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miércoles, 15 de abril de 2020

CABEZÓN CÁMARA, Gabriela: Criminal



Lo que se ve es una bolsa, transparente pero empañada. Respira. Se escucha eso, una aspiración esforzada, la bolsa queda pegada como un chicle explotado a algo que parece una cara, y enseguida la espiración, el globo. Si solo hubiera sonido podría pensarse en un ejercicio de meditación. Pero está la imagen, la bolsa que se infla y se desinfla tapizada de gotas microscópicas. 
—Dejalo así. 
Se aleja la cámara, y entran más cosas. Es un chico aspirando pegamento. Está sentado en unos escalones. Un poco sucio, con las zapatillas rotas, la ropa que le queda grande, un perrito que le lame la cara cuando se desvanece, o eso parece, acostado en la escalera. El animal gime y lo sigue lamiendo. Parece asustado. 
—Esto entra. Poné el arma adelante. 
En un ángulo mal iluminado estaba. Así, en primer plano, el arma es gigante al lado del pie del chico, que debe tener unos diez, a lo mejor más pero con estos pibes nunca se sabe, no crecen bien. El perro se acuesta arriba del cuerpito como si quisiera darle calor. Le está dando calor. Es un animal flaco también, costilludo, orejón y dorado. El pibe respira con dificultad pero poco a poco va recuperando un ritmo tranquilo, como si el corazón del perro se lo marcara. 
—Que no se le vea la cara todavía. 
Se lo marcaría el corazón del perro porque la vuelta a la conciencia del pibe se aprecia primero en la cola del animal, que se mueve entusiasta. Alegre incluso. Se para y le lame la cara con énfasis. El chico se tapa y se ríe. Colita, le dice, pará, Colita, mientras abraza al animal. Recién cuando se incorpora, se acuerda de que hay gente ahí con él, hay una cámara. Se pone serio y agarra el revólver. 
—Casi te llevamos al hospital. 
—No, al hospital no me llevás ni ahí o te cueteo. 
Agarra el arma y casi inmediatamente se le cae. Es pesada y él todavía no recuperó toda su fuerza. Se escuchan ruidos. 
—Tené cuidado con eso. 
—¿Qué, tenés miedo vos, puto? 
—Sacá la voz de Lolo, dejalo al pibe hablando solo. 
Pasa la secuencia editada. Se ve la cara del pibe en primer plano. Se le caen los mocos, está agitado, tiene los ojos redondos, los pelos negros parados, las mejillas sucias, serruchito en las puntas de los dientes. Algunos le faltan. Todavía no le crecieron, o los perdió. Corte. Está parado, con el arma en la mano. Dice: “No, al hospital no me llevás ni ahí o te cueteo. ¿Qué, tenés miedo vos, puto?”. 
—Quedó bien. Dale, poné toda la carne que nos quedan quince minutos. 
Las imágenes se suceden con vértigo, parecen de videojuego. Se ve al pibe caminando por las calles sucias de un barrio precario como un pac-man avanzando un laberinto enloquecido, de pasillos angostos bordeados de chapas y paredes a medias de ladrillos y a medias de cualquier cosa. La cámara lo toma de espaldas. Como señales de tránsito a toda velocidad se ven manos que sales de las casillas agitando saludos. Apenas visibles, entran y salen de cuadro los azules de los uniformes de la policía y el gris de un traje de un tipo de traje. Llegan a una esquina. 
—Pará, pará. 
Otra vez la cara del pibe que mira a la cámara y a los que están atrás como no sabiendo qué hacer, como perdido. El perrito no se le separa, está parado a su lado pero no está perdido, está tenso, como amenazado. Se ve una mano con anillos grandes, la de Lolo, alcanzarle una hamburguesa y una Coca al pibe, otra hamburguesa para el animal. El nene se la come medio desesperado, con la boca abierta, se ven los pedazos de pan y de carne dándole vueltas entre la legua y los dientes. El perro desconfía, huele con insistencia lo que le tiraron, pero al final gana el hambre y se la come. 
—Contame otra vez lo que me dijiste antes, lo del transa, ¿te animás? 
—Claro que me animo. Yo no le tengo miedo a nada. Maté a uno pero no me hicieron la denuncia porque era un transa. No me quiso regalar una bolsita de droga y se lo di en la boca. Le di un tiro por acá, que le salió por acá. 
—¿Y robaste? ¿Por qué robaste? 
—Porque estaba aburrido. 
El perrito sigue inquieto, da vueltas alrededor del pibe. En un costado está estacionado un patrullero. Sigue hablando el chico. El de las hamburguesas le pregunta si no le tiene miedo a la policía. 
—No lo tengo miedo a nada, ya te dije. Yo tengo más años que lo que entrenaron ellos, no saben manejar una pistola. Yo sí sé, ya la viste a la mía, es una Bersa Thunder, con regulación automática, para que no te tire para atrás. 
—Sacá lo de la comida, sacá la voz de Lolo, blureale la cara al pibito y dejá lo demás hasta la pistola y ahí cortamos. En cinco nos dan aire. 
El técnico hace lo que le dicen y se van de la cabina de edición. La película sigue sin que nadie la mire. El chico termina de hablar y se desinfla, como la bolsita que aspiraba al principio. Lolo se le acerca con otra botella de Coca. El perro se decide, le salta y le muerde un hombro. El tipo le pega dos patadas y el animal queda hecho un bollo. El chico llora con el revólver en la mano. Lo apoya en el piso para abrazar al perrito que gime. La pantalla se pone negra. 

(Argentina, 1968)


5 comentarios:

alejandra dijo...

Un cuento contundente que conmociona. Lo leí con mis alumnos de 5to. y 6to. años, y suscitó comentarios comprometidos y profundos por parte de los chicos. Un abrazo a Gabriela, compañera alguna vez en las aulas de Filosofía y Letras. Literatura nada complaciente para pensar los flagelos de este tiempo.
Muy bueno el blog, en esa misma dirección.
Alejandra, de Cortínez, provincia de Buenos Aires

Unknown dijo...

bella

Unknown dijo...

reina

Unknown dijo...

you are beautifu, you're beautiful

Liliana Ibarbia de Cirigliano dijo...

Veia otro final, mas dramatico , despues que ellos patearan al perrito ,el niño en su estado dispara a las dos sanguijuelas y los mata.La prensa amarillista que no ven el drama humanitario sino la espectacularidad alimentadora del morbo no merece menos que eso.