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viernes, 17 de abril de 2015

MITO DE TESEO Y EL MINOTAURO


Aquella noche Egeo, el anciano rey de Atenas, se mostraba tan triste y preocupado que su hijo Teseo le dijo:
—Qué mal aspecto tienes, padre... ¿Te aflige algún pesar?
—¡Ay de mí! Mañana es el día maldito en que, como todos los años, he de enviar siete doncellas y siete muchachos de nuestra ciudad al rey Minos de Creta. Los desgraciados están condenados...
—¿Condenados? ¿Qué crimen han cometido para tener que morir?
—¡Morir! ¡Si solo fuera eso: los devorará el Minotauro!
Teseo sintió un escalofrío. Llevaba mucho tiempo fuera de Grecia y acababa de regresar a su patria, pero había oído hablar del Minotauro. Se decía que este monstruo, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, se alimentaba de carne humana.
—¡Padre, no consientas semejante infamia! ¿Por qué permites que se perpetúe tan odiosa costumbre?
—No tengo más remedio —suspiró Egeo–. Mira, hijo, antaño perdí una guerra contra el rey de Creta. Desde entonces he de pagarle como tributo, todos los años, catorce jóvenes atenienses, que el monstruo devora...
Con todo el ardor de su juventud, Teseo exclamó:
—¡En ese caso, permite que vaya a la isla! Acompañaré a las víctimas y me enfrentaré al Minotauro, padre. ¡Lo venceré y te libraré de tan horrible deuda!
Al oír aquellas palabras, el anciano Egeo se estremeció y estrechó a su hijo entre sus brazos:
—¡Jamás! Me espantaría perderte.
Años atrás, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin darse cuenta debido a una estratagema de Medea, su segunda esposa, que aborrecía a su hijastro.
—¡No, no consentiré que vayas! Además, dicen que el Minotauro es invencible. ¡Vive oculto en un extraño palacio llamado Laberinto! Tiene tantos pasadizos, y son tan intrincados que los que se adentran por ellos no saben cómo salir. Y acaban por encontrarse con el monstruo, que los devora. Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enfadó, y luego recurrió a los mimos y a la persecución hasta que el anciano rey Egeo, con el corazón desgarrado, acabó por ceder.
A la mañana siguiente, Teseo se dirigió junto con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Les acompañaban los jóvenes que iban a emprender su último viaje. Los ciudadanos contemplaban la procesión, unos con lágrimas en los ojos, otros amenazando con el puño a los emisarios del rey Minos que flanqueaban el siniestro cortejo. Al cabo, el grupo llegó al muelle donde estaba atracada una galera de velas negras. El rey explicó a Teseo:
—Son una señal de luto. Ay, hijo mío..., si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por velas blancas, para que sepa, aun antes de que llegues a puerto, que estás vivo.
Teseo se lo prometió. Luego abrazó a su padre y se embarcó con el resto de los atenienses.
Una noche, durante la travesía, Neptuno, el dios del mar, se apareció en sueños a Teseo y le dijo sonriente:
—Mi buen Teseo: eres tan valiente como un dios. Cosa nada rara, pues eres tan hijo mío como de Egeo...
Entonces Teseo se enteró del fabuloso relato de su nacimiento.
—Cuando te despiertes, tírate al agua —le indicó Neptuno—. Encontrarás un anillo de oro que Minos perdió hace mucho tiempo.
Teseo se despertó. Era de día y a lo lejos se avistaban las islas de Creta.
Entonces, ante la mirada estupefacta de sus compañeros, Teseo se tiró al agua. Al llegar al fondo divisó una joya que relucía entre las conchas, y la tomó; el corazón le latía fuertemente.
De modo que todo lo que le había dicho Neptuno era verdad: ¡era un semidiós!
Este descubrimiento hizo que redoblaran sus ánimos y su valor.
Cuando la nave atracó en el puerto de Cnosos, Teseo vio entre la muchedumbre al rey rodeado de su séquito y fue a presentarse ante él:
—Salve, poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas venido de tan lejos a implorar mi clemencia —dijo el rey, mientras contaba cuidadosamente a los catorce jóvenes atenienses.
