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sábado, 21 de noviembre de 2015

ACTIS, Beatriz: El vengador


El Viejo vivía en el Alto Verde, solo como un fantasma en el extremo más alejado y más deshabitado de la isla.
Algunos dicen que estaba solo porque la mujer y los hijos se habían ahogado cuando la inundación les llevó el rancho, y otros cuentan algo parecido que también tiene que ver con el castigo del agua: la familia cruzaba en un bote desde el Alto Verde hacia el puerto de Santa Fe cuando la correntada les volteó la pequeña embarcación y los remolinos del río se los tragaron para siempre.
El río a veces se pone bravo, feroz, sobre todo cuando la crecida lo hace arrastrarse con fuerza y con maña, y hasta los camalotes pasan y parece que van volando sobre el agua. Pueden verse desde la orilla y son unos manchones verdes que viajan velozmente en el medio del río y muchas veces llevan serpientes y alimañas, y hasta una vez —los curas franciscanos lo juran— se apareció un tigre que venía desde el norte, desde el monte chaqueño, parado sobre un camalote se acercó a la costa, el tigre saltó a tierra firme, llegó al convento de San Francisco y se escondió entre los altares.
La huella de su zarpazo está todavía marcada en una de las barandas de madera, cualquiera puede verla: la huella del tigre que llegó con la inundación hasta el puerto de Santa Fe viajando kilómetros y kilómetros por el río en medio del camalotal.
Por eso parece que el Viejo se había quedado solo, porque la mujer y la descendencia se le habían ahogado en el río poblado de camalotes, y por eso parece que —debido a la tristeza— de a poco se había ido alejando de la gente, y si ya antes de la tragedia era un hombre solitario y de pocas palabras, después de la tragedia se volvió más hosco todavía y se dio a la bebida.
Hay quien comenta además que se volvió cruel en la caza —que al principio solo había practicado para sobrevivir— y después quedaría demostrado que esa crueldad sería pagada con su vida.

* * *

Cuando el Viejo volvía de cazar carpinchos o cuando muy de vez en cuando se llegaba hasta el pueblo para cambiar los cueros por yerba y por azúcar en el boliche, se oía resonar en medio de la brisa el galope de un caballo zaino.
Se escuchaba el trote del zaino entre las ramas y los yuyos altos de los senderitos salvajes de la isla, y al Viejo azotando con el látigo el camino y el caballo, como si estuviera castigando al paisaje, como si creyera que la naturaleza había tenido la culpa de su destino.
Una noche, cuando volvía del boliche acicateando al zaino con su fusta violenta —y el zaino era una ráfaga de furia en medio del monte, las crines brillando con la luna— el Viejo debe haberse mareado, debe haberse acordado con insoportable dolor de su familia muerta, debe haberse abandonado al olvido y al vértigo de la borrachera.
Cruzaron jinete y caballo con rapidez vengadora debajo de un grupo espeso de ceibos, timbóes y sauces llorones, y la rama baja de uno de los árboles, gruesa como un tronco, le arrancó la cabeza de un solo golpe.
La cabeza del Viejo quedó penando entre las raíces añosas del árbol, que se asomaban sobre la tierra, y la cabeza parecía una piedra al costado del camino, un nido de hornero derrumbado, un gran fruto maduro caído y perdido para siempre.
Algunos dicen que fue el castigo del Gran Carpincho Blanco que protege a su especie en las islas invadidas por los cazadores furtivos, y que vuelca su venganza sobre los que cazan en demasía o fuera de época o que lo hacen salvajemente y matan a las crías.
Pero el Gran Carpincho Blanco nunca podrá ser cazado, también dicen, y si alguien llega a herirlo, solo encontrará en el lugar un reguero de sangre, nunca su cuerpo, y a los cazadores que sigan el rastro de sangre lo harán perderse en los esteros más alejados. Los esteros de los que nunca se vuelve.
Cuando a la madrugada un vecino encontró al zaino andando sin rumbo por lugares cercanos a la costa, sudoroso todavía, las riendas colgando al costado del cuerpo, supuso lo peor y salió a buscarlo al Viejo. Encontró su cuerpo decapitado al lado del montecito tupido, pero la cabeza no estaba. ¿Se la habría llevado el Carpincho hacia el lado oscuro de los esteros? ¿Se la habrían devorado las hormigas coloradas, los rapaces o las aves nocturnas?
Lo enterraron al lado del rancho —que ahora es tapera—, le clavaron sobre la tierra removida del sepulcro una cruz construida con ramas de sauce, y se acordaron para siempre del misterio del jinete sin cabeza, contando su historia a los hijos, y estos a los suyos, y estos, también a sus hijos.
Se dice que durante largos días y despiadadas noches pudo verse al zaino deambulando perdido en los alrededores de la tumba, y que después de un tiempo —de algún modo misterioso y fugaz— su presencia se esfumó como si se lo hubiese llevado el viento o si se lo hubiera tragado la tierra.

* * *

A veces, en el Alto Verde se escucha en el medio de la noche un chasquido seco que no es pájaro ni corriente del río ni viento ni ruido de cristiano.
Se sabe entonces que es el Viejo que pasa galopando, que zumba con el caballo y que azota otra vez, eternamente, su cabeza contra la rama baja, y que la rama desgarra una vez más, y para siempre, la cabeza de arriba de sus hombros.
Se sabe que es el Viejo sobre el zaino, convertido en ánima en pena, que vuelve a buscar la cabeza que no tiene; que es el Viejo que no duerme tranquilo porque el Carpincho se ha vengado aun más allá de la muerte, robando su cabeza y llevándola al estero del que no se vuelve.
Se sabe en el Alto Verde, y se sabrá hasta el fin de los días, que es el Viejo que quiere encontrar la cabeza para descansar en la costa —el cuerpo completo, el alma sin heridas— cerca de las tumbas en sombra de su mujer y sus hijos que se ahogaron en el río.

(Argentina, 1961)

