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sábado, 28 de junio de 2014

LA EXPERIENCIA DE LEER CON GUSTO

Dibujo: Chachi Verona


Una iniciativa de casi 10 años de llevar literatura a las escuelas medias para adultos. La riqueza de compartir a diario buenos autores


Por Sergio Fassanelli / Profesor en Lengua (*)


Leer literatura en una escuela para alumnos jóvenes y adultos debe ser una actividad atractiva y provechosa. Lograrlo implica un verdadero desafío porque la mayoría de los alumnos que pueblan sus aulas nunca o casi nunca han leído literatura por propia voluntad.
A las Escuelas de Enseñanza Media Para Adultos (Eempas) de la provincia de Santa Fe concurre una población muy heterogénea, en la que conviven diariamente jóvenes de 18 años hasta adultos de más de 60. Ello significa que brindar una educación de calidad que atienda a las necesidades de todos y por igual se torne una tarea nada fácil.
Los profesores de literatura debemos abordar las lecturas en nuestra disciplina no sólo para el aprendizaje que requiere una nota de aprobación, sino también para provocar una actividad placentera. Porque, ¿de qué nos sirve leer o hacerles leer obras muchas veces complejas de autores que figuran en los programas oficiales si no las comprenden o disfrutan? ¿Cómo hacer hoy atractiva la lectura cuando vivimos en un mundo donde el culto a la imagen parece haberse convertido en la comunicación fundamental e indiscutida?
Por eso, en la Eempa Nº 1.007 Libertad de la ciudad de Rafaela hacemos lo necesario para que el alumno joven y adulto encuentre en la escuela un espacio semanal en el que la lectura lo provoque, lo haga pensar y razonar sobre todos los temas de la vida sin ningún tipo de presión ni condicionamiento, como lo son una evaluación, un trabajo práctico o cualquier tipo de situación áulica que implique una conditio sine qua non para aprobar la asignatura. Este espacio lo encontramos con la implementación del taller de lectura "Leer porque sí", dentro o fuera de las horas de clase, con lecturas propuestas por el docente y por los alumnos, sin ningún tipo de censura previa o condicionamiento alguno.
La mayoría de los alumnos de las escuelas para adultos llegan por las noches al aula luego de un día laboral agotador, quizás sin haber podido pasar por su hogar a darse un baño reparador, alimentarse adecuadamente o, simplemente, saludar a su familia. ¿Cómo podemos exigirles que lean en sus ratos libres cuando ni siquiera los tienen durante el fin de semana? Por eso aprovechamos al máximo las horas de clase para leerles y para hacerlos leer, para que conozcan el maravilloso mundo de la literatura a partir de la única consigna de que lo hagan para imaginar, para soñar y —por qué no— para alejarse al menos por unos instantes a través de la ficción de la realidad cotidiana.
Otra mirada. Leer y hacer leer literatura a los jóvenes y adultos por placer nos permite hacerlos incursionar en un mundo irreal que los ayuda —y mucho—, a vivir. ¿Y cómo puede algo irreal, algo ficticio, enseñar a vivir? La literatura nos hace ver de otra manera al mundo y nos ayuda a comprenderlo a través de su lenguaje particular.
Muchos adultos nos preguntan: A mi edad, en mi situación, ¿para qué quiero leer literatura? ¿Me va a ayudar a encontrar trabajo? ¿Me va a ayudar a progresar en el que ya tengo? ¿Voy a ganar más dinero por leer poemas, cuentos o novelas? La respuesta a esos interrogantes es simple: no. Entonces, ¿para qué perder el tiempo?, insisten. Y nuevamente, una repuesta sencilla: no van a perder el tiempo si no quieren perderlo. No van a perder el tiempo si no se lo hacen perder los profesores. Entre todos, entre docentes y alumnos, se trata de hacer de este espacio de lectura una buena oportunidad para razonar, para aprender a criticar con fundamentos, para saber interpretar al mundo que nos rodea, para abrir nuestra mente y poder elegir, para relacionar hechos pasados con nuestra vida, para advertir que el hombre durante toda la historia siempre vivió preocupado por los mismos temas: el amor, la muerte, el poder, la existencia, el trabajo, la dignidad... Pero siempre desde la propia perspectiva, la de cada uno, que puede ser coincidente o no con la del otro. Además, este espacio ha generado un trabajo interactivo con respuestas de escritura en el blog del taller con comentarios y producciones de los propios alumnos.
A casi diez años de haber puesto en marcha "Leer porque sí", con un funcionamiento ininterrumpido, creemos estar en condiciones de asegurar que es posible lograr esto en las aulas o fuera de ellas. Fomentar la lectura por placer favorece el crecimiento personal, no solo del alumno sino también del docente. Los alumnos jóvenes y adultos buscan en las aulas la posibilidad de un futuro mejor y no depende sólo de ellos lograrlo. En el escaso tiempo del que se dispone en la escuela debemos lograr que el mundo se brinde a nuestros alumnos a través de nuevas miradas.

