ESTE BLOG PERJUDICA SERIAMENTE A LA IGNORANCIA

SI QUIEREN GASTAR MENOS EN CÁRCELES, INVIERTAN MÁS EN EDUCACIÓN

miércoles, 6 de diciembre de 2017

TEJADA GÓMEZ, Armando: Peatón, diga no




Salir, el viento arriba, cualquier mañana de estas
al día trepidante, izando la paciencia,
insistiendo en los sueños que no se dan y huyen
locamente delante de nuestra suerte perra;
salir, ya mal herido por los informativos
y con el diario en llamas por la chispa de América
—corriendo hacia lo de uno urgentemente solo—,
es un fulero asunto, una ronca vergüenza
escondida en el fondo del manso portafolios,
esa tonta mochila del peatón sin tregua.

Yo peatón, me digo con el pecho golpeado
por las humillaciones sucesivas del día,
digo que yo me digo: hay que hacer algo, viejo,
antes que venga el cáncer y te deje en la vía;
hay que hacer algo pronto y aquí, sin ir más lejos,
hacer, no sé qué cornos, empezar la podrida,
porque yo ya no llego ni con la lengua afuera
si no empiezo esta cosa de enderezar la vida,
¡aquí y ahora mismo!, digo, sin dar más vueltas,
asumiendo la bronca feroz de cada día.

¿Qué hacer? ¿Qué hacer, hermano, debajo de la lluvia?
¿Debajo del cemento, donde un perro agoniza?
¿Debajo del gobierno, inerme y ciudadano,
yugando bajo el peso de sus grandes mentiras?
¿Qué hacer? ¿Qué hacer, hermano, lacerado de afiches
donde la coca-cola se mata de la risa?
Hay que encontrar la forma de dárselas con todo
porque a mí no me arreglan ya con otra aspirina;
pero, ¿qué hacer, hermano, debajo de la lluvia
como un desopilante inspector de cornisas?

Yo peatón, culpable de ser la muchedumbre,
yo mismísima culpa, no compro más tranvías!
Digo no. No y a muerte. ¡No redondo y en seco!
¡Y para todo el viaje digo un no cañonazo!
¡Un no en la plena jeta del mercader de Patria!
¡No, hasta que yo no tenga las treinta y tres de mano!
¿Se da cuenta, compadre? Era simple la cosa.
Como dicen los bolches: la libertad se ejerce.
Ya tengo la precisa. Digo no, simplemente,
y se les viene abajo toda la estantería.
Pruebe, compadre, empiece por los no más pequeños,
no a la pequeña burla que casi ni se siente,
diga no a los legales prósperamente oscuros,
a las fotonovelas, al cantante epiléptico;
no al opio venenoso de la Tevé y la Radio.
Diga no. Es una bomba: ¡y con la mecha ardiendo!

Dígalo en todas partes: en su casa, en la feria,
en la calle, en los trenes, en la cancha, en el viento;
lléveselo al trabajo de modo bien visible
y lúzcalo orgulloso como un pañuelo nuevo,
después, vaya subiendo en grados subversivos
hasta el no más heroico y de cada momento:
no a las persecuciones, a la atroz carestía,
a los golpes de Estado y a los edictos rengos;
no a los yanquis en Cuba (o en cualquier otra parte),
a la guerra asesina en Vietnam, por ejemplo,
a que humillen la sangre como en Santo Domingo
sumando nuestra sangre a sumados ejércitos;
diga no sin tapujos allí donde le cuadre
hasta que se propague por el país entero,
un no como una casa, grande como una casa,
donde un día podamos alojar nuestros sueños.

Pero si acaso siente por el aire un sonido
como de pueblo andando caudal en su torrente,
si fueran a buscarlo los compañeros río
para Jordán y limo de sus hondas vertientes,
empínese en la honra de la Patria que amamos
y salga a decir sí… sencillamente.

(Argentina, 1929/1992)