lunes, 16 de noviembre de 2015

FLORIANI, Juan A.: Hipermercado


Fue un error ir. Pero Laura insistió y no pude negarme. Estos nuevos negocios parecen estimular el espíritu práctico femenino. Quiero comparar los precios, me dijo. Aseguran que son muchos más baratos. Por fin, un sábado, saqué el automóvil y la llevé. Mientras duró la construcción del enorme edificio no pasé por el lugar.
Mezclados entre la concurrencia agolpada en los accesos ingresamos al vasto recinto, aséptico y luminoso. Laura comenzó a recorrer las góndolas, se acercó a los mostradores, revisando la mercadería, intercambiando opiniones con varias mujeres. Yo la seguía, sintiendo cómo mi corazón se estrechaba, dolorido y nostálgico. En una fracción del terreno que ocupa el hipermercado se irguió la casa construida de a poco por mi padre. Mientras avanzo, me detengo tras Laura, atiendo distraído sus observaciones, siento en mis huesos el impacto de los muros derribados, de los techos desplomándose de tristeza y vacío. Al fondo, donde ahora las verduras y las frutas pulcramente acomodadas estallan de colores, estaba el patio con el olivo y el limonero. Bajo su sombra ausente veo otra vez a papá, tranquilo y preciso, fabricando sus bloques ahuecados que luego irían buscando altura en las paredes airosas.
Veo, sobre todo, las manos nudosas, curtidas, sabias en su simplicidad, usando con delicadeza el molde, midiendo exactos los materiales.
Mi mujer me toma de un brazo.
—Atendeme, viejo —dice molesta—. ¿Qué te pasa? ¿Te gusta esta conserva?
—Perdoname —me apresuro a contestar—. Sí, por supuesto, comprala, es mi favorita.
De pronto, junto a una muchacha con pantalones ajustados que observa atentamente un escaparate lleno de cassettes musicales, descubro a mi madre. Viste un pantalón celeste y yergue con su gracia habitual la cabeza ennoblecida por los cabellos entrecanos. Me mira como ofreciéndome algo, dulce la expresión. Aparto la mirada.
Trastabillo.
—Pero vos estás mal —habla de nuevo Laura—. Andá al bar y tomate un café. Cuando termine te busco.
—Estoy bien —afirmé—. Aunque tenés razón. Tomaré un café.
Ella sigue. Yo recorro un largo pasillo flanqueado por innumerables botellas claras y oscuras reposando acostadas en sus nichos de madera. Dos niños gritones me embisten.
Apartándome, los veo seguir corriendo como una ráfaga de impetuosa inocencia. La señora bajita que los sigue, afanosa, pide disculpas:
—Perdone, señor. ¡Estos chicos!
—No es nada —amaino mi fastidio.
Bordeo el sector de los pescados. Surgiendo del hielo escamoso, los cuerpos chatos y penetrantes ofrecen la plenitud de su abundancia. Siguen los mariscos de extrañas formas. En ese lugar estuvo mi pieza. Allí se ordenaron los libros que abrieron mi juventud.
—La merluza está cara —señala un hombre calvo.
—Es de calidad superior —intenta explicar la vendedora.
El pelado hace un gesto y se va sin comprar. Yo siento entre mis palmas la tibieza de algún volumen querido.
Experimento cansancio. El tiempo se apoya sin piedad sobre mis hombros. Me detengo indeciso. Estoy lejos del bar. Una pareja va acomodando con prolijidad las latas en un carrito. Ejecutan la tarea mediante movimientos pausados y rítmicos. Reinicio mi deambular rodeado por narices inquietas, por pies tratando de orientarse en la diversidad.
Un amigo me enfrenta.
—¿Cómo te va, Barti? —truena su vozarrón—. ¿Vos también orando en el templo del consumo?
Sonrío sin ganas.
—Es difícil evitarlo, supongo.
Me invita a acompañarlo hasta un gran muro blanco. En él se exponen cuadros de un plástico local.
—Ya no tiene remedio: decadencia completa —sentencia, feroz—. Tendría que abandonar los pinceles. El arte, agradecido.
—No es para tanto —intento contemporizar—. Hay peores.
Deseo que se aleje lo más pronto posible. Parece advertir mi estado de ánimo y se despide, estrepitoso.
Los agentes de seguridad circulan pausados y atentos, aferrados a sus intercomunicadores. Atravieso el sector de los quesos, donde estos muestran su sabrosa espesura.
En el ángulo está el lugar de los cosméticos y perfumes. No quería llegar a él. Sin embargo, de alguna manera arribé. En ese espacio estuvo el dormitorio de mis padres. Una mañana lluviosa, sombra apenas, ahí murió mi papá entre mis brazos. Se quebró, casi sin advertirlo, el leve jadeo que, despacio, muy despacio, iba levantando el pecho hundido. Entonces lo recliné con cuidado, apoyé su cabeza en la almohada, le cerré los ojos, y después, solo de toda soledad, me aproximé a la ventana, apoyé la frente contra el vidrio frío de la ventana y lloré mi infancia entera.
Una joven de minifalda roja, fija la sonrisa en el rostro agraciado, me ofrece probar una esencia. La aparto con innecesaria brusquedad.
Indiferente ante su mirada atónita, huyo a los tropezones.
Enceguecido, ocupo desmañado una mesa en el bar. Permanezco un momento inmóvil, respirando anheloso. Después, ya más tranquilo, solicito un café y bebo con avidez el líquido caliente, fuerte y fragante.
Portando dos grandes bolsos llega mi esposa. Los deja en una silla, desplomándose en otra.
—¡Qué sofocones! —comenta con acento satisfecho—. Pero conseguí buenas ofertas.
—Mejor así.
Parlotea un momento.
—Bueno, bueno —digo—. ¿Te pido algo?
Duda.
—No —decide—. Mejor volvamos a casa.
Me observa mientras se levanta.
—Seguís pálido.
Llamo al mozo. Luego de pagar le ayudo a recoger las compras.
—Ya te dije que estoy bien. Vamos.
Nos dirigimos a una de las puertas.
—Es la comida —afirma—. Comés demasiado.
No respondo. Salimos al atardecer.
—Harás dieta —asegura Laura—. No sabés contenerte. Mirá la cara que tenés.
—Conforme. Preparame platos livianos.
Y buscamos el automóvil.


Juan A. Floriani nació en 1924 en Río Cuarto, Córdoba. Predominantemente poeta y cuentista, su obra es nutrida y abarca todos los géneros. Algunas de sus obras: Hojas de poesía; la novela Los esperanzados (1956); y libros de cuentos como Cuentos de sangre y aurora (1952), La invasión (196), El tiempo y la aventura (1974) y De fervores y ausencias (1980). También escribió obras de teatro y sus textos forman parte de innumerables antologías. El cuento Hipermercado fue tomado de Trapalanda. Narrativa del imperio del sur cordobés (Ediciones Desde la Gente, IMFC, Buenos Aires, 1998).


viernes, 13 de noviembre de 2015

CLÉRICI, LUCÍA: La Juana


El almuerzo, Pablo Picasso (1881-1973)


