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martes, 7 de diciembre de 2021

VILARIÑO, Idea: Pobre mundo

 


Lo van a deshacer
va a volar en pedazos
al fin reventará como una pompa
o estallará glorioso
como una santabárbara
o más sencillamente
será borrado como
si una esponja mojada
borrara su lugar en el espacio.
Tal vez no lo consigan
tal vez van a limpiarlo
se le caerá la vida como una cabellera
y quedará rodando
como una esfera pura
estéril y mortal
o menos bellamente
andará por los cielos
pudriéndose despacio
como una llaga entera
como un muerto.

(Uruguay, 1920/2009)



DOLINA, Alejandro: Tren


El tren pasa solamente dos veces por año. Llega en la madrugada y se detiene apenas unos segundos. Es un tren enorme, más largo que la distancia entre las dos estaciones: cuando los primeros vagones llegan a un pueblo, los últimos aún están en el anterior. Nosotros no hemos visto nunca de cerca la locomotora. Apenas si la presentimos, resoplando a tres o cuatro kilómetros de la estación.

Las ventanillas de los vagones están cerradas y las cortinas siempre permanecen bajas. No es posible ver qué hay dentro del tren. Nadie se baja en nuestro pueblo. Tampoco es posible saber de dónde viene o adónde va. El ferrocarril ha dejado de imprimir horarios hace muchos años y sus empleados hablan otro idioma y son impenetrables.
Los vecinos tratan de alejarse de la estación cuando el tren se detiene. Las viejas se han encargado de establecer un complicado régimen de supersticiones alrededor del ferrocarril. Dicen que ver a un pasajero equivale a morir, cuentan que a veces bajan del tren unas sombras siniestras que raptan a los caminantes o si no, aseguran que el destino de aquellos trenes es el infierno.
Hace muchos años, los hermanos Stefan y Stavros Kodor subieron al tren y nadie volvió a verlos jamás. En verdad, se da por sentado que cualquiera que desaparece en el pueblo es porque se lo llevó el ferrocarril.
En 1958 se apeó en nuestra estación un hombre misterioso. Pidió alojamiento en la posada que hay frente a la estación y permaneció encerrado en su cuarto durante seis meses, hasta que pasó el siguiente tren. No se fue solo. La empleada de la posada, la pequeña Berta, se marchó con él sin dar ninguna explicación.
Los trenes pasan siempre en la misma dirección, de este a oeste. Jamás se vio ninguno circular en sentido contrario. Se discute si los vagones de la formación son siempre los mismos o si se renuevan. Sabemos que son azules. No llevan ningún número ni inscripción, salvo unos signos, a modo de logotipo, por encima de las ventanillas.
Algunas veces —muy pocas, en verdad— el tren pasa por nuestro pueblo sin detenerse. Este hecho es considerado de mal agüero y todos esperan con ansiedad la llegada y la detención del tren siguiente, para recobrar la calma y la fe en nuestro destino.
Anoche, el tren se detuvo. Al oír el silbato, sentí el impulso de acercarme al andén. Caminé por la plataforma desierta y hasta llegué a tocar con mi mano los brillosos coches. De pronto, la cortina de una de las herméticas ventanillas se abrió y apareció en ella la cara de una mujer hermosa. Yo ya la conocía, había soñado con ella muchas veces. La chica me miró profundamente y pegó sus manos al vidrio. Yo me acerqué cuanto pude y durante unos instantes tratamos de comunicarnos. Ella movió su boca y me dijo algo que no entendí pero agradecí tiernamente. Tal vez yo le grité palabras urgentes que no alcanzaron a traspasar el cristal. El tren se puso en movimiento, yo corrí a la par, hasta el final del andén. Después, los vagones se perdieron en la oscuridad.
Los vecinos del pueblo no saben por qué razón pasa el tren. Pero yo sí. Ahora no haré otra cosa que esperar trenes, aunque sepa que jamás volveré a encontrarme con la mujer de anoche. Aunque sepa que ya no habrá otra ventanilla abierta para mí.

(Argentina, 1944)




