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miércoles, 27 de abril de 2016

CORTÁZAR, Julio: Ley del poema


Amargo precio del poema,
las nueve sílabas del verso;
una de más o una de menos
lo alzan al aire o lo condenan.

Somos el ajedrez de un río,
el naipe siempre entre dos lumbres;
caen las caras y las cruces
a cada curva del camino.

Cae en el verso la palabra,
en el recuerdo llueve el llanto,
cae la noche, cae el pájaro,
todo es caída amortiguada.

¡Oh libertad de no ser libre,
golpe de dados que desata
la sigilosa telaraña
de encrucijadas y deslindes!

Como tu boca a la manzana,
como mis manos a tus senos,
irá la mariposa al fuego
para danzar su última danza.

(1914/1984)




lunes, 25 de abril de 2016

FONTANARROSA, Roberto: El sordo


El tipo apareció de improviso, ante la indiferencia general, por detrás de la columna. Se inclinó por sobre el hombro del Sordo, lo tocó en un brazo y le dijo: "Quiero hablar con vos". El sordo levantó la vista, lo miró con el ceño fruncido como si no lo conociera, pegó una hojeada sobre los otros componentes de la mesa y amagó una evasiva. 
-Vamos allá -dijo el otro, señalando las mesas del fondo. El Sordo se puso de pie, serio. Casi ninguno, ni Pochi, ni Roger, ni Gustavo, se habían percatado de la situación.
-Pagale al hombre, che -dijo en voz alta, Ricardo, el único que había caído en la cuenta.
-¿Siempre lo mismo, Sordo? -se anotó el Zorro, zumbón-. No lo cagués al muchacho.
Pero el tipo, muy serio, ya se alejaba hacia el fondo. Ahora sí, los demás hicieron un instante de silencio, prestándole una mínima atención al suceso.
-Parece que viene pesada la cosa -se rio el Zorro.
-¿Y no lo escuchaste al punto? -preguntó Ricardo-, "Quiero hablar con vos", le dijo. Nada de "¿Podría hablar un momentito con vos?" o "¿Tendrías un minuto para atenderme?". Nada. "Quiero hablar con vos" y a la lona.
-Será cana. 
-Es un novio que se levantó el Sordo en las vacaciones -dijo Pochi.
-Se habrá puesto celoso el quía -supuso el Zorro.
-Lo ve con tantos machos.
-¿Dónde "machos"? -se hizo el boludo, Guillermo. Y sin transición alguna volvieron al tema de las bailantas y de las tres negras que había traído el Flaco Campana del Brasil para bailar en los pueblos. "No le queda guita pero coge al costo", justificaba el Pochi.
El tipo se había sentado enfrente del Sordo y se quedó mirando hacia el lado del mostrador, los ojos entrecerrados, rebuscando algo con la lengua entre los dientes, tomada la mano que sostenía el pucho en el reborde de aluminio de la mesa. El Sordo pudo mirarlo un poco más. Sin ser muy alto, tenía cierta pinta de bestia. Algún pozo de viruela en la mejilla, sombra de barba, remera de marca desconocida abierta en sus tres botones. Prolijo, pese a todo. Por un momento bastante largo pareció que el tipo no iba a empezar a hablar nunca.
-Vos te encamaste con mi mujer -soltó de golpe mirándolo, ahora sí, al Sordo.
-¿Cómo? -el Sordo adelantó la cabeza con un sobresalto elástico del cuello, como un tero al caminar.
-Que vos te encamaste con mi mujer. 
-¿Con tu mujer?
El otro había adelantado el maxilar inferior dejando un orificio circular entre sus labios, por donde el humo del cigarrillo escapaba y le nublaba los ojos. No dijo nada más, y, por el casi imperceptible trepidar de la mesa, era notorio que oscilaba una pierna pivoteando sobre el pie flexionado como si cosiera a máquina.
-Esperá un cachito... Esperá un cachito... -se rascó una ceja el Sordo amagando una sonrisa forzada-. Yo a vos... ¿te conozco?
-Sí, me conocés...
-Porque, vos acá aparecés... -sobrevoló la información del Sordo- me venís a buscar a la mesa, me presionás para que venga a hablar con vos... Me hacés levantar de la mesa donde... 
-Sí me conocés...
-...yo estoy con mis amigos conversando lo más tranquilo y, de rompe y raja, me salís con esto de que... 
-No te hagas el turro que me conocés... 
El Sordo paró. Se quedó con la mano izquierda cerrada con la punta de los dedos hacia arriba, interrogante, junto al pecho.
-¿Que yo te conozco? ¿De dónde te conozco? A ver si nos volvimos todos locos. 
-Me conocés de la puerta de la escuela Mariano Moreno, de Paraguay al 1200... Vos vas a buscar a tu piba ahí. Y yo también. 
-¿Vos también?
-Sí, señor... Y a veces voy yo y a veces va mi jermu. Y vos a veces chamuyás con mi jermu ahí y otras veces... -el tipo inclinó la cabeza como si quisiera apoyar una oreja en el nerolite de la mesa en tanto golpeaba con el índice- chamuyás con ella acá, en este mismo boliche. 
-¿Acá?
-Sí señor -el tono del tipo tenía un atisbo de grosería y un siseo remarcado. 
-Y... ¿Quién es tu mujer? 
-No te hagás el boludo que vos sabés muy bien quién es mi mujer. 
-No, mi viejo... -se enojó el Sordo-. No sé quién es tu mujer y tampoco tengo la más puta idea de quién sos vos... Vos me venís con eso de que vas a buscar a tus pibes a la escuela Mariano Moreno y yo también voy de vez en cuando a buscar a mi piba a esa escuela; pero te puedo asegurar que no me acuerdo ni en pedo de vos ni de tu cara ni de un carajo... 