martes, 5 de diciembre de 2017

SCHWEBLIN, Samanta: Nada de todo esto


—Nos perdimos —dice mi madre.
Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.
—¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Cómo vamos a salir ahora de acá?
Abro mi puerta para ver qué tan enterradas están las ruedas. Bastante enterradas, lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.
—¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?
—¿Cómo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.
—Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es.
Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué me refiero.
—Miramos casas —dice. Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañas.
—¿Miramos casas?
—Miramos casas —señala las casas que hay a los lados.
Son inmensas. Resplandecen sobre sus lomas de césped fresco, brillantes por la luz fuerte del atardecer. Mi madre suspira y, sin soltar el volante, recuesta su espalda en el asiento. No va a decir mucho más. Quizá no sabe qué más decir. Pero esto es exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los demás. Intentar descifrar eso ahora podría convertirse en la gota que rebalsa el vaso, la confirmación de cómo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo desde que tengo memoria. Mi madre pone primera y, para mi sorpresa, las ruedas resbalan un momento pero logra que el coche salga adelante. Miro hacia atrás el cruce, el desastre que dibujamos en la tima arenosa del camino, y ruego por que ningún cuidador caiga en la cuenta de que hicimos lo mismo ayer, dos cruces más abajo, y otra vez más casi llegando a la salida. Seguimos avanzando. Mi madre conduce derecho, sin detenerse frente a ningún caserón. No hace comentarios sobre los cerramientos, las hamacas ni los toldos. No suspira ni tararea ninguna canción. No toma nota de las direcciones. No me mira. Unas cuadras más allá las casas se vuelven más y más residenciales y las lomas de césped ya no son tan altas, sino que, sin veredas, delineadas con prolijidad por algún jardinero, parten desde la mismísima calle de tierra y cubren el terreno perfectamente niveladas, como un espejo de agua verde al ras del suelo. Toma hacia la izquierda y avanza unos metros más. Dice en voz alta, pero para sí misma:
—Esto no tiene salida. Hay algunas casas más adelante, luego un bosque se cierra sobre el camino.
—Hay mucho barro —digo—, da la vuelta sin parar el coche.
Me mira con el entrecejo fruncido. Se arrima al césped derecho e intenta retomar el camino hacia el otro lado. El resultado es terrible: apenas si acaba de tomar una desdibujada dirección diagonal cuando se encuentra con el césped de la izquierda, y frena.
—Mierda —dice.
Acelera y las ruedas resbalan en el barro. Miro hacia atrás para estudiar el panorama. Hay un chico en el jardín, casi en el umbral de una casa. Mi madre vuelve a acelerar y logra salir en reversa. Y esto es lo que hace ahora: con el coche marcha atrás, cruza la calle, sube al césped de la casa del chico, y dibuja, de lado a lado, sobre el amplio manto de césped recién cortado, un semicírculo de doble línea de barro. El coche queda frente a los ventanales de la casa. El chico está de pie con su camión de plástico, mirándonos absorto. Levanto la mano, en un gesto que intenta ser de disculpas, o de alerta, pero él suelta el camión y entra corriendo a la casa. Mi madre me mira.
—Arrancá —digo.
Las ruedas patinan y el coche no se mueve.
—¡Despacio, mamá! Una mujer aparece tras las cortinas de los ventanales y nos mira por la ventana, mira su jardín. El chico está junto a ella y nos señala. La cortina vuelve a cerrarse y mi madre hunde más y más el coche. La mujer sale de la casa. Quiere llegar hasta nosotras pero no quiere pisar su césped. Da los primeros pasos sobre el camino de madera barnizada y después corrige la dirección hacia nosotras pisando casi de puntillas. Mi madre dice mierda otra vez, por lo bajo. Suelta el acelerador y, por fin, suelta también el volante. La mujer llega y se inclina hasta la ventanilla para hablarnos. Quiere saber qué hacemos en su jardín, y no lo pregunta de buena manera. El chico espía abrazado a una de las columnas de la entrada. Mi madre dice que lo siente, que lo siente muchísimo, y lo dice varias veces. Pero la mujer no parece escucharla. Solo mira su jardín, las ruedas hundidas en el césped, e insiste en preguntar qué hacemos ahí, por qué estamos hundidas en su jardín, si entendemos el daño que acabamos de hacer. Así que se lo explico. Digo que mi madre no sabe conducir en el barro. Que mi madre no está bien. Y entonces mi madre golpea su frente contra el volante y se queda así, no se sabe si muerta o paralizada. Su espalda tiembla y empieza a llorar. La mujer me mira. No sabe muy bien qué hacer. Sacudo a mi madre. Su frente no se separa del volante y los brazos caen muertos a los lados. Salgo del coche. Vuelvo a disculparme con la mujer. Es alta y rubia, grandota como el chico, y sus ojos, su nariz y su boca están demasiado juntos para el tamaño de su cabeza. Tiene la edad de mi madre.
—¿Quién va a pagar por esto? —dice.
No tengo dinero, pero le digo que vamos a pagar. Que lo siento y que, por supuesto, vamos a pagar. Eso parece calmarla. Vuelve su atención un momento sobre mi madre, sin olvidarse de su jardín.
—Señora, ¿se siente bien? ¿Qué trataba de hacer?
Mi madre levanta la cabeza y la mira.
—Me siento terrible. Llame a una ambulancia, por favor.
La mujer no parece saber si mi madre habla en serio o si le está tomando el pelo. Por supuesto que habla en serio, aunque la ambulancia no sea necesaria. Le hago a la mujer un gesto negativo que implica esperar, no hacer ningún llamado. La mujer da unos pasos hacia atrás, mira el coche viejo y oxidado de mi madre, y a su hijo atónito, un poco más allá. No quiere que estemos acá, quiere que desaparezcamos pero no sabe cómo hacerlo.
—Por favor —dice mi madre—, ¿podría traerme un vaso de agua hasta que llegue la ambulancia?
La mujer tarda en moverse, parece no querer dejarnos solas en su jardín.
—Sí —dice.
Se aleja, agarra al niño de la remera y se lo lleva dentro con ella. La puerta de entrada se cierra de un portazo.
—¿Se puede saber qué estás haciendo, mamá? Salí del coche, que voy a tratar de moverlo.
Mi madre se endereza en el asiento, mueve las piernas despacio, empieza a salir. Busco alrededor troncos medianos o algunas piedras para poner bajo las ruedas e intentar sacar el coche, pero todo está muy pulcro y ordenado. No hay más que césped y flores.
—Voy a buscar algunos troncos —le digo a mi madre señalándole el bosque que hay al final de la calle—. No te muevas.
Mi madre, que estaba a medio camino de salir del coche, se queda inmóvil un momento y luego se deja caer otra vez en el asiento. Me preocupa que esté anocheciendo, no sé si podré sacar el coche a oscuras. El bosque está solo a dos casas. Camino entre los árboles, me lleva unos minutos encontrar exactamente lo que necesito. Cuando regreso mi madre no está en el coche. No hay nadie fuera. Me acerco a la puerta de la casa. El camión del chico está tirado sobre el felpudo. Toco el timbre y la mujer viene a abrirme.
—Llamé a la ambulancia —dice—, no sabía dónde estaba usted y su madre dijo que iba a desmayarse otra vez.
Me pregunto cuándo fue la primera vez. Entro con los troncos. Son dos, del tamaño de dos ladrillos. La mujer me guía hasta la cocina. Atravesamos dos livings amplios y alfombrados, y enseguida escucho la voz de mi madre.
—¿Esto es mármol blanco? ¿Cómo consiguen mármol blanco? ¿De qué trabaja tu papá, querido?
Está sentada a la mesa, con una taza en la mano y la azucarera en la otra. El chico está sentado enfrente, mirándola.
—Vamos —digo, mostrándole los troncos.
—¿Viste el diseño de esta azucarera? —dice mi madre empujándola hacia a mí. Pero como ve que no me impresiona agrega—: de verdad me siento muy mal.
—Esa es un adorno —dice el chico —, esta es nuestra azucarera de verdad. Le acerca a mi madre otra azucarera, una de madera. Mi madre lo ignora, se levanta y, como si fuera a vomitar, sale de la cocina. La sigo con resignación. Se encierra en un pequeño baño que hay junto al pasillo. La mujer y el hijo me miran pero no me siguen. Golpeo la puerta. Pregunto si puedo pasar y espero. La mujer se asoma desde la cocina.
—Me dicen que la ambulancia llega en quince minutos.
—Gracias —digo.
La puerta del baño se abre. Entro y vuelvo a cerrar. Dejo los troncos junto al espejo. Mi madre llora sentada sobre la tapa del inodoro.
—¿Qué pasa, mamá? Antes de hablar dobla un poco de papel higiénico y se suena la nariz.
—¿De dónde saca la gente todas estas cosas? ¿Y ya viste que hay una escalera a cada lado del living? — Apoya la cara en las palmas de las manos—. Me pone tan triste que me quiero morir.
Tocan la puerta y me acuerdo de que la ambulancia está en camino. La mujer pregunta si estamos bien. Tengo que sacar a mi madre de esta casa.
—Voy a recuperar el coche —digo volviendo a levantar los troncos—. Quiero que en dos minutos estés afuera conmigo. Y más vale que estés ahí.
En el pasillo la mujer habla por celular pero me ve y corta.
—Es mi marido, está viniendo para acá. Espero un gesto que me indique si el hombre vendrá para ayudamos a nosotras o para ayudarla a ella a sacamos de la casa. Pero la mujer me mira fijo cuidándose de no darme ninguna pista. Salgo y voy hacia el coche. Escucho al chico correr detrás de mí. No digo nada, coloco los troncos bajo las ruedas y busco dónde mi madre pudo haber dejado las llaves. Enciendo el motor. Tengo que intentarlo varias veces pero al fin el truco de los troncos funciona. Cierro la puerta y el chico se tiene que correr para que no lo pise. No me detengo, sigo las huellas del semicírculo hasta la calle. No va a venir sola, me digo a mí misma. ¿Por qué me haría caso y saldría de la casa como una madre normal? Apago el motor y entro a buscarla. El chico corre detrás de mí, abrazando los troncos llenos de barro. Entro sin tocar y voy directo al baño.
