jueves, 25 de septiembre de 2025

SALZANO, Daniel: Piojito

Enfundado en una camiseta que originalmente debió pertenecer al Club Atlético Huracán pero que la vida ha transformado en un banderín del Deportivo La Miseria, el pibe se detiene frente a un tacho de basura instalado por disposición municipal en la esquina de Deán Funes y Vélez Sársfield. Como Indiana Jones frente al Arca Perdida, antes de abrirlo lo rodea, lo estudia y lo analiza. Por fin se decide y lo abre. ¿Qué va a hacer? Hurgar, claro, izado sobre la punta de sus pies descalzos mete la mano y lo primero que saca es una botella de cerveza del color de los anteojos de la Garbo. La pone a contraluz. ¿Queda? Si queda. Glup, empina el codo y la descola. Se limpia la boca y los mocos con el codo y en un gesto de inesperada violencia la estrella contra el piso. A la hora de la siesta el estallido altera la paz de los sepulcros de la iglesia de Santo Domingo. La gente lo mira y no lo mira. La gente es gente y nada más. Él sigue investigando. Una media de lana. Se la pone. Una bolsa de plástico. Se la mete en el bolsillo. Una etiqueta vacía de Marlboro. La huele. Sonríe. Tiene dos dientes. ¿Dónde están los demás? Tira la etiqueta. Tira todo. Un cacho de diario con la foto de Diego Maradona. Gira la cabeza para verlo al derecho. No tiene idea. Una pila. Un peine sin dientes. Un alambrito. Una lata de Coca. La sacude, le pasa la lengua por la tapa y después, como un relojero, mira a través del agujerito. Plink. Más cosas. No quedan más cosas. Momento. Sí, queda. Hace un esfuerzo memorable y emerge del fondo con un desodorante en aerosol. Apreta el botón. Pffft. El olor lo embriaga. Pffft. Cree que es un insecticida y cuando pasa una mosca le apunta y le dispara. La mosca se vuelve. Quiere guerra. Mientras él gira sobre sí mismo disparando su pistola perfumada, ella vuela sobre su cabeza dibujando en el aire la aureola de un santo.

(Argentina, 1941/2014)


miércoles, 24 de septiembre de 2025

SCORZA, Manuel: La casa vacía


Voy a la casa donde no viviremos
a mirar los muros que no se levantarán.

Paseo las estancias
y abro las ventanas
para que entre el tiempo de ayer envejecido.

¡Si vieras!
Entre las buganvillas
cansadamente juegan
los hijos que jamás tendremos.

Yo los miro. Ellos me miran.
Mi corazón humea.
Este es el sitio
donde mi corazón humea.

Y a esta hora,
en el balcón, callada,
yo sé que tú también te mueres
y piensas en mí hasta ensangrentarte,
yo también pienso en ti.

Óyeme donde estés:
por esta herida no sale solo sangre:
me salgo yo.

(Perú, 1928/1983)



domingo, 21 de septiembre de 2025

JEANMAIRE, Federico: Más liviano que el aire (fragmento de la novela)


Una anciana de 93 años mantiene encerrado en el baño de su casa a un adolescente que la abordó en la calle para robarle. Instalada del otro lado de la puerta, esta exmaestra solterona insiste en contarle la historia de su madre bajo la promesa de liberarlo en cuanto termine el relato, y pretende también enderezar y educar a un chico que considera la encarnación de los males que jaquean al país. En el monólogo de la anciana, la historia íntima se entrelaza con la historia nacional, y el presente y el pasado argentinos aparecen bajo nuevo ropaje que viste la vieja dicotomía entre civilización y barbarie.

