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lunes, 25 de mayo de 2020

RULFO, Juan: No oyes ladrar los perros


–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte. 
–No se ve nada. 
–Ya debemos estar cerca. 
–Sí, pero no se oye nada. 
–Mira bien. 
–No se ve nada. 
–Pobre de ti, Ignacio. 
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. 
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda. 
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. 
-Sí, pero no veo rastro de nada. 
-Me estoy cansando. 
-Bájame. 
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces. 
-¿Cómo te sientes? 
-Mal. 
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. 
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba: 
-¿Te duele mucho? 
-Algo -contestaba él. 
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. 
-No veo ya por dónde voy -decía él. 
Pero nadie le contestaba. 
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo. 
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. 
Y el otro se quedaba callado. 
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo. 
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio? 
-Bájame, padre. 
-¿Te sientes mal? 
-Sí. 
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. 
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse. 
-Te llevaré a Tonaya. 
-Bájame. 
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba: 
-Quiero acostarme un rato. 
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado. 
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo. 
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas. 
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar. 
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.” 
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo. 
-No veo nada. 
-Peor para ti, Ignacio. 
-Tengo sed. 
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír. 
-Dame agua. 
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo. 
-Tengo mucha sed y mucho sueño. 
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. 
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara. 
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas. 
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. 
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio? 

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. 
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros. 
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza. 

(México, 1918/1986) 



martes, 5 de mayo de 2020

MOLFINO, Miguel Ángel: En las sombrías aguas


Las grandes inundaciones del Litoral siempre trajeron fiebres y desdichas. Alguna vez arrastraron los cadáveres de los adversarios de Stroessner: se los veía pasar en su desolada deriva. Las aguas también traen historias, como la que me contó un tipo flaco, empleado de Vialidad, días atrás, cuando visité las defensas que guarecen Resistencia. Habíamos caminado entre el barro por más de dos horas, rodeados por esa viscosa pampa líquida, cuando el rápido atardecer y la tormenta nos llevó a una pobre casilla de madera. El tipo flaco preparó unos mates de ginebra. Los primeros truenos empezaron a rodar en la noche como enormes rocas despeñándose en algún abismo del cielo. Antes que lloviera, el tipo contó: “Sucedió en 1966, durante la gran inundación, ¿recuerda? La cosa fue en Puerto Vilelas: todo era agua. Los ranchos y los árboles estaban casi tapados. Eso me lo contó un pariente, un primo lejano que se ofreció como voluntario para los rescates y él mismo lo escuchó de boca del tipo que la vivió. Enloquecido estaba el hombre. Pero él no fue el primero, no. Antes hubo unos dos tipos más. Ellos fueron lo que dieron el aviso, la noticia. Pero, mejor se lo cuento en orden, seguro que le va a interesar”. “El primero que la vio, creo, fue un tipo de YPF que venía remando, al atardecer, buscando algún inundado perdido en los árboles y o en algún techo. Todo era agua, sucia, podrida. Se veían caballos y perros patas para arriba, flotando tiesos, muertos. De pronto el fulano divisa una silueta sobre el tirante del techo de un rancho. Rema y se aproxima. Cuando se halla a metros, se entera de que la silueta es una mujer, vieja, muy vieja, acuclillada sobre el parante, vestida con trapos. El de YPF le grita que baje, que él la va a llevar a tierra firme. La vieja le responde que no, porque está esperando al hijo, que el hijo no tardará en llegar a buscarla en su canoa. El de YPF insiste: señora, usted debe estar cansada, yo la llevo y su hijo la encontrará después en el albergue. Y la vieja que nada. No hubo caso. El tipo, al regresar, informa que en tal lado hay una señora anciana sobre un techo y que se niega a ser socorrida”. “A los días de esto, otro hombre afectado a las tareas del salvataje, cruza en su canoa por el lugar: la mujer todavía estaba ahí. El tipo, sin saber que otro ya lo había intentado, quiere bajarla del techo pero la vieja, a los gritos, dice que no, que su hijo no tardará en buscarla. El hombre no quiere entrar en razones y la vieja le muerde una mano. Entonces se marcha, dejándola sola una vez más, sobre el techo, rodeada de agua, litros y litros de agua inundada. Lo que mi pariente me contó fue que la mordedura de la vieja por poco lo mata: se le infectó, le subió fiebre y terminó en el Hospital Perrando. Pero lo más horrible sucedió con el tercero, con el tercer tipo que encontró a la vieja”. Ya llovía como si el cielo se hubiera desfondado. El mate de ginebra y el tabaco parecían espesar el relato. Y la cosa siguió así: “El tercero fue un tal Balmaceda, un obrero de la taninera que andaba en canoa estibando dos o tres chirimbolos que había logrado salvar de su hogar. Casi era de noche. El hombre iba armado con un 22. Como había muchas víboras o por las dudas, iba calzado. Su canoa, casi perdida en la inmensidad del agua y la oscuridad, cruza por el rancho, por el techo donde todavía se encontraba la vieja. La ve y se pega un julepe que ni le cuento. La descubre vieja y ahí la invita a llevarla. La mujer se niega con lo de siempre. No es hora para esperar al hijo, piensa el fulano. Entonces decide llevarla por la fuerza. Se trepa al techo deshecho y cuando menos lo espera, la vieja grita salvajemente y saca una cuchilla. El tipo, del susto, cae al agua, bracea y sube a su canoa. La vieja parece que va a tirársele encima, gritando como un carancho; y el tipo, cagado en las patas, saca el 22 y tira, tira. La vieja cae al agua. Regresa despavorido. Él no había querido matarla. Cuando llega a la zona de los puestos sanitarios, se encuentra con mi pariente y le cuenta lo sucedido. Gran revuelo. Viene la policía. La cana lo detiene. Al otro día una patrulla busca el cuerpo de la vieja y no lo encuentra. El pobre tipo, por supuesto, sigue en cana hasta que la versión da vueltas entre los inundados. Un viejo bien viejo, alojado en un albergue cercano a Barranqueras, se entera y va hasta la comisaría. Allí cuenta que el tipo no ha matado a nadie. Recuerdo —dice el viejo— la inundación de 1905 y una cosa terrible. La que le pasó a una vecina, una vieja que quedó esperando al hijo sobre un parante del rancho. El hijo volvió, sí, pero para matarla. Con una cuchilla, tal vez la misma con que quiso atacar esa última noche, donde los tiros apagaron el ánima”.

(Saladillo, Buenos Aires, 1949)