-No levantés la voz, no levantés la voz -pidió el otro, lo que en parte tranquilizó al Sordo. Al parecer, el inquisidor no buscaba un escándalo aunque su tono estaba más cerca de la amenaza que del paternalismo-. Y no te hagas el boludito -al decir "boludito" sacudió hacia ambos costados la cabeza acompañando cada sílaba-. No te hagas el boludito -repitió- porque la semana pasada yo fui con mi mujer a buscar los pibes al colegio y vos estabas ahí, y justo estabas al lado nuestro, y estuvimos hablando, así que no me vengas con que no sabés quién mierda es el que tenés sentado enfrente.
El Sordo se tiró hacia atrás en su silla, en parte como asombrado, en parte para alejarse de ese par de ojos que amartillaban el reproche demasiado cerca suyo. Unió las manos en una palmada y se mordió el labio inferior. 
-Esto es increíble -dijo como para sí-. Pero mirá las cosas que uno se tiene que bancar -observó hacia todos lados como buscando una explicación y, de paso, constató si los muchachos de la mesa seguían las alternativas del episodio y si llegado el momento, se hallaban dispuestos a entrar en acción en caso de que volara el primer tortazo.
-El que me la tendría que bancar soy yo -se señaló el pecho el otro-. Y no me la banco. Así que no me vengas con que no me conocés y tampoco conocés a mi mujer porque está muy claro que no es así. Y tampoco andés mirando para tu mesa porque ninguno de esos pelotudos va a venir a ayudarte. Esos son muy buenos para hablar al pedo pero a la hora de los bifes se borran todos. 
-Pero ¿Qué decís? ¡Pero escuchame! -quedó cortado el Sordo, enojado, no tanto por el análisis social que el intruso había esgrimido impunemente sobre sus amigos sino más bien porque aquel tipo se había dado cuenta de su mirada de auxilio hacia la base-. ¡Me pongo así para escucharte con el oído sano! ¿O por qué te pensás que me dicen el Sordo?
-Sí, señor... -siguió el otro-. Porque en este boliche son muy de pajearse en charlas intelectuales, son muy del franeleo pajero todos ustedes y de hacerse los nórdicos, los suecos, en la cuestión de las minas. Pero en donde yo me crié, toda esa histeria, no corre, mi querido. Allá estas cosas se resuelven sin tanto psicoanálisis, estas cosas se resuelven como se resuelven en el barrio. Y yo sabía, estaba seguro, que esto iba a pasar cuando mi mujer me dijo que venía a este boliche de mierda, lleno de trolos, de pichicateros y de pajeros.
-Pará un cacho... pará un cacho... -buscó aire el Sordo, sin saber muy bien cómo seguir. 
-Y por eso vos me vas a explicar bien explicado cómo fue todo este fato con mi mujer, con la hija de puta de mi mujer... 
-Pará un cacho... -continuó haciendo tiempo el Sordo-. Te digo una cosa... Te digo una cosa... Yo te estoy respondiendo, te estoy contestando por una elemental regla de cortesía. Por una... digamos... elemental norma de respeto -el otro lo miraba sin entender-. Pero la verdad es que no debería darte ni cinco de pelota, ni cinco de bola debería darte... Vos no sos mi viejo, ni sos cana, ni sos el fiscal de la Nación para venir a apurarme con este asunto de...
-¿Sabés quién soy yo? ¿Sabés quién soy yo? -el otro volvió a echar el torso sobre la mesa-. Yo soy el esposo de Marcela. El marido de Marcela. Ese soy yo. El esposo de la mina con la que vos te encamaste. O te encamás. Eso lo tengo que averiguar todavía... 
El Sordo lo miró un momentito.
-¿Quién es Marcela? ¿De qué Marcela me estás hablando? 
-Marcela Tessone... ¿La ubicás ahora? -podía decirse que una sonrisa cínica merodeaba la boca del tipo. 
-¿Tessone? Mirá... -el Sordo adoptó un tono condescendiente, como si tuviese que explicarle a un niño un tema muy distante de su capacidad de razonamiento-. Acá todo el mundo se conoce por el nombre o por el apodo. Yo, hay muchachos de la mesa esos que vos decís que son todos putos, que se borran todos, a los que conozco nada más que por el apodo, ¡y los conozco desde hace años! Pero que no tengo ni la más puta idea de cómo se llaman, del nombre, del apellido, de nada. Por eso vos me decís Tessone y yo te digo... que sí... que puede ser... que por ahí la... 
-La morocha, alta, medio narigona... Que vos le prestaste el libro de Soljenitsyn... 
El Sordo se quedó mirándolo. No había mayores posibilidades de evadir el tema. Y el tipo había pronunciado el nombre de Soljenitsyn bastante bien. 
-¿Un libro de Soljenitsyn? -caviló, sin embargo, frunciendo los labios-. Ah sí... 
-Para iniciarla en lo intelectual... -de nuevo la sorna.
-Sí... Ya sé cuál es... 
-Y la boluda se deslumbra con cualquier cosa. Hasta con un Patoruzito se deslumbra... 
-Marcela... 
Se quedaron un momento callados, observándose. Filoso el tipo. Más a la defensiva el Sordo. 
-¿Entonces? -sacudió el tipo. 
-Entonces... ¿Qué? 
El otro mantuvo la mirada fija.
-Y sí -admitió el Sordo sin arriar demasiado sus banderas-. A veces hablamos con tu mujer. Si es esa que vos decís, a veces hablamos. Acá, en el boliche. Cuando ella viene. Pero te digo que viene muy de vez en cuando. Pero nada más. Yo a ella casi no la conozco. La conozco a la amiga. 