—Juana, planchame la solera rosada, dejámela sobre la cama, ¡ah! fijate si las sandalias blancas están limpias, preparame el baño y avisame cuando esté listo.
—¡Juana!, ¿dónde metiste los jeans que no los encuentro? Che, lavame esta camisa, la quiero para la tarde…
—Juana, tome la lista para las compras. Fíjese en la balanza, ¿eh?, que no le den fruta tan madura, y no tarde que la preciso.
Los niños, la señora y falta el señor todavía…
Juana lava, plancha, limpia, hace los mandados y casi siempre cocina… ¡Juana traeme, Juana llevá, Juana andá a comprar!
Por un momento Juana cierra los ojos y recuerda su pueblito cordobés. ¿Qué estará haciendo la abuela? Seguro sentada en su silla petisa tomando unos amargos y vigilando el chancho y las gallinitas…
—Che, ¿estás dormida?
Su recuerdo es sacudido bruscamente y vuelve a la realidad, ¡ah! ¡las compras, la solera de la niña!
A las 12.30 todo está listo y la mesa puesta. Tiene que ser así, el señor de la casa ha dispuesto esa disciplina.
Sobre el mantel a cuadros juguetea la fina mano de María Florencia con unas miguitas, Gonzalo mira a su padre como interesado en la conversación mientras sus pensamientos viajan y su mente organiza la tarde: el club, las chicas, la moto, la discoteca… La señora parece atraída por la conversación de su marido, pero en realidad repasa mentalmente las obligaciones para la tarde: peluquería, gimnasia en lo de Mariela, visita a la tía Rosaura que está enferma…
—…y con el poder de la mente se logra realizar todo, hasta lo que parece imposible. Con la concentración mental se han podido trasladar objetos y hasta personas. Comenta el libro el caso de una mujer que tanto deseaba ver a su hijo radicado lejos, que concentró su fuerza mental y, sin dejar el lugar que vivía, llegó a estar con el hijo unas horas. Podría ser un caso de desdoblamiento. Les aseguro que el libro es fascinante.
Los dulces y húmedos ojos de Juana se agrandan, queda paralizada, ni siquiera siente el calor de la fuente que lleva a la mesa…
—¿Y a vos qué te pasa?, ¿qué hacés allí parada?, traé la fuente.
Es la señora, claro, ella ni imagina que las palabras de su marido han tocado como un rayo a Juana. La pobre Juana no entiende bien lo que su patrón comenta, pero de pronto se ve en su pueblito cordobés corriendo, saltando entre las piedras del río, con una rama en la mano, mandando las gallinitas para el rancho.
Juana lava los platos del almuerzo cuando la niña entra a la cocina para hacerle un encargo.
—Niña, ¿qué es eso de la fuerza mental que decía el señor?
—¡No me vas a decir que a vos te interesan esas cosas!
—Es para saber, niña. Eso de la madre que fue a ver al hijo… ¿Se puede pensando mucho, irse así?
María Florencia entiende enseguida los deseos de Juana y en complicidad con su hermano Gonzalo, a modo de travesura, informan a Juana ampliamente, en forma novelesca, sobre los poderes de la mente.
Por fin concluye el día, los grandes y dulces ojos de Juana parecen más chicos por el cansancio, las manos más hinchadas por tanta tarea; pero su corazón brinca, una sonrisa entreabre sus carnosos labios. Cuidadosamente cierra la puerta de su piecita y coloca la silla junto a la ventana.
A una cuadra de la casa queda Avda. Belgrano por donde pasan las tan criticadas vías del ferrocarril que “cortan” la ciudad; a Juana no le importa ese detalle y ama aquellas vías y los trenes que pasan por ellas. Cada noche, tirada sobre la cama, cuando la pitada de algún tren anunciaba su paso, Juana se dejaba llevar por su imaginación a su querido pueblito y así, con la estruendosa música de las ruedas girando sobre el acero, quedaba dormida. Pero ahora no quiere dormirse. Sentada junto a la ventana espera el paso de un tren, aspira el aire fresco de la noche y piensa, piensa… en la abuela, en el rancho, en las gallinitas… Desea tenerlos a todo a su lado. Su imaginación cabalga junto a las ruedas.
7.30. Suena el despertador y la familia se apresta para un nuevo día. Luego del baño, el señor se dirige al comedor a desayunar.
¡Nada está preparado! Ni en la cocina Juana canturreando como todas las mañanas. Protestas del marido, ceño fruncido y gran fastidio de la señora. El día ha empezado mal. Molesta, va a despertar “a esa chinita que se ha quedado dormida”.
Al abrir la puerta de la piecita de Juana, asombro, horror, desconcierto, todo se mezcla. Allí, junto a la ventana, sentada en la silla, con una dulcísima sonrisa y dormida, está la Juana; a su lado, en la silla petisa, con el mate en las manos, dormitando, la abuela; a sus pies un gordo chancho de rojo pelaje entreabre los ojos y dibuja un gesto de fastidio por aquella intromisión; saltando y picoteando por doquier, gallinas y pollitos…
Un fresco perfume a peperina lo invade todo y se deja oír el susurro del agua de un arroyo saltando, corriendo sobre las piedras.

Lucía Clérici

Lucía Clerici nació en Rosario (Santa Fe) y estudió arte escénico y dibujo artístico en Mendoza. Utilizó de joven el seudónimo Mónica Mores y se hizo popular como locutora radial y de televisión. Como escritora fue distinguida por textos de los diversos géneros que ha explorado: poesías para canciones, cuentos breves y cuentos infantiles. El cuento “La Juana” fue tomado del libro “Las provincias y su literatura. Mendoza” (Ed. Colihue, Bs. As., 1991)

sábado, 10 de octubre de 2015

GALEANO, EDUARDO: Subsuelos de la noche



Porque esta mujer no se callaba nunca, porque siempre se quejaba, porque para ella no había estupidez que no fuera un problema, porque estaba harto de trabajar como un burro de carga y encima aguantar a esta pesada y a toda su parentela, porque en la cama tenía que rogar como un mendigo, porque anduvo con otro y se hacía la santa, porque ella le dolía como nunca nadie le había dolido y porque sin ella no podía vivir pero con ella tampoco, él se vio obligado a retorcerle el cogote, como si fuera gallina.
Porque este hombre no escuchaba nunca, porque nunca le hacía caso, porque para él no había un problema que no fuera una estupidez, porque estaba harta de trabajar como una mula y encima aguantar a este matón y a toda su parentela, porque en la cama tenía que obedecer como una puta, porque anduvo con otra y se lo contaba a todo el mundo, porque él le dolía como nunca nadie le había dolido y porque sin él no podía vivir pero con él tampoco, ella no tuvo más remedio que empujarlo desde un décimo piso, como si fuera bulto.
Al fin de esa noche, desayunaron juntos. Igual que todos los días, la radio transmitía música y noticias. Ninguna noticia les llamó la atención. Los informativos no se ocupan de los sueños.