LOVECRAFT, Howard Phillips: Los gatos de Ulthar

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.
En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era que, por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.
Un día, una caravana de extraños peregrinos procedentes del Sur entró a las estrechas y empedradas calles de Ulthar. Oscuros eran aquellos peregrinos y diferentes a los otros vagabundos que pasaban por la ciudad dos veces al año. En el mercado vieron la fortuna a cambio de plata y compraron alegres cuentas a los mercaderes. Cuál era la tierra de estos peregrinos, nadie podía decirlo; pero se les vio entregados a extrañas oraciones y que habían pintado en los costados de sus carros extrañas figuras, de cuerpos humanos con cabezas de gatos, águilas, carneros y leones. Y el líder de la caravana llevaba un tocado con dos cuernos, y un curioso disco entre los cuernos.
En esta singular caravana había un niño pequeño sin padre ni madre, sino con solo un gatito negro a quien cuidar. La plaga no había sido generosa con él, mas le había dejado esta pequeña y peluda cosa para mitigar su dolor; y cuando uno es muy joven, uno puede encontrar un gran alivio en las vivaces travesuras de un gatito negro. De esta forma, el niño, al que la gente oscura llamaba Menes, sonreía más frecuentemente de lo que lloraba mientras se sentaba jugando con su gracioso gatito en los escalones de un carro pintado de manera extraña.
Durante la tercera mañana de estadía de los peregrinos en Ulthar, Menes no pudo encontrar a su gatito; y mientras sollozaba en voz alta en el mercado, ciertos aldeanos le contaron del viejo y su mujer, y de los ruidos escuchados por la noche. Y al escuchar esto, sus sollozos dieron paso a la reflexión, y finalmente a la oración. Estiró sus brazos hacia el sol y rezó en un idioma que ningún aldeano pudo entender; aunque no se esforzaron mucho en hacerlo, pues su atención fue absorbida por el cielo y por las formas extrañas que las nubes estaban asumiendo. Esto era muy peculiar, pues mientras el pequeño niño pronunciaba su petición, parecían formarse arriba las figuras sombrías y nebulosas de cosas exóticas; de criaturas híbridas coronadas con discos de costados astados. La naturaleza está llena de ilusiones como esa para impresionar al imaginativo.
Aquella noche los errantes dejaron Ulthar, y no fueron vistos nunca más. Y los dueños de casa se preocuparon al darse cuenta de que en toda la villa no había ningún gato. De cada hogar el gato familiar había desaparecido; los gatos pequeños y los grandes, negros, grises, rayados, amarillos y blancos. Kranon el Anciano, el burgomaestre, juró que la gente siniestra se había llevado a los gatos como venganza por la muerte del gatito de Menes, y maldijo a la caravana y al pequeño niño. Pero Nith, el enjuto notario, declaró que el viejo campesino y su esposa eran probablemente los más sospechosos; pues su odio por los gatos era notorio y, con creces, descarado. Pese a esto, nadie osó quejarse ante la dupla siniestra, a pesar de que Atal, el hijo del posadero, juró que había visto a todos los gatos de Ulthar al atardecer en aquel patio maldito bajo los árboles. Caminaban en círculos lenta y solemnemente alrededor de la cabaña, dos en una línea, como realizando algún rito de las bestias, del que nada se ha oído. Los aldeanos no supieron cuánto creer de un niño tan pequeño; y aunque temían que el malvado par había hechizado a los gatos hacia su muerte, preferían no confrontar al viejo campesino hasta encontrárselo afuera de su oscuro y repelente patio.
De este modo Ulthar se durmió en un infructuoso enfado; y cuando la gente despertó al amanecer ¡he aquí que cada gato estaba de vuelta en su acostumbrado fogón! Grandes y pequeños, negros, grises, rayados, amarillos y blancos, ninguno faltaba. Aparecieron muy brillantes y gordos, y sonoros con ronroneante satisfacción. Los ciudadanos comentaban unos con otros sobre el suceso, y se maravillaban no poco. Kranon el Anciano nuevamente insistió en que era la gente siniestra quien se los había llevado, puesto que los gatos no volvían con vida de la cabaña del viejo y su mujer. Pero todos estuvieron de acuerdo en una cosa: que la negativa de todos los gatos a comer sus porciones de carne o a beber de sus platillos de leche era extremadamente curiosa. Y durante dos días enteros los gatos de Ulthar, brillantes y lánguidos, no tocaron su comida, sino que solamente dormitaron ante el fuego o bajo el sol.
Pasó una semana entera antes de que los aldeanos notaran que, en la cabaña bajo los árboles, no se prendían luces al atardecer. Luego, el enjuto Nith recalcó que nadie había visto al viejo y a su mujer desde la noche en que los gatos estuvieron fuera. La semana siguiente, el burgomaestre decidió vencer sus miedos y llamar a la silenciosa morada, como un asunto del deber, aunque fue cuidadoso de llevar consigo, como testigos, a Shang, el herrero, y a Thul, el cortador de piedras. Y cuando hubieron echado abajo la frágil puerta solo encontraron lo siguiente: dos esqueletos humanos limpiamente descarnados sobre el suelo de tierra, y una variedad de singulares insectos arrastrándose por las esquinas sombrías.
Posteriormente hubo mucho que comentar entre los ciudadanos de Ulthar. Zath, el forense, discutió largamente con Nith, el enjuto notario; y Kranon y Shang y Thul fueron abrumados con preguntas. Incluso el pequeño Atal, el hijo del posadero, fue detenidamente interrogado y, como recompensa, le dieron una fruta confitada. Hablaron del viejo campesino y su esposa, de la caravana de siniestros peregrinos, del pequeño Menes y de su gatito negro, de la oración de Menes y del cielo durante aquella plegaria, de los actos de los gatos la noche en que se fue la caravana, o de lo que luego se encontró en la cabaña bajo los árboles, en aquel repugnante patio.
Y, finalmente, los ciudadanos aprobaron aquella extraordinaria ley, la que es referida por los mercaderes en Hatheg y discutida por los viajeros en Nir, a saber, que en Ulthar ningún hombre puede matar a un gato.

EE.UU., 1890/1937



sábado, 6 de noviembre de 2021

GUDIÑO KIEFFER, Eduardo: Carta

 

Es un lugar oscuro y sin ventanas.
Pero estoy bien, créeme.

Ya no tengo más miedo.
Tuve miedo hace un rato, no lo niego,
Cuando estalló
El timbre del teléfono.
Y tratamos de huir hacia la noche
Sabiendo que era tarde.

Ya no me duele nada.
Sí, primero sentí la quemadura
Aquí en el lado izquierdo.
Después sangre en la boca
Y el estremecimiento.

Pero ahora nada, nada.
Me han sacado la ropa, los zapatos,
Y me envolvieron todo
En este trapo blanco.
Pero no tengo frío, no te aflijas,
Estoy tapado.

No siento nada, nada.
Me he cubierto de polvo poco a poco.
Me he cubierto los ojos,
La boca y todo el cuerpo
Con esta tierra tibia.
No necesito nada.
Con la tierra cayeron las semillas
Que brotarán seguro
En esta primavera
Con flores y yuyitos.

Ya no me importa nada.
En flores y yuyitos seré otro
En esta primavera.
Creceré de mí mismo
Veré otra vez el cielo.

No me hace falta nada.
Ni siquiera tus brazo tan queridos
Que nunca me abrazaron.
La raíz de algún árbol
Abrazará muy pronto
Con amor mi cintura.

Y ya no quiero nada.
No quiero ni encontrarte ni perderte.
Quedate y seguí sola. Buscá dentro
De vos, podés hacerlo.
Ya no sirvo de nada.
Pero vos sí servís, porque estás viva.
Por mí no te preocupes.
No me extrañes, querida.
El cielo ha terminado.

Es un lugar un oscuro y sin ventanas.
Pero estoy bien, créeme.
Yo abajo de la tierra.
Vos arriba.
Y que el sol y la lluvia te acompañen.