Así son las cosas. Yo no tengo nada que ver con lo que le sucede. Todo lo que le pasa, Santi, es por culpa de que somos un país de gauchos, créame. Todavía hoy, igual como fue siempre.
¿Y eso?
Si no los ha visto es porque no se ha fijado. Andará distraído. Seguramente, no ha mirado con atención a su alrededor. Le juro que están por todos lados.
No me estoy inventando nada, no sea grosero. No se trata de que anden por la calle con unas boleadoras o con un poncho o con unas bombachas o con una rastra de monedas de plata en la cintura. No me entiende. Cambiaron las vestimentas, nomás. Se trata de algo mucho más profundo: una forma de ser contagiosa que se transmite de generación en generación. Supongo yo que a través del mate, entre sorbo y sorbo, se pasa esa enfermedad. Por eso odio tanto el mate. Y la yerba. Me parece que son los culpables de todos nuestros males patrios. De todos.
No se haga el estúpido. Usted no es ningún estúpido, Santi. Es lo mismo, se lo acabo de decir: gauchos, abuelos, padres, chiripá, mate, tíos, yerba.
Sí, odio el mate. Por eso yo tomo té. El té no contagia. Cada uno lo toma en su respectiva taza y listo, no anda infectando a nadie de costumbres horribles. Pero el mate, no. El mate anda de mano en mano un rato larguísimo con la misma yerba, incluso. Es una porquería. ¿A usted le gusta?
Ve, es lo que yo digo. Si en su casa toman mate ya están todos contagiados. Son todos gauchos. Y por eso, con toda seguridad, es que sale a la calle a hacer las cosas que sale a hacer. ¿También es peronista?
Menos mal. Pero es un gaucho. Ya está contagiado. Aunque nunca haya visto una vaca, si me disculpa.
Por favor, Santi, no diga barbaridades.
Tiene que prometerme que cuando salga de ese baño va a empezar a ir a la escuela. No puede ser que no sepa casi nada de los gauchos.
Está bien, yo le explico. Pero esto deberían enseñárselo las maestras y no yo, que le quede bien claro.
El gaucho era el habitante original de la pampa. Una mezcla explosiva de español con indio. Un tipo que tenía muy poco: un caballo, un recado de cuero de oveja, una única muda de ropa y un cuchillo grande que se llamaba facón. Poco más. Eso le alcanzaba para andar por donde se le ocurría andar. Como sus padres, apenas si trabajaba. Solo lo hacía cuando se quedaba sin dinero para tomar alcohol o para jugar a los naipes. Si tenía hambre, carneaba la primera vaca que encontraba por el camino sin importarle quién fuera su dueño, comía un poco y dejaba el resto ahí tirado, pudriéndose o engordando aguiluchos. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier charco. Si tenía ganas de estar con una mujer se robaba una india. Si se enojaba con alguien, lo mataba. Así era la vida del gaucho. Eso lo hacía libre, aparentemente. No había nada más importante que la libertad, para el tipo. Esa libertad. Por supuesto, no aceptaba ninguna norma, ninguna ley. Solo era fiel a sí mismo: a las propias leyes que se iba inventando según su propio gusto y conveniencia. Un despropósito de vida, la que llevaba. Y ese, el gaucho primordial, fanfarrón, el prepotente, es el que desapareció. Sin embargo, aunque ahora la gente se vista de otro modo y no ande a caballo por las calles, a mí me parece que ni sus ideas ni su manera de encarar el mundo ni su forma de ser tan antisocial han desaparecido. Tampoco su fanfarronería ni su prepotencia. No solo no han desaparecido, sino que han infectado a casi todos los que vivimos en esta zona del universo. Y la culpa de esa infección, como ya le dije, para mí la tiene el mate.
No, no estoy loca. No se lo voy a permitir.
Yo le expliqué lo que me pidió que le explicara. Si ahora usted no quiere entenderlo o reconocerlo, es problema suyo y no mío. Peor para usted.
Basta. Me cansó.
Sí, me cansó.
No, no se haga el zonzo que no tiene nada de zonzo. No lo voy a dejar salir de ahí solo porque me cansó o me dijo que estaba loca. No soy tan débil, muchacho. Todavía me queda bastante para contarle de la historia de mi madre. Si quiere, aproveche y reflexione acerca de lo que le expliqué sobre los gauchos que yo, mientras tanto, me voy a tomar una taza de té y descanso.
Sí, otro té. Así es como me he conservado sana a lo largo de toda la vida.

(Argentina, 1957)


Fragmento de «Más liviano que el aire». Bs. As., Alfaguara, 2009, pp. 59 a 61. Premio Clarín de Novela 2009