—Ya no está en el baño —dice la mujer—. Por favor, saque a su madre de la casa. Esto ya se pasó de la raya.
Me lleva al primer piso. Las escaleras son amplias y claras, una alfombra color crema marca el camino. La mujer va delante, ciega a las marcas de barro que voy dejando en cada escalón. Me señala un cuarto, la puerta está entreabierta y entro sin abrirla del todo, para guardar cierta intimidad. Mi madre está acostada boca abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre la cómoda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los brazos y las piernas están abiertos y separados, y por un momento me pregunto si habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer. Suspira y después se sienta en el piso, se acomoda la camisa y el pelo, me mira Su cara ya no está tan roja, pero las lágrimas hicieron un desastre con el maquillaje.
—¿Qué pasa ahora? —dice.
—Ya está el coche. Nos vamos.
Espío hacia afuera para tantear qué hace la mujer, pero no la veo
—¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice mi madre señalando alrededor—. Alguien tiene que hablar con esta gente.
—¿Dónde está tu cartera?
—Abajo, en el living.
En el primer living, porque hay uno más grande que da a la piscina, y uno más del otro lado de la cocina, frente al jardín trasero. Hay tres livings —mi madre saca un pañuelo de su jean, se suena la nariz y se seca las lágrimas— cada uno es para una cosa diferente. Se levanta agarrándose de un barrote de la cama y camina hacia el baño de la habitación. La cama está hecha con un doblez en la sábana superior que solo le vi hacer a mi madre. Bajo la cama, hecha un bollo, hay una colcha de estrellas fucsias y amarillas y una docena de pequeños almohadones.
—Mamá, por dios, ¿armaste la cama?
—Ni me hables de esos almohadones —dice, y después, asomándose detrás de la puerta para asegurarse de que la escucho—: y quiero ver esa azucarera cuando salga del baño, no se te ocurra hacer ninguna locura.
—¿Qué azucarera? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta. Toca la puerta tres veces pero no se anima a entrar—. ¿Mi azucarera? Por favor, que eso era de mi mamá.
En el baño se escucha la canilla de la bañera. Mi madre regresa hacia la puerta y por un segundo creo que va a abrirle a la mujer, pero la cierra y me indica que baje la voz, que la canilla es para que no nos escuchen. Esta es mi madre, me digo, mientras abre los cajones de la cómoda y revisa el fondo entre la ropa, para confirmar que la madera de los interiores del mueble también sea de cedro. Desde que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre más libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi. Mi padre se enteró de algún que otro evento pero no creo que haya dejado a mi madre por eso. Cuando se fue, mi padre se llevó todas sus cosas menos la llave del coche, que dejó sobre uno de los pilones de revistas de hogares y decoración de mi madre, y por unos años ella prácticamente no se bajó del coche en ningún paseo. Desde el asiento del acompañante decía: «es quicuyo», «ese Bow-Window no es americano», «las flores de hiedra francesa no pueden ir junto a los duraznillos negros», «si alguna vez elijo ese tipo de rosa nacarado para el frente de la casa, por favor, contratá a alguien que me sacrifique». Pero tardó mucho tiempo en volver a bajar del coche. Esta tarde, en cambio, ha cruzado una gran línea. Insistió en conducir. Se las ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al baño, de tirar en la bañera dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el tacho algunos productos del tocador. Escucho el motor de un coche y me asomo a la ventana que da al jardín trasero. Ya casi es de noche, pero los veo. Él baja del coche y la mujer ya camina hacia él. Con su mano izquierda sostiene la del chico, la derecha se esmera doblemente en gestos y señales. Él asiente alarmado, mira hacia el primer piso. Me ve y, cuando me ve, yo entiendo que tenemos que movemos rápido.
—Nos vamos, mamá.
Está quitando los ganchos de la cortina del baño, pero se los saco de la mano, los tiro al piso, la agarro de la muñeca y la empujo hacia la escalera. Es algo bastante violento, nunca traté así a mi madre. Una furia nueva me empuja a la salida. Mi madre me sigue, tropezando a veces en los escalones. Los troncos están acomodados al pie de la escalera y los pateo al pasar. Llegamos al living, tomo la cartera de mi madre y salimos por la puerta principal. Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale de la casa y dobla en nuestra dirección. Llego al primer cruce de barro a toda velocidad y mi madre dice:
—¿Qué locura fue todo eso?
Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya. En un gesto de protesta, mi madre se pone el cinturón. Lleva la cartera sobre las piernas y los puños cerrados en las manijas. Me digo a mí misma, ahora te calmás, te calmás, te calmás. Busco el otro coche por el espejo retrovisor pero no veo a nadie. Quiero hablar con mi madre pero no puedo evitar gritarle.
—¿Qué estás buscando, mamá? ¿Qué es todo esto?
Ella ni se mueve. Mira seria al frente, con el entrecejo terriblemente arrugado.
—Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demás?
Se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia.
—¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El mármol de las mesadas? ¿La bendita azucarera? ¿Esos hijos inútiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en esas casas?
Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha más cerca y clavo las uñas en el plástico. Una vez, cuando tenía cinco años y mi madre cortó todas las calas de un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que salía de la casa con una escoba, y corrí. Mi madre conducía en círculos dos cuadras a la redonda, y tardamos en encontrarnos.
—Nada de todo eso —dice mi madre manteniendo la vista al frente, y es lo último que dice en todo el viaje.
La ambulancia dobla hacia nosotras unas cuadras más adelante y nos pasa a toda velocidad. Llegamos a casa media hora más tarde. Dejamos las cosas en la mesa y nos sacamos las zapatillas embarradas. La casa está fría, y desde la cocina veo a mi madre esquivar el sillón, entrar al cuarto, sentarse en su cama y estirarse para prender el radiador. Pongo agua a calentar para preparar té. Esto necesito ahora, me digo, un poco de té, y me siento junto a la hornalla a esperar. Cuando estoy poniendo el saquito en la taza suena el timbre. Es la mujer, la dueña de la casa de los tres livings. Abro y me quedo mirándola. Le pregunto cómo sabe dónde vivimos.
—Las seguí —dice mirándose los zapatos.
Tiene una actitud distinta, más frágil y paciente, y aunque abro el mosquitero para dejarla entrar no parece animarse a dar el primer paso. Miro la calle hacia ambos lados y no veo ningún coche en el que una mujer como ella podría haber venido.
—No tengo el dinero —digo.
—No —dice ella—, no se preocupe, no vine por eso. Yo… ¿Está su madre?
Escucho la puerta del cuarto cerrarse. Es un golpe fuerte, pero quizá difícil de escuchar desde la calle. Niego. Ella vuelve a mirar sus zapatos y espera.
—¿Puedo pasar? Le indico una silla junto a la mesa. Sobre las baldosas de ladrillo, sus tacos hacen un ruido distinto al de nuestros tacos, y la veo moverse con cuidado: los espacios de esta casa son más acotados y la mujer no parece sentirse cómoda. Deja su bolso sobre las piernas cruzadas.
—¿Quiere un té?
Asiente.
—Su madre… —dice.
Le acerco una taza caliente y pienso «su madre está otra vez en mi casa», «su madre quiere saber cómo pago los tapizados de cuero de todos mis sillones».
—Su madre se llevó mi azucarera —dice la mujer.
Sonríe casi a modo de disculpas, revuelve el té, lo mira pero no lo toma.
—Parece una tontería —dice—, pero, de todas las cosas de la casa, es lo único que tengo de mi madre y… —hace un sonido extraño, casi como un hipo, y los ojos se le llenan de lágrimas—, necesito esa azucarera. Tiene que devolvérmela.
Nos quedamos un momento en silencio. Ella esquiva mi mirada. Yo miro un momento hacia el patio trasero y la veo, veo a mi madre, y enseguida distraigo a la mujer para que no mire también.
—¿Quiere su azucarera? —pregunto.
—¿Está acá? —dice la mujer e inmediatamente se levanta, mira la mesada de la cocina, el living, el cuarto un poco más allá. Pero no puedo evitar pensar en lo que acabo de ver: mi madre arrodillada en la tierra bajo la ropa colgada, metiendo la azucarera en un nuevo agujero del patio.
—Si la quiere, encuéntrela usted misma —digo.
La mujer se queda mirándome, le lleva unos cuantos segundos asumir lo que acabo de decir. Después deja la cartera en la mesa y se aleja despacio. Parece costarle avanzar entre el sillón y el televisor, entre las torres de cajas apilables que hay por todos lados, como si ningún sitio fuera adecuado para empezar a buscar. Así me doy cuenta de qué es lo que quiero. Quiero que revuelva. Quiero que mueva nuestras cosas, quiero que mire, aparte y desarme. Que saque todo afuera de las cajas, que pise, que cambie de lugar, que se tire al suelo y también que llore. Y quiero que entre mi madre. Porque si mi madre entra ahora mismo, si se recompone pronto de su nuevo entierro y regresa a la cocina, la aliviará ver cómo lo hace una mujer que no tiene sus años de experiencia, ni una casa donde hacer bien este tipo de cosas, como corresponde.

