascensores se hace más intenso y los rayos del sol más leves, los muchachos empiezan a llegar. Alguno prende la tele, otro se instala en la cocina, alguno lleva un libro al baño y se olvida de salir; el menos cansado se ocupa de las compras…
Y todo transcurre más o menos así hasta que llega el fin de semana y el orden se altera por completo: se vuelve más difícil saber cuándo es de día o de noche, nadie sube una persiana, se duerme a destiempo, se come a cualquier hora y, a veces, hasta se llena de gente la casa.
Nada de esto me incomoda: ni el orden ni el desorden. Ni la rutina ni el fin de semana. Ni las camas bien hechas ni la comida sin sal. Lo que en verdad no soporto es el fútbol. Ese juego que ven por la tele. Empaña la armonía familiar. Y no porque no me guste lo que muestra la pantalla. En ese sentido me da igual cualquier cosa: mil hombres corriendo detrás de una pelota o un capítulo de los Simpson. Lo que no tolero del juego es cuando viene con preparativos. Cuando antes de que empiece la transmisión los cuatro muchachos llenan la casa con banderas y se ponen unas camisetas celestes y blancas, exactamente iguales a la que me ponen a mí. Y ¡ojo!, no es que no soporte que me pongan una camiseta. Digamos que no me encanta pero tampoco es lo peor. Lo que me saca de quicio, me eriza los pelos y me crispa las uñas es que en esas situaciones, durante noventa minutos, me obliguen a estar sentada con ellos. A estar sentada y a soportar que me tiren al aire y en el aire me agarren -una y otra vez- cada vez que festejan un gol.
Seguido no pasa. Pero pasa. Y si mi olfato no me engaña, hoy es uno de esos días en los que va a pasar. Ya los he visto esta mañana sacando unas banderitas y comprando unas prepizzas para meter esta noche en el horno. Ya los he visto con el queso y las bebidas. Y aunque tenga que renunciar a las aceitunas que siempre ligo por demás en estos casos, mi decisión es irrevocable. Amo a esta familia que tengo como a nada en el mundo y no estoy dispuesta a perderla por un mísero partido de la selección. Me voy antes de que lleguen y me quedo en un tejado hasta mañana. Que me busquen. Que piensen. Que revoleen otro amuleto por el aire. Que aprendan a tratar a una dama. Miau.


(Argentina, 1956)