jueves, 18 de septiembre de 2025

FEINMANN, Virginia: Gloria


Yo no quería un celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir casi setenta años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi casa, conozco a todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en Suecia viví. No hablaba el idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la epilepsia y me las arreglé igual…, para qué quiero un celular.
Mamá, me dice ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos desde chica. Y más de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría por tener hijos con él. Soñábamos con ver la casa llena de pibes y pibas corriendo, con los amigos y las guitarras, los asados, los cumpleaños. Éramos varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. La agrupación era el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos. Hacíamos trabajo social. Íbamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles clases a los chicos. Se hablaba mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo no quería hacer caridad… asistencia. Nosotros queríamos que hubiera para todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar el poder, eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple, ¿no? Sin embargo, no solo que fue imposible, sino que… en fin.
Pero bueno, la tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el ’72. Yo tenía veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada. Como dos años pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía la menstruación y lloraba. Después me componía rápido para salir al barrio Alsina, con las latas de leche Molico, los libros, seguía adelante.
A Beto se lo llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos llevaron después.
Y nos llevaban de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un domingo, que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de Cuca, por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros en un bar y lo agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a los chicos, adelante de las maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida después. Del mismo jardín lo llamaron, que había no sé qué problema, y en la puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la necesitaban de urgencia en la fábrica, y en el camino… Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la tecnología, porque si tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de no sé de los jueguitos esos que usan mis nietas. Le digo así. Pero la verdad es que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me duele. Con un telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que vaya bajando la carne del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan de terror o romántica.
¿Sabés lo que hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita, no venga al jardín, la maestra esa que siempre la está molestando, la que dice que los chicos son hijos de guerrilleros, estuvo hablando esta mañana con la directora. Cacho, nos fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de servicios.
En fin… A mí igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo dónde encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de bombacha, no les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A Gloria le dieron… la lastimaron mucho. Al día de hoy se nota que no camina bien… será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo, pero la he visto pasar por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver… si te hacían cualquier cosa… Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero bueno, ella les dio mi nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo eso me lo hicieron a mí.
Además de tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel. No como en una cárcel.
Ella me pidió disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez yo no vi nada. Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre, mugre. Sola me los fui limpiando. Me llevó un montón de días, pero de pronto pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos, así hablando con alguien, como riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan de ella, tan alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio tremendo, todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que tirar de nuevo en la colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás, pensando que ojalá fuera ella para saludarla al día siguiente.
Después no la volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y viene y me agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de abrazarla, de darle besos, yo con las manos todas llenas de espuma, me empecé a reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que llora. Y me dice flaca fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así. Flaca fui yo.
¿Fuiste vos qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? La tuve que sacudir porque no salía de esa frase, así que al rato me dijo.
Fui yo la que te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora uno, con los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo misma podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por qué, porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi casa de chica, un mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos para cenar todos juntos en la cocina, cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito terminaba los deberes, y ese mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no hablara, que cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria, en cambio, dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el ’83 y se vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía… arritmia cerebral se llama, yo le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una secuela también. Entonces por los medicamentos y todo no podía pensar en tener bebés. Después se me fue curando, me redujeron el tratamiento, me curé, vinimos a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande, pero la tuve. Y terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita, toda para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida nueva. De nena también, con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que en algún momento ya no pensábamos que las íbamos a poder vivir. Y bueno, ¡ahora mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la plaza, a las hamacas, al pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos al cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que ven por la tele.
Son divinas las nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para quedarse a dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué graciosas. Muy amorosas, sí.
Pero ahora con esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy entusiasmadas y todo, a las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude contener, me dio una bronca tremenda. No sé qué me pasó. No lo quise abrir, me enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la pileta, me tomé los remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me dio un beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de la ventana. Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular sin abrir. Lo agarró, lo trajo hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo tenía entre las manos y miraba para abajo.
Abuela, yo te quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar. También se pueden mandar mensajitos de texto.
Estaba ahí muy chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me senté de nuevo.
Y eso cómo es.
Levantó la cara contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba pero yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el aparato y dice.
Vas a mensajes, crear mensaje, ahí escribís lo que querés ponerle a alguien, ponés el número de esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías…
Hacía calor, pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
A Gloria.
¿Y quién es?
Una persona.
Bueno, perfecto, ¿y sabés su celular?
No… pero lo puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
Bueno, perfecto, y qué le querés poner.
No sé… qué hago… ¿te dicto?
No, no, yo te enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés usar la escritura predictiva, si apretás este botón…
Bueno pará, Luli… Más despacio… yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la cabeza, me apantallé un poco con la mano. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba las teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi cabeza. Y funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y volvió a entrar un aire limpio, de feriado sin autos.
Agarré el celular.
Miré la pantalla.
Escribí: “Hola Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y me enseña a mandarlo.