(Argentina, 1935/2002)



lunes, 11 de octubre de 2021

GORODISCHER, Angélica: El beguen



a Jorge Isaías

...de las mujeres mejor no hay que hablar:
todas, amigo, dan muy mal pago,
y hoy mi experiencia lo puede afirmar.
M. Romero

Y a pesar de todo, del abogado que le había conseguido el Richi, de las influencias que habían movido entre él y el Tresbolas, del diputado que el Triste decía que era pariente de él, a pesar de todo la habían metido en el Buen Pastor nomás. Pero ahora salía, estaba saliendo y las amigas ya le habían hecho la despedida y la Clarafina hasta un poco había llorado y ahora la Vaca y la Soreta y la Fideos con Crema se hacían las buenitas y le decían chau y portate bien. Sí, bien, por supuesto que se iba a portar bien y probablemente la iban a meter de nuevo adentro pero eso no le importaba.
Le habían conseguido un laburo y una pieza en una pensión y le habían dado un poco de plata. El juez le había dicho que eso era para que viera que el Estado se ocupaba de ella y que ella no podía defraudarlos, así le había dicho. La pensión y el laburo le venían justo hasta que pudiera averiguar por dónde andaba. En una de esas lo buscaba en la guía y lo encontraba, porque estaba casi segura de que él ni se pensaba que ella era calle otra vez y aunque supiera, ¿por qué se iba a andar escondiendo? Si ni se la esperaba. Como ella cuando ni se la esperaba. ¿Abandonarla él? Pero vamos. ¿Dejarla pudrirse en la juiciosa cuando ella había hecho todo por él? Claro que no. Todo le había dado, lo que no se da le había dado. Había dicho que había sido ella, que ella lo había matado, cómo la iba a dejar sola.
Como si fuera hoy, vea. Vení negrita, le había dicho él, vení vamos, acompañame que yo lo convenzo vas a ver y después nos vamos de farra los dos, vení. Pero no lo habían convencido, mucha labia, mucho hacer brillar los dientes pero el otro era duro. Duro y frío y dijo que no y al Richi se le fue congelando la sonrisa y empezaron a los gritos y ella le dijo vení vamos, ya nos vamos a arreglar pero los dos tipos estaban lanzados y cuando el otro sacó el revólver el Richi se le puso pálido y el otro se rio y con la risa se descuidó. El Richi no
estaba en condiciones pero ella sí: se le tiró como gato, le sacó el revólver, lo revoleó y el Richi lo abarajó y casi sin apuntar disparó.
—Está muerto —tartamudeó el Richi—, está muerto Negrita, lo maté. Parecía que iba a vomitar. De no haber sido por ella, vomitaba. Se sentaron en el sofá. El Richi quería irse pero ella lo calmaba, quieto le decía, esperate, esperate a estar mejor, no podés salir así, calmate.
—Qué voy a hacer, Negrita, qué voy a hacer —casi lloraba el Richi.
—Yo soy testigo —le había dicho ella— de que fue en defensa propia.
Ahí fue cuando el Richi levantó la cabeza y la relojeó y ella se dio cuenta de todo. Se dio cuenta de que su testimonio no valía nada. La iban a mirar con asco: una mina como ella, salida del arroyo, exbailarina en el Casino, hasta que lo había conocido al Richi, hágame el favor, de qué sirve lo que puede decir una atorranta como esa. Y también se dio cuenta de lo que iba a hacer. El Richi no se lo iba a pedir, pero ella sabía lo que iba a hacer.
—Vos quedate tranquilo. Voy a decir que fui yo.
Y él había llorado besándole las manos y le había prometido influencias y abogados y lo que fuera que el vento del viejo pudiera conseguirle, ya vas a ver.
—Vos tenías los guantes puestos y yo la mano desnuda, mis dedos deben haber quedado marcados en el revólver, quedate tranquilo. Vos ni estabas aquí, ¿me oís?, ni estabas. El tipo me encontró en la calle, me invitó diciendo que tenía un laburito para mí, yo ni desconfié, vine, me quiso reclutar para un quilombo de lujo que dijo que iba abrir, yo me le retobé, él me amenazó con el revólver, yo se lo quise quitar, forcejeamos y le pegué un tiro, sin querer pero le di. Y si alguien dice que vos y yo andábamos juntos digo que más o menos, que había sido un beguen y que se te había pasado.
Y a pesar de todo, del abogado que le había conseguido el Richi, de las influencias que habían movido entre él y el Tresbolas, del diputado que el Triste decía que era pariente de él, a pesar de todo la habían metido en el Buen Pastor y ella se había querido morir.
Pero el primer día de visita había venido el Richi a verla y de todo le había traído. Comida, un sweater fino y unas zapatillas. Cigarrillos y chocolate y hasta un frasco de colonia que la Clarafina le había sacado enseguida. Él la miraba y la miraba:
—Estás flaca y pálida, mi pobre Negrita, ¿qué te pasó en la cara?
—Nada, nada —había dicho ella.
Cualquier día le iba a contar.
—Te vamos a sacar, estate segura. Voy a venir siempre los días de visita y te voy a traer todo lo que necesités. Vos decime nomás y yo te traigo.
Las otras se habían cagado de risa.
—Sí —había dicho la Rumana—, al principio todos vienen pero después chau, si alguna vez te eché pasto ya olvidé.
Ella no había dicho lo que pensaba que era: no el Richi es distinto, no me va a dejar en la estacada. Ya ha aprendido. Pocos días pero ya había aprendido: cuanto menos digás, mejor, menos van a tener de dónde agarrarse para curtirte a lonjazos. Eso era en los primeros tiempos que eran los peores. Entrás, te quitan todo, te dan la ropa, te dicen cuál va a ser tu lugar y en cuanto la Soreta o la Zapanca se dan vuelta van, ya te están volteando, te revisan entera y empieza la primera parte de la diversión. Y si llorás es peor. Primero te dan con todo y cuando te creés que ya no das más y que pronto se va a terminar, se termina, sí, pero empieza la otra parte. Si ya lo tienen todo decidido, mejor. Pero si no, una se te sienta encima, golpeada y medio desnuda como estás sangrando por la nariz y llena de mocos y saliva y lágrimas, para que no te muevas, como si pudieras moverte, y las otras se pelean por vos. La que gana te agarra de los pelos y te lleva y te obliga a chuparla toda mientras las otras miran y se ríen y después, por ejemplo, es un decir porque se pueden hacer tantas cosas con una que recién llega, después te mete algo allá abajo entre las piernas y te hace bailar con eso colgado mientras te retorcés de dolor y las otras siguen meta risa. Si sos buena, si te portás bien como dicen la Vaca y las otras y sobre todo las monjas que son peores que las guardias y las internas, durante un tiempo no la pasás tan mal como el primer día. Sos la sirvienta de la que te ganó, la vestís, la peinás, la bañás, le das tu comida y tu ropa y tus fasos y lo que te trae la visita, le hacés la paja, te dejás pegar y clavar agujas o aguantás que apague los puchos apretándotelos en la barriga si hiciste algo mal o que a ella no le gustó, y ella a cambio no te da nada. Te tira con las sobras de la comida cuando se le da la gana y te patea cuando la molestás.