—No. Lo único que te pido es que no me separes de mis compañeros.
Los acompañantes del rey dejaron escapar un murmullo. Este contempló con desconfianza al recién llegado. Reconoció el anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo y se preguntó muy sorprendido de qué prodigio se habría valido el hijo de Egeo para encontrar la joya. Luego rezongó en tono de desconfianza:
—¡De modo que pretendes enfrentarte al Minotauro! En ese caso, habrás de hacerlo solo con las manos: deja aquí las armas.
Entre la comitiva del rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la temeridad del príncipe, pensaba horrorizada que pronto la pagaría con su vida. Teseo había estado mirando un buen rato a Ariadna. Desde luego le había llamado la atención su belleza, pero se quedó sobre todo intrigado porque estaba haciendo punto. 
—Vaya un sitio más raro para calcetar —se dijo Teseo para sus adentros.
Sí, a Ariadna la gustaba hacer calceta porque podía dedicarse a meditar. Y sin dejar de mirar a Teseo, se le estaba ocurriendo una idea descabellada...
—Venid a comer y a descansar —les ordenó el rey Minos—. Mañana os conducirán al Laberinto.
Teseo se despertó sobresaltado: ¡alguien acababa de entrar en el aposento en el que dormía! Escudriñó la oscuridad y lamentó que le hubieran despojado de su espada. Una silueta blanca se destacó entre las sombras y un familiar chasquido de las agujas le reveló la identidad de la visita.
—No temas. Soy yo, Ariadna.
La hija del rey se acercó al lecho y se sentó. Tomó la mano del joven y le suplicó:
—¡Ay, Teseo, no vayas con tus compañeros! Si entras en el Laberinto, no podrás salir de él nunca más. Y no quiero que mueras...
Los estremecimientos de Ariadna revelaron a Teseo la naturaleza de los sentimientos que la habían empujado a ir a verlo aquella noche. Muy turbado murmuró:
—He de hacerlo, Ariadna. Tengo que vencer al Minotauro.
—Es un monstruo. Lo aborrezco. Pero es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ay, Teseo, deja que te cuente una historia muy singular... Mucho antes de que yo naciera, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de burlarse de Neptuno, sacrificando un pobre toro, flaco y enfermo, en lugar del magnífico toro que él le había enviado. Al poco tiempo, mi padre se casó con la hermosa Pasifae, que es mi madre. Pero Neptuno tramaba una venganza. En recuerdo de la antigua ofensa que le había hecho, consiguió que Pasifae perdiera la cabeza y se enamorara de un toro. La desgraciada mandó incluso que le construyeran un caparazón en forma de vaca, dentro del cual se metió para unirse al animal del que se había enamorado. Ya te puedes imaginar el resto, mi madre dio a luz al Minotauro. Mi padre no tuvo valor para matarlo, pero intentó ocultarlo para siempre de los ojos del mundo. Mandó llamar al mejor de sus arquitectos, Dédalo, el cual diseñó el laberinto. ¡Pero no te creas que estoy de parte del Minotauro! ¡Ese devorador de hombres merece mil veces la muerte!
—En ese caso, lo mataré.
—Aunque lo consiguieras, no serías capaz de salir del Laberinto.
—¡Pues qué le vamos a hacer!
Un prolongado silencio cubrió la oscuridad.
De repente, la muchacha se arrimó al joven y le dijo:
—Teseo, si te proporciono el medio para salir del Laberinto, ¿me llevarías contigo?
El héroe no contestó. Desde luego, Ariadna era muy atractiva y era la hija del rey. Pero había llegado a aquella isla, no en busca de esposa sino a liberar a su país de una carga.
—Conozco las costumbres del Minotauro —le insistió ella— y sé cuales son las debilidades y cómo podrías vencerlas. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me llevarás contigo y me harás tu esposa!
—Está bien. Lo acepto.
A Ariadna le sorprendió que Teseo aceptara enseguida. ¿Estaría enamorado de ella o simplemente dispuesto a admitir un trato? ¡Qué más daba!