-A la Patri. 
-A esa. A la Patricia. A ella la conozco más. 
-¿Así que la conocés a la amiga? -de nuevo la ironía-. La conocés a la amiga pero le prestás un libro a mi mujer.
-A tu mujer la conozco pero... oíme... la conozco como uno puede conocer a tanta gente en esta ciudad. Que la conocés de verla mil veces por la calle. Como... como vos me decías que yo te conocía a vos, de la puerta de la escuela. Pero eso no quiere decir que te conozco. Sí por ahí te veo y digo: "Qué cara conocida", pero nada más... Rosario es una ciudad chica... Y hablo con ella como puedo hablar con tanta gente que viene acá, somos todos amigos... 
-Sí... Amigos... Amigos... Son todos muy amigos... 
-Pero nada más...
El otro se pasó la mano por la cara como para modelarse de nuevo los pómulos.
-Mirá, mirá... -dijo-. No me vengas con versos, a mí ya no me caben los versos... 
-Pero... -arremetió el Sordo-. ¿Y de dónde salió eso de que yo me encamo con tu mujer? ¿Quién te dijo eso de que yo me encamé con tu mujer? ¿Quién te fue con esa pelotudez?
-Ella. Ella me lo dijo. 
El Sordo sintió el impacto. Se demudó. Miró hacia el techo, hacia la mampara de madera que separaba el salón del quiosquito que da a la calle Sarmiento. Vio a Pedro riéndose con una mina. A Cary y a Querol hablando con una pendejita rubia. El mundo seguía andando y él no podía creer todavía que estaba sentado allí, en el banquillo de los acusados, ante un inquisidor que manejaba más información de la tolerable. 
-¿Ella te dijo eso? ¿Marcela? 
-Sí señor. Marcela me lo dijo. 
El Sordo meneó la cabeza. 
-¿Ella te lo dijo? 
-Ella. 
-Mentira.
-Ah, claro... Aparte de cornudo, mentiroso... -se sonrió el tipo, inexplicablemente cordial. 
-¡No! Digo, mentiras de ella. Mentiras, bolazos. Te está macaneando...
-Ah... Me está macaneando... 
-¡Sí señor! Seguro, por supuesto. Te está macaneando. Está hablando al pedo. No puede decir esa barbaridad, esa pelotudez... 
-¿Y para qué me lo dice? ¿A ver?
-Qué se yo. Te querrá joder. Te querrá cagar la vida. Andá a saber. Vos sabés cómo son las mujeres. Las mujeres suelen ser muy hijas de puta, muy...
-Cuidado con lo que decís... 
-Bueno... -el Sordo ya no sabía de dónde podía venir el cachetazo, adónde podía pisar sin que estallase una mina-. Te lo digo en un sentido muy... 
-Tenés razón, tenés razón... -acordó el otro, sin embargo-. Mi mujer es una hija de puta, pero no es boluda. No es ninguna boluda. Y no va a venir a decirme una cosa así gratuitamente, para que yo la cague a trompadas. No me vino a decir que se le habían pasado los fideos o que se había olvidado un paraguas, querido. Me vino a decir que se había encamado con un tipo... 
-Sí... ¡Y justo me viene a elegir a mí! ¡A meterme en un quilombo a mí! 
-... y ella sabe que yo no soy un intelectual, mi viejo, ella sabe que yo la voy a cagar a trompadas, no se la va a llevar de arriba si me aparece con una cosa de esas... 
-Te querrá cagar la vida, viejo. Qué sé yo... Te sale con esas cosas porque te habrá dado la cana con alguna mina. Te conocerá alguna fulería y en esas cosas las mujeres son muy vengativas. Son capaces de inventar cualquier historia con tal de...
-¿Inventar cualquier historia? -embistió el otro-. ¿Inventar también el día en que se encamó con vos? ¿Y la hora? ¿Y el telo al que fueron? 
-¿El telo? ¿Te dijo el telo? Pero... 
-Además, querido... ¡Yo no soy de engañar a mi mujer, mi viejo! -el otro estiró una mano hacia adelante mostrando al Sordo la palma como si lo hubiesen herido en lo más profundo-. Yo podré tener mil quilombos con mi mujer, pero eso no hace que yo ande haciéndome el pelotudo con cualquier mina que se me cruce. Que ella sea una guacha no quiere decir que... 
-¿También te dio el nombre de un telo? ¡Dios querido! Pero qué imaginación que tiene esta mina... -el Sordo volvió a estallar sus manos en una palmada. 
-Nada de imaginación, mi viejo. Nada de imaginación -el tipo variaba el ángulo de sus ataques con una velocidad incontrolable-. No sigas haciéndote el boludo porque ella me lo dijo todo, me batió todo, me lo contó todo... 
El Sordo lo observó, algo desarmado. 
-...y ella será una guacha que podrá venir a joderme con muchas cosas, pero nunca con ese tema -siguió el tipo-. Y si me viene a contar una cosa así, es porque es cierto, es verdad. Eso que me dijo es cierto. 
Otro silencio. El Sordo resopló, enarcó las cejas poblando su frente de arrugas paralelas y horizontales. 
Luego se encogió de hombros.
-Y bueno... -suspiró- ¿Qué querés que te diga?... si ella te dijo eso... Si ella me manda al muere... 
-El jueves pasado. A las siete de la tarde. En el Gato Negro. Con video porno y todos los chiches... 
-Y dale, bueno... Agregale cama de agua también... Nunca hubiera imaginado que a Marcela se le podían ocurrir tantas cosas...
-Entonces, viejo... -pisó firme el otro- yo quiero que arreglemos este asunto. 
El Sordo lo miró, ceñudo, curioso. 
-Afuera -señaló el tipo con el mentón. 
-Pero... ¿Qué estás diciendo? 
-Lo que te digo. En donde se te ocurra. Los dos, vamos y...
-Pero... ¿de qué me hablás?