Pero un día llega una nueva y ahí se empieza a aliviar todo. Se olvidan de vos y de a poco pasás a ser una más. Te convidan con un faso, podés comer la porquería que te toca cuando reparten, te dejan la ropa, en fin, hasta se te curan las lastimaduras. Y si tenés paciencia podés llegar a ser una de las grandes, de las que se pelean por la que llega. Y hasta podés fanfarronear:
—¿Viste que sigue viniendo, que no me deja en la estacada?
Porque el Richi venía. Una semana, dos, un mes, tres meses y seguía viniendo firme como talón de oso y traía cosas: revistas, chocolate, salame y queso, galleta marina, zapatillas, hasta una bolsa de agua caliente cuando apretó el frío.
—Ya va a dejar de venir, vas a ver.
Y una semana no vino y las otras la miraron y se le rieron y la Chupada le dijo ¿viste?, pero a la otra semana llegó.
—¿Te creíste que te había abandonado, negrita, ¿eh?
—No —dijo ella—, yo sabía que no ibas a dejar de venir.
Pero dejó de venir. De a poco, como las internas cuando habían empezado a dejarla en paz, de a poco dejó de venir. Ella se hacía la que no le importaba. Pero la Clarafina se la llevó con ella un día, la Clarafina, justo ella que había sido la que la había ganado el día de entrada, y le dijo yo sé que te pasa pero m'hija así son las cosas, bastante te duró, no podés pedir milagros, se cansó y ya debe haber vuelto a su vida bacana, porque es un fifí, no me digás, y esos son los peores.
Y, sí, era un fifí y se había cansado, ella era un beguen y nada más que eso y le había dado todo, hasta lo que no se da, y él le pagaba así, de modo que se abrazó a la Clarafina y lloró y la Clarafina le dio palmaditas en la espalda hasta que se le pasó y ahora estaba afuera y lo iba a ir a buscar y seguro que lo iba a encontrar porque él ni se la esperaba.
Se fue a la pieza y agarró el laburo y se portó bien y hasta se ganó unos pesos haciendo horas extras, siempre sí señor de acá y sí señora de allá y por favor y gracias. Las del taller la miraron torcido al principio pero después se acostumbraron. Igual que en el Buen Pastor. Un poco mejor pero en el fondo, igual. Y un día pidió la guía y la señora le dijo:
—Las empleadas no pueden usar el teléfono acá.
—No, señora —dijo ella, muy mansita—, si yo lo que quiero es buscar la dirección de una amiga.
—Ah, bueno —dijo la vieja.
Y después le preguntó:
—¿La encontraste, la dirección de tu amiga?
—Sí, señora, gracias —dijo ella.
Claro que la había encontrado. La misma dirección de antes, el mismo teléfono de antes pero ella no lo iba a llamar, claro que no, ni lo iba a ir a buscar, ni loca que estuviera. Empezó a irse a pie, del taller a la pensión.
—Así ahorro un poco —le dijo a una de las sorfiladoras que un día le preguntó si ya no tomaba el tranvía— porque me quiero comprar una estufa.
Una noche se desvió y pasó por la casa. Era lejos, tenía que dar una vuelta muy grande pero no le importaba. La misma casa. Casa rica, con jardín adelante y reja, casa que ella conocía porque él se la había
mostrado una vez. La había dejado en la voiturette esperándolo, no frente a la puerta sino un poco más allá para que nadie se diera cuenta, y había subido a buscar guita y mientras lo esperaba ella había estado mirando la casa. Linda casa, rica y gris, como insolente: si a una se le caía encima seguro la dejaba chata como cinco de queso. Pasó casi sin mirar, buscando un lugar entre los árboles o en algún recoveco de enfrente.
Dejó pasar unos días y volvió. Y otros días y volvió a volver. Hasta que encontró el lugar justo y allí se quedaba, todas las noches hasta que ya estaba segura de que no lo iba a ver, y a la otra noche volvía.
Una noche lo vio, por fin. Se le cerró la garganta y pensó que se iba a ahogar. No quería pero se agarrotó entera toda ella. Lo vio entrar.
Silbando iba.
Hasta que se dio cuenta de que con eso no sacaba nada porque ¿qué iba a hacer?, ¿pararlo en la puerta antes de que entrara?, y entonces lo buscó en los piringundines. Días y días de recorrer los lugares en los que pensaba que lo iba a encontrar, y nada. Y una noche lo vio bajar de la voiturette frente al "Select" y le rezó fuerte fuerte a San José que siempre le había dado lo que ella le pedía cuando le hacía promesas diciéndole que largaba el faso, juro que lo largo para siempre, si encontraba la puerta del auto sin llave. Subió y se sentó haciéndose toda chiquita en el asiento de al lado del conductor. Que no me vea, pensó, y estaba tan contenta como nunca había estado desde hacía años y años. El corazón le hacía tanto bochinche que pensó que lo iban a oír adentro del "Select" con orquesta y todo.
Se durmió. Hecha un bollo entre el asiento y el piso de la voiturette se durmió y la despertaron le pareció que muchas horas después, unos curdas que discutían a los gritos hasta que se oyeron los pitidos de la ronda que venía por la otra calle. Los curdas rajaron y ella trató de desperezarse. Le dolía todo el cuerpo y el corazón seguía galopando pero no tanto como antes. Pasó las manos por el volante, por el cuentakilómetros, por la guantera. La abrió y adentro había una linterna, papeles, una gamuza amarilla, dos lápices, un llavero con llaves, la Turnbull-Todo-Uso, una libreta, unos anteojos oscuros y un tubito de aspirinas. Se metió en el bolsillo la navaja, el tubito de aspirinas y uno de los lápices, total para qué quiere dos.
Todavía tuvo que esperar y de nuevo le pareció que pasaban horas y horas. No lo vio hasta que no lo tuvo casi encima. Él no la vio: abrió la puerta y se metió.
—Hola —dijo ella.