Le confió mil secretos que al día siguiente le permitirían vencer a su hermano. Y el sonido de su voz se mezclaba con el incesante chasquido de las agujas: Ariadna no había dejado ni un momento de hacer punto.
Frente a la entrada del Laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entrad, ha llegado la hora...!
Mientras los catorce jóvenes, completamente aterrorizados, iban entrando uno a uno en la extraña construcción, Ariadna le susurró al oído a su protegido:
—Teseo, coge este hilo y, ¡por lo que más quieras, no lo pierdas! Será lo que nos una.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que tejía continuamente. El héroe cogió lo que ella le daba: un tenue hilo, casi invisible. Aunque el rey Minos no adivinó lo que tramaban, sí se dio cuenta de que al muchacho y a su hija les costaba mucho separase.
—¿Qué pasa, Teseo? ¿Te da miedo entrar?
Sin decir ni una palabra, el héroe se metió en el corredor y enseguida se unió a sus compañeros, que, en una bifurcación, no sabían qué camino tomar.
—¡Qué más da! Sigamos por la derecha.
Llegaron a un callejón sin salida, dieron media vuelta y tomaron otro camino, que les condujo a otra bifurcación de la que partían varios pasadizos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Al poco salieron al aire libre; habían dejado atrás las paredes del Laberinto y ahora se encontraban ante unos matorrales muy espesos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. Igual el destino nos brinda la oportunidad de no toparnos con el Minotauro... sino con la salida.
Teseo sabía que desgraciadamente aquello era imposible: Dédalo había ideado la construcción de modo que siempre se llegara al centro de la misma.
Y eso fue exactamente lo que pasó. Al anochecer, cuando sus compañeros empezaban a quejarse de cansancio y de hambre, de repente Teseo les ordenó:
—¡Deteneos! Escuchad. ¿No os huele a algo raro?
Las paredes les devolvían el eco de unos rugidos impacientes y en el aire flotaba un denso olor a carroña.
—Ya llegamos —murmuró Teseo—. ¡Estamos cerca del antro del monstruo! ¡Aguardadme y, sobre todo, no os mováis de aquí!
Se marchó solo, sin soltar el hilo de Ariadna.
De repente llegó a una explanada circular parecida a una plaza de toros allí estaba el monstruo más horroroso que jamás se pudo haber imaginado: era un gigante con cabeza de toro, y brazos y piernas musculosos como troncos de roble. Al ver llegar a Teseo, el Minotauro emitió un feroz bramido de golosa satisfacción, abriendo las babeantes fauces. Bajó la testa bovina y peluda, apuntando a su presa con su afilada cornamenta. Luego se abalanzó sobre su víctima golpeando la arena con las pezuñas de sus pies.

El suelo estaba cubierto de huesos. Teseo cogió el más grande y lo blandió. Cuando el monstruo se disponía a ensartarlo con sus astas se hizo a un lado y le asestó en el morro un golpe rotundo capaz de derribar a un buey... ¡Pero no tan violento como para matar a un Minotauro! 
El monstruo rugió de dolor. Sin darle tiempo para recuperarse, Teseo se agarró con todas sus fuerzas de las astas y saltó sobre su peludo lomo. Encaramado sobre él, apretó las piernas como si fueran tenazas y trató de estrangularle. Incapaz de respirar el monstruo se debatía furioso. No podía cornear a su adversario que estaba firmemente trabado a él. Pataleó, se cayó, se revolcó por el suelo. A pesar de que la arena se le metía en los ojos y en los oídos, Teseo, siguiendo los consejos de Ariadna, no soltaba a su presa. 
Poco a poco el Minotauro fue perdiendo las fuerzas y al cabo emitió un espantoso bramido de rabia, se estremeció y exhaló el último suspiro. Entonces Teseo se apartó de aquella enorme masa inerte. Su primer impulso fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había hecho que acudieran sus compañeros.
—¡Quién lo iba a decir! ¡Has vencido al Minotauro! ¡ Estamos salvados!
