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jueves, 28 de febrero de 2019

OLIVER, Mary: La próxima vez


La próxima vez lo que haría es mirar 
la tierra antes de decir algo. Detenerme 
justo antes de entrar en una casa, 
y por un minuto ser emperador 
y escuchar el viento 
o el aire inmóvil. 

Cuando alguien me hablase para 
culparme o alabarme, o solamente por pasar el rato, 
signo de lo que alzó la voz. 

Y sobre todo, conocería más –la tierra 
que se afirma en sí misma y se levanta, el aire 
que encuentra cada hoja y cada pluma sobre 
el bosque y el agua, y en todas las personas 
el cuerpo que resplandece adentro de la ropa 
como una luz. 



miércoles, 27 de febrero de 2019

GUERRIERO, Leila: Hoy es ayer


Cuando todo ha sucedido, hago lo único que se puede hacer. Arrío las velas. Aguanto




El tiempo es un asesino. Hay días que transcurren en el pasado. Por ejemplo, lunes 21 de enero, 2019, el cielo tenso como un paño azul. Ayer vi un parque sumergido en un velo verde de luz esmeraldina en la que hubieran podido nadar peces. Me reí a carcajadas, comí guisos extraños, bebí. Sin embargo, hoy es un domingo de invierno de 1986. Yo había llegado hacía poco a Buenos Aires, que no era una ciudad sino un milagro peligroso, burbujeante de electricidad como un campo de promesas desiguales. Vivía sola y en las noches de verano me gustaba dormirme en el piso, la ventana abierta, mirando películas malas que pasaban en el canal 13 después de medianoche. No tenía lavarropas, mi heladera funcionaba mal, nunca me cansaba de andar por la calle, de ver cine. Atravesaba andurriales con las manos dentro de los bolsillos de mi chaqueta negra de cuero, mi disfraz de Batman que no servía para defenderme, diciéndome a mí misma: “Esto es la aventura, a esto viniste: no tengas miedo”. Hablaba con los borrachos y con los mendigos. Iba a tugurios húmedos como una garganta donde travestis de piel muy blanca declamaban poesía cual demonios blasfemos. Pero a veces, no pocas, los días eran un lento viaje hacia la noche, una hora tras otra, todas llenas de vacío. Sobrevivía agónica, rodeada de un silencio hinchado, cancerígeno, sin afecto ni paz. Veía desde mi balcón los departamentos de los edificios de enfrente, las lámparas encendidas, las familias conversando en torno a la mesa de la cena, mientras yo hervía arroz o abría una lata de sardinas. En esos días todo transcurría dentro de mí, en una noche cenicienta y sin consuelo. Todo estaba por suceder y nada parecía posible. Hoy, cuando todo ha sucedido, hago, como entonces, lo único que se puede hacer. Arrío las velas. Aguanto.

LEYENDA: EL CAMALOTAL


Dicen que antes, en el Río Paraná, no existían los camalotes. Que la tierra era tierra, el agua, agua y las islas, islas. Antes, cuando no habían llegado los españoles y en las orillas del río vivían los guaraníes. 
Fue en 1526 cuando los hombres de Diego García remontaron lentamente primero el Mar Dulce y después el Paraná, pardo e inquieto como un animal salvaje, a bordo de una carabela y un patache. El jefe llegaba como Gobernador del río de Solís, pero al llegar a la desembocadura del Carcarañá se encontró con que el cargo ya estaba ocupado por otro marino al servicio de España, Sebastián Gaboto. Durante días discutieron los comandantes en el fuerte Sancti Spiritu, mientras las tropas aprovechaban el entredicho para acostumbrar de nuevo el cuerpo a la tierra firme y recuperar algunas alegrías. Exploraron los alrededores y aprovecharon la hospitalidad guaraní. Así fue que una joven india se enamoró de un soldado de García. Durante el verano, mientras García y Gaboto abandonaron el fuerte rumbo al interior, ellos se amaron. Que uno no comprendiera el idioma del otro no fue un obstáculo, más bien contribuyó al amor, porque todo era risa y deseo. Nadaron juntos en el río, ella le enseñó la selva y él el bergantín anclado en la costa; él probó el abatí (maíz en guaraní), el chipá (pancitos elaborados con pancitos de mandioca), las calabazas; ella, el amor diferente de un extranjero. 
Mientras tanto, las relaciones entre los españoles y los guaraníes se iban desbarrancando. Los indios los habían provisto, los habían ayudado a descargar los barcos y habían trabajado para ellos en la fragua, todo a cambio de hachas de hierro y algunas otras piezas. Pero los blancos no demostraron saber cumplir los pactos, y humillaron con malos tratos a quienes los habían ayudado a sobrevivir. Hasta que los indios se cansaron de tener huéspedes tan soberbios y una noche incendiaron el fuerte. Los pocos españoles que sobrevivieron se refugiaron en los barcos, donde esperarían el regreso de Gaboto y García. Después del incendio, el amor entre el soldado y la india se volvió más difícil, más escondido y más triste. Todos los días, en sus citas secretas, ella intentaba retenerlo con sus caricias y sus regalos y, sin embargo, no conseguía más que pulir su recelo. 
Hasta que llegaron los jefes, se encontraron con la tierra arrasada y decidieron volver a España por donde habían venido. 
Las semanas de los preparativos fueron muy tristes para la muchacha guaraní, que andaba todo el día por la orilla, medio oculta entre los sauces, esperando ver a su amante aunque sea un momento. Y, como no hubo despedida, la partida en cierto modo la tomó de sorpresa. Una mañana apenas nublada, cuando llegó hasta el río, vio que los barcos se alejaban. Los miró enfilar hacia el canal profundo y luego navegar, siempre hacia abajo, con sus mástiles enhiestos y sus estandartes al viento. Después de un rato eran ya tan chiquitos que parecía imposible que se llevaran tanto... Y, enseguida, el primer recodo se los tragó. Durante días y días la india lloró sola el abandono: hubiera querido tener una canoa, las alas de una garza, cualquier medio que le permitiera alejarse por el agua, más allá de los verdes bañados de enfrente, llegar allí donde le habían contado que el Paraná se hace tan ancho y tan profundo, para seguir la estela de los barcos y acompañar al culpable de su pena. 
Todos sus pensamientos los escucharon los porás (espíritus invisibles vinculados con los animales y las plantas, que pululaban por los ríos y los montes) de la costa, que se los contaron a Tupá (dios de las aguas, lluvia y granizo) y su esposa, dioses del agua. Y una tarde ellos cumplieron su deseo y la convirtieron en camalote. Por fin se alejaba de la orilla, por fin flotaba en el agua fresca y oscura río abajo, como una verde balsa gigantesca, arrastrando consigo troncos, plantas y animales, dando albergue a todos los expulsados de la costa, los eternos viajeros del río.

(Leyenda guaraní)