(Uruguay, 1940/2015)


lunes, 21 de septiembre de 2015

SACHERI, Eduardo: La casa abandonada


La casa era tan vieja que la habían construido antes de trazar las calles, y antes de que Castelar se llamase Castelar. Decían que había sido el casco de una estancia o una quinta gigantesca. Lo cierto es que después, cuando lotearon todo, la casa quedó arrinconada contra la esquina de una manzana y no quedó lugar para la vereda. A duras penas, entre el cordón del asfalto y el seto de ligustro, se abría un sendero escuálido de medio metro de ancho. De todos modos, como cada cinco metros habían plantado un paraíso, no había manera de caminar por ahí sin hacerlo por la calle, como si la casa tomase, con cada transeúnte, una muda y digna venganza contra todos los horrores del progreso.
Sobre el porche se leía el año de construcción, en un bajorrelieve de yeso: “1912”. Siendo muy chico, cada vez que pasaba de ida o de vuelta, hacia el almacén o el despacho de pan, me detenía a mirar esos números grabados. Me parecía imposible que existiera algo tan viejo. Yo sabía que el mundo era un sitio mucho más antiguo. Pero lo sabía a través de los libros o de lo que decían las maestras. Esa casa era la cosa más vieja que yo había visto, o eso creía. En realidad, Abuelita Nelly había nacido en 1907 y era cinco años más vieja que esa casa. Pero como mi abuela no tenía la fecha escrita en ningún lado me resultaba improbable datarla tan lejos en el tiempo. Además, mi abuela sonreía a menudo, cocinaba riquísimo y cuando venía de visita desde Flores me traía chocolates, y todo eso le otorgaba un aire irrenunciable de juventud y lozanía.
La casa no. En ella vivían dos mujeres solas, madre e hija, pero nadie las veía nunca. La madre —decían— era una anciana que no salía jamás a la calle. La hija era maestra, pero nunca la vi. La casa parecía dormir. Por entre los ligustros se veían de vez en cuando los postigos en las enormes ventanas laterales, o la ropa tendida en una soga, al fondo del jardín.
En primavera de 1978, y mientras gastábamos la tarde con los chicos en la vereda de mi casa, vimos un inusual movimiento en la esquina. Gente que entraba y salía. Algunos hombres de traje, que fumaban junto al portón. En el barrio las noticias viajaban rápido. Era un velorio. Decían que el de la vieja, aunque alguno sostenía, en disidencia, que la que había muerto era la hija. Dijeron además que la velaban ahí, en la propia casa, en la sala principal que daba al frente, a ese porche que tenía el 1912 grabado en el dintel. Algunos fueron a cerciorarse. Volvieron asegurando que era cierto. Que habían puesto el ataúd en el living, nomás entrando. Me dijeron de ir, pero me hice el tonto, porque sabía demasiado bien de qué se trataba todo aquello.
Con los más rezagados nos acercamos nomás al atardecer, cuando se hizo la hora del entierro. Estacionaron como cinco Ford Fairlane, azul metalizado, sobre la calle Guido Spano. Volví a pensar que era una locura que usaran esos autos tan lindos para algo tan feo como llevar a alguien muerto al cementerio. El auto largo, el que se usa para transportar ataúdes, atravesó el portón hacia la casa, y estacionó sobre las baldosas amarillas y marrones de la explanada, justo delante de la puerta. Desde el ligustro vimos cómo algunos hombres cargaban el ataúd, una mujer lloraba, y todos salían en caravana mientras se escondía el sol.

Olvidamos la casa por un tiempo, hasta que nos llamó la atención lo altos que estaban los yuyos. Alguno reparó en que los postigos no habían vuelto a abrirse. Y cuando metimos la cabeza por entre el ligustro para espiar, vimos los techos altísimos, las ventanas idénticas y estrechas, pero nada más. Algunos decían que la casa estaba abandonada. Otros decían que la hija todavía vivía en la casa, pero no estaba casi nunca. Otros decían que era la vieja la que seguía con vida, y que aguardaba en la sala a oscuras, esperando al primer incauto que se atreviese a entrar, para matarlo del susto.
Unas semanas después ocurrió lo del perro. Lo vi por primera vez un mediodía, mientras volvía caminando de la escuela. Era un caniche negro, que yacía de costado justo en la esquina, entre los pastos, a un lado del portón. Casi no podía moverse, y tenía las fauces abiertas y cubiertas de espuma. Fue el único animal que vi morir de rabia. Claro que en mi casa no dije nada. Esperé la hora de la siesta y salí a buscar a los demás. Salvo los que iban al turno tarde, vinieron todos. Ninguno quería perderse al perro moribundo. Hicimos un círculo alrededor del animal, que apenas se movía. Su abdomen subía y bajaba, cada tanto, cuando respiraba. Esperábamos verlo morir, pero no había sadismo alguno en lo que hacíamos. No éramos responsables de aquello. Nosotros no lo habíamos contagiado. No le habíamos hecho daño. Era una fatalidad que nos excedía, y que nos despertaba una recóndita y tácita piedad. Pero el asunto era entre el perro y su propia muerte. Supongo que si nuestras madres hubieran sabido que pasábamos la tarde sentados en el suelo, formando una rueda sobre la vereda, alrededor de un perro negro que estaba muriéndose de rabia, nos habrían sacado de ahí entre aullidos de pánico. Pero no estaban. Recién nos levantamos y nos fuimos cuando estuvimos seguros de que el animal había dejado de respirar.