Teseo pidió que le ayudaran a arrancar las astas al toro.
—Así sabrá Minos que ya no puede reclamar ningún tributo —les explicó.
—¿De qué nos va a servir? Es cierto que hemos salvado la vida pero nos aguarda una muerte lenta, pues nunca seremos capaces de salir de aquí.
—Ya lo creo —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Mirad! 
Echaron a andar rápidamente. Gracias al hilo podían recorrer en sentido inverso el tortuoso y largo camino que los había conducido hasta el Minotauro. A duras penas lograba Teseo calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios bienhechor habría inspirado a Ariadna aquella idea genial. Al poco rato el hilo se puso tenso: desde la otra punta alguien tiraba de él con tanta impaciencia como Teseo.
Al cabo de unas horas salieron al aire libre. El agotado héroe tiró al suelo, junto a la entrada, la sanguinolenta cornamenta del Minotauro.
—¡Teseo..., al fin! ¡Lo conseguiste!
Loca de amor y de alegría, Ariadna corrió hacía él y ambos se fundieron en un abrazo. La hija de Minos contempló tiernamente el revoltijo del enorme ovillo que Teseo tenía entre las manos y le reprochó con una sonrisa: 
—Hay que ver, ya podías haberlo enrollado un poquito...
Empezaba a amanecer. Teseo y sus compañeros, junto con Ariadna, cruzaron sigilosamente las calles de Cnosos y llegaron al puerto.
—Agujeread el casco de todos los navíos cretenses —les ordenó Teseo.
—¿Por qué? —preguntó Ariadna muy sorprendida.
—¿Acaso piensas que tu padre se va a quedar impasible? ¿Que va a permitir que su hija se fugue con el que ha matado al hijo de su esposa?
—Tienes razón —admitió ella—. ¡Habrá que ver qué castigo impone a Dédalo, puesto que el Laberinto no ha servido para proteger al Minotauro como mi padre deseaba!
Cuando despuntó el sol, la galera de Teseo zarpaba del puerto y navegaba rumbo a Grecia...
Durante el viaje de vuelta Teseo tuvo un sueño muy extraño esta vez fue otro dios, Baco, el que se le apareció y dijo: 
—Es preciso que abandones a Ariadna en una isla, no será tu esposa; para ella tengo proyectos más gloriosos.
—Pero es que le he prometido ... —farfulló Teseo.
—Ya lo sé. Pero tienes que obedecerme, o sino te expondrás a la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó todavía tenía dudas. Pero al día siguiente la galera tuvo que enfrentarse a una tempestad tan violenta que el héroe vio en ella un aviso divino.
Entonces gritó al vigía:
—¡Hay que hacer escala inmediatamente! ¿No ves tierra allá a lo lejos?
—¡Si! Isla a la vista... Debe de ser Naxos. Atracaron en la isla a la vista de que se calmaran los elementos.
La tempestad amainó durante la noche. Al alba mientras Ariadna estaba tendida todavía sobre la arena. Teseo reunió a sus hombres y les ordenó a hacerse inmediatamente a la mar. Sin la muchacha.
—¡No queda más remedio! —añadió al ver el reproche retratado en los rostros de sus compañeros. Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna: cautivado por su belleza, se había enamorado de ella y había decidido que tendrían cuatro hijos y que la joven se sentaría a su lado en el Olimpo. Como señal de alianza divina, incluso tenía pensado regalarle una diadema, que sería el origen de una de las más bellas constelaciones...
Desde luego Teseo desconocía los propósitos de aquel dios enamorado y celoso. Sentía remordimientos mientras navegaban rumbo a Atenas. Estaba tan ocupado que se olvidó de lo que le había dicho su padre antes de partir...
Apostado en el alto del faro que se alzaba en la bocana del Pireo, el vigía gritó, protegiéndose los ojos con las manos a modo de visera:
—¡Barco a la vista! Sí... es la galera real que regresaba de Creta. ¡Rápido, id a avisar al rey!
