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miércoles, 22 de abril de 2020

LA OSCURA HISTORIA DETRÁS DE LA TITA Y LA RHODESIA




Mitos, leyendas (de esas que van de boca en boca, anónimas, y que se van “enriqueciendo” cual teléfono descompuesto) o verdades, un poco de todo, quién sabe, o quizás un verdadero culebrón, pero no deja de ser simpática la historia que compartiremos a continuación:

La fabricación de galletitas para consumo masivo comenzó en 1875 de la mano de Bagley, cuando por una resolución del ministerio de Economía, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, se eximió a la compañía del estadounidense Melville Sewell Bagley, del pago de impuestos aduaneros para que pudiera importar las maquinarias necesarias para elaborar aquí ese alimento que hasta ese momento se importaba del Reino Unido.
La primera galletita lanzada por Bagley en la Argentina se llamaba “Lola” y se hizo muy popular. El Perito Moreno llevaba galletitas “Lola” a sus expediciones y le convidaba a los tehuelches. Decían que era tan sana, por no tener agregados artificiales, que era parte de la dieta de los hospitales. Precisamente, cuentan que mientras un enfermero trasladaba en una camilla a un paciente que acababa de morir rumbo a la morgue, un visitante que pasaba, acotó: “Este no quiere más Lola”, dando origen a esa frase que describe a alguien que se dio por vencido.
La Argentina es el país del mundo con mayor consumo de galletitas. Cada uno de nosotros se come, por año, entre 12 y 13 kilos de este alimento.
Posiblemente no existan, para el paladar de los consumidores argentinos, golosinas clásicas tan populares como la “Tita” y la “Rhodesia”. A través de los años ambas se han ganado el cariño y simpatía de un pueblo entero, pero la desconocida historia detrás de estas golosinas revela oscuros entramados de infidelidades, asesinatos y envidias.
La “Tita” fue creada por Edelmiro Carlos Rhodesia en 1949 y la “Rhodesia” nació posteriormente, cuando la fábrica ya estaba en manos de Terrabusi. Rhodesia fue un joven empresario, pionero en la industria alimenticia argentina hacia finales de los años 40. Nació en Lobos, provincia de Buenos Aires, a principios de siglo XX y después de finalizar una carrera militar sin grandes lauros vuelve a su ciudad natal donde funda una pequeña compañía. En 1943 conoce a una viuda con la que se casaría dos años después, Lidia Martínez de Terrabusi.
Ni fueron felices ni comieron perdices, aunque sí, galletitas. Lidia engañaba a Rodhesia descaradamente. A tal punto que esas infidelidades dieron origen a la hasta hoy comercializada galletita “Melba”. La historia cuenta que en 1947 nace la primera y única hija del matrimonio, a la que bautizan “Melba”. Pues bien, Edelmiro Carlos Rodhesia advierte que la niña no se parecía mucho a él, ya que tenía un color de piel oscuro, muy diferente a su tez blanca. Esto le genera grandes conflictos y discusiones con su esposa sobre la paternidad de su hija. Por eso las galletitas “Melba” son oscuras, de chocolate con relleno sabor a limón, casi una metáfora de acidez entre la dulzura.
Una tarde de 1949, Rhodesia decide preparar un postre casero que había aprendido a cocinar en sus años de estudiante. El postre consistía en dos galletitas dulces rellenas recubiertas con un baño de chocolate. Melba, la niña que entonces tenía dos años, al no poder pronunciar correctamente la palabra galletita, la nombraba “Tita”, y fue así como la preparación fue bautizada.
El éxito de la empresa fue inmediato, y sus ventas se multiplicaron enormemente con la llegada de la televisión. Pero no todos veían con buenos ojos el ascenso de Rhodesia. Los Bagley, familia tradicional productora de golosinas, sufrió increíbles pérdidas y estuvo cerca de declararse en bancarrota.
Rodhesia fue asesinado. No hay datos ciertos sobre las circunstancias de un homicidio que hasta el día de hoy fue acallado por sus protagonistas. Pero según la investigación del profesor Ricardo Bordato, en marzo de 1956 Roberto Bagley, un impulsivo joven heredero de la fortuna de su familia, disparó repetidas veces sobre la espalda de Edelmiro Carlos mientras este preparaba el dulce de leche repostero. Edelmiro Carlos murió al instante, Bagley estuvo prófugo varios meses hasta que fue capturado en Holanda.
En marzo de 1959 Lidia Martínez, viuda de Rodhesia, vendió la empresa de Edelmiro Carlos al primo de su primer exmarido, José Félix Terrabusi y posteriormente la empresa lanzó la golosina “Rhodesia” en honor a aquel mártir, el 1º de julio de 1974, aunque muchos afirman recordar la “Rhodesia” desde alrededor de 1962.
Hasta el momento de su fallecimiento en 1989, Lidia jamás hizo declaraciones públicas sobre el asesinato de su último marido, algo que para todos, sencillamente sigue siendo un misterio.
Lo cierto es que de todo este lío, quedó una hija, una señora de 70 años que vaya a saber por dónde andará y que, tras su tragedia ostenta como nombres propios, los de dos galletitas: Melba Rodhesia.