-Nos cagamos bien a trompadas. 
-¿A trompadas? -el Sordo lo miraba con una expresión de infinito asombro-. ¿Pero vos estás en pedo? 
-Sí señor. A trompadas. 
El Sordo se recostó, relajado, sobre el respaldo de su silla. 
-Yo no me cago a trompadas ni por mi vieja -aclaró. 
-No la metas a tu vieja en este asunto. 
-Yo a mi vieja la meto donde se me cantan las bolas. Ahora lo único que falta es que venga cualquiera a decirme lo que tengo que hacer con mi vieja.
-Lo que pasa es que acá -generalizó el otro- están muy acostumbrados a parlarla demasiado, querido. Acá, vos y todos estos pajeros están muy acostumbrados a charlarla lunga, de cualquier cosa. Resuelven el fato de la guita, de la política, de la Revolución, sin levantar el culo de la silla. Son revolucionarios de café ustedes. Idiotas útiles. Y vos te creés que conmigo va a ser lo mismo. Y que vas a poder explicarme cómo fue que te cogiste a la hija de puta de mi mujer en una charla, en una conferencia de prensa; que me vas a poder decir cómo que te la empomaste y yo te voy a decir: "¡Pero mire qué bien, qué cosa más interesante! ¿Qué diría Soljenitsyn a todo esto?". O algún otro de esos escritores culorrotos que ustedes se pasan leyendo todo el día...
-Te equivocás, te equivocás... -dijo el Sordo, jugueteando con un tiquet viejo de consumición entre los dedos-. No nos pasamos leyendo. Vos estás confundido -más tranquilo al comprobar que, pese a esa encendida llamada a la acción directa, pese a esa invitación a la violencia, la cosa venía demasiado dialéctica como para derivar en un holocausto. 
-Conmigo no corre esa. Esa mano no corre conmigo... 
-Tu mujer no se encamó conmigo -afirmó el Sordo-. Y te voy a decir una cosa, te voy a decir una cosa... Vos podés creer lo que se te cante las pelotas, después de todo es tu mujer. Pero te voy a decir una cosa, como para que vos entiendas...
-No hay nada que entender, mi viejo... Esto está muy claro... Acá lo...
-¿Sabés por qué no me encamé con tu mujer, ni me encamo, ni me encamaría nunca? 
Ahí sí el tipo lo miró, atento.
-¿Sabés por qué? -reafirmó el Sordo.
-¿Por qué? 
-Porque tu mujer no me gusta. 
-¿Cómo que... no te gusta? 
-No me gusta. Muy simple. No me gusta. 
-¿Por qué no te gusta? 
-Es jovata, viejo. Está muy achacada. 
-¿Jovata? ¡No tiene 40 años, querido! ¡No seas pelotudo! 
-Mirá, si no tiene 40 años, los aparenta. Te digo más, yo le daba cerca de 45. 
-37 pirulos tiene. Recién cumplidos. 
-¡Y bueno! 
-¿Qué? ¿Me vas a decir que alguna de estas pendejas que están por acá, aquella, por ejemplo, con esa pinta de muerta de hambre, están mejor que mi mujer? ¿Pero no ves la pinta de pichicateras que tienen todas, que parece que hace mil años que no toman sol, fumadas todas, sucias, los pelos roñosos? ¿Esas son las pendejas que te gustan a vos? ¡Por favor! Dejame de joder. Además, no me vengas con versos, mi viejo. Si vos tampoco sos ningún pendejo. ¿O me vas a venir con que a vos las pendejas todavía te dan pelota? No te dan ni cinco de pelota a vos, mi querido. ¿O te pensás que yo no te veo? ¿O por qué te pasás, acaso todas las tardes, sentado en la mesa de todos esos viejos chotos como me dice Marcela que te pasás? Porque te dan mucha bola las pendejas, seguramente. Por eso. Viejos chotos haciéndose los galanes... 
-A mí no me gusta...
-Además, mi mujer, será una hija de puta que se encama con el primer pelotudo que le cruza, pero se rompe el culo haciendo gimnasia para mantenerse en forma, querido. ¡Las veces que me he tenido que hacer la comida cuando vuelvo del trabajo porque ella está haciendo la gimnasia, tirada enfrente del televisor con la mina esa y el grone de la ESPN, que hacen gimnasia arriba de un portaaviones! Y te va al gimnasio, y te sale a correr... 
-No me gusta. No me digas porque no me gusta...
-Más de una de estas pendejas querría tener el culo que tiene mi mujer. Las gomas que tiene mi mujer, mirá lo que te digo... 
-A vos te parece porque sos el marido. Tenés que convencerte porque... 
-¡No me tengo que convencer un carajo, querido! Yo no soy tan boludo, no me pongo ciego ante la realidad, yo no me engaño... Marcela será una guacha pero sigue estando buenísima... ¿O te creés que yo no veo cómo la miran los tipos por la calle?
-No me gusta. 
-Tendrías que verla en bolas... Bueno... -saltó el tipo-. ¡Si vos la viste en bolas, hijo de puta! ¡Oíme, salgamos y...!
-No es eso, no es eso... Yo no te digo que no esté buena... 
-¿Qué no va a estar buena? ¿Y qué me decís entonces? 
-No sé... No es mi tipo de mujer... No... No... Qué sé yo... Vos no lo tomés a mal, pero... La nariz... 
-¿Qué pasa con la nariz? ¡Ahora no me vengas con que no te gustan las narigonas! Al contrario. Eso es lo que hace interesante a una mujer... ¡Mirá la Bárbara Streisand, por ejemplo, mirala a ella! Ahora no me vas a salir con que te gustan estas pendejas que se hacen la estética y que quedan todas con la misma napia. Esas te gustan, seguro, esas narices de mierda que parecen caniches...
-No es eso...
-Además... A la Ley de Almada, mi viejo. Le tapás la cara con una almohada. 