Hay menos de tres kilómetros entre Atenas y su puerto. Esperanzado e inquieto, el anciano rey Egeo llegó corriendo hasta los muelles.
—¿Y las velas? —preguntó levantando la cabeza hacia el vigía—. ¿Puedes ver las velas y decirme de qué color son? 
—¡Ay, mi señor, son negras!
El anciano Egeo no quiso saber más. Transido de dolor se tiró al agua y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de recoger el cadáver del anciano Egeo en la playa. Teseo fue corriendo hacia él, enseguida comprendió lo que había sucedido y se maldijo por haber sido descuidado.
—¡Padre, no! ¡No..., estoy vivo! ¡Vuelve a la vida, por caridad!
Demasiado tarde: Egeo estaba muerto. Teseo se sumió en un dolor que le hizo olvidar su reciente victoria sobre el monstruo. El héroe pensaba con amargura que acababa de perder esposa y padre.
—¡Teseo, ahora eres tú el rey! —proclamaron los atenienses postrándose ante él.
El nuevo soberano se quedó un momento de absorto ante el cadáver de Egeo y luego decretó solemnemente:
—¡De ahora en adelante este mar llevará el nombre de mi amado padre! 
Y por eso, desde el modesto día desde que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que rodea Grecia se llama mar Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. Amanecía y distinguió las oscuras velas de la galera, que se alejaba. Sin poder creer lo que veía, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Será posible que me abandones?
Siguió al barco con los ojos hasta que aquel se perdió en el horizonte y entonces comprendió que jamás volvería a ver a Teseo. Sola, en la playa de Naxos, dio rienda suelta a su dolor y estuvo gran rato lamentándose de la ingratitud de los hombres.
Más tarde, Ariadna encontró en la arena su labor inconclusa.
Cogió las agujas y se puso a tejer, a la espera de que se cumpliera el prodigioso destino que ella todavía desconocía.
Allí se quedó haciendo calceta, y sin dejar de llorar.

jueves, 2 de abril de 2015

LAISECA, ALBERTO: Fabricantes de vampiros


Recorrían los caminos y los pequeños pueblos de la Alemania medieval. Eran tres: Severo, Angélico y Piadoso.
Poseían dos carromatos que contaban con todos los elementos de su oficio. Allí también comían y dormían.
Estos vehículos ostentaban carteles en su parte externa que decían: «Doctores en vampirismo», «Destructores de muertos que caminan, chupasangres y devoradores de carne humana».
Pero con ellos ocurrían cosas raras, que movían a la suspicacia. En aldeas tranquilas, donde jamás ocurría cosa alguna, no bien llegaban los siniestros carromatos, se producía una ola de vampirismo. Chicas jóvenes eran encontradas desnudas, en sus camas, y sin una gota de sangre. Heridas en el cuello, que bien podrían ser producidas por dientes, o por cualquier otra cosa. Unos pocos hombres se encontraban en las mismas condiciones. Muy pocos hombres.
Como es natural, los aldeanos, muertos de miedo, llamaban a los «doctores» para el examen de los cadáveres. El diagnóstico era siempre el mismo: vampirismo.
Y debía procederse de inmediato antes de que la enfermedad se propagase: estacas en el corazón, cortada de cabezas y llenar la boca del muerto (o de la muerta) con ajo.
Curiosamente, las hijas de los muy ricos sobrevivían. También heridas en los cuellos y debilitadísimas, pero vivas. Cuando despertaban de sus desvanecimientos, sostenían haber sido violadas y dolorosísimamente mordidas por demonios horribles.
Los afligidos padres ofrecían fortunas a los «doctores» para que, mediante exorcismos, preservasen a sus niñas de nuevos ataques. En un latín que ellos llamaban «arcaico» (ni el cura lo entendía), trazaban sobre las víctimas lo que denominaban «un arco de luz y protección».
Debía de ser todo cierto, pese al aire de charlatanería, puesto que las chicas no volvían a ser molestadas y, en poco tiempo, se recuperaban de la pérdida de sangre.