En los días que siguieron volvimos varias veces para ver, fascinados, la manera en que iba corrompiéndose el cadáver del caniche. Debe haber sido en invierno, porque pasaron varios días antes de que nos molestase de veras el olor. De todos modos, ninguno propuso dejar de ir, porque nos atrapaba ese espectáculo macabro y porque ninguno quería pasar por blando delante de los otros. Por fin los vecinos se percataron de lo sucedido, corrió la voz, y nuestras madres nos prohibieron acercarnos a esa esquina, y no nos quedó otra que mentirles que obedeceríamos. Como resultaron infructuosos los llamados que los vecinos colindantes hicieron al municipio para que retiraran los despojos, uno de ellos se armó de coraje, de un bidón de kerosene y de unos listones de madera, armó una pira y le prendió fuego. Después siguió arrojando desperdicios sobre las brasas hasta que no quedaron rastros del animal ni de su desgracia.
Lo del perro nos llevó a sumar uno más uno y concluir que la casa estaba abandonada. Nadie en su sano juicio hubiera podido aguantar el olor emponzoñado que se apropió durante todos esos días de la esquina. Los yuyos, que en el parque habían crecido hasta la altura de nuestras caderas, o las hojas de los árboles que se pudrían sobre la explanada, nos dieron la misma impresión.
No fueron los chicos de mi barra, sino otros más grandes, los primeros que se atrevieron a entrar. Forzaron la puerta de alambre que se abría en el ligustro, sobre el jardín del fondo, y se metieron adentro.  Esa tarde hablaron de habitaciones vacías y malolientes, y de una sala donde persistía el hálito de la muerta. Naturalmente, nos corrió un frío por la espalda. Y naturalmente, nos juramentamos entrar. Nadie confesó que tuviera nada miedo, pero nos aseguramos de elegir un mediodía soleado, y de caminar bien cerca unos de otros, para alejar a cualquier espectro que hubiese quedado vagando por las habitaciones vacías.
Pasamos el portón de alambre, medio vencido por los empellones de los pibes más grandes que nos habían precedido, y avanzamos por entre los yuyos humedeciéndonos las pantorrillas. Entramos a la casa por atrás, porque los grandes habían forzado esa entrada y no la principal, que se veía desde la calle. Un pasillo atravesaba la casa de punta a punta, y a los lados se abrían todas las habitaciones. Lo primero que me llamó la atención fueron los techos. Eran altísimos. De tanto en tanto, los oscurecían tupidas telarañas, o enormes manchones de humedad, que bajaban por las paredes hasta el suelo. Vimos la pileta de la cocina partida en dos. Y una bañera, a la que le faltaba una pata, escorada contra una de las paredes del baño. Aunque entonces no lo entendimos del todo, nos llamó la atención la edad de ese abandono. Había empezado mucho antes de que muriera una de las mujeres, y de que la otra se fuera de la casa. Como si el caserón hubiera muerto antes, mucho tiempo antes, y hubiera ido corrompiéndose como le había ocurrido al perro. Aquí y allá quedaban algunos muebles. Una cama desvencijada, una cómoda rota, una silla con el asiento desfondado. Cargaban con el desamparo y la soledad que quedan en los objetos que nadie ha querido llevar.
—Ahí los sillones con gente conversando. Ahí los tipos parados, que fumaban y hablaban en voz baja.
Nos quedamos lo suficiente como para que nadie pudiera acusarnos de miedosos, pero hicimos más rápido el trayecto de vuelta que el de ida, porque ahora teníamos la luz del sol llamándonos desde la puerta del fondo, y a nuestras espaldas se cernía esa sala oscura y húmeda en la que todavía se palpaban las ceremonias de la muerte.
Pero cuando ganamos el jardín enmalezado no nos fuimos. Rodeamos la casa hasta el frente, hundidos hasta la cintura en el yuyal y arriesgándonos a que alguien nos viese desde el portón de entrada. Esteban se plantó delante de una de las ventanas altas. Como todas las otras, tenía los postigos cerrados. Se agachó para recoger una baldosa floja, desprendida de su sitio por la presión de las raíces de los árboles. La sopesó en la mano derecha. La levantó y la arrojó contra los postigos. Saltaron algunos pedazos de madera podrida. Esteban levantó de nuevo la baldosa y volvió a tirarla, casi sobre el mismo sitio. Quedó un boquete un poco más grande que su mano. Forcejeó hasta que hizo saltar la traba y consiguió abrir los postigos, o lo que quedaba de ellos. Levantó la piedra por tercera vez. El ruido a vidrios rotos me erizó la piel. Alguno le dijo a Esteban que la cortara, que iban a retarnos. Pero lo hizo por cumplir, no porque de verdad quisiera detenerlo.
Enseguida Sergio empezó a imitarlo. Damián también. A los pocos minutos eran varios que se agachaban para aflojar baldosas. Las tablas de madera de los postigos saltaban de su sitio casi sin ruido. Soltaban un rumor apagado, como quien golpea un felpudo mojado, de tan podridas que estaban. Yo fui de los últimos, porque hacía poco que andaba callejeando con mis amigos, y todavía me costaba un arduo trabajo interior caer en la tentación, portarme mal y disfrutarlo.
Pero cuando me decidí, me entregué al festín de piedras con alma y vida. Encaré una de las ventanas que seguían intactas y me aboqué a su destrucción con la energía de un converso. Cuando logré abrir la persiana, rompí con primorosa aplicación los diez paños cuadrados de vidrio repartido. No sé en qué pensaban los demás, por detrás de sus gritos y risas. Yo no tenía tiempo. Ni de gritar ni de reír. Necesita destrozar todos los vidrios. Y detrás de los vidrios, todos los ataúdes, las coronas y las mortajas.
Salimos disparados como liebres cuando escuchamos los primeros gritos de la vecina, aunque los yuyos enormes nos dificultaban la marcha y, de vez en cuando, nos hacían caer. Mientras me encaramaba en el portón de alambre, que ya casi yacía en el piso a fuerza de empujones sucesivos, me di vuelta para ver otra vez la casa. Ya no le tenía miedo, y creo que los demás tampoco.
Ojalá a la muerte siempre se la pudiese hacer recular así. A pura fuerza de pedradas.