-No es eso... 
-¡Por favor, mi viejo! ¿Qué me venís? 
-Es que a mí me gusta la mujer más... ¿cómo decirte? Más... 
-¿Más qué? 
-Más dulce, ¿me entendés?... Más modosita... Más manuable... Tu mujer, Marcela, es muy grandota, muy agresiva. Demasiado... 
-¿Agresiva? ¡Porque tiene personalidad, querido! Ella es así. Avasallante ¿O querés una boluda de esas que se creen una muñequita de lujo? 
-No te digo agresiva... 
-¡Porque te sabe llevar una conversación! Eso es lo que te jode. Están todos acostumbrados a estar con minas que se callan la boca y le dicen que sí a todo, y no se bancan una mina que tenga los ovarios bien puestos como para copar una mesa y opinar de las cosas igual que los tipos. Eso es lo que pasa. ¡Claro! Todos los piolas de tu mesa pueden decir mil pelotudeces de lo que se les cante pero si aparece una mina con ideas propias no se la aguantan... 
-Será así... Será así... Por ahí tenés razón... 
-Lo que pasa es que ella te sabe llevar una conversación y...
-Y te aclaro que ella no viene a la mesa nuestra.
-Porque ha estudiado, mi viejo ¡Y quién te dice que no ha estudiado más que cualquiera de todos estos intelectuales...! ¡Intelectuales de la poronga! 
-Seré chapado a la antigua. Lo admito -enarcó las cejas el Sordo, casi como apesadumbrado. 
-Fijate que al final, yo... -no detuvo su arremetida el otro- que no soy lo que puede decirse un tipo de estudios, porque apenas si tengo el secundario, me banco una mina evolucionada. Pero ustedes no. Para ustedes una... 
-¿Sabés lo que pasa? ¿Sabés lo que pasa? Yo seré un antiguo, pero me jode que una mina te interrumpa cuando estás hablando, ¿viste? No te digo que me joda que hable. Pero que sepa respetar cuando el que habla es otro. Que no se meta. Y eso es lo que hace Marcela. Se mete. En ese aspecto es... desubicada... grosera... 
-¡Por favor! ¡Mirá con lo que me salís! 
-Te digo más... Más de una vez, pensé, te juro que pensé, sin conocerte, eh, sin conocerte... "Pobre tipo el marido de esta mina! ¡Lo que debe ser aguantar a esta mina!".
-Pero... ¡Por favor!... Ella... ¡Ella es una santa! Es incapaz de...
-Porque una cosa es charlar un ratito acá, todo muy bien, muy lindo, muy entretenido. Pero otra cosa es tenerla todo el día en tu casa y... 
-¡No estás a su altura, querido! ¡No estás a su altura!... Es una señora... 
-Te digo más... Ahora que te conozco, ahora que te conozco y veo que sos un tipo honesto, frontal, un tipo que va de frente, como viniste de frente conmigo, un tipo que tiene la grandeza de plantear una cosa delicada como esta, cara a cara... merecerías otra mina. No sé... Más dulce, menos agresiva, menos jodida. 
-Por favor... Ya quisieras vos encontrar una mina como Marcela. Ya quisieras vos... 
-Puede ser... -caviló el Sordo. La conversación parecía haberse agotado-. Puede ser... 
El otro miró el reloj. 
-Me voy -dijo-. Ya debe haber llegado -se paró. El Sordo también, las manos en los bolsillos. 
-¿Tomamos algo? -frunció las cejas, mirando la mesa vacía y tratando de recordar. El tipo negó con la cabeza. 
-Chau -dijo-. Pero la vamos a seguir -advirtió. Y se fue por la puerta de Sarmiento y Santa Fe. El Sordo se volvió para la Mesa de los Galanes. Cuando el tipo pasó junto a donde estaban Cary y Querol, hizo un gesto con el mentón señalándole al Sordo la adolescente flaquita que charlaba con ellos. 
-¡Seguro que una cosa así te gusta a vos! ¡Qué vas a comparar! -casi gritó, antes de continuar su retirada. 
El Sordo admitió con un gesto ambiguo y siguió para su mesa. Esta se había poblado bastante. Habían llegado el Pitufo, el Peruca, Belmondo y Hernán. El Sordo tuvo que buscarse una silla de otra mesa y ubicarse en segunda fila, en un ángulo poco favorable. 
-Mirá vos -se rio el Zorro-. Tenías ringside y te lo cagaron. 
El Sordo iba a contestar cuando volvió el tipo, por el mismo lado que la vez anterior, por detrás de la misma columna. Era obvio que había salido por la esquina y había vuelto a entrar por Santa Fe. Le tocó el hombro al Sordo y se agachó para hablarle al oído. 
-¿Sabés por qué vos decís eso? -le dijo. El Sordo esperó, fastidiado-. ¿Sabés por qué vos decís eso? 
-¿Qué digo? 
-Que no te gusta.
-¿Por qué? 
-Porque Marcela no te da pelota. Por eso -el Sordo giró para mirarlo-. No te da bola. 
-Sí... Seguro... 
-Claro, querido. Como eso de la zorra y las uvas... "Estaban verdes".
-Sí... Seguramente... 
-Entonces decís que no te gusta, que es fea, que es un escracho... -el Sordo meneó, la cabeza con disgusto, resoplando.
-Sí, preguntale... 
-Y... ¡No le va a dar bola a un tísico como vos, justamente!
-Claro... Preguntale... -repitió el Sordo, ya engranado. 
El otro se irguió, siempre sonriendo y hasta se dio el lujo de palmearlo al Sordo en el hombro. 
- Sí. Seguro. Preguntale qué hizo el jueves a la tarde... A eso de las siete... Preguntale 
El otro le dio la última palmada de despedida y se alejó, contento. 
-¡Preguntale! -alcanzó a gritar, airado, el Sordo-. ¡Qué hizo! ¡Preguntale! Pero el otro había desaparecido por la puerta de la esquina. Y esta vez ya no regresó. 