El secreto de los «doctores» era muy sencillo. Habían inventado una larga y gorda jeringa de cobre, con émbolo del mismo material. Le adosaban una aguja también de cobre, con punta muy filosa y cortada en bisel. Esta última era demasiado gruesa como para insertarla en la vena, de modo que previamente se abrían paso con un cuchillo, pero tajeando con poca profundidad. Luego de desnudar a la víctima y violarla varias veces, procedían a sacarle litros y litros de sangre con la gigantesca jeringa. El líquido extraído se guardaba en grandes frascos que se cerraban de manera bastante hermética.
Seguramente practicaban, además, hipnotismo casero, alguna droga de esas que distorsionan la percepción, sumado esto a un chapuceo incomprensible en mal latín y disfraces de diablos cornudos. Las supersticiones de la época hacían el resto.
Si alguna chica violada sobrevivía (algunas debían hacerlo, puesto que, como dijimos, ello era parte del negocio), ella juraba haber sido poseída por el Príncipe de las Tinieblas en persona. Y lo peor es que se lo creía.
Con mucha frecuencia, a causa de estos contactos ilícitos, nacía un niño o una niña. El destino de estos desdichados era terrible: quieras que no, eran arrancados de los brazos de sus madres, y de las leches de sus pobres tetas, y quemados vivos.
Pero después de un mes de jolgorio —violaciones, dinero mal habido y asesinatos— por supersticiosos que fuesen los aldeanos, ya muchos se empezaban a preguntar cómo, en un lugar tan tranquilo, todos los demonios se habían desatado justo con la llegada de los «doctores» Severo, Angélico y Piadoso.
Claro que ellos ya tenían preparada su obra maestra y despedida. Dijeron que el monstruo estaba presto para descargarse. La llegada de los «doctores» lo aterrorizó haciéndolo salir antes de tiempo. Ellos, con sus poderes, averiguarían en quién se había camuflado el maldito.
Para ello eligieron a una pobre vieja, medio loca y sin familia, que vivía en una cueva.
—¡Aquí! ¡Aquíííí…! ¡Aquí está el mal encarnado! —gritaron los tres benefactores.
A una orden de Severo, la anciana fue desnudada («Porque el demonio puede esconderse en un pedazo de ropa»). La ataron sobre una mesa formando una equis. La viejita protestaba débilmente. No entendía el porqué de tanta severidad para con ella. Estaba loca, sí, pero jamás le había hecho daño a nadie.
Siempre por orden de Severo, Angélico y Piadoso, penetraron con sendas agujas de hierro los pezones de la pobre vieja. Pero sus alaridos no duraron demasiado: con dos fuertes enviones atravesaron la totalidad de los mustios pechos y llegaron al corazón.
Dijeron que, en esa aldea al menos, habían cumplido con su deber. Subieron a los carromatos y partieron raudos antes de que los demás pudieran arrepentirse de su pasividad.
Por algo Severo era el jefe. De lejos el más inteligente de todos, no ignoraba que en esa oportunidad casi los pescaron. Todo había salido bien —en tal sentido la vieja fue providencial—, pero gracias a una enorme dosis de buena suerte. «La próxima vez no sé qué tal nos va a ir», razonó Severo y así se los dijo a sus ayudantes.
—¡Pero, Maestro! —protestaron Angélico y Piadoso—. ¿De qué vamos a vivir?
—No sé. De otra cosa. Debemos reformarnos y cambiar de vida. Este solo propósito de enmienda ya me hace sentir más bueno. Y por favor: recuerden siempre que el cielo ayuda a los suyos.
Reformarse era, pues, cosa decidida. Ahora bien, ¿la bondad cómo? ¿Qué camino, qué orientación le darían a la recién adquirida bondad?
—Lo mejor será fabricar un prostíbulo de chicas zombis.
Los otros se asombraron.
—Pero, Maestro… —protestó Piadoso débilmente—. Tengo entendido que la zombi no nace: se hace. ¿Usted sabe hacerlas?