(Argentina, 1978)

JARA, Víctor: Manifiesto



Yo no canto por cantar
ni por tener buena voz,
canto porque la guitarra
tiene sentido y razón.

Tiene corazón de tierra
y alas de palomita,
es como el agua bendita
santigua glorias y penas.

Aquí se encajó mi canto
como dijera Violeta
guitarra trabajadora
con olor a primavera.

Que no es guitarra de ricos
ni cosa que se parezca
mi canto es de los andamios
para alcanzar las estrellas,
que el canto tiene sentido
cuando palpita en las venas
del que morirá cantando
las verdades verdaderas,
no las lisonjas fugaces
ni las famas extranjeras
sino el canto de una lonja
hasta el fondo de la tierra.

Ahí donde llega todo
y donde todo comienza
canto que ha sido valiente
siempre será canción nueva.

(Chile, 1932/1973)


lunes, 20 de noviembre de 2017

CORTÁZAR, Julio: Preámbulo a las instrucciones para darle cuerda a un reloj



Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben–, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Argentino
(Bélgica, 1914/Francia, 1984)



domingo, 19 de noviembre de 2017

GALEANO, Eduardo: Leo


Ricardo Marchini sintió que la hora de la verdad era llegada.
—Vamos, leo —dijo—, tenemos que hablar.
Y se marcharon, calle arriba, los dos. Anduvieron un buen rato por el barrio de Saavedra, dando vueltas, en silencio. Leonardo se atrasaba mucho, como tenía costumbre; y después apuraba el paso para alcanzar a Ricardo, que caminaba con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido.
Al llegar a la plaza, Ricardo se sentó. Tragó saliva. Apretó la cara de Leonardo entre las manos y, mirándole a los ojos, largó el chorro: 
—Mirá, Leo, perdoná que te lo diga pero vos no sos hijo de papá y mamá y es mejor que lo sepas, Leo, que a vos te recogieron de la calle.
Suspiró hondo.
—Tenía que decírtelo, Leo.
Leonardo había sido encontrado en la basura, cuando estaba recién nacido, pero Ricardo prefirió ahorrarle esos detalles.
Entonces, regresaron a casa.
Ricardo iba silbando.
Leonardo se detenía al pie de sus árboles preferidos, saludaba a los vecinos meneando el rabo y ladraba a la sombra fugitiva de algún gato.
Los vecinos lo querían porque él era marrón y blanco, como el Platense, el club de fútbol del barrio, que casi nunca ganaba.

(Uruguay, 1940/2015)


OSPINA, William: Ellos son poderosos


No digas que tienes sed, porque te darán un vaso con tu sangre.
No digas que tienes hambre, porque te servirán tus dedos cortados.
No digas que tienes sueño, porque te coserán con hilo los párpados.
No digas que amas a alguien, porque te traerán su corazón putrefacto.
No digas que quieres al mundo, porque multiplicarán los incendios.
No digas que buscas a Dios, porque te llenarán de brasas la boca.
No digas que está bello el rocío que dulcemente cubre los campos,
porque en cada gota celeste inocularán pestilencia.

William Ospina Buitrago
(Colombia, 1954)


PARRA, Violeta: Casamiento de negros


Se ha formado un casamiento
todo cubierto de negro,
negros novios y padrinos,
negros cuñados y suegros,
y el cura que los casó
era de los mismos negros. 

Cuando empezaron la fiesta
pusieron un mantel negro.
Luego llegaron al postre,
se sirvieron higos secos
y se fueron a acostar
debajo de un cielo negro. 

Y allí están las dos cabezas
de la negra con el negro.
Amanecieron con frío,
tuvieron que prender fuego.
Carbón trajo la negrita, 
carbón que también es negro. 

Algo le duele a la negra,
vino el médico del pueblo.
Recetó emplasto de barro
pero del barro más negro
que le dieron a la negra
zumo de maqui de cerro. 