(Bs. As., Argentina, 1967)


de "Los dueños del mundo" (2012)





miércoles, 2 de septiembre de 2015

ZINA, Alejandra: Hermanas



A los once años, tu mejor amiga puede dejar de serlo de un día para otro. O peor aún, puede convertirse en tu primera enemiga.
Quizás con el tiempo se olvida cuándo fue exactamente que empezó a crecer la espina del rencor o cuál fue el incidente que desató la crisis. Lo que nunca se olvida es el desenlace.
La indiferencia que te deja sin aire, las palabras hirientes, el combate feroz. Es lo que perdura.
Y puede pasar que en un conflicto de la vida adulta aquellas imágenes de la infancia reaparezcan, como un fantasma del pasado, para mostrarte lo parecidas que son las cosas a veces.
A los once años, tu mejor amiga es la hermana que habrías elegido tener si tus padres te hubiesen consultado sobre el asunto antes de hacerlo a su modo en el cuarto de al lado.
Tu mejor amiga es la confidente perfecta, la maestra perfecta, la cómplice perfecta. Todo lo que Roxana Carrara fue para mí.
No recuerdo de dónde venía ni el porqué de su mudanza, pero llegó a mi escuela cuando ya estábamos en quinto grado. Quinto C turno tarde.
Llevaba el pelo por debajo de la cintura. Era el pelo más hermoso que había visto. Color castaño común, pero brilloso, ligero y lacio como la crin de un caballo. Además usaba flequillo, algo que yo envidiaba especialmente porque con mi remolino todos los intentos de flequillo fracasaban y terminaban siendo un mechón insulso a la izquierda de mi frente.
Cuando Roxana llegó, yo tenía diez años y mi vida escolar transcurría sin demasiado trastorno. Además, haber bajado unos kilos, crecido unos centímetros, abandonado los zapatos ortopédicos, los anteojos de aumento y la ortodoncia, facilitaba la integración. Con las mujeres me llevaba bien y con los varones, no siempre. Recuerdo, por ejemplo, las patadas que Pablo Duarte propinaba a las diminutas pantorrillas de Vanesa. Recuerdo también los patadones que ligué mientras le gritaba que por qué no se metía con uno de su tamaño (la diferencia era grosera: Pablo era enorme y Vanesa, mínima). Ese día llegué a mi casa con las piernas lastimadas, pero él no volvió a tocarla.
En esa época yo estaba muy impresionada con Meggie, la protagonista de El pájaro canta hasta morir. Por su amor infinito a Richard Chamberlain pero, sobre todo, por aquella combinación de sensualidad, altruismo y temperamento. Cuando Roxana llegó, Meggie pasó a la historia.
Al año siguiente pasaron muchas cosas.
Roxana cortó su tan codiciada melena equina. Se me ocurre ahora que para ella debió ser como una mutilación, tenía un pelo divino y la pérdida le habrá dolido aunque de a ratos le gustara verse distinta.
El cambio era evidente, se lo había rebajado hasta los hombros y eso le daba volumen y movimiento. Algo que a ella le faltaba y a mí me sobraba. Siempre tuve el pelo de Mafalda, grueso y embolsado. Tendríamos que haberlo canjeado y santo remedio. Ella contenta con su volumen y yo feliz con mi pelo planchita.
En séptimo, el pelo de Roxana se arruinaría por completo, mucho más corto y teñido con unos espantosos claritos amarillos. Su mamá era peluquera y para mí que empezó a desquitarse con la cabeza de la hija. Pero esa es otra historia.
También empezó a usar unos aros largos de mostacillas. Otra de las cosas que me hacían suspirar: los aros. Los deseaba tanto como me asustaba la condición para tenerlos. Sólo pensar en perforarme las orejas me daba náuseas y temblores. Si mi mamá se lo hubiese pedido a la enfermera que me asistió cuando nací, yo no habría tenido miedo ni registro del dolor. O sí, pero después lo habría olvidado. Lo mismo que con la religión, mamá consideró que los agujeritos en las orejas tenía que ser una elección que tomáramos mi hermana y yo de grandes. Como si hubiese tan pocas elecciones que tomar. Recién pude hacerlo a los veintisiete y, aun así, me bajó la presión cuando sentí la pistola perforadora atravesándome el lóbulo.
Nuevo corte, nuevos accesorios, nuevo vestuario. Debajo del guardapolvo blanco, tiro minifalda, Roxana calzaba unos jeans celestes que debía abrocharse acostada boca arriba sobre la cama y que marcaban sus primeras curvas. Curvas de adolescente, con las que ninguna de nosotras hubiese podido competir.
Roxana Carrara era más grande. Había repetido un par de grados y entró a quinto con doce años. Eso también me gustaba, aunque en las charlas casi no se notara la diferencia de edad. Bastante más tarde conocí su faceta de mujer experimentada. De hecho, fue ella la que me instruyó en el arte de besar. De camino a la escuela, me explicó con paciencia y detalle cómo abrir la boca, chocar mi lengua con la del otro, fruncir los labios y dejarme llevar. Recuerdo mi sensación de repulsión mientras la escuchaba, la certeza de un trance inevitable. ¿Quién iba a ser yo después de dar un beso de lengua? Seguro que ya no sería la misma. Pero si mi nuevo yo no me gustaba, cómo volvería al anterior.
Ese año de la metamorfosis externa de Roxana, entró a nuestro grado una chica nueva llamada Abril. Ambas tenían puntos en común. Ambas habían llegado a un grupo que se conocía desde hacía varios años, y ambas parecían más grandes que el resto de la clase. Aunque, a diferencia de Roxana, Abril tenía mi misma edad.
Abril se había criado en la Patagonia y pertenecía a una familia de músicos conocidos que, a su vez, eran amigos de músicos y artistas famosos. En su casa se respiraba la bohemia rockera de los 80. No había horarios para la televisión, no había padres a la vista, no había demasiadas negativas en general. Una vida notablemente distinta a la mía. Su casa quedaba del otro lado de la avenida Canning, a media cuadra de la plaza prohibida. Ningún padre cuidadoso hubiese dejado que su hijo se acercara a la plaza Costa Rica después de las seis de la tarde. Se decía que en la placita paraban barras de chicos más grandes y traficaban droga.
Hoy creo que se juntaban a fumar porro y nada más, pero todavía en el 85 todo lo que olía a clandestino causaba terror.
Mi amistad con Abril fue creciendo. Después se sumó Mariela y formamos el trío. Con ellas empezó mi adolescencia. Juntas coreamos Así es el calor de Los Abuelos de la Nada mientras mirábamos a Agustín jugar a la pelota y adaptábamos versos de la canción para referirnos a él. Juntas conocimos el nombre del aroma dulzón que traspasaba las rejas de la escuela. Juntas frecuentamos la plaza Costa Rica. Juntas nos probamos la ropa de la mamá de Abril, que a ella le quedaba pintada porque su cuerpo de once años era igual al de una mujer de treinta.
Con Roxana nos distanciamos sin pelea ni reproche.
Mientras yo andaba pegoteada a Abril y Mariela, ella se hizo amiga de dos chicas de séptimo. No tengo la menor idea de cómo se conectaron. Pudo haber sido en los ensayos del coro que todas compartíamos, o en el kiosco que estaba enfrente de la escuela. Lo importante es que empezaron a andar juntas.
Me cuesta creer que haya sido obra de la casualidad. Presiento que ella lo planeó todo de antemano, desde la primera charla.
Roxana no hizo nuevas amigas. Roxana reclutó dos sumotoris. Dos ballenas de Península Valdez. Una: alta, tez andina, cara de luna. La otra: petisa y de rasgos delicados. Las dos, igual de gordas. Cuando Roxana caminaba escoltada por ellas, parecía una feta de jamón en un sánguche de pebete.
Las hostilidades empezaron, si no recuerdo mal, con la persecución a la salida de la escuela. Nuestra casa estaba a seis cuadras y con mi hermana recorríamos un trayecto en forma de ele. A la ida, caminábamos tres cuadras por Julián Álvarez hasta El Salvador, doblábamos a la derecha y seguíamos otras tres cuadras hasta Medrano. A la vuelta, repetíamos el itinerario o doblábamos antes, en Lavalleja, para variar. Cuando las ballenas empezaron a seguirnos, no había forma de perderlas de vista. Aunque cambiáramos el recorrido, siempre nos encontraban. No sé cuántas veces imaginé a Roxana dándoles instrucciones a sus gordas, entrenándolas en el arte de la guerra, aunque lo más probable es que la idea haya surgido de ellas y que Roxana sólo se haya limitado a aprobarla con una de esas sonrisas que descubrían sus paletas de conejo. Cuando éramos mejores amigas admiraba sus dientes, y el hecho de que el labio superior le quedara levemente entreabierto me parecía sexy.