—Por supuesto. En mis viajes por Italia visité Florencia. ¡Ah!, esa sí que es una ciudad civilizada. Son los primeros en pintura, arquitectura, suplicios. Pero antes que nada dejen que les hable de las virtudes de la zombi por sobre cualquier otra mujer. Son trabajadoras inagotables, a quienes además se puede morder y pegar. Siempre sonríen y jamás protestan, cosa que las hace invalorables para cualquier cliente. Muchos terminan casándose
con ellas. Nosotros lo permitiremos. Por un cierto y adecuado precio, claro está. Muchos hombres de vidas confusas han logrado paz, encarrilamiento y fe gracias a estas chicas. Incluso es un bien para ellas mismas, puesto que son liberadas de la tarea de pensar. Sus vidas se ordenan mediante la obediencia absoluta. Leo en sus caras la gran pregunta: «¿cómo?». En efecto: ¿cómo se logra este acto de alquimia?, muy sencillo. Mis amigos y maestros florentinos han inventado para los más difíciles interrogatorios un recurso magnífico. Lo llaman «el sueño italiano». La Inquisición hace ya mucho tiempo que sabe que de un detenido o detenida se puede obtener cualquier confesión mediante el muy simple medio de arrancarle las uñas o la totalidad de los dientes y muelas, uno por uno. Para los casos más grandes de reticencia, se procede a la introducción de un hierro candente en la vagina o en el ano. Pero así el paciente queda definitivamente deteriorado, se convence del todo de su error e incluso incurre en el mal gusto de morirse. Nada de esto, por lo general, ocurre con «el sueño italiano». Consiste en un alto cilindro que se abre longitudinalmente. Adentro está lleno de pinchos filosos, pero ha sido calculado para que no toquen a la víctima si esta se queda quietita. A la chica, sea un ejemplo, se la mete desnuda y luego se cierran las dos mitades. Ya dijimos que si te quedas de pie, sin moverte, los filosos pinchos no te pinchan. Pero este estado de absoluta quietud no es natural. Todo en uno tiende a la movilidad y al jolgorio. Además alguna vez hay que dormir. Muslos, piernas, trasero, espaldas y pechos sufren dolores agudísimos que se van acentuando con el paso de los días. Algunas chicas sufren accidentes. Son las no aptas para la zombificación. Pero eso está previsto y siempre se puede hacer algo con ellas.
Nuestros amigos habían juntado bastante dinero en sus correrías. Por otro lado, Severo resultó enemigo de las expansiones. Avaro, en realidad, y el que mandaba era él. De modo que compraron un buen trozo de tierra en las afueras de cierta aldea y mucha madera.
Contrataron gente para levantar el Castillo del Placer. Este iba a ser el prostíbulo de las zombis, naturalmente. Aquella era una construcción altísima, contrahecha y que, si no se venía abajo, era gracias a la superabundancia de clavos. Resultaba una suerte de megalomanía idiota.
Siempre en el interior del predio, pero en las afueras del castillo, cavaron un misterioso pozo de treinta metros de hondo.
En realidad, la fabricación de zombis costó mucho más de lo que se creía en un principio. Por de pronto muchas chicas se volvían locas con el encierro: falta de descanso, claustrofobia, histeria, a punto tal que ellas mismas se largaban contra los pinchos buscando la muerte. Las que no lo conseguían salían tan deterioradas que ya no podían interesar a hombre alguno.
Pero tanto muertas como piltrafitas pateables eran aprovechadas por el ingenio de Severo, quien siempre les encontraba utilidad. Inventó lo que él llamó «El guiso de los doctores». Cortaban pechos y caderas en pequeños cubos y de todo ello salía una comida exquisita. El resto no aprovechable de las muertitas iba a parar al pozo, juntamente con grandes bloques de cal viva.
También había triunfos, naturalmente. Unas pocas chicas salían del encierro totalmente bobas y listas para trabajar. Fieles a sus costumbres, los tres inseparables las hicieron suyas durante varios días antes de entregarlas a las fieras.
Al principio el negocio marchó muy bien. Los clientes estaban encantados con esas muchachas tan raras y sometidas, que no protestaban les hiciesen lo que les hicieran. El problema empezó al año más o menos, cuando la totalidad de los aldeanos (hombres y mujeres) contrajo la sífilis. Desesperación y furia.