Ya se murió la negrita,
que pena p´al pobre negro.
La puso dentro de un cajón,
cajón pintado de negro,
no prendieron ni una vela.
¡Ay, qué velorio tan negro! 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

BALZARINO, Ángel: Menos de tres minutos


Los diversos empleados que la atendieron a lo largo de los días que, paciente y tozudamente, concurrió al banco, parecieron empecinados en desmoronar los intentos por cobrar los haberes jubilatorios de su padre acumulados durante cinco meses. 
-La Caja de Ahorro se encuentra a nombre de Feliciano Benegas. Sólo el titular puede disponer los fondos de la cuenta.
-Soy su hija. El único familiar que tiene.
-¿Acaso es su apoderada?
-Todavía no. Él iba a nombrarme…
-¿Quiere decir que en este momento no tiene mandato o autorización para operar en nombre de su padre? 
-Fue imposible hacer eso porque mi padre sufrió un ataque cerebral. Repentinamente. Hace casi cuatro meses. Vive por milagro. Y ayer…
-Lamento mucho lo ocurrido -por un segundo se descongeló la cara yerma del empleado-. Pero debemos ajustarnos a las disposiciones que tiene el banco.
-Por favor, comprenda que estamos viviendo una tragedia. Será echado a la calle si no pagamos los alquileres atrasados.
Debido a la frustración provocada por cada visita al banco decidió recopilar abundantes elementos para avalar su pedido: fotocopia del documento de identidad de su padre, copia del contrato de alquiler, constancia de la fecha de la internación en la clínica, historia clínica, diagnóstico y las posibles secuelas del ataque cerebral. 
Como también la presentación de eso había resultado estéril, esa mañana, decepcionada y haciendo gala de un desconocido coraje, apeló a la jugada más audaz: sacar de la cama a su padre y trasladarlo en una ambulancia hasta la sede del banco, sin atender la fuerte negativa de los médicos y asumiendo la total responsabilidad por someterlo a un riesgo tal vez fatal, convencida de que era la última y más efectiva alternativa para lograr el objetivo. 
Hoy no volverán a burlarse de nosotros con excusas o pedidos extravagantes. Aquí está el titular de la cuenta. En vivo y en directo. Trató de infundirse un necesario hálito de energía cuando descendieron de la ambulancia y se ubicaron al final de la nutrida fila de hombres y mujeres que ocupaban la vereda del banco y procuraban, con una revista o simplemente las manos, defenderse del sol ya riguroso a esa hora de la mañana. 
Al considerar que la espera habría de prolongarse durante varias horas, extrajo un pañuelo de la cartera y cubrió la cabeza de su padre que, derrumbado en la silla de ruedas en total flojedad, los ojos extraviados, no cesaba de emitir lastimeros quejidos. Aunque dolida por verlo así, no tenía la opción de aguardar una mejor oportunidad: la intimación para saldar la deuda vencía ese día. 
-Le cedo mi lugar, señora -un hombre se apartó de la fila y con un gesto la invitó a mover la silla de ruedas. 
-Es usted muy amable. Gracias.
-Sería bueno que algunos más le permitieran adelantarse un poco -le confió, bajando la voz-. Pero en la actualidad se han perdido los valores del respeto y la solidaridad. Sólo importa el individualismo.
Se limitó a asentir en silencio, más sorprendida por la generosa actitud del hombre que por observar a las personas apretujadas, sin posibilidad o deseo de moverse, castigadas por el calor y la espera. Entonces, casi en un abuso, se atrevió a solicitarle otro favor:
-¿Podría vigilar a mi padre? Le buscaré un vaso con agua.
La diligencia le insumió menos de un minuto. Y no supo si la pregunta del hombre la generaban sus manos vacías o el rostro que debía estar desfigurado por la irritación y el desconcierto.
-¿Qué pasó?
-El dispenser no funciona. 
-Oh, eso es bastante habitual -el hombre dibujó una sonrisa irónica-. Un día se cae el sistema, otro no hay dinero en los cajeros, ahora no se puede tomar agua. Este banco es la eficiencia al servicio de los clientes. Sobre todo de nosotros, los jubilados.
-Tal vez quieran probar nuestra capacidad de resistencia.
-Buena reflexión -admitió el hombre-. Y el sol colabora bastante. Si no sufrimos un ataque de nervios o caemos desmayados, será muy difícil librarnos de una insolación.
Debió reconocer que la charla con el hombre le hizo más llevadero el tiempo hasta ingresar en el banco y ubicar la silla con su padre frente a la ventanilla de una de las cajas. Con el cansancio y la impotencia que había ido acumulando a lo largo de tantos días profirió las palabras en una correntada imperativa:
-Aquí está el titular de la Caja de Ahorro número 9135: Feliciano Benegas. Y necesita extraer los fondos que le pertenecen. ¡Ahora! ¡En este mismo instante!
La apatía o frialdad como única reacción del hombre sentado al otro lado de la ventanilla acrecentó el oprobio y la humillación. Como si fuéramos unos pordioseros que vienen a molestarlo para pedirle una limosna. Por fin, luego de echar una mirada despectiva hacia su padre, pasó una hoja por la abertura de la ventanilla.
-Debe firmar este recibo.
-¿Firmar…? -maquinalmente también observó a su padre, repitiendo la palabra con incredulidad-. ¿Acaso es necesario…?
-Sí, señora -la voz del empleado resaltó una clara dureza-. Todo retiro de dinero debe estar respaldado por un recibo firmado.
-Pero no será posible… -se esforzó por mantener la calma y encontrar algunas palabras convincentes para desbaratar ese nuevo obstáculo-. Mi padre tuvo un ataque cerebral y no está en condiciones…
-Entonces no debió traerlo hasta aquí.
-Está vivo y consideré que era una prueba suficiente para que ustedes pudieran…
-Además de estar vivo es indispensable firmar un recibo, señora.
-¿Y eso no podría suplirse con las huellas digitales? -de improviso creyó descubrir una solución irrefutable-. Tengo conocimiento de que suele ser habitual para el caso de personas con dificultades…
No sólo la cara del empleado tuvo una expresión más hosca sino también la voz denotó el mayor grado de hartura:
-Ese recurso no está habilitado en este banco. 
Aunque le resultó inadmisible que precisamente allí no se aplicara esa modalidad bastante común, no quiso entablar una discusión. En lugar de los ansiados frutos, se vio golpeada por el hecho impiadoso de tener que abandonar ese ámbito sin nada, como tantas otras veces, y, peor aún, sin ningún indicio sobre el lugar donde podría llevar ahora a su padre. Como anestesiada por los ojos fijos e inquisitivos del hombre, formuló con cierta timidez una pregunta, descorazonada:
-¿Y cuál es el método que aceptaría esta institución para que mi padre retirara el dinero que tiene depositado aquí?
Presumió que el hombre, al borde de la tolerancia, tendría un estallido de cólera. Pero se limitó a darle una información escueta: 
-Un acta notarial. Se necesita la intervención de un escribano. Es el único que puede certificar lo que está ocurriendo y destrabar el problema.
-¿Un escribano…? En este momento yo no…
-El escribano de nuestro banco puede cumplir esa tarea. 
-Bueno… -un cerco pareció ir ahogándola-. ¿Y cuál sería el costo de ese servicio?
-Quince por ciento sobre el monto depositado. ¿Está de acuerdo?
Se vio doblegada por la premura y la necesidad:
-Está bien. ¿Puede realizarse ahora esa operación?
-Sí. Deben ir a la oficina del escribano. Por el pasillo, última puerta, a la derecha.
Trató de aferrarse a la esperanza de estar a punto de superar el tramo final de una intrincada contienda para seguir soportando la queja monocorde y cada vez más histérica de su padre, ya demasiado fatigado por llevar alrededor de tres horas postrado en la silla de ruedas, y también para responder al frío y extenso interrogatorio del escribano. No se dejó ganar por una anticipada victoria al recibir el acta rubricada con la firma y el sello del escribano y presentarse de nuevo ante el cajero. Trémula, lo observó mientras revisaba las páginas. 
-Perfecto. Todo en regla.
Tan auspiciosas palabras le hicieron desechar una protesta al notar la alta suma descontada por el honorario del escribano y se apresuró en guardar en la cartera los billetes que el empleado le extendía a través de la abertura de la ventanilla. Será suficiente para saldar la deuda y pagar algunos meses más de alquiler. Al menos por un largo tiempo no tendrá la amenaza de quedar en la calle.
Ya en la vereda, reprimiendo un grito fervoroso por haber concluido airosa un tortuoso episodio, por el celular llamó al servicio de emergencia. Sentada en la ambulancia, experimentó la alegría no sólo de poder apretar contra el pecho la cartera que contenía el preciado trofeo, sino también observar que su padre, a pesar del esforzado trajinar, no acusaba ningún daño adicional. De modo instintivo le aferró una mano, no ya para transmitirle afecto y tranquilidad, como había procurado durante el trayecto realizado casi cuatro horas atrás, sino con el deseo de compartir el bienestar por haber obtenido lo propuesto. Ajena a los quejidos que, a través de variables cambios de intensidad, continuaban perforándole los oídos. Tal vez sea el único modo de revelar que está vivo. Sin tener la menor idea de que todas las molestias que debió aguantar esta mañana han sido por su propio bien.
Luego que la ambulancia se alejó y ella estaba a punto de abrir la puerta de la casa, una mano rugosa le cubrió la boca y un caño, frío e inconfundible, se hundió en su cuello.
-¡Soltá la cartera! ¡Rápido! 
No atinó a moverse ni a pronunciar una palabra. Más aún por la presencia de otro muchacho, a un metro y con una pistola apoyada en la cabeza de su padre:
-¡Hacelo o mato al viejo!
Instintivamente abrió la mano que sostenía la cartera y de inmediato se vio libre de la presión de quien estaba a su espalda. Pero continuó inmóvil un rato, gobernada por el pánico. Hasta que, por el rugiente sonido de una moto, tuvo noción no sólo de que los atacantes desaparecían tan rápido como habían llegado sino, peor aún, de encontrarse absolutamente desvalida. 
Allí, junto a su padre, frente a la casa ya inaccesible.