Decía que las ballenas empezaron a seguirnos. Caminaban detrás, a pocos metros de nosotras. Generalmente simulaban hablar entre ellas, lo hacían fuerte y aprovechaban para burlarse de algo que yo llevaba puesto o de mi forma de caminar o de cualquier otra cosa que las inspirara. Pero las persecuciones más violentas eran cuando se acercaban a rayarme con birome la espalda del guardapolvo o a pincharme con la punta de un paraguas.
–Seguí, Pau, no las mires, no las mires –le decía a mi hermana que era testigo mudo del acoso.
Cuando llegábamos a casa, yo corría hasta mi cuarto para borrar las marcas azules de la espalda y llorar a solas.
Ni Paula ni yo dijimos una palabra, así que sospecho que mis padres nunca se enteraron de lo que ellas hicieron ni de lo que yo hice después.
La ofensiva siguió en el salón de música, durante los ensayos del coro. Eso fue todavía más doloroso, porque ahí sí participaba Roxana, con risas y esa cara de “ya no me importás y además, sabés qué, pienso joderte hasta cansarme”. La cara monstruosa de quien te deja de querer.
No sé cuánto duró todo aquello, ¿una semana?, ¿tres?, ¿dos meses?, ¿seis? Suficiente como para provocar en mí el desgarro lento y, después, la convicción fría y marcial de la venganza.
Abril y Mariela se enteraron. Debe haber sido inmediatamente después del ataque sorpresa en el patio cubierto.
Fue en uno de los recreos. Yo estaba de espaldas y no la vi venir. La embestida fue rápida y sigilosa. Quizás Abril y Mariela, que sí la vieron acercarse, hicieron una mueca o un gesto con la mano que no llegué a captar. Recién me enteré de lo que pasaba cuando una fuerza descomunal me jaló de la cola del pelo y me hizo despegar los talones del mosaico. Jamás volví a sentir semejante ardor en el cuero cabelludo. Los ojos se me achinaron y no de risa, sino de cómo se me estiró la piel hacia las orejas. La ballena cara de luna me tenía literalmente en la palma de su mano mientras hacía alguna advertencia que no alcancé a oír.
Ese día, mirando mi imagen magullada en el espejo del baño, decidí hacer algo.
Pero sola no iba a poder, estaba claro.
Habían empezado los días pegajosos de octubre o noviembre y el kiosco quedó relegado por la heladería de Gascón y El Salvador. Allá íbamos todos después de la escuela.
Yo sería la carnada. Entraría a la heladería, me seguirían Abril y Mariela haciéndose las desentendidas, y detrás entrarían ellas. Suponía que no iban a perderse la oportunidad de molestarme en un lugar tan apretado como ese. Pediríamos nuestro helado, y apenas empezaran las chicanas...
Pasaron varios días, tal vez semanas. Todo en el medio es difuso. Noches con la mirada clavada en el techo, escalando las rayas de luz que se filtraban de la persiana, repasando cada detalle, ensayando las palabras justas, imaginando las respuestas. Iba a ser la primera pelea con alguien que no fuera mi hermana. En la planta alta, donde estaban los tres cuartos y el baño, había un distribuidor que usábamos de ring. Era bastante amplio. No tenía muebles, sólo una alfombra de vaca con manchas blancas y negras. Cuando nos dábamos cuenta de que las palabras ya no podían arreglar las cosas y de que, sí o sí, teníamos que ir al cuerpo a cuerpo, salíamos al distribuidor. Nos parábamos enfrentadas, flexionábamos levemente las rodillas, nos subíamos las mangas hasta los codos y empezábamos a medirnos. Cada una tenía su fuerte. Mi hermana mordía como un tiburón y me dejaba los brazos marcados de dientes. Yo, como en ese entonces era más alta que ella, podía inmovilizarla rodeándole el cuello o los hombros. Valía todo menos empujones. Las escaleras estaban cerca y un empujón podía terminar en esguince, fractura o algo peor.
Por más brava que fuera, la pelea tenía un límite. Y por más brava que fuera, tarde o temprano llegaba la reconciliación.
Con Roxana y las gordas no sería lo mismo.
De ellas, lo único que sabía era que me detestaban y que podían destrozarme sin piedad.
Empecé a rezar.
Mi rezo no era católico ni judío, mi rezo era mi último recurso. Jamás había presenciado una misa, jamás había asistido a catequesis, jamás había ido a
confesarme, y mis lecturas religiosas consistían en un libro de tapa dura, ilustrado para chicos, que relataba algunas historias del Antiguo Testamento.
Yo copiaba lo que había visto en las películas y las series de televisión. Me arrodillaba en el piso, apoyaba los codos sobre la cama, entrelazaba las manos debajo del mentón y elevaba la vista al techo. Le contaba a Dios mis problemas, le pedía que me ayudara a resolverlos y le prometía ciertas cosas a cambio. Si a la idiota de Laura Ingalls le cumplía, por qué a mí no.
La tarde de la emboscada salimos de la escuela a las cinco y cuarto, la hora de todos los días. Desabrochamos los botones del guardapolvo, nos arremangamos las calurosas mangas de grafa y empezamos a caminar. Le dije a mi hermana que me esperara afuera de la heladería. Paula me miró con sus ojos profundos y melancólicos, abrazó su mochila y se sentó en una silla de plástico debajo de la sombrilla Frigor.
Como habíamos calculado, las ballenas me vieron desde lejos y vinieron atraídas. Lo que no calculé es que Roxana estaría con ellas.
Entré sola y enseguida me alcanzaron Abril y Mariela. Nos acomodamos en escalera según la estatura, apoyamos los codos sobre el mostrador y alzamos la vista a la cartelera de gustos que colgaba de la pared.
El local era muy angosto y no entraban más de seis o siete personas a la vez. Cuando entraron ellas, ya no quedó lugar para nadie más. Sentimos el murmullo de sus voces en la espalda, como la fritura de un teléfono descompuesto. Luego sobrevino ese silencio último y crucial, cuando todavía no se sabe si la presa va a adivinar el mecanismo de la trampa.
El empleado nunca llegó a entregarnos los helados.
Usábamos la mochila colgada de un solo hombro y alguna de las gordas se colgó de la mía. Volvimos a sentir el murmullo en nuestras espaldas. Mi cuerpo se reclinó hacia atrás y rebotó nuevamente en el mostrador. Con los ojos humedecidos observé el listado de gustos, incliné el hombro y dejé que mi mochila se deslizara hacia el piso. Mis compañeras hicieron lo mismo.
Abril fue la primera en darse vuelta y, con su acento de concheta provinciana, pidió que dejaran de molestar. Pero más que un pedido fue una provocación. La ballena cara de luna contestó no sé qué guarangada que completó con una escupida en la solapa del guardapolvo. Abril la empujó con el filo de su cuerpo y ganó más por sorpresa que por fuerza. Cara de luna trastabilló y cayó encima del bebedero metálico, deformando el pico vertedor con su espalda. Su compañera retacona reaccionó y fue a zamarrear la cabeza de Mariela. Mariela también agarró los pelos de su contrincante, parecían dos monos despiojándose contra el mostrador.
El heladero se apretaba las mejillas con las manos y gemía un “chicas, chicas, por favor, acá dentro no, vayan afuera, vayan afuera...”.
Vi a cara de luna queriendo incorporarse y volver a la carga. Fui hacia ella con las palmas abiertas, apunté a sus tetas y la empujé nuevamente sobre el bebedero. Cuando giré, Roxana estaba trepada a la espalda de Abril que corcoveaba para quitársela de encima. Más se sacudía, más se aferraba la otra a su cuello de jirafa.
Un dolor intenso me retorció las tripas.
–¡Soltala!
Roxana dejó de moverse, alzó la cabeza y me miró. Nos miramos las dos. Por primera vez en muchos meses nos miramos de un modo distinto.
–Soltala… –repetí en una súplica.
Sin quitarme los ojos de encima, separó las manos del cuello y se deslizó por la espalda de Abril como por un tobogán. Cuando hizo pie, se bajó el guardapolvo, alisó su ropa y se acható con las manos el revoltijo de pelo. Un hilito de lágrimas le corrió por la mejilla izquierda.
Vino caminando hacia mí. Se paró a centímetros de mi cara y otro hilito de lágrimas le corrió por la mejilla contraria.
–Eras mi hermana –me dijo con voz estrangulada. Su boca quedó entreabierta como si le quedara algo más para decir. Pero eso fue todo.
Levantó sus carpetas desparramadas en el piso y se abrió paso en el tumulto de curiosos que tapaba la puerta. La siguieron sus gordas, tan despeinadas y machucadas como nosotras.
El heladero aprovechó para echarnos a la calle y cerrar con llave el negocio.
Abril, Mariela y yo salimos en fila a la vereda.
Paula seguía sentada en la silla de plástico, debajo de la sombrilla Frigor, con los brazos cruzados sobre la mochila.
Acaricié su hombro y me disculpé.
–Quiero ir a casa –dijo sin perdonarme.
–Sí, vamos.
Solas nos alejamos caminando por El Salvador.

