miércoles, 21 de noviembre de 2007

ALZATE, Gabriel: Un error



Les habían dicho que aquella mañana llegarían al pueblo. Desde temprano salieron a esperar en la carretera principal. Habían ido casi todos con excepción de algunos ancianos y unos niños a los que fue imposible despertar.
Alguien avisó que la hora había llegado.
Otro más comentó que no podía tardar.
El sol subió y se puso vertical. La expectativa fue creciendo con la tarde: entonces resolvieron sentarse a descansar, pero en sus ojos continuó la espera y el posible asombro.
A eso de las cuatro, cuando el sol cegaba y era necesario usar la mano a modo de visera para detallar las montañas, los caminos y las grutas en las rocas, ya habían olvidado a los que quedaron en el pueblo.
En la noche, cuando regresaron cansados y desilusionados a contarles a los demás que nadie se había presentado, hallaron el pueblo en ruinas: ni una señal de vida, ni un quejido, ni leños humeantes. Nada.
Todo fue, según dedujeron, un simple error: el invasor se había presentado a la hora justa. Con terror justo acabó el poblado y a quienes quedaron en él.
Decepcionados, los invasores se marcharon maldiciendo la cobardía de los hombres que, abandonando a sus ancianos y a sus niños, habían resuelto huir.


(Colombia, 1951)



miércoles, 14 de noviembre de 2007

PARDO BAZÁN, Emilia: El amor asesinado


Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos».
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, solo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino solo obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.
El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar…
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre… , no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló… El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía…
El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.




miércoles, 31 de octubre de 2007

ANDERSON IMBERT, Enrique: Luna



Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
-¡Chist! -cuchicheó el farmacéutico a su mujer-. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada…
Entonces, alzando la voz, dijo:
-Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
-¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
-Y… alguien podría bajar desde la azotea.
-Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
-Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces “tarasá” para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Se entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces “tarasá”, se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

(Argentina, 1910/2000)



VILLAESPESA, Francisco: Balada de amor


-Llaman a la puerta, madre. ¿Quién será?
-Es el viento, hija mía, que gime al pasar.
-No es el viento, madre. ¿No oyes suspirar?
-Es el viento que al paso deshoja un rosal.
-No es viento, madre. ¿No escuchas hablar?
-El viento que agita las olas del mar.
-No es el viento. ¿Oíste una voz gritar?
-El viento que al paso rompió algún cristal.
-Soy el amor -dicen-, que aquí quiere entrar...
-Duérmete, hija mía..., es el viento no más.




miércoles, 17 de octubre de 2007

RIMBAUD, Arthur: El ángel y el niño


El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;
luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,
y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha callado…
Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el suelo.
Lo recuerda y tiene un sueño feliz:
tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo .
Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios.
Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,
contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su alma,
esta flor que no ha tocado el Mediodía:
«¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
habita el palacio que has visto en tu sueño;
¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
Aquí abajo, no podemos fiarnos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
y los corazones agitados solo gozan de alegrías tristes;
nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.
¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de tu cara?
¡No ocurrirá! Te llevaré conmigo a las tierras celestes,
para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.
Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.
¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.
¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;
que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que miraban tu cuna;
que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no entristezcan su cara,
sino que lance azucenas a brazadas,
pues para un ser puro su último día es el más bello!».

De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada…
y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cielo el alma del niño,
llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

Ahora, el lecho guarda solo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay belleza,
pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.
Murió… Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,
y ronda el nombre de su madre;
y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.
Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tranquilo.
Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,
rodea su frente de una luz celeste desconocida,
atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.
¡Oh! con qué lágrimas la madre llora a su muerto
¡cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!
Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,
le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta llamando a
la dulce madre que sonríe al que sonríe.
De pronto, resbalando en el aire, en tomo a la madre extrañada, revolotea con sus
alas de nieve
y a sus labios delicados une sus labios divinos.

miércoles, 10 de octubre de 2007

MACHADO, Manuel: El jardín negro


Es noche. La inmensa
palabra es silencio...
Hay entre los árboles
un grave misterio...
El sonido duerme,
el color se ha muerto.
La fuente está loca,
y mudo está el eco.

¿Te acuerdas?... En vano
quisimos saberlo...
¡Qué raro! ¡Qué oscuro!
¡Aún crispa mis nervios,
pasando ahora mismo
tan solo el recuerdo,
como si rozado
me hubiera un momento
el ala peluda
de horrible murciélago!...
Ven, ¡mi amada! Inclina
tu frente en mi pecho;
cerremos los ojos;
no oigamos, callemos...
¡Como dos chiquillos
que tiemblan de miedo!

La luna aparece,
las nubes rompiendo...
La luna y la estatua
se dan un gran beso.




jueves, 12 de abril de 2007

BOSSI, Osvaldo: El muchacho contorsionista


No tengo amigos, pero me llevo bien con los relámpagos.
De dónde quiero salir, adónde quiero llegar,
no lo sé. De la mañana hasta la noche
doy vueltas a lo mismo, como si poner un brazo aquí,
una pierna allá, me impidieran caer en el dolor...
No hay dolor para mí. Es importante que sepan
esto: no hay dolor. Y no entiendo a la gente que sigue quieta,
aferrada a lo mismo, o deja que las cosas continúen
en su lugar. Yo sueño con un cuerpo distinto
cada vez, y no me importa que sea el mío:
puedo pasar de lobo a niño, de elefante a cangrejo
en pocos segundos, haciendo pequeños arreglos.
Algunos piensan que lo mío no es flexibilidad
sino un error de base, como si me faltara un eje,
un punto de apoyo... Puede ser. Mi madre se horroriza
al verme, y mi padre se ríe, se divierte conmigo
como si dijera: Este muchacho... Sin ir más lejos
anoche tuve una pesadilla. Dormido y desnudo
en mi cama, cualquiera (¿se dan cuenta?) cualquiera
podía verme. Mi novia, incluso, que es muy posesiva
podía encerrarme en una cajita de fósforos
o esconderme tranquilamente en un dedal.

(Argentina, 1960)