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martes, 4 de diciembre de 2018

ANDRUETTO, María Teresa: Lo dicen para que oiga


Celia escuchó el chirrido de las gomas, movió la cortina y miró hacia el jardín: su madre acababa de bajar del auto, ella la vio hablar con el jardinero y caminar después hacia la casa, hasta que llegó a la entrada, que estaba justo debajo de la habitación de Celia. 
Un año atrás, en un día de otoño como este, la madre le había dicho: Podrías ayudar en el Instituto... Las Glassen siempre hemos ayudado a la gente. Esa había sido la frase, el comienzo de todo. En la noche, Celia había soñado otra vez con Julia, esta vez tenía puesta una túnica y era más grande de lo que había sido nunca; ella la veía, toda de blanco, parada en el vano de la puerta, contra la luz, pronunciando con lentitud el número cincuenta y tres. Cuando despertó, confundida todavía por el sueño, contó los días que le faltaban para cumplir dieciocho y descubrió azorada que eran exactamente cincuenta y tres. 
De su padre, Celia no recordaba nada. Solo tenía de él dos imágenes: en una estaba sobre sus rodillas, a caballito. En la otra, lo veía -su pequeña mano tomada de la mano de él- sin poder distinguir, en la maraña de recuerdos, hacia dónde iban ni dónde estaban. En ninguna de las dos imágenes aparecía completo: solo la mano, la muñeca con el reloj de pulsera, la tela jaspeada del pantalón. El resto, era un castillo de naipes que Celia había construido con fotos familiares y relatos de las hermanas de su padre. De Julia, en cambio, recordaba todo: cada cosa que habían hecho esa tarde, incluso la pelea de las dos por unos chupetines y después la decisión de escapar hasta las barrancas a juntar higos con los chicos del bajo, sin que la empleada de entonces se enterara. 
La madre se sentó junto a ella y le tomó una mano. Había comprado bulbos de jacintos y de lirios, variedades raras, y estaba contándole aquello a su hija. ¿Cómo era yo cuando era chica?, preguntó Celia. Hermosa, contestó enseguida la madre, pero su voz venía como de lejos, cansada. 
Por más que lo intentara, Celia no podía borrar aquella tarde con su madre, ni aquellos días de ternura que habían venido después, durante el primer tiempo de su trabajo en el Instituto. Ahora, frente a la valija a medio hacer, dobla con cuidado las remeras y los pulóveres. Ha elegido una bolsita de tela que era de Julia para guardar el dinero, unos ahorros que tiene, eso alcanzará para las cosas que necesita el niño; ella haría cualquier cosa por el niño. 
Celia está segura de lo que dirá su madre cuando sepa adónde va, hablará de ella como habla de las cuñadas, pero eso ya no le importa; al fin y al cabo ella no es Glassen, es Rodríguez. Pone en la valija la manta de vicuña que era de su padre, es tan liviana que puede apretarse en un puño; con ella abrigará al niño cuando nazca. Y también guarda un reloj despertador. Y fotos: una en la que su padre está subido a un árbol, con pantalones pata de elefante y pelo largo, un pelo como el que ahora tiene ella. La ha mirado muchas veces, pero por primera vez descubre el parecido. Lleva también las fotos de Julia, todas las que encuentra, a excepción de la que está en el living, esa donde tiene puesto un sombrerito de paja y en las manos un cesto con manzanas. Se la tomó una tarde en el campo un amigo de la madre, uno de esos amigos que aparecían en sus vidas, el mismo que sacó esta otra foto que ahora se lleva, donde están Julia y ella a medio cuerpo, con vestiditos floreados de piqué, como si fueran mellizas. 
Cierra la valija y se viste: un pantalón y una camisa de bambula clara que vuelve más evidente el embarazo. Después se ata las sandalias que Tevo le regaló, él se las hizo con sus propias manos, unas sandalias como las que vendía cuando estaba en Perú. Celia recuerda que una vez, la primera vez que se besaron, ella le preguntó ¿Cómo fue que te contagiaste? Y él dijo: No sé, me daba un piquete, a veces... cuando estaba aburrido... 
Celia se puso perfume y se cepilló el pelo, pero no guardó en la valija ni el perfume, ni el cepillo de cerdas finas que fue de su abuela. De los Glassen no se llevará nada; solo esa foto de su padre y las cosas de Julia. También el osito de peluche. Se lo regalaron la Navidad que siguió a la muerte de Julia y ella lo descosió y guardó ahí cartas que le escribía a su hermana, por las noches, cuando estaba sola; hasta que se puso grande las guardó. Es un secreto que no le ha dicho a nadie, ni siquiera a Tevo. 
Puso en arreglarse el mismo cuidado que otras pondrían para una boda. Cuando bajó al comedor, vio a su madre recostada, leyendo en el sofá. Colocó las llaves de la casa sobre la mesita del living y entonces escuchó: ¿Querés que te pida un taxi? Celia no contestó. Podés volver a casa, cuando dejés de cometer locuras, insistió la madre. 
El sendero bajaba entre las matas de azaleas, hacia la calle. Era un bonito jardín, y eso —tuvo que reconocerlo— era un mérito de su madre. En la vereda, jugaban los hijos de los vecinos. Ella le acarició a uno de ellos la cabeza, el chico se llamaba Ariel y Celia le había tomado cariño. A veces, por las tardes, cuando estaba aburrida, salía hasta la verja y lo llamaba, y él le contaba las aventuras de un gato extravagante. Esta vez, la empleada lo llamó a gritos, pero Ariel siguió hablando de ese gato extraño que se llamaba Simonbulá, hasta que la empleada lo amenazó con avisarle a su padre y entonces sí, el niño salió corriendo hacia su casa. 
Celia no tomará un taxi, se dejará ver. Después, por la mañana, la gente comentará que se ha ido con uno de los chicos del Instituto, y todo eso le llegará pronto a la madre. 
La gente del barrio habla a su paso, cuchichean; esas cosas no suceden solo en los pueblos, como piensan sus tías Rodríguez que jamás han salido de Colazo. También es así en las ciudades, ella lo sabe. Mientras barren las veredas o pasean a los niños, las empleadas cuchichean. Celia oye, lo dicen para que oiga, y luego hablan en la casa, les cuentan a sus patronas. 
Después, a medida que se aleja de su madre y de su casa, pierde importancia que la hija de Martha Glassen se vaya con un muchacho del Instituto y entonces sí, ella toma un taxi hasta la terminal. 

(Argentina, 1954)

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