(*) Profesor de lengua en la Eempa Nº 1.007 Libertad de Rafaela. Director del blog: leerporquesi-1007.blogspot.com.ar o en el perfil de Facebook.com/leerporquesi

viernes, 20 de junio de 2014

LAISECA, Alberto: La cabeza de mi padre


¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente. No puedo entender nada. El personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises. Sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar. Yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre. Creo que mejor padre que el que yo tuve, no puede tener un hijo. Era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios. Por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá. Desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos; era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno. Él, por ejemplo, me decía con justa razón:
—¡Oye infeliz! Ya es hora de que estudies o trabajes, que ya tienes veinte años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
 Tenía razón papá, tenía toda la razón.
—¡Oye! Otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú. Tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes veinte años, eres grande.
 Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio. Todo, todo sabía. Yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer. Si tú a una mujer no la conmueves, nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas. ¿Y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito? Si soy un infeliz, les tengo miedo. ¿Ustedes no se sienten inseguros? ¿No? Yo sí, toda la vida.
 Papá hacía la comida, era muy buen cocinero. Yo no sé ni preparar un huevo frito. Yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
—¡Eeeh! ¡Esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
 Eso sí, les voy a decir una cosa: soy muy buen carpintero. Porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto. Eso lo enojaba mucho a papá, decía:
—¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas! Ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa. ¡Pero no! A ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
 Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería. Pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas. No sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
 Yo soy un misterio, incluso para mí mismo. Un misterio muy aburrido, la verdad, pero misterio al fin. No sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta. ¿Ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas. Es como un fusil pero sin pólvora. Tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
Yo en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta; entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo. Me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce. Soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a diez metros la agarraba a tiros. Entonces, como siempre, todos los días, estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡Ah! Este que no lava los platos enseguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi papá y yo volvía a punta de pie de mi cuarto y le apuntaba con la ballesta. No le iba a tirar. ¿Cómo le voy a tirar a mi padre? ¡Pues no! A mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta… ¿Cómo le iba a tirar?
 Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores. Me dijo:
—¡Oye! A ti la Dolores te mira mucho. ¿Qué esperás para ir y enamorarla? Así me darías un nieto.
 La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele. Claro que hubiera tenido hijos con ella. Entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta. Como otras veces, él estaba rezongando como siempre:
—¡Eh! Este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
 Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo La flecha que tenía puntas de plomo —pues yo les hice puntas de plomo— le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… No lo podía creer. Yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá. ¡Pues no! Le entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba vivo. Entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza. La primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no. Las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra… para que no sufra, claro.
  Entonces me di cuenta de que algo no estaba bien. Me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tal incordio, y lo puse a reposar. Las otras cuatro flechas no se las saqué. Tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto! Por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba. Pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
 Ya hace diez años que me han traído a este lugar y no comprendo por qué. La verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre… siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.

(Rosario, Argentina, 1941)

Escuchá la historia narrada magistralmente por el propio Laiseca:

domingo, 15 de junio de 2014

CADÁVER EXQUISITO


"Cadáver exquisito"