Él se quedó como helado, blanco y helado, totalmente como la noche aquella en la que había matado a Obregón.
—Decí algo —dijo ella.
Él empezó a moverse y hasta se rio:
—Negrita querida, pero qué alegrón.
—Sí, ¿no es cierto? Tendríamos que festejar.
—Pero claro, claro —dijo él y puso en marcha la voiturette—, ¿adónde querés que vayamos?
—Mirá, no tengo facha como para ir de juerga, pero qué te parece si damos una vuelta por el parque.
—Fantástico, y me contás todo, ¿eh?
—Sí —dijo ella.
Y no hablaron por un rato hasta que ella dijo:
—Para el lado del lago, que es tan lindo y hace tanto que no lo veo.
Y cuando llegaron le pidió que un poco más allá, desde donde se viera bien la isla con los pavos reales.
—No, sonsita, los pavos reales están en el rosedal, en la isla están los cisnes.
—Los cisnes, cierto, es que ya ni me acuerdo.
Él se rio.
—Aquí —dijo ella—, pará aquí. Se bajó corriendo y se arrodilló a la orilla del lago y metió las manos en el agua. Estaba fría. Él la miraba junto a la puerta abierta de la voiturette.
—¡Aia! —dijo ella de pronto—. Vení, vení Richi, mirá qué cosa.
Él se acercó y se inclinó al lado de ella:
—Qué.
—Mirá, pero mirá.
Y cuando él se agachó más todavía, ella sacó la mano del agua como un rayo y en la mano una piedra y con la piedra le pegó en la cabeza, aquí, arriba de la oreja, con todas sus fuerzas. Él se derrumbó calladito, la cara contra el agua, que ella tuvo que arrastrarlo para que no se le ahogara.
—Despertate, amor mío —dijo ella—, dale, vamos, que si no te vas a perder el espectáculo.
Él gimió.
—Bien, así me gusta.
Él abrió los ojos.
—Te voy a matar, Richi —dijo ella—, de a poquito como me mataste vos a mí cuando dejaste de ir el día de visita. Te voy a matar y me voy a reír mientras vos te vas muriendo.
Él no entendía. Tenía los ojos abiertos pero no entendía. Volvió a gemir. Trataba de moverse pero no podía. Sabía que tenía que moverse y rajar de ahí pero no sabía por qué, y ella le veía todo en los ojos, en la comisura de los labios, en la mano que se abría y se cerraba sobre el pasto mojado y se volvía a abrir porque sí, todos los dedos juntos al mismo tiempo.
—Obregón por lo menos tuvo suerte, ¿te acordás?, pum, una bala y chau, se fue, pero para vos una bala es demasiado bueno, es como un premio. Mirá bien, Richi, mirá bien.
La navaja hizo zudd y la hoja brilló con un brillo gris como el de la casa insolente en la luz pobre que venía de los reflejos sobre el agua. Ella movió el brazo y él gritó.
—Shhh, tranquilo —dijo ella—, si no fue más que un pinchazo.
Retiró la hoja y la mano dejó de abrirse y de cerrarse. Lástima la oscuridad, pensó ella. Si hubiera sido de día se hubiera visto el color de la sangre, ese color sombrío, brillante y espeso, ese color que da tanto miedo porque es lento, como una amenaza, como los minutos cuando una espera. Pero era de noche porque a quién se le ocurre que hubiera podido matarlo de a poco bajo la luz del día; era de noche y no podía ver el color, solamente podía oler el olor, un olor de guerra, un olor de gozo y de abundancia, un olor que parece que una no se lo va a aguantar de tan frondoso como un árbol, de tan rico como el tesoro enterrado que nunca vas a encontrar.
Y por eso volvió a herirlo. Antes le tapó la boca para que el aullido no la fuera a tomar de sorpresa y alguien oyera, y enseguida con la punta de la Turnbull le marcó la cara.
—Si te fueras a curar, Richi queridito mío, y no es que te vayas a curar, pero si te fueras a curar, quedarías con una cicatriz y la gente diría ay cómo se hizo eso pobre muchacho y a tus espaldas alguien explicaría que fue una amante despechada. ¿Te parece que soy una amante despechada?
La sangre oscura se le escurría por el cuello y le mojaba la camisa. Quería gritar, seguro que quería, pero ella no lo dejaba. Estaba sentada sobre el pecho de él y con las dos manos le apretaba la boca. La Turnbull le sobresalía por entre los dedos de la derecha. Lo golpeó de nuevo. En realidad no fue un golpe, fue casi una caricia. La punta de la navaja rasgó el saco, el chaleco, la camisa y la camiseta y llegó a la carne y siguió. No muy hondo, no mucho. No quería que se le muriera tan pronto. Ella había aguantado años, ¿cuántos años? Bien podía él aguantar un par de horas.
—¿Tenés corazón vos? ¿Tenés? ¿Seguro que tenés?
Metió la punta de la Turnbull en la herida recién abierta y la recorrió, revolviendo en la carne con la hoja manchada. Richi se desmayó. Una lástima.
Se levantó y se lavó las manos en el lago. Posiblemente el agua se teñía de colorado pero como estaba tan oscura, sucia posiblemente y de noche, ella no la distinguía. Tampoco había ya olor, aunque quizás había y ella se había acostumbrado.
Volvió junto a él que parecía de yeso. De nieve y de cristal, parecía, tan blanco y tan frío y tan agudo, y ella que lo había acariciado tanto hacía tanto tiempo y lo había hecho arder y tirársele encima riéndose y mordiendo, la boca ardida y los ojos como el dos de oro. Ahora estaba quieto y frío, tanto que se alarmó y le tomó el pulso. Pero no. Vivía. Menos que antes pero vivía. Le sacó los zapatos y las medias y con la navaja le hizo un corte bastante hondo, más que el del pecho, uno en cada planta de cada pie. Él se agitó, hizo algo como un sollozo y movió la cabeza. Ella se le acercó y le pareció que él quería decirle algo. Se inclinó.
—Qué querés —decía él despacito, tan despacito que ella casi no le oía—, decime qué querés, te lo doy todo, decime.
—Tarde piaste —dijo ella—, ya no quiero nada. O sí quiero: quiero que vayas el día de visita y me lleves caramelos y un frasco de colonia, eso quiero.
Y entonces lo hirió en el vientre. Le reventó el cinturón de un tajo y le hundió la punta de la Turnbull junto al ombligo.
—Negrita —dijo él, que ya se iba muriendo.
La palabra la alcanzó justo en la boca. Los labios se le pegaron a los dientes y tuvo que separarlos para poder tragar aire. Parecía como si él quisiera decirle negrita otra vez. Un llanto que nadie podía consolar con nada le subió desde los talones, le apretó la cintura y le salió por las manos que solas ellas, sin mando y sin razón, se fueron contra el hombre y golpearon y golpearon hasta que se cansaron.