Ángel Balzarino



Ángel Balzarino nació el 4 de agosto de 1943 en Villa Trinidad (Provincia de Santa Fe -República Argentina). Desde 1956 reside en Rafaela (Santa Fe - República Argentina).
Ha publicado trece libros de cuentos: “El hombre que tenía miedo” (1974), “Albertina lo llama, señor Proust” (1979), “La visita del general” (1981), “Las otras manos” (1987), “La casa y el exilio” (1994), “Hombres y hazañas” (1996), “Mariel entre nosotros” (1998), “Antes del primer grito” (2003), “El hombre acechado” (2009), “La sangre para ellos son medallas” (2011), “Timbre a la hora de almorzar (2013), Todos amábamos a Virginia Crespi (2015) e Historias de proezas y derrotas(2016); y tres novelas: “Cenizas del roble” (1985), “Horizontes en el viento” (1989) y “Territorio de sombras y esplendor” (1997). 
Varios de sus trabajos figuran en ediciones colectivas, entre otras: “De orilla a orilla” (1972), “Cuentistas provinciales” (1977), “40 cuentos breves argentinos - Siglo XX” (1977), “Cuentistas argentinos” (1980),“Antología literaria regional santafesina” (1983), “39 cuentos argentinos de vanguardia” (1985), “Nosotros contamos cuentos” (1987), “Santa Fe en la literatura” (1989), “Vº Centenario del Descubrimiento de América” (1992), “Antología cultural del litoral argentino” (1995), “Palabras rafaelinas” (1998), “Palabrabierta” (2000), “Primer Encuentro de Narrativa – Bialet Massé – Nacional” (2005), “Leer la Argentina”(2005). 
Entre las numerosas distinciones por su actividad literaria se pueden mencionar: Premio “Mateo Booz - 1968”, Primer Premio “Ciudad de Santa Fe - 1970”, Premio Nacional “ALPI - 1971”, Premio “Jorge Luis Borges - 1976”, Premio Anual por el “Bienio 1976-77” de la Asociación Santafesina de Escritores, Mención Especial en el género narrativa“Premio Alcides Greca- 1984” de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia de Santa Fe, Premio “Fondo Editorial años 1986-1995-1996”de la Municipalidad de Rafaela, “Faja de Honor 1996 y 1998” de la Asociación Santafesina de Escritores, Premio Provincial “Alcides Greca 2014” en la categoría obras editadas por La sangre para ellos son medallas, Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe.

DOLINA, Alejandro: Novia



Hace mucho tiempo, yo tenía una novia buena y hermosa. Me amaba con una devoción tal, que no pude resistir la tentación de ser malvado. Me solazaba en la traición, en el capricho, en la impuntualidad, en la mentira gratuita.
Ella lloraba en secreto, cuando yo no la veía, pues sabía que su llanto me irritaba. Pero un día, un incidente que ni siquiera recuerdo, me despertó el temor de perderla. 
El amor crece con el miedo. Mi conducta cambió. Me fui haciendo bueno. Quise pagar el daño que había hecho y empecé a vivir para ella. 
Le hacía el amor en todos los zaguanes, le cantaba valses de Héctor Pedro Blomberg. La llevaba a pasear por los lugares más hermosos del mundo. Le imponía aventuras inesperadas. Me hice sabio y generoso solo para merecer su amor. 
Pero un día me dejó. 
—-No te quiero más —me dijo, y se fue. 
Supliqué un poco, solo un poco, porque era bueno. Después me puse a esperar la muerte sentado en un umbral.
Al cabo de un tiempo, aparecieron los celos. Pensé que seguramente me había dejado por otro. Decidí averiguarlo. 
Indagué a los amigos comunes, pero todos afectaban un aire de trabajosa indiferencia. 
Resolví seguirla. Pasaba las noches acechando su puerta. Durante el día, me apostaba en la esquina de su trabajo. El resultado de mis pesquisas fue nulo. Mi novia se desplazaba por circuitos inocentes. Perdí mi empleo, mi salud y hasta mis amistades. Mi vida era una perpetua vigilancia. 
Pasaron largos meses sin que nada ocurriera. Hasta que una noche la vi salir de su casa con aire decidido. 
Tuve el presentimiento de que iba a encontrarse con un hombre, tal vez porque estaba demasiado linda. 
La seguí entre las sombras y vi que se detenía en la esquina que yo conocía bien. Me escondí en un portal. Ella se detuvo y esperó, esperó mucho. 
Cerca de una hora después, apareció un hombre alto, oscuro, soberbio. Algo familiar había en su paso. Ella intentó una caricia, pero él la rechazó. 
Inmediatamente comprendí que el hombre se complacía en verla sufrir y amar al mismo tiempo. Se trataba de un sujeto diabólico. Cada tanto, me llegaban ráfagas de una risa vulgar. No podía concebirse un individuo más vil y detestable. 
Caminaron. Tomaron un rumbo que no me sorprendió. 
Al llegar a la luz de la avenida, pude ver que aquel hombre era yo. Yo mismo, pero antes. Con el desdén cósmico que tanto me había costado borrar del alma, con la maldad de mis peores épocas. Con la impunidad de los necios. 
No pude soportarlo, pensé en cruzar la calle y pegarme una trompada, pero me tuve miedo. Quise gritar, ordenarme a mí mismo dejar tranquilo a aquella muchacha. Pero el imperativo no tiene primera persona y no supe qué decirme. 
Se detuvieron un instante y pasé delante de ellos. Ella no me vio. Yo sí me vi. Me miré con un gesto de advertencia.
Después los perdí de vista y me quedé llorando. 