(Rosario, Argentina, 1944/2007)

Todas las fotografías que aparecen en esta entrada corresponden al bar “El Cairo”, de Rosario, Santa Fe, Argentina, donde transcurren las acciones de varios de los cuentos del “Negro” Fontanarrosa

miércoles, 20 de abril de 2016

VILARIÑO, Idea: Ya no


Ricardo Carpani
.
Ya no será
ya no
no viviremos juntos
no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa
no te tendré de noche
no te besaré al irme
nunca sabrás quién fui
por qué me amaron otros.

No llegaré a saber
por qué ni cómo nunca
ni si era de verdad
lo que dijiste que era
ni quién fuiste
ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido
vivir juntos
querernos
esperarnos
estar.

Ya no soy más que yo
para siempre y tú
ya
no serás para mí
más que tú.
Ya no estás
en un día futuro
no sabré dónde vives
con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca
como esa noche
nunca.

No volveré a tocarte.
No te veré morir.
.
Idea Vilariño
(Uruguay, 1920)
.

Idea Vilariño, poeta, crítica de literatura, compositora de canciones, traductora, educadora: es difícil decir cuál de estas facetas de su trayectoria influyó en más personas. Nacida en Montevideo el 18 de agosto de 1920, antes de haber cumplido los treinta años era ya ampliamente conocida en el Río de la Plata por su talento en muchas de esas disciplinas. Durante la última mitad del siglo XX críticos y profesores de todo el mundo de habla hispana así como traductores de Austria, Brasil, Italia y Estados Unidos difundieron en abundancia su poesía.
Es un caso singular. Por su personalidad y convicciones, Idea Vilariño rechazó durante largo tiempo toda posibilidad de promocionar su nombre. Los editores la urgían a promover sus libros y ella se rehusaba. Más aun, mantuvo un silencio casi completo respecto a su obra, hasta el punto de negarse con regularidad a entrevistas de cualquier tipo. Sólo en 1997 aceptó contestar las preguntas planteadas por Rosario Peyrou y Pablo Rocca, en las que se basa el video "Idea", estrenado en mayo de 1998, y que ahora puede encontrarse en bibliotecas. Si bien Vilariño aceptó diversos premios e invitaciones tanto en su país como en el extranjero, nunca quiso comentar sus poemas ni escribir sobre su obra poética.
Pese a esa falta de promoción, la poesía de Idea atrae cada día más lectores. Más allá de los índices públicos que dan testimonio de su fama, en Montevideo puede advertirse por todas partes su inmensa popularidad: los artesanos copian sus versos en señaladores de libros, tapices y tarjetas que venden en mercados y negocios; referencias a sus poesías en grafitos...