Realizado por alumnos de 4º año "F" del Anexo 7007
de la Escuela de Enseñanza Media Para Adultos Nº 1007 "LIBERTAD" de  Rafaela con la profesora Analía Ojeda
2014

lunes, 2 de junio de 2014

COLASANTI, MARINA: La tejedora


Se despertaba cuando todavía estaba oscuro, como si pudiera oír al sol llegando por detrás de los márgenes de la noche. Luego, se sentaba al telar.
Comenzaba el día con una hebra clara. Era un trazo delicado del color de la luz que iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte.
Después, lanas más vivaces, lanas calientes iban tejiendo hora tras hora un largo tapiz que no acababa nunca.
Si el sol era demasiado fuerte y los pétalos se desvanecían en el jardín, la joven mujer ponía en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más peludo. De la penumbra que traían las nubes, elegía rápidamente un hilo de plata que bordaba sobre el tejido con gruesos puntos. Entonces, la lluvia suave llegaba hasta la ventana a saludarla.
Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban los pájaros, bastaba con que la joven tejiera con sus bellos hilos dorados para que el sol volviera a apaciguar a la naturaleza.
De esa manera, la muchacha pasaba sus días cruzando la lanzadera de un lado para el otro y llevando los grandes peines del telar para adelante y para atrás.
No le faltaba nada. Cuando tenía hambre, tejía un lindo pescado poniendo especial cuidado en las escamas. Y rápidamente el pescado estaba en la mesa esperando que lo comiese. Si tenía sed, entremezclaba en el tapiz una lana suave del color de la leche. Por la noche dormía tranquila después de pasar su hilo de oscuridad.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola. Y por primera vez pensó que sería bueno tener al Iado un marido.
No esperó al día siguiente. Con el antojo de quien intenta hacer algo nuevo, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Poco a poco, su deseo fue apareciendo. Sombrero con plumas, rostro barbado, cuerpo armonioso, zapatos lustrados. Estaba justamente a punto de tramar el último hilo de la punta de los zapatos cuando llamaron a la puerta.
Ni siquiera fue preciso que abriera. El joven puso la mano en el picaporte, se quitó el sombrero y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada sobre su hombro, pensó en los lindos hijos que tendría para que su felicidad fuera aún mayor y fue feliz por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto lo olvidó. Una vez que descubrió el poder del telar, solo pensó en todas las cosas que este podía darle.
—Necesitamos una casa mejor— le dijo a su mujer. Y a ella le pareció justo, porque ahora eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para que la casa estuviera lista lo antes posible.
Pero una vez que la casa estuvo terminada, no le pareció suficiente.
—¿Por qué tener una casa si podemos tener un palacio? —preguntó. Sin esperar respuesta, ordenó inmediatamente que fuera de piedra con terminaciones de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puertas, patios y escaleras y salones y pozos. Afuera caía la nieve, pero ella no tenía tiempo para llamar al sol. Cuando llegaba la noche, ella no tenía tiempo para rematar el día. Tejía y entristecía, mientras los peines batían sin parar al ritmo de la lanzadera.
Finalmente el palacio quedó listo. Y entre tantos ambientes, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto, en la torre más alta.
—Es para que nadie sepa lo del tapiz —dijo. Y antes de poner llave a la puerta le advirtió:
—Faltan los establos. ¡Y no olvides los caballos!
La mujer tejía sin descanso los caprichos de su marido, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer y tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció más grande que el palacio, con riquezas y todo. Y por primera vez pensó que sería bueno estar sola nuevamente.
Solo esperó a que llegara el anochecer. Se levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Descalza, para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre y se sentó al telar.
Esta vez no necesitó elegir ningún hilo. Tomó la lanzadera del revés y pasando velozmente de un lado para otro comenzó a destejer su tela. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Luego destejió a los criados y al palacio con todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió mirando el jardín a través de la ventana.
La noche estaba terminando cuando el marido se despertó extrañado por la dureza de la cama. Espantado miró a su alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ella ya había comenzado a deshacer el oscuro dibujo de sus zapatos y él vio desaparecer sus pies, esfumarse sus piernas. Rápidamente la nada subió por el cuerpo. Tomó el pecho armonioso, el sombrero con plumas.
Entonces como si hubiese percibido la llegada del sol, la muchacha eligió una hebra clara. Y fue pasándola lentamente entre los hilos como un delicado trazo de luz que la mañana repitió en la línea del horizonte.




Marina Colasanti (Asmara, antigua colonia italiana de Eritrea26 de septiembre de 1937): escritora, traductora y periodista ítalo-brasileña.

Su familia emigró de Italia a Brasil al estallar la Segunda Guerra Mundial, allí estudió Bellas Artes y trabajó como periodista y traductora.