(Argentina, 1944)


DITARANTO, Hugo: Fernando, un perro de verdad - De cómo partió (Capítulo 1)


DE CÓMO PARTIÓ

Visité muchos lugares y siempre llego a la misma conclusión: la gente más hermosa de la tierra es la que sueña. Por eso soy amigo de los niños, de las flores, de algunos animales y de ciertos hombres.
Siempre viajé de noche. Llegaba al clarear la aurora.
No sé por qué hay gente que dice que la noche es oscura. Yo veo más de noche que de día. Ella atenúa, calma los colores y no me arden los ojos.

Con unos pícaros amigos fuimos una mañana a jugar con las gallinas. ¡Qué lindo es escuchar su aletear y verlas correr hacia todos lados!
Sentía la alegría en mi cuerpo; bailaba entre cacareos y brincos. Pero nos descubrieron y tuvimos que escapar. Tomé por el camino del arroyo hasta el río y desde la orilla salté a una barcaza. En ella viajaban tres hombres. El más chico me miró con cierto recelo. El otro, colorado, no me dio importancia. El mayor, quizás por grande y viejo, me miró con ternura, me acarició y me dio de beber.
Íbamos por un río muy ancho.
Los hombres le ponen nombre a todo. Después olvidan. Lo mejor es nombrar las cosas simplemente: río… río; hombre… hombre. ¿Por qué hacer diferencias? Así todo se hace más simple y el tiempo se puede dedicar a disfrutar. Eso le falta al hombre. Se olvidaron del disfrute.
Cerca del atardecer me dieron un pedazo de carne. Los hombres son, a veces, más generosos con un perro que con sus propios hermanos.
A nosotros también nos suele pasar lo mismo.
La comida en los barcos es abundante y sabrosa. Los marineros tienen una virtud: comen temprano. Después toman un café fuerte, inquietante, y encienden la pipa. Estiran las piernas sobre la borda y miran fijo cómo se va estrellando el cielo. Los ojos se les transforman, una ternura acurrucada se despereza. El barco ya no navega, simplemente se deja llevar por las aguas a la deriva. Camino del silencio. 

De pronto todo se puso rojo: el cielo, los hombres, las cosas, el agua. La noche cayó envolvente y tibia sobre nosotros. Sentado junto a la borda, miraba cómo la punta del barco rompía la quietud del agua. Como una gran puerta, abrió de par en par al río, por donde la luna sonreía, salpicándome. No pensaba. Simplemente me dejé estar.

El cielo es un techo inmenso. Las estrellas, pequeños faros que nos dicen: ¡hasta aquí es tuyo! Tuve ganas de pararme, estirar el cuello y aullar, convocado vaya a saber por quién. Siempre al anochecer y cuando me quedo sin hacer nada, siento lo mismo.
Mi madre siempre decía que era igual a mi padre. Es lo que los hombres llaman leyes de la herencia.
Ese deseo incontenible fue cada vez más fuerte y aullé.
En la oscuridad cerrada, al escuchar mi aullido, los marineros temblaron.
Creo que eso también forma parte de su herencia.
El caso fue que uno de ellos me pegó con un palo y me tiró al agua.
El cielo se deshizo, la luna se quebró y me llegó el desencanto.

En la orilla sacudí mi cuerpo. Sentía frío. Todo estaba quieto. Me di cuenta de que la música que escuchaba en el medio del río venía desde ahí, desde la tierra.
Divisé una especie de claridad y me largué para allí. Anduve toda la noche. El resplandor venía de las luces; parecían pequeñas estrellas que habían aterrizado y tiritaban conmigo.
Estaba ante una ciudad toda iluminada. A medida que avanzaba, se iban combinando y confundiendo sus formas con la claridad del día que asomaba. Me agradaba el camino.
Tuve que atravesar un bosque. Este será siempre la gran casa de los animales. Además, todos los bosques parecen encantados por los pájaros que los pueblan, por las hojas que los cubren, por las lianas enredadas y coloridas entre los árboles, por esa bruma que cae como lluvia, por sus silencios contenidos llenos de sueños impenetrables y profundos.
Los sueños van donde se sueña… y ¿quién no ha soñado alguna vez con el bosque?

(Argentina, 1930/2013)


Capítulo 1 de DITARANTO, Hugo. “Fernando, un perro de verdad”. Bs. As., Besana, 1986.



BODOC, Liliana: El espejo africano (Introducción)


Hay objetos que jamás nos pertenecerán del todo. No importa que se trate de antiguas reliquias familiares, pasadas de mano en mano a través de las generaciones. No importa si los recibimos como regalo de cumpleaños o si pagamos por ellos una buena cantidad de dinero… Estos objetos guardan siempre un revés, una raíz que se extiende hacia otras realidades, un bolsillo secreto. Son objetos con rincones que no podemos limpiar ni entender. Objetos que se marchan cuando dormimos y regresan al amanecer.
Los espejos, por ejemplo. No hay duda alguna de que los espejos pertenecen a esta categoría. Más aún… Si tuviésemos que hacer una lista de objetos fantasmales, rebeldes, incontrolables, los espejos ocuparían el primer lugar.
Mucho se escribió sobre ellos. Poemas y cuentos, leyendas y relatos de horror. Se ha dicho que son puertas hacia países fantásticos. Se ha dicho que son capaces de responder, con sinceridad, las oscuras preguntas de una madrastra. “Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?”
Pero aun así, con tanta letra escrita, siempre habrá nuevas cosas que contar, porque en los espejos cabe el mundo entero.

*

Esta es la historia de un espejo en particular. Pequeño, casi del tamaño de la palma de una mano. Y enmarcado en ébano. Un espejo que cruzó el mar para ser parte de múltiples historias, no todas buenas, no todas malas.
Un pequeño espejo que enlazó los destinos de distintas personas en distintos tiempos.
En el comienzo hay un atardecer rojo y polvoriento, atravesado por una manada de cebras. Un paisaje extendido en su propia soledad que, aunque desde lejos puede parecer un dibujo, es de carne y hueso. De sed y música.
Hay también un sonido que trae el viento.
Tam…
Tam, tam.
Tam…
Tam, tam.
Son tambores los que están hablando, los que están llorando.
¿Y por qué tambores?
Porque la historia de este pequeño espejo, enmarcado en ébano lustroso, comienza en el África.