Entonces tuvo lugar una escena que hemos visto muchas veces en el cine con las películas basadas en la historia del doctor Víctor Frankenstein. Una noche los furiosos aldeanos salieron todos juntos, empuñando antorchas y horquillas, y el Castillo del Placer ardió por los cuatro costados. Las zombis serían muertas que caminan, si a usted se le antoja, pero era cosa de oír cómo gritaban.
En realidad los aldeanos fueron bastante injustos. De la sífilis no podían culparse más que a sí mismos por ir a un prostíbulo.
Buscaron a los «doctores» por todos lados con el objeto de enterrarlos vivos, pero hasta eso había sido previsto por nuestro genio Severo: un túnel secreto y larguísimo llegaba hasta las afueras de la aldea y allí los esperaban los carromatos.
—Maestro, maestro… —dijo Piadoso muy compungido y luego que se hubieron puesto en seguridad—, ya ve que es inútil querer reformarse. Uno está marcado y no lo dejan.
—Es cierto —homologó Severo.
—Ahora yo digo, no, se me ocurre —terció Angélico—, ¿y si fundamos una posada, donde el plato fuerte sea «El guiso de los doctores»?
—La idea no es mala, en principio —comentó Severo—. Pero el problema es siempre el mismo: no es fácil conseguir materia prima.
Pero Angélico no aflojaba así nomás.
—¿Y si nos casamos y tenemos muchos hijos?
—Nooo: la demanda siempre va a superar, con mucho, a la oferta —dijo Severo—. Además habría problemas con las madres: siempre se encariñan con la cría, etcétera.
Piadoso preguntó:
—¿Y si fundamos un asilo de huérfanos?
—Tampoco —desaprobó Severo—. Los huérfanos nunca son tantos y además hay mucha vigilancia. No. Imposible. Mucho me temo que nos veremos obligados, nuevamente, a ser doctores en vampirismo.
Y así lo hicieron, los tres, aunque desilusionados y bajo protesta.
Esta fue la manera como, luego de muchas y productivas aventuras, cuatro años más tarde nuestros bienaventurados monstruos llegaron a una aldea de Baviera.
Los aldeanos eran raros, casi no hablaban y estaban poseídos por el temor. Les extrañó mucho que después de vaciar a las primeras chicas nadie viniese a consultarlos. Ni siquiera los padres de vampirizadas ricas.
—Aquí las chicas son muy lindas —comentó Severo—, pero mucho más interesante es el dinero. Si siguen sin pedirnos ayuda, en cuatro días nos vamos.
Esa noche dieron con una víctima lindísima. No parecía una suicida. Más bien semejaba una idiota bien dispuesta. Se desnudó sola, sin necesidad de que le arrancasen la ropa. Solo dijo:
—No me lastimen, por favor.
Transmitía una onda increíblemente erótica.
Empezaron. Pero mientras más se lo hacían, más necesitaban hacérselo.
Mucho más tarde descubrieron que nadie, ningún hombre, puede tener tantas relaciones seguidas con una mujer. Estaban tirados en el piso, sin una gota de energía. No podían moverse. Indefensos por completo.
Ella se les rió en la cara y les dijo:
—Aldeanos supersticiosos, ¿cierto? ¿Saben por qué aquí nadie les pidió ayuda? Porque sabían que iba a ser inútil. Después de todo los felicito: vivieron varios años sacando partido de la leyenda. Pero siempre llega la hora de pagar.
Estaba muy enojada. Que no creyeran y además se burlaran lo tomó como una falta de respeto. «Pecadillos» como zombis y guisos la tenían sin cuidado. No era lo suyo.
Sí. Ella era una «leyenda» con muchos caninos, felinos y molares. Chiste esquizofrénico. En realidad, quisimos señalar su boca dotada de incontables dientes. Hasta un cocodrilo se habría asustado. Con lentitud, casi con delicadeza, los mató a los tres.

(Argentina, 1941)