Cuando dejó de llorar, él estaba muerto. Limpió la navaja en el pasto y la tiró al lago. Después se fue caminando para el lado de la avenida.
Al día siguiente tenía que ir temprano al taller porque una de las pantaloneras estaba enferma. Tal vez nadie pensara en ella cuando lo encontraran. Tal vez sí y entonces la irían a buscar. Si entraba de nuevo al Buen Pastor no iba a ser como la otra vez: no iba a dejar que la zamarrearan, iba a ser directamente una de las grandes. Y sabía que la Clarafina la iba a defender.

(Argentina, 1928)

viernes, 8 de octubre de 2021

OLIVER, MAry: El viaje


Un día por fin supiste
lo que tenías que hacer, y lo empezaste,
aunque a tu alrededor algunas voces
insistían en gritar
malos consejos...
aunque toda la casa
se puso a temblar
y sentiste el viejo tirón
en los tobillos.
“¡Arréglame la vida!”,
gritaba cada una de las voces.
Pero no te detuviste.
Sabías lo que tenías que hacer,
aunque el viento husmeara
con sus dedos rígidos
hasta en los cimientos,
aunque su melancolía
fuese tremenda.

Ya era bastante tarde
y era una noche espantosa
y la carretera estaba llena
de ramas y piedras caídas.
Pero poco a poco,
a medida que dejabas atrás sus voces,
las estrellas comenzaron a arder
a través de las láminas de nubes,
y se oyó una voz nueva
que lentamente
reconociste como tuya,
que te hacía compañía
mientras a zancadas
penetrabas cada vez más en el mundo,
con la decisión de hacer
lo único que podías hacer...
la decisión de salvar
la única vida que podías salvar.

(EE.UU., 1935/2019)



martes, 28 de septiembre de 2021

VALLEJO. César: Los heraldos negros


Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… ¡pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

(Perú, 1892/1938)



sábado, 28 de agosto de 2021

GALEANO, Eduardo: ¿Por qué escribo?

 

Por qué escribo. Para empezar, una confesión: desde que era bebé, quise ser jugador de fútbol. Y fui el mejor de los mejores, el número uno, pero solo en sueños, mientras dormía.
Al despertar, no bien caminaba un par de pasos y pateaba alguna piedrita en la vereda, ya confirmaba que el fútbol no era lo mío. Estaba visto: yo no tenía más remedio que probar algún otro oficio. Intenté varios, sin suerte, hasta que por fin empecé a escribir, a ver si algo salía.
Intenté, y sigo intentando, aprender a volar en la oscuridad, como los murciélagos, en estos tiempos sombríos. Intenté, y sigo intentando, asumir mi incapacidad de ser neutral y mi incapacidad de ser objetivo, quizás porque me niego a convertirme en objeto, indiferente a las pasiones humanas.
Intenté, y sigo intentando, descubrir a las mujeres y a los hombres animados por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, más allá de las fronteras del tiempo y de los mapas, porque ellos son mis compatriotas y mis contemporáneos, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido.
Intenté, intento, ser tan porfiado como para seguir creyendo, a pesar de todos los pesares, que nosotros, los humanitos, estamos bastante mal hechos, pero no estamos terminados. Y sigo creyendo, también, que el arcoíris humano tiene más colores y más fulgores que el arcoíris celeste, pero estamos ciegos, o más bien enceguecidos, por una larga tradición mutiladora.
Y en definitiva, resumiendo, diría que escribo intentando que seamos más fuertes que el miedo al error o al castigo, a la hora de elegir en el eterno combate entre los indignos y los indignados.

(Uruguay, 03.09.1940/13.04.2015)

(En Cerrado por fútbol. Extraído de Nuestro Eduardo Galeano, 13/04/2021)



jueves, 22 de julio de 2021

MAIRAL, Pedro: El extranjero


EL PUNTAPIÉ INICIAL

Esto es para agradecer a mis amigos del fútbol de los jueves. Yo juego mal al fútbol. Cosa que es bastante notoria. Ellos me dejan jugar igual, como esos grupos que tienen un amigo en silla de ruedas y lo integran a todo. En realidad, empecé por un error. Me invitaron un día en joda a dar “el puntapié inicial”, como si fuera Xuxa, o algo así. Y fui. Estaba en jeans y por suerte en zapatillas, porque faltó un jugador y mi puntapié inicial se prolongó una hora cuarenta. Al día siguiente me dolían las piernas, y a los dos días no me podía mover. Pero volví y sigo yendo, y de vez en cuando en la confusión del área meto un gol.
No podría decir que ahora después de veinte años “volví a jugar”, porque en realidad justamente lo que me pasaba es que antes no podía “jugar”. Para que se entienda lo mal que la pasaba en la infancia, va este texto que salió hace cinco años en la ya inexistente revista Latido, en un número que trataba sobre la vergüenza. Hoy ya no lo escribiría. No me quiero hacer el superado, diciendo que mis torpezas ya no me molestan, pero sí es cierto que me las tomo con otra filosofía. Y además ahora soy de Racing por adopción (pero eso es para contar en otro momento). A los amigos del fútbol de los jueves, entonces, muchas gracias.