(Argentina, 1958/2018)


domingo, 12 de noviembre de 2017

BLATT, Mariano: Lo que le tocó en vida


Lo que le tocó en vida
a ese animalito
que iba caminando anoche a las 2 de la noche
con una campera
Diadora.
Todo lo que le tocó en vida
que es a la vez tanto
y a la vez no mucho:
este barrio
le tocó
esa vereda, una y otra vez
el murito
los pibes
el frío
que es a la vez tanto
los dientes
blancos
uno al lado del otro
más o menos separados
según cuál
y esa campera
Diadora
y el buzo gris
que llevaba abajo
las manos en los bolsillos
le tocó
tener que vestirse
así
con esas zapatillas
ese pantalón
y andar
le tocó sobre todo
tener que andar
alguien podría decir
es lo único que le tocó
a ese animalito
la vía del tren
allá
acá
da lo mismo
y lo mismo es a la vez tanto
aunque a veces
lo mismo no es mucho
pero a ese animalito
algo le tocó
en vida.
Lo que le tocó
en vida
a ese animalito
andar por la vereda
a esa hora
las 2 de la noche
con las manos en los bolsillos
tocando
unas monedas
la derecha
y tocando
la tela de la campera
la izquierda
y eso
izquierda o derecha
son a la vez mucho
pero ni tanto
podrían ser más cosas
las que le tocaron
en vida
a este animalito
vestido y andando
pronto
ligero
el murito
eso
el murito le gusta
estar en el murito
juntarse
ahí
con los otros animalitos
tomar del pico de una botella
de vidrio
cerveza
y fumar
envuelto
arrollado
en una hojita blanca
un montoncito
de yerba
que antes
con las manos
es decir
con los dedos
ese animalito
picó
es decir
trituró
con la yema de los dedos
y el filo de las uñas
eso le tocó en vida
entre otras cosas
picar porro apoyado en el murito
para fumar
después
con otros animalitos
que entre ellos se reconocen
como amigos
como la banda
como los pibes
así se llaman
entre ellos
la banda
o los pibes
voy con los pibes
estoy con los pibes
acá
en el murito
picando porro
fumando porro
tomando birra
hablando de nada
matándome de risa
a las 2 de la noche
a las 4 de la tarde
a las 7
a cualquier hora
ese animalito
puede pasar
por el murito
y ver
si hay algún otro animalito
miembro de la banda
y si hay
se queda
pero si no hay
también se queda
con las manos en los bolsillos
tocando
la izquierda
el nylon
que envuelve la piedra
la derecha
el celu
a ver si vibra
y si vibra
quién es
qué es
un mensaje
de otro animalito
que sabe
usar un celu
y con los dedos
más bien con la yema
puede tocar las teclas
para decirle
a ese animalito
que está en el muro
que ya va
que lo banque
así se comunican
los animalitos
cuando no están juntos
en el murito
porque cuando sí están juntos
se comunican de otra manera
se abrazan
se pasan
los brazos por atrás del cuello
y se quedan un rato
más o menos largo
según quién
según cuándo
así
uno al lado de otro
hablando
con otro
que capaz
está en frente
de estos dos animalitos
y la charla
en algún momento
lleva
a que le pegue
una piña
en la panza
porque uno le dijo
prendete de esta
es que la charla venía así
vamos a fumar
dale
prendelo
y ahí
le dijo
prendete de esta
por eso
un animalito
le pega al otro
en la panza
así se comunican
así se forman
los lazos
que unen
a la bandita
a los amigos
a los pibes
y estar unidos
es importante
porque entonces
después
cada uno
en su casa
puede recordar
algún momento
un comentario
puede ser un gesto
una risa
algo que causó una risa
más temprano
cuando estaban en el murito
recordar eso
cada uno
en su casa
en algún momento
algunos una cosa
otros otra
pero a todos
los animalitos
que forman parte
de la banda
recordar algo
les hace bien
y estar bien
es lo que les tocó en vida
a esos animalitos
por eso
es importante
tener una banda
que se junte
en el murito
y que la policía no moleste
que en paraguay siga creciendo porro
y si es posible
lo desea cualquier animalito
que nadie tenga que trabajar
por poca plata
para que haya porro
aunque sea en paraguay
que para nosotros es lejos
o no tanto
pero hay algunos animalitos
también
que saben
cosechar
que aprendieron
o intuyeron
algunos aspectos
importantes
sobre el mundo
de las plantas
saben
algunos animalitos
cómo es el tema
de la tierra
las semillas
las plantas
que crecen
el sol
el agua
es raro
piensan los animalitos
todo es raro
el murito
también es raro
es decir
que alguien haya apilado
uno arriba de otro
una cantidad de ladrillos
ni hablar
de lo raro
que son los ladrillos
es decir
que alguien
alguna vez
haya hecho un ladrillo
y haya dicho
si es que dijo
esto es un ladrillo
y poniendo uno
arriba de otro
se construyen muritos
es raro
que ese momento
en la historia de los animalitos
tenga tanto que ver
con este otro momento
también parte
de la larga historia de los animalitos
bajo este cielo
es decir
este momento en que ahora
a las 2 de la noche
algunos animalitos
forman la banda
los pibes
el grupo
y se pasan
un enrolladito
que arde en la punta
y que al llevarlo a la boca
apoyarlo entre los labios
y respirar
se enciende
arde
quema
el relleno
y el humo
entra
a los pulmones
animalitos
que aguantan la respiración
para que la sangre que pasa
por los pulmones
se lleve
algo
y eso viaja
hasta el cerebro
no sé
es raro
todo
el murito
los pibes
los animalitos
es raro
como mínimo
por no decir otra cosa
porque yo podría decir
no solo es raro
sino que es muy lindo
es increíble
me llena de alegría
y a la vez de tristeza
que haya pibes
en el murito
fumando porro
siendo amigos
construyendo en sus corazones
un sentimiento muy pero muy fuerte
un sentimiento
que es
el sentimiento de la amistad
del amor
entre animalitos
eso me llena de alegría
podría decir
que es increíble
que es todo
y podría decir
no sé si lo dije
pero lo quería decir
todo esto que pensaba
acerca del murito
del inventor del ladrillo
de las plantas
de los que saben hacer muritos
de paraguay
y de mil cosas más.
La verdad de todo esto
bah
decir la verdad
es un poco mucho
pero tampoco tanto
es algo
no sé cuánto
pero la verdad de todo esto
es que anoche yo venía andando en bici
por ahí
y vi a un chico
caminando
con una campera
Diadora
y abajo un buzo gris
con las manos en los bolsillos
con la capucha puesta
caminando para el lado de la calle Empedrado
y yo pensé
lo que le tocó en vida
a ese animalito
estar caminando ahí
ahora
o sea
ayer
es decir
ayer a la noche.

(Argentina, 1983)