viernes, 15 de abril de 2016

SACHERI, Eduardo: Carnavales


A nosotros nos tocaron unos carnavales viejos y gastados que a duras penas se resistían a morir. Unos carnavales que poco y nada tenían que ver con los
de antaño, esos que los viejos del barrio describían como llenos de disfraces y de corsos, y que a nosotros nos sonaban un poco extraños y monstruosos,
de tan desconocidos. 
“Carnavales... eran los de antes”, decían, con un gesto despectivo, y nosotros en el fondo nos sentíamos responsables de vaya uno a saber qué culpa, como
si nos hubiesen encargado la custodia de algo, y ese algo lo hubiésemos perdido. 
Tal vez esa sucia y difusa sensación de culpa nos llevaba a preguntarles a nuestros mayores cómo habían sido esos dichosos carnavales, en un pueril intento
de entender y tal vez de reparar, lo que se había roto. Y los mayores recordaban y describían, con pelos y señales. Y aunque los ojos les brillaban a medida
que se internaban en los senderos de la evocación, de tanto en tanto les volvía a aparecer ese resentimiento, ese rencor, como si nos hiciesen responsables
a nosotros de no haber sido capaces de mantener sus gloriosas tradiciones. 
Nos enteramos así de que, antes de que naciéramos, en los barrios florecían auténticas guerras de agua de las que participaban los grandes y los chicos,
y que en los clubes se organizaban bailes epopéyicos, y que en el centro de cada pueblo se armaba un corso al que todos iban disfrazados a seguir la parranda. 
Un atardecer de febrero, Esteban me vino con la noticia de que su papá había decidido llevarlos a todos al corso de Haedo, y me invitaba a acompañarlos.
Me tomó desprevenido, porque yo no había ido nunca a un corso, porque me pareció imposible que hubiese uno tan cerca de mi barrio, y porque cuando Esteban
dijo “ a todos” entendí que ese todos incluía a su hermana Camila y, eventualmente, a mí. De modo que le dije que sí, aunque todavía me faltase pedir permiso
en casa. Antes de despedirnos, Esteban me hizo una advertencia: “Hay que ir disfrazado”. “¿Vos de qué vas a ir?”, le retruqué. “De cowboy”, aseguró. Intenté
pensar rápido, cosa que nunca me salía. “Yo voy a ir de soldado”, terminé por decir. Yo tenía un casco verde, al que le había pegado dos tiras de cinta
aisladora blanca para ascender a capitán, y disponía de un buen revólver de cebita. Quedamos en estar listos en media hora y nos despedimos. 
En mi casa no me hicieron problema con lo de darme permiso. Pero fue peor. Porque a mi madre y a mi hermana mi proyecto de disfraz de soldado les pareció
una paparruchada inadmisible. Un asco. Un desperdicio. 
A propósito de mí, pero al mismo tiempo más allá de mí, como si mi partida al corso fuera una simple excusa, empezaron a barajar alternativas. Sopesaron
y descartaron disfrazarme de árabe, de hormiga, de malevo y de pirata. Hasta que mi madre, alborozada, recordó que en algún rincón de la casa debía estar
guardado el disfraz de Príncipe Valiente que usara mi hermano mayor para una fiesta de fin de curso. Yo no conocía al personaje en cuestión, así que no
me quedó más remedio que seguir a las mujeres hasta el dormitorio y verlas zambullirse dentro del placard. Al rato me vi sepultado en un mar de cajas de
cartón, de perchas y de fundas para ropa, mientras el aire se llenaba de olor a naftalina. En mi familia primaba el criterio de que lo mejor era, en la
medida de lo posible, no tirar nunca nada a la basura, porque alguna vez podía resultarnos útil. Por eso no me sorprendió que al cabo de un rato emergiera,
de las profundidades de los últimos estantes, el dichoso disfraz de príncipe valiente. 
Bastó que lo encontraran para que, jubilosas, se dedicaran a ayudarme a probármelo. Despavorido, comprobé que el tal príncipe usaba, en lugar de pantalón, unas medias blancas de los pies a la cintura, que se ajustaban al cuerpo como la malla de un bailarín clásico. Y una camisa de color celeste brillante tan llena de volados que cortaba el aliento, y una corona de papel dorado tan coqueta como el resto del conjunto. Cuando me hicieron verme en el espejo, de cuerpo entero, casi grito del espanto. Me veía menos masculino que la Bella Durmiente. Supongo que habré esbozado una protesta, pero ellas estaban absolutamente convencidas de que estaba tan hermoso como los príncipes de los cuentos. 
Mientras me elegían un calzado acorde, me pregunté para mis adentros si a los príncipes de cuento se les notaría la anatomía masculina tanto como a mí,
con esas calzas, pero mantuve la boca cerrada porque en esa época la timidez me aconsejaba evitar todos los conflictos. Para colmo, el disfraz se lo habían
hecho a mi hermano cuando estaba en tercero o cuatro grado. Y encima yo, que estaba por entrar en séptimo, distaba mucho de ser menudo y flaco; de manera
que embutido en esa ropa me sentía una empanada con demasiado relleno y mal repulgada. 
Por suerte la bocina del auto del padre de Esteban sonó antes de que mi madre y mi hermana pudiesen ponerse de acuerdo sobre qué zapatos irían bien con
el conjunto, porque en el apuro de último momento tuvieron que conformarse con los mocasines del colegio, cuando al parecer las seducía mucho más –llegué
a escucharlas decirlo– encontrar algún zapato de mi hermana con un poco de taco. Ya era de noche, y al amparo de la oscuridad me acomodé como pude en el
amasijo de chicos que viajaba en el asiento trasero del Falcon. 