(Argentina, 1971)

miércoles, 17 de septiembre de 2025

BRUZZONE, Félix: Otras fotos de mamá


Ayer, sábado, conocí a Roberto, un exnovio de mamá que militó en el PC y que logró escapar del país justo antes de que ella desapareciera. Yo había hecho el contacto por un tío mío que fue compañero de él en la secundaria, así que en la semana lo llamé y él me invitó a su casa, donde me recibió emocionado.
La casa, bastante cómoda, parecía muy grande, pero no sé si en verdad lo era o si la impresión se debía a la gran cantidad de luz que entraba por un techo de vidrio. Nos sentamos en el living y al principio Roberto habló de mamá y me mostró dos fotos: en una están los dos abrazados en la orilla de un canal; en la otra, ella fuma en un balcón y mira hacia abajo. Cuando le pregunté si tenía copias, dijo que podía hacerlas y prometió que iba a buscar más fotos. Después me invitó a almorzar y acepté. La mujer de Roberto, Cecilia, dijo que había preparado una salsa de tomates y nueces, y antes de que la probáramos ya hablaba de su exquisito sabor.
Durante el almuerzo Roberto habló de su exilio. Supongo que le gusta contar esas historias. Cecilia no dijo casi nada y yo solo intervine para asentir o para que Roberto siguiera con su relato: habló de Roma, de una novia italiana y del hijo que tuvieron juntos, que ahora vive en Turín y cada vez que viaja le envía postales desde lugares insólitos. De mamá, en cambio, dijo bastante poco. No tenía claro cuándo habían estado juntos por última vez ni por qué habían dejado de verse.
Más tarde, mientras me alentaba en mi búsqueda y prometía averiguar entre algunos conocidos, recordó que una mañana, poco antes de que nadie supiera más de mamá, se habían cruzado por casualidad en una esquina. Él esperaba el colectivo -era invierno pero hacía calor- y cuando de pronto la vio acercarse su primera intención fue saludarla, pero ella le hizo un ademán para que no lo hiciera y entonces él se quedó en el lugar, casi inmóvil, y se limitó a devolver el gesto. Eso era todo. No sabe si ya entonces la perseguían, pero sí que él no había tardado mucho en abandonar el país porque las cosas, para todos, se habían complicado más de lo que esperaban. 
Nos despedimos alrededor de las cuatro. Parte del cielo, antes despejado, se había cubierto de nubes negras. Lo último que dijo Roberto -miraba el techo de vidrio como si sobre él fuera a ocurrir algo importante- fue que pronto empezaría a llover.
Como Cecilia también tenía que salir me ofrecí a llevarla. Ella tenía una clase de pintura y el lugar me quedaba de paso. En el camino hablamos de cualquier cosa. Ella había conocido a Roberto en un corso y vivían juntos desde hacía dos años. Tenía dos hijos de su primer matrimonio, uno de mi edad y el otro, más chico, que todavía vivía con ella. En realidad, nada de lo que decía me importaba mucho, y me sentía algo inquieto. Me preguntaba cuántos años podía tener Cecilia, pero más me preocupaba saber nuevos detalles de la mañana en que Roberto había visto a mamá por última vez. ¿Dónde había sido? ¿Cuánto antes de la desaparición? ¿Sería esa la última noticia que yo tendría de ella o alguna vez lograría saber algo más? Por otra parte, me daba la sensación de que el encuentro con Roberto había generado más cosas para él que para mí. Él, antes de hablar de la tormenta próxima, había dicho que quería caminar, y yo supongo que sí, que quería, pero también estoy casi seguro de que caminar, para él, era una especie de necesidad, una urgencia tibia antes de volver a su casa y organizar algo para la noche.
El auto avanzaba lento, así que hablamos bastante pero no sé bien de qué porque mientras Cecilia hablaba yo pensaba en mamá y en esas cosas que pienso cuando me pongo triste: los parques llenos de gente, el sol, las sombrillas que tapan el sol y yo que llego cuando ya no hay lugar ni sombrilla y que entonces me tengo que quedar solo a un costado.
Antes de doblar en la calle donde quedaba el lugar en que Cecilia toma sus clases, ella recordó que tenía que comprar algo para su hijo menor. Dijo que él jugaba al rugby y que le había pedido el favor de comprar tapones para los botines: el domingo tenía un partido importante. Y ahora el problema era que ella, al salir, no iba a encontrar nada abierto. Le daba pena defraudarlo, él no se merecía algo así. Entonces le dije que yo podía comprarlos y que ella, después, pasara a buscarlos por casa. Al principio se negó, dijo que ya iba a ver cómo se arreglaba, que con acercarla a su clase era suficiente, todas cosas así, muy amables, pero cuando insistí no tardamos en ponernos de acuerdo. Yo iba a estar en casa hasta tarde, pensaba escribir en mi cuaderno de cosas de mamá todo lo que había dicho Roberto y después emborracharme. Siempre que averiguo algo sobre mamá compro dos o tres botellas de vino y las tomo solo en el patio.