EL EXTRANJERO

Se me ocurren varias cosas que me dan vergüenza, por ejemplo: despedirme de alguien con un gran abrazo a la salida de una fiesta y después ir caminando los dos para el mismo lado. Que un mago me elija como voluntario. Los diálogos de ascensor. Salir del cuarto oscuro y poner el voto en la urna. Ganar. Contestar preguntas sobre el oficio de escritor en los períodos en que no estoy escribiendo. El fútbol… Sí, el fútbol, que tanta alegría le da a tanta gente, para mí siempre ha sido motivo de bochorno. El desinterés por el fútbol te vuelve un poco menos argentino, un poco menos hombre. Yo padecí eso toda la vida. Me hubiese gustado ser parte de la gran hermandad futbolística, poder integrarme a la memoria colectiva de cada domingo y hablar después durante la semana, como los porteros, de vereda a vereda, como los oficinistas, de escritorio a escritorio, cargándose por derrotas y rivalidades, insultándose de esa manera tan colorida y ocurrente. Pero el fútbol siempre me expulsó.
Nunca logré ser de ningún equipo. En casa me habían regalado una camiseta de Boca. Yo me la puse un par de veces y la sentí como un disfraz. Un día me vino a visitar Gonzalo, un compañero de primer grado, y cuando vio la camiseta se rio de mí, me despreció porque él era de River. Finalmente me convenció para que me uniera a los millonarios y yo acepté. Hice un gran esfuerzo pero fue en vano, no me interesaban las formaciones, ni los resultados, ni los cantitos, y así quedé sin camiseta, condenado a revelar mi desnudez apátrida cada vez que me preguntan de qué equipo soy.
Como jugador, mi historia no es mucho mejor. En el colegio, en el recreo de las diez y diez, salíamos corriendo de la clase y los dos líderes hacían “pan y queso” en las baldosas del patio. El que le pisaba la punta del pie al otro empezaba a elegir. Iban seleccionando a los mejores, y cada elegido se unía contento a uno de los dos equipos que se iban formando. Los pataduras íbamos quedando entre los últimos. Vos veías que tu amigo buscaba un jugador entre los aspirantes y te evitaba la mirada una y otra vez, como si fueras transparente. Él sabía que vos estabas ahí, pero no te elegía porque la victoria era más importante que las sutilezas de la amistad. Yo quedaba último o anteúltimo, sin decir nada (porque suplicar era peor), hasta que me elegían porque no quedaba más remedio.
Nos poníamos a jugar en el patio de cemento, donde había dos o tres partidos simultáneos. Lo que me empezaba a pasar a mí en ese momento es difícil de explicar. Era como que te sienten en una orquesta filarmónica a tocar un instrumento con el que ensayaste apenas un par de veces. Tenés miedo de arruinar todo, miedo a equivocarte, a ser una vergüenza para la historia de la música, pifiar algo grosero en pleno concierto y que se interrumpa la función por tu culpa. Esa era la sensación que tenía. Mi equipo hacía jugadas magistrales hasta que la pelota llegaba a mis pies, que estaban totalmente fuera de tono y entonces yo pifiaba, pateaba mal o me la sacaban los contrarios y arruinaba toda la jugada, todo el esfuerzo de mis amigos. Y lo peor es que ellos, por ahí, no decían nada, o a lo sumo, mientras volvíamos a la media cancha después del gol de los contrarios, decían “Pónganse las pilas, muchachos”, y yo sabía que eso estaba dirigido enteramente a mí.
Cuando me preguntan de qué equipo soy, contesto: “De ninguno; no soy muy futbolero”. Prefiero ese baldazo de agua fría, esa confesión antipática, a intentar simular una pasión por alguna camiseta, porque si lo hago, enseguida sale a la luz mi ignorancia y es mucho peor quedar como impostor que como extranjero.
Hace poco un taxista me preguntó de qué equipo era y yo quise contestar como siempre, pero supongo que lo dije con tono de fastidio porque me preguntó si me molestaba el tema. Yo le dije: “¿A vos te gusta el ballet?” “No”, me contestó. “A mí tampoco, no me gusta nada”, le dije. “Ahora imaginate que el país entero fuera fanático del ballet y a vos no te gusta el ballet. La gente va los domingos a ver ballet a los teatros; unos son fanáticos de Maximiliano Guerra, otros de Julio Bocca; y en cada teatro compiten dos bailarines y bailarinas. Imaginate que paran el tráfico por la cantidad de gente que va a ver ballet, que los noticieros le dedican quince minutos todos los días al ballet, imaginate si hubiera siete canales de TV que pasan solo ballet.” El taxista me miraba por el espejito. Yo seguí: “Imaginate que los pasajeros que se suben al taxi te hablen de la coreografía y los saltos geniales que hizo un bailarín el domingo y vos no lo viste y no te gusta el ballet. En la calle todos hablan de ballet, las tapitas de gaseosa tienen adentro imágenes de bailarines. Cuando un chico nace ya el padre lo hace fan de un bailarín. Los chicos en la plaza ponen música y bailan. Hay barrabravas de ballet, se matan a cadenazos y balazos a la salida del Colón cuando es la gran final. Una o dos veces por mes alguien te pregunta ‘¿Vos de qué bailarín sos?’, y vos no sos de ningún bailarín. Lo decís y te miran raro. La gente en los bares mira ballet por televisión…”. A esta altura el tipo empezó a resoplar, así que no le di más ejemplos y le pregunté: “¿Me entendés?”. “Sí”, me contestó, “te entiendo”. “¿Cómo te sentirías vos si la cosa fuera así?”, le pregunté. “Y… no… claro”, contestó, después se quedó callado y al rato dijo: “Pero no vas a comparar el fútbol con el ballet”. Y yo me hundí un poco en el asiento y miré por la ventanilla con vergüenza porque pensé que él quizá tenía razón.

(Octubre de 2001, Revista Latido, nº 28 – Maniobras de Evasión, Ed. Emecé, 2015)

(Argentina, 1970)



sábado, 17 de julio de 2021

PAZ, Octavio: El ramo azul


Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó: —¿Ónde va señor? —A dar una vuelta. Hace mucho calor. —Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse. Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes después percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce: —No se mueva , señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunté: —¿Qué quieres? —Sus ojos, señor —contestó la voz suave, casi apenada. —¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme. —No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. —Pero, ¿para qué quieres mis ojos? —Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. —Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos. —Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules. —No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa. —No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta. Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. —Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. —¿Ya te convenciste? No los tengo azules. -—Ah, qué mañoso es usted! —respondió— A ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó. —Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos. —Ábralos bien —ordenó. Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso. —Pues no son azules, señor. Dispense. Y desapareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente hui de aquel pueblo.

  

martes, 13 de julio de 2021

CASTILLO, Abelardo: Ser escritor (fragmentos)



POR QUÉ SE ESCRIBE

La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos solo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que esas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Recuerdo una serie de televisión inglesa sobre la vida de Shakespeare, en la que hay una escena memorable. Se sabe que Shakespeare tuvo un gran amor, la famosa dama morena de los sonetos. En esa escena, ella le pide que por favor le diga palabras hermosas, como las que escribe en sus dramas, y no que meramente quiera arrastrarla a la cama. Shakespeare, que ha escrito los diálogos de Romeo, debe recurrir a uno de sus actores para que le explique cómo se habla con las mujeres reales. Al ver esa obra, yo pensé: Shakespeare debió de haber sido realmente así.