miércoles, 15 de abril de 2020

CABEZÓN CÁMARA, Gabriela: Criminal



Lo que se ve es una bolsa, transparente pero empañada. Respira. Se escucha eso, una aspiración esforzada, la bolsa queda pegada como un chicle explotado a algo que parece una cara, y enseguida la espiración, el globo. Si solo hubiera sonido podría pensarse en un ejercicio de meditación. Pero está la imagen, la bolsa que se infla y se desinfla tapizada de gotas microscópicas. 
—Dejalo así. 
Se aleja la cámara, y entran más cosas. Es un chico aspirando pegamento. Está sentado en unos escalones. Un poco sucio, con las zapatillas rotas, la ropa que le queda grande, un perrito que le lame la cara cuando se desvanece, o eso parece, acostado en la escalera. El animal gime y lo sigue lamiendo. Parece asustado. 
—Esto entra. Poné el arma adelante. 
En un ángulo mal iluminado estaba. Así, en primer plano, el arma es gigante al lado del pie del chico, que debe tener unos diez, a lo mejor más pero con estos pibes nunca se sabe, no crecen bien. El perro se acuesta arriba del cuerpito como si quisiera darle calor. Le está dando calor. Es un animal flaco también, costilludo, orejón y dorado. El pibe respira con dificultad pero poco a poco va recuperando un ritmo tranquilo, como si el corazón del perro se lo marcara. 
—Que no se le vea la cara todavía. 
Se lo marcaría el corazón del perro porque la vuelta a la conciencia del pibe se aprecia primero en la cola del animal, que se mueve entusiasta. Alegre incluso. Se para y le lame la cara con énfasis. El chico se tapa y se ríe. Colita, le dice, pará, Colita, mientras abraza al animal. Recién cuando se incorpora, se acuerda de que hay gente ahí con él, hay una cámara. Se pone serio y agarra el revólver. 
—Casi te llevamos al hospital. 
—No, al hospital no me llevás ni ahí o te cueteo. 
Agarra el arma y casi inmediatamente se le cae. Es pesada y él todavía no recuperó toda su fuerza. Se escuchan ruidos. 
—Tené cuidado con eso. 
—¿Qué, tenés miedo vos, puto? 
—Sacá la voz de Lolo, dejalo al pibe hablando solo. 
Pasa la secuencia editada. Se ve la cara del pibe en primer plano. Se le caen los mocos, está agitado, tiene los ojos redondos, los pelos negros parados, las mejillas sucias, serruchito en las puntas de los dientes. Algunos le faltan. Todavía no le crecieron, o los perdió. Corte. Está parado, con el arma en la mano. Dice: “No, al hospital no me llevás ni ahí o te cueteo. ¿Qué, tenés miedo vos, puto?”. 
—Quedó bien. Dale, poné toda la carne que nos quedan quince minutos. 
Las imágenes se suceden con vértigo, parecen de videojuego. Se ve al pibe caminando por las calles sucias de un barrio precario como un pac-man avanzando un laberinto enloquecido, de pasillos angostos bordeados de chapas y paredes a medias de ladrillos y a medias de cualquier cosa. La cámara lo toma de espaldas. Como señales de tránsito a toda velocidad se ven manos que sales de las casillas agitando saludos. Apenas visibles, entran y salen de cuadro los azules de los uniformes de la policía y el gris de un traje de un tipo de traje. Llegan a una esquina. 
—Pará, pará. 
Otra vez la cara del pibe que mira a la cámara y a los que están atrás como no sabiendo qué hacer, como perdido. El perrito no se le separa, está parado a su lado pero no está perdido, está tenso, como amenazado. Se ve una mano con anillos grandes, la de Lolo, alcanzarle una hamburguesa y una Coca al pibe, otra hamburguesa para el animal. El nene se la come medio desesperado, con la boca abierta, se ven los pedazos de pan y de carne dándole vueltas entre la legua y los dientes. El perro desconfía, huele con insistencia lo que le tiraron, pero al final gana el hambre y se la come. 
—Contame otra vez lo que me dijiste antes, lo del transa, ¿te animás? 
—Claro que me animo. Yo no le tengo miedo a nada. Maté a uno pero no me hicieron la denuncia porque era un transa. No me quiso regalar una bolsita de droga y se lo di en la boca. Le di un tiro por acá, que le salió por acá. 
—¿Y robaste? ¿Por qué robaste? 
—Porque estaba aburrido. 
El perrito sigue inquieto, da vueltas alrededor del pibe. En un costado está estacionado un patrullero. Sigue hablando el chico. El de las hamburguesas le pregunta si no le tiene miedo a la policía. 
—No lo tengo miedo a nada, ya te dije. Yo tengo más años que lo que entrenaron ellos, no saben manejar una pistola. Yo sí sé, ya la viste a la mía, es una Bersa Thunder, con regulación automática, para que no te tire para atrás. 
—Sacá lo de la comida, sacá la voz de Lolo, blureale la cara al pibito y dejá lo demás hasta la pistola y ahí cortamos. En cinco nos dan aire. 
El técnico hace lo que le dicen y se van de la cabina de edición. La película sigue sin que nadie la mire. El chico termina de hablar y se desinfla, como la bolsita que aspiraba al principio. Lolo se le acerca con otra botella de Coca. El perro se decide, le salta y le muerde un hombro. El tipo le pega dos patadas y el animal queda hecho un bollo. El chico llora con el revólver en la mano. Lo apoya en el piso para abrazar al perrito que gime. La pantalla se pone negra. 

(Argentina, 1968)


GIAGANTI, Silvina: Meterte en el mar




Pienso que escribir
es como meterte en el mar:
primero el agua
está helada,
pero a medida que te metés
y permanecés
se va poniendo calentita

Pienso que también
es una forma de pasar
sin mucho dolor
por este barro.

Y también pienso
que escribir
es hablar de amor
cuando se termina.

(Avellaneda, 1976)