Pero no hice nada de eso. Solo compré los tapones, recordé el tiempo en que los compraba para mis propios botines de rugby, y esperé que llegara Cecilia.
Cerca de las seis la tormenta adelantó la noche. Hubiera sido necesario encender alguna luz pero preferí dejar todo a oscuras. Los dos amigos que viven conmigo habían avisado que no iban a dormir en casa y me gustaba oír los golpes de las gotas contra el techo sin nada que me distrajera. Me pregunté en qué pensaría Roberto y si él se preguntaría algo sobre mamá o incluso sobre mí. Supuse que si él había salido a caminar era probable que hubiera tenido que refugiarse de la lluvia. Imaginé que en algún café ocupaba una mesa junto a la ventana, que pedía un trago, que el agua sobre el vidrio le traía recuerdos de sus años en Europa. Roma -yo siempre quise ir a Roma-, novia romana, pequeña habitación con vista a edificios desteñidos por la luz -yo una vez vi fotos así, la luz odiosa contra las paredes-, amigos exiliados y, de a poco, la impresión de haber salido de una pesadilla en el momento en que despertar solo añade dolor al dolor, terror a un terror sin límite.
También recordé mis propias pesadillas. Mejor dicho, la pesadilla persecutoria que se había repetido durante años. En ella siempre alguien, o algo -algo que quizá solo era la sensación de ser perseguido-, me acechaba desde un lugar invisible. Las calles familiares se convertían en pasajes estrechos donde los edificios, huecos, eran iluminados por una oculta fuente de luz. Y yo, en medio de aquella resolana deforme, corría -mis pasos no hacían ruido- y nunca giraba para ver si mi perseguidor estaba cerca o lejos. Y por raro que parezca, lo que me producía mayor terror no era la proximidad sino la distancia. Y entonces, antes de ser atrapado, y antes de lograr escapar, despertaba y me quedaba inmóvil en la cama durante algunos segundos hasta que me levantaba para ir a la habitación de mi abuela. Todo lo que ocurría entre mi cama y la de ella -mis pasos sobre la alfombra, mi dedo sobre la llave de luz, mi mano al abrir la puerta de mi habitación y al abrir la puerta de la habitación de ella- producía el mismo silencio que mis pasos en el sueño.
No sé durante cuánto tiempo pensé en mis pesadillas, pero cuando Cecilia tocó el timbre yo todavía intentaba recordar las palabras de mi abuela cada vez que me hacía volver a dormir; y quizá por eso, de alguna manera, me pareció que no era Cecilia la que llegaba a casa sino mi abuela, o mamá, o que las dos juntas llegaban después de haber ido a comprar algo para la cena.
El timbre volvió a sonar dos veces y recién entonces tanteé sobre la mesa en busca de los tapones. Cuando los encontré fui hasta la puerta, pensaba entregárselos a Cecilia y despedirla con alguna frase cordial y la promesa de volver a hablar con Roberto por lo de las fotos. Pero al abrir y verla afuera, mojada, me pareció mejor hacerla pasar.
Mientras entrábamos encendí varias luces y ella explicó que había querido caminar porque mi casa no quedaba lejos, pero que no había pensado que iba a llover tanto y que en la última cuadra, toda de casas bajas y sin balcones, se había empapado. Le ofrecí una toalla y le pregunté si quería tomar algo caliente. Ella aceptó.
En el baño solo encontré el toallón que uso después de bañarme y como no estaba húmedo se lo alcancé. Y mientras ella empezaba a secarse noté el cambio: la que estaba ahí no era Cecilia, o era la Cecilia de muchos años antes. Todo, incluso la situación de estar en una casa donde vivían tres personas jóvenes, la rejuvenecía: los zapatos salpicados con la suciedad de la calle, las medias arrugadas sobre las rodillas, el perfume mezclado con el olor del agua, la cara algo enrojecida por la agitación de haber caminado rápido; todo eso y además el pelo, inflado por la humedad y cubierto por una especie de corona de pequeñas gotas que brillaban a la luz de la lámpara del comedor.
Mientras yo preparaba café, Cecilia preguntó si podía llamar a Roberto para avisarle que iba a llegar más tarde, pero la lluvia había dejado el teléfono sin tono. Le dije que podía ser que él tampoco hubiera vuelto y ella, como yo, supuso que debía haberse refugiado en un bar hasta que pasara la tormenta.
Cuando el café estuvo listo, ella lo tomó de a pequeños sorbos y yo pensé en uno de los chicos que alquilan conmigo, que viajó a París, trabajó en una cafetería y se trajo de allá todas las clases de café que uno se pueda imaginar. Ahora es un fanático, colecciona frascos de las variedades más insólitas y los guarda como si en cada uno hubiera un gran secreto. Así que ver a Cecilia sentada a la mesa, en silencio, el café humeante en el pocillo que se llevaba a la boca, me hizo creer que ella también guardaba algún secreto, y que si la dejaba hablar podía llegar a contármelo.