(Argentina, 1973)

domingo, 26 de julio de 2015

BRADBURY, RAY: El regalo


Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien. Cuando en el despacho de la aduana los obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el cariño.
El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la discusión inútil con los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?
—¡Qué reglamentos absurdos!
—¡Y tanto que deseaba el árbol!
La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué?... —preguntó el niño.
Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro.
El cohete se movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Durmieron durante el resto del primer "día". Cerca de medianoche, hora terráquea, según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
Había un único ojo de buey, una "ventana" bastante amplia, de vidrio tremendamente grueso, en la cubierta superior.
—Todavía no —dijo el padre—. Te llevaré más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y adónde vamos.
—Quiero que esperes por un motivo —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas. Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó haber encontrado un plan. Si lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso.
—Hijo —dijo—, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.
—Oh —dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidaría.
El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron...
—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.
—Pero... —empezó a decir la madre.
—Sí —dijo el padre—. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo enseguida.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener tu reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—A eso vamos —dijo el padre y tomó al niño por el hombro.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Hemos llegado —dijo el padre.
Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo de voces.
—Entra, hijo —dijo el padre.
—Está oscuro.
—Te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio.
El niño se quedó sin aliento.
Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y entonces en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Y las voces en el cuarto cantaban los viejos, familiares villancicos; y el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, mirando simplemente el espacio, la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas...

(EE.UU, 1920/2012)

de "Remedio para melancólicos"

viernes, 17 de julio de 2015

BALMACEDA, DANIEL: La punta loca


En la Argentina, el Día del Inventor se celebra el 29 de septiembre, por ser esta la fecha en que nació (en 1899, en Budapest) László József Bíró, un akarnok (buscavidas en húngaro) que intentó suerte en diversas actividades. Fue vendedor a domicilio, agente de bolsa, despachante de aduana, escultor, pintor, periodista, hipnotizador y hasta participó en carreras de autos. Aunque sin dudas, lo suyo eran los inventos.
Por ejemplo, ideó un precario sistema de caja automática, una cerradura inviolable y un lavarropas. En algunos casos, fue fundamental la participación de su hermano Georg, quien era químico. Durante su época de periodista, a Ladislao Biro (ese es su nombre castellanizado) se le ocurrió que debía encontrar la forma de que la tinta de las lapiceras se secara más rápido.
Los Biro lograron una solución líquida, muy adecuada para la escritura manual, aunque no del todo efectiva: la pluma se trababa por el espesor de la tinta. Hasta que en Budapest, Ladislao observó a chicos que se entretenían lanzando bolitas de vidrio para que rodaran lejos por el suelo, pero pasando por un charco de agua, de tal manera que trazaran una línea de agua en el piso seco, al salir del charco. La escena estaba mostrándole la resolución del problema. No debía utilizar una pluma metálica en la punta, sino una bolita.
En realidad, el sistema del bolígrafo ya había sido inventado en 1888, antes de que los Biro nacieran. De todas maneras, el mecanismo tenía fallas, entre ellas la falta de una tinta adaptable. Además, no se había comercializado. Ladislao Biro patentó su bolígrafo en 1938, tanto en Francia como en Hungría.
En el tiempo en que los Biro inscribían la patente de su invento, en la Argentina Agustín P. Justo dejaba la presidencia en manos de Roberto M. Ortiz. En abril, Justo partió en el que sería su único viaje a Europa, donde pasó unos seis meses. Durante aquel paseo, el expresidente conoció a los Biro, quienes se encontraban en Francia. Cuando le contaron acerca de su invento, Justo les propuso que instalaran una fábrica en la Argentina y les entregó una tarjeta personal. Poco tiempo después Biro entabló relación con su compatriota Johann Georg Meyne, quien se integró a la sociedad de los hermanos aportando capital.
La reunión con Justo pudo haber sido una anécdota más. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial torció varios destinos, incluso el de Ladislao Biro, quien recordó el episodio con Justo y partió de Hungría rumbo a la Argentina, huyendo de la persecución nazi, junto a su hermano Georg y a su socio Meyne. Arribaron en mayo de 1940. El 10 de junio de 1943 patentaron en Buenos Aires su gran invento, que no era como el original, sino que había sido perfeccionado, ya que el tema de la tinta no había podido resolverse en forma completa.
La definición del producto, registrado bajo la patente 57.892, es “Instrumento para escribir a punta esférica loca”. Cuando les tocó bautizar a su lapicera, la llamaron birome, que significaba Biro y Meyne. Aunque debe reconocerse que en algún momento sintieron que había que rebautizarla esferográfica, nombre que no prosperó.
En un principio no hubo acuerdo acerca de la finalidad del invento. Si bien los fabricantes tenían en claro que se convertiría en un objeto de gran necesidad entre los mayores, a los vendedores les parecía que el mercado más provechoso sería el de los niños, quienes contarían con un instrumento barato para entretenerse.
La falta de visión inicial fue subsanada. Sobre todo cuando la compañía Parker mostró su interés en el producto, así como también el barón Marcel Bich, fundador de la empresa Bic, quien llenó de biromes a Francia primero y luego a Europa. Cabe aclarar que más adelante se crearía el desodorante a bolilla empleando el mismo criterio que utilizó el húngaro al idear esa birome que supo imaginar mientras observaba a un grupo de niños jugando en la calle.

(Bs. As., Argentina, 1962)

En BALMACEDA, Daniel. Historia de las palabras. Bs. As., Sudamericana, 2011.

martes, 30 de junio de 2015

FONTANARROSA, Roberto: Ulpidio Vega



Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto. Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquel que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde, cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada. Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo". ¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vegas, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro, que también trabajó en el frigorífico. Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato", se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan, "solo es por ella". "Si no te enfrío", le contestaba Juan, que no era lerdo, "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labio, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era un juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!", se supo después que se dijeron.
Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.
A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.

(Rosario, 1944/2007)