LUGAR DEL ESCRITOR

Me preguntan cuál es el lugar del escritor en el mundo actual. La pregunta sería más fácil de responder —y la respuesta, más desalentadora— si nos preguntáramos por el lugar del arte en general. Si “lugar” significa influencia o importancia práctica, el arte no ocupa ningún lugar.
En los años sesenta, o hasta los años sesenta, podía hablarse de la misión del escritor, de su destino, de su compromiso histórico. Se hablaba de la literatura como arma, como modo del conocimiento, como una especie de artefacto estético, en suma, destinado, aunque fuese a largo plazo, a influir sobre la gente o a cambiar el mundo. No importa que estas ideas fueran falsas, incluso estúpidas; importa que permitían escribir y, sobre todo, que podían pensarse. Creo que ningún escritor se pregunta hoy para qué sirve la literatura, por miedo a la respuesta. Siendo escritor, no puedo reflexionar sobre la literatura en general sin reflexionar sobre mi literatura en particular, y a nadie le gusta descubrir que lo que hace carece de importancia.
Hacer poemas, hacer novelas, siempre fue un oficio secretamente vergonzante. El escritor tradicional resolvía el problema imaginando que, por lo menos, era un ser necesario. Una suerte de trabajador marginal, pero, a fin de cuentas, necesario. Hoy sospecha que esta coartada es falsa y, con simulada humildad, se vuelve pragmático: se ve a sí mismo como un mero objeto de la economía de mercado. Un libro es algo que se vende, por lo tanto su autor es un productor de bienes de servicio. La finalidad de una novela no es perdurar ni testimoniar el mundo, ni siquiera ser leída: la finalidad de una novela es ser vendida. Los editores y los suplementos culturales nos acostumbraron a ese modo de pensar. No hay listas de mejores libros, hay listas de libros más vendidos.
El problema es que esta coartada también es falsa, al menos si se es argentino. En un país donde los libros de ficción —no hablemos de la poesía— no venden más de dos o tres mil ejemplares, y esto cuando son un acontecimiento, es difícil, siendo escritor, sentir que se ocupa algún lugar. ¿Quién tiene la culpa de esto? Confieso que no sé, y confieso que el problema no me importa demasiado.
Estamos atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido. La religión, la ciencia, el arte, ya no dan respuestas a nadie. El final de la historia, el fin de las ideologías, la muerte de las utopías, quieren decir sencillamente que no le vemos un sentido al mundo. La pregunta, entonces, sería: ¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe. En esto, el escritor de los noventa me parece idéntico al de los sesenta, al de los treinta, al del siglo XXI.
Empecé diciendo que el arte no ocupa ningún lugar. Esa también me parece una buena respuesta metafórica y, por lo tanto, literaria. Todos sabemos que “utopía” significa precisamente eso: no lugar, ningún lugar.
Un escritor no es solo un señor que publica libros y firma contratos y aparece en televisión. Un escritor es, tal vez, un hombre que establece su lugar en la utopía.

PSICOANÁLISIS POÉTICO

La literatura es, entre muchas otras cosas, una especie de autoanálisis inconsciente. Tal vez yo no pueda saber cómo soy ni pueda explicarlo, pero, en mis libros, mis personajes son quienes me dicen cómo soy. Sobre todo cuando actúan de una manera en que yo no actuaría, están, de algún modo, denunciándome.
Dicho sea de paso, Pablo Neruda lo expresó mucho mejor: “Si me preguntan qué es mi poesía debo decirles: no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo”.

LITERATURA Y FELICIDAD

La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza. ¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor. Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y se escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos.

LA HISTORIA SUBTERRÁNEA

Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción.

POESÍA Y PROSA

Desconfío de los escritores que no empezaron haciendo versos. Leopoldo Marechal solía recordar que, para Aristóteles, todos los géneros de la literatura son géneros de la poesía, y Ray Bradbury aconseja leer todos los días un poema antes de ponerse a escribir un cuento o una novela. Todo escritor verdadero es esencialmente un poeta. Ser poeta no significa escribir en verso; ni el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía.
Cuando uno dice “poeta” piensa en Góngora, en Machado, en Lorca, en Neruda, en Vallejo. Son, digamos, poetas en estado puro. Pero hay otro tipo de escritor que llega a los versos a través de la prosa, como Borges, como Quevedo, incluso como Poe. Y hay todavía un tercer tipo, el gran prosista, que no puede escribir versos, aunque seguramente empezó haciéndolo en su adolescencia. William Faulkner le confesaba a Jean Steen: “Soy un poeta malogrado. Quizá todo novelista quiere escribir primero poesía, y descubre que no puede, y entonces intenta escribir cuentos, que es la forma más exigente después de la poesía, y, al fracasar, solo entonces se dedica a escribir novelas”.
La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo.

(Argentina, 1935/2017)

(Fragmentos de su libro de ensayo Ser escritor, Bs. As., Seix Barral, 2007)




sábado, 29 de mayo de 2021

ARBOLITO. Un día de estos


Un día de estos me voy a ir
por el camino que nunca fui,
lejos de toda la mezquindad,
todo egoísmo.

Lejos de tanta vulgaridad,
tanta locura y velocidad
que me recorre en esta ciudad,
donde yo vivo.

Voy a tratar de reconocer
al ser humano que vive en mí,
que está detrás de esta capa gris,
como escondido.

Voy a charlar con el niño aquel,
que va tranquilo en su soledad
con animales y nada más.
Quizás me ayude
a ver si me puedo conectar
con lo que piso en mi caminar,
con lo que crece bajo esta luz,
con las estrellas.

Y cuando vuelva verás en mí
al ser humano que siempre fui,
que estaba atrás de esta capa gris,
como escondido...

Un día de estos...


Agustín Ronconi: voz, flauta traversa, quena, charango, violín, guitarra
Andrés Fariña: bajo y coros
Diego Fariza: batería y bombo legüero
Ezequiel Jusid: voz, guitarra acústica, guitarra eléctrica
Pedro Borgobello: clarinete, quena, coros

Ex integrante: Sebastián Demenstri: percusión y accesorios