Y habló, pero no de mamá ni de Roberto ni de nada de lo que yo esperaba. Por un momento yo había llegado a pensar que ella podría revelarme algo fuerte, algo como que Roberto era mi padre o que él había tenido algo que ver con la muerte de mamá. Siempre que un desconocido me habla de mamá espero ese tipo de historias. Hace poco me contaron una en la que dos policías, por una denuncia accidental, llegaban a la casa donde se ocultaban mamá y algunos de los de su grupo. El temor, el nerviosismo, la estupidez, hacían que uno de los de adentro ametrallara al policía que había tocado el timbre; el otro, que lograba esquivar las balas, pedía refuerzos y acudían al lugar un carro de asalto, un camión lleno de soldados y un helicóptero. La tarea era sencilla: mientras un grupo abría fuego sobre la casa, dos o tres se acercaban un poco más y arrojaban varias granadas que, al explotar, dejaban una nube de polvo y humo negro, una montaña de escombros y, bajo esos escombros, los desafortunados cuerpos sin vida de mamá y de sus amigos.
En lugar de contar algo así, Cecilia dijo que el café era una delicia y quiso saber cómo estaba preparado. Dije que no era nada especial, que quizá lo especial era la variedad; y que cuando uno llega de afuera, mojado y después de haberla pasado mal bajo la lluvia, cualquier café puede ser delicioso.
Ella, quizá algo incómoda, cambió de tema: empezó a hablar de los tapones para los botines de su hijo. Nunca me hubiera imaginado que una mujer pudiera interesarse por algo como eso. Sabía tanto de botines que estuve a punto de preguntarle si trabajaba en alguna casa de ropa deportiva. Después dijo que estaba feliz por haber podido cumplir con la promesa de comprarlos y habló de su separación, de cuánto había significado para su hijo, habló de problemas escolares y de la no muy buena relación que el chico tenía con Roberto. Supongo que ella es capaz de hablar de eso por mucho tiempo. En realidad, no sé cuánto tiempo lo hizo, pero sí que en un momento preferí volver a hablar del café, y en cuanto la lluvia se hizo más débil la acompañé a buscar un taxi.
Caminamos hasta la avenida cubriéndonos bajo las copas de los árboles, aunque a veces con el viento era peor. En las calles oscuras la lluvia era un ataque invisible, irreal, del que no había manera de defenderse. Cuando logramos cubrirnos debajo de un toldo estuve por decirle esto a Cecilia, pero en lugar de eso dije que iba a llover el resto de la noche. Ella esperaba que no, y dijo que no le gusta cuando su hijo juega con la cancha llena de charcos y de barro.
Debajo de ese toldo tuvimos que esperar bastante. Hablamos de lo inestable del tiempo en esta época del año y de lo difícil que resulta encontrar un taxi libre los días de lluvia. Cuando al fin uno se detuvo, nos despedimos y todo fue tan rápido que me olvidé de pedirle que le recordara a Roberto lo de las fotos. El taxista giró en U en medio de la avenida y pensé que cuando llueve es más fácil violar las leyes de tránsito. Luego el taxi se alejó veloz y antes de que llegara a la plaza lo perdí de vista.
Debían ser las nueve y la lluvia se hacía más fuerte. Enfrente, a mitad de cuadra, las luces encendidas del supermercado de los chinos me hicieron suponer que el lugar seguía abierto. Crucé y avancé hacia las luces. A esas horas la caja la atiende el dueño, un chino bastante gordo que mientras yo elegía los dos vinos que ahora sí quería tomar, me miró con desconfianza. Después, cuando estaba por pagar, me dijo algo incomprensible, quizá el precio, y como vi que afuera la tormenta arreciaba se me ocurrió que tomar algo de vino iba a facilitar el regreso. Le pedí al chino si tenía algo para abrir una de las botellas y él metió la mano en un cajón lleno de papeles, tapitas y corchos. Por un momento creí que no me había entendido, pero entonces sacó un trapo, lo colocó sobre el fondo de la botella y, luego de sacar el papel de aluminio, empezó a golpearla contra una columna. El corcho no tardó en asomar, y cuando más de la mitad estuvo afuera, él terminó de sacarlo con los dedos. Sonreí. Él sonrió, le ofrecí que tomara y tomó. Después tomó un poco más y volvió a sonreír. Dijo otras palabras incomprensibles y me pasó la botella. Tomé un poco, él me miró como en busca de aprobación. Asentí, tomé varios tragos seguidos y él aplaudió. Después señaló hacia la calle, supongo que para decir que me quedara hasta que pasara la tormenta. Entonces fue hasta el fondo del supermercado y volvió con una silla. Me senté, él bajó las persianas y también se sentó y pronto tomamos el resto de la botella. Después tomamos la otra y cuando la terminamos él, siempre sonriente, trajo cuatro o cinco más. Supongo que en algún momento me quedé dormido, que vomité, que me sentí bien y que me sentí mal, muy mal, que lloré; y creo que cuando me fui -empezaba a amanecer y del temporal quedaba solo una lluvia suave- el chino, sentado en el suelo, apoyado contra una de las góndolas, aún sonreía.