Grande fue mi estupor al notar que ninguno de los miembros de la familia iba disfrazado, excepto Esteban. Y eso de considerar que mi amigo sí lo estaba
es casi un gesto compasivo de mi parte: una simple pistola de plástico y una cartuchera con cinturón de cowboy tampoco son un disfraz como Dios manda. Pero los otros iban vestidos con ropa de todos los días. Traté de consolar mis vergüenzas suponiendo que más tarde, cuando llegásemos al corso, yo podría disimularme en la multitud de disfraces y enmascarados. 
Pero al bajar del auto el alma se me fue a los pies. El dichoso corso de Haedo eran unos cuantos curiosos que caminaban por las veredas de la avenida Rivadavia,
comiendo un choripán o un copo de azúcar. De tanto en tanto, alguna careta de cotillón o algún antifaz solitario. Y en medio de esa gente tan normal y tan correcta, yo con mis calzas blancas y ajustadas de príncipe valiente. ¿Nunca le pasó, lector, tener un sueño –o una pesadilla– en el que están en medio de un cine, con las luces encendidas, desnudos o en ropa interior? Bueno. A mí me pasó exactamente eso, pero despierto y en el medio de la calle Rivadavia, en pleno centro de Haedo. 
Nos compraron unos aerosoles de espuma que olían a jabón y ardían en los ojos. Tenía tanta bronca contra Esteban por haberme metido en ese embrollo, que
debo haberle vaciado buena parte del mío en plena cara. 
En algún momento desfiló una murga. Lo supimos con tiempo, porque la gente que nos rodeaba se hizo sitio junto a los cordones y los padres alzaron a las criaturas para que vieran mejor. Algo de todo eso me sonaba falso, y no eran solo mis calzas blancas y mi camisa brillante. Como si todas esas personas hubieran ido a buscar algo sabiendo que no estaba. Por eso esperaban con desesperación el paso de la murga. Como si mirar a alguien bailar o divertirse fuese un modo de subsanar el triste equívoco de haber ido. 
Pero la murga fue otro fiasco. Unos cuantos muchachos que saltaban, con galeras de colores y trajes brillantes, pero lucían cansados y poco convencidos. 
Fue una suerte que el padre de Esteban tuviese que madrugar al día siguiente, porque después del paso fugaz de aquella murga nos hizo pegar la vuelta a casa. Por lo menos, esa del regreso fue la mejor parte de la noche. Los azares del Falcon ubicaron a Camila a mi lado, contra una de las ventanillas. Y cuando el interior del auto se iluminaba, de trecho en trecho, con la luz de algún farol, nuestros ojos se cruzaban subrepticios. Para entonces mi disfraz era un guiñapo. La corona había perdido tres o cuatro de sus puntas, y la camisa estaba llena de manchas y mojaduras de espuma. Las calzas, eso sí, seguían
tan blancas y tan ajustadas como al principio. Pero, por costumbre o por resignación, había dejado de importarme. 
Al día siguiente me mandaron a comprar al kiosco de Esteban, y me atendió Camila. Como siempre, ni ella ni yo levantamos la vista del mostrador mientras me despachaba. Pero cuando me iba, y ya había abierto la puerta de chapa del local, escuché su voz atropellada. “Te quedaba lindo el disfraz de príncipe”. 
No supe qué decir. Saludé y me fui a mi casa. Yo sabía que ella había dicho una mentira. Que ese disfraz de príncipe era tan feo como el corso y tan defectuoso como esos carnavales moribundos. Pero igual fui feliz. Que una mujer nos mienta por amor es, a pesar de todo, un gesto inolvidable.

(Argentina, 1967)


jueves, 7 de abril de 2016

LEÓN, Rafael de: Pena y alegría del amor


Mira cómo se me pone
la piel cuando te recuerdo.
Por la garganta me sube
un río de sangre fresco,
de la herida que atraviesa,
de parte a parte mi cuerpo.
Tengo clavos en las manos
y cuchillos en los dedos,
y en la sien, una corona
hecha de alfileres negros.
Mira cómo se me pone
la piel cuando recuerdo
que soy un hombre casado...
¡y sin embargo, te quiero!

Entre tu casa y mi casa
hay un muro de silencio,
de ortigas y de amapolas,
de cal de arenas y viento,
de madreselvas oscuras
y de vidrios en acecho.
Un muro para que nunca
lo pueda saltar el pueblo,
que anda rondando la llave
que guarda nuestro secreto.
Y yo bien sé que me quieres,
y tú sabes que te quiero,
y lo sabemos los dos,
y nadie puede saberlo...
¡Ay, pena, penita, pena
de nuestro amor en silencio!

¡Ay, qué alegría, alegría
quererte como te quiero!

Cuando por la noche a solas,
me quedo con tu recuerdo,
derribaría la pared
que separa nuestro sueño.
Rompería con mis manos
de tu cancela los hierros
con tal de verme a tu lado,
tormento de mis tormentos,
y te estaría besando
hasta quitarte el aliento.
Y luego... ¡qué se me da
quedarme en tus brazos,
muerto!...

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Nuestro amor es agonía,
lucha, angustia, llanto, miedo,
muerte, pena, sangre, vida,
luna, rosa, sol y viento.
Es morirse a cada paso
y seguir viviendo, luego,
con una espada de punta
siempre prendida del techo.
Salgo de mi casa al campo
solo con tu pensamiento,
para acariciar a solas
la tela de aquel pañuelo
que se te cayó un domingo
cuando venías del templo,
y que no te he dicho nunca,
mi vida, que yo lo tengo;
y lo aprieto entre mis manos
lo mismo que un limón nuevo,
y miro tus iniciales,
y las repito en silencio
para que ni el campo sepa
lo que yo te estoy queriendo...

Ayer, en la Plaza Nueva,
—mi vida, no vuelva a hacerlo—
te vi besar a mi hijo,
a mi hijo, el más pequeño,
y cómo lo besarías,
¡ay, Virgen de los Remedios!
que fue la primera vez
que tú me diste un beso.
Llegué a mi casa corriendo
alcé mi niño del suelo
y, sin que nadie me viera,
como un ladrón en acecho,
en su cara de amapola
mordió mi boca tu beso.

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Mira: pase lo que pase,
aunque se hunda el firmamento,
aunque la tierra se abra,
aunque lo sepa to' el pueblo
y ponga nuestra bandera
de amor a los cuatro vientos,
¡sígueme queriendo así,
tormento de mis tormentos!

¡Ay, qué alegría y qué pena
quererte como te quiero!

Sevilla, 1908 - Madrid, 1982





martes, 5 de abril de 2016

ONETTI, Juan Carlos: El cerdito


La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones. 
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
—Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó por separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

(Uruguay, 1909-1994)