(Argentina, 1976)

Félix Bruzzone es hijo de padres desaparecidos. El cuento que se reproduce pertenece a su primer libro de relatos, de Editorial Tamarisco.
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viernes, 12 de septiembre de 2025

SACHERI, Eduardo: Frío


No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero a mí me cuesta mucho pensar en el frío si no estoy teniendo frío en el momento de querer pensar en el frío. Seguro que uno puede decir la palabra «frío» cuando se le dé la gana, pero no es lo mismo: así no es más que una palabra. Yo me refiero a pensarlo, el frío. A poder pensarlo, entendiéndolo, al frío. Es distinto decir «frío» que sentir frío. Decirlo es casi nada. Igual es una palabra distinta a «árbol» o «perro». Esas son cosas que se ven, y uno puede imaginarlas. Pero el frío no. El frío hay que sentirlo para pensarlo. Esa sensación incómoda en todo el cuerpo, esa especie de dolor suavecito que uno no se puede sacar de encima aunque quiera, esa molestia que a uno lo sigue aunque trate de escapársele y haga un montón de cosas (apichonarse, hacerse chiquito, zapatear fuerte, dar saltitos en el lugar, o lo que sea) para salirse de esa situación fea. Esas ganas tontas de querer irse lejos del propio cuerpo a un lugar que esté más tibio: tontas porque no se puede, pero uno las ganas las tiene igual. Y de todo el asunto del rubio yo me puedo acordar solamente así: con frío. Si no, no. O me cuesta mucho más. Me cuesta y no es lo mismo. Pero hoy resulta que es domingo, casi de noche, y como está terminando mayo hace un frío de novela. Además estoy solo en casa, que eso también es importante para que me acuerde. Si está la familia no puedo. Si está la familia uno piensa en cosas comunes, las de todos los días. Más los domingos, que estamos todos, hablando, tomando mate, mirando un poco de tele. Pero hoy se fueron todos a lo de la tía Ceci, que yo mucho no me la aguanto, y con la excusa de pintar la piecita del fondo me quedé y mi mujer no me dijo nada. Capaz que se imaginó que yo no quería saber nada con ir a lo de su tía, pero como lo de la pieza me lo viene pidiendo hace un montón de tiempo y yo siempre le digo que sí y después no lo hago, hoy que le dije que iba a ponerme con eso no pudo decirme nada y se lo tuvo que aguantar. Así que después de comer se fueron y yo me quedé trabajando atrás, con la radio puesta en los partidos. Pero hace un ratito corté, porque me estaba quedando sin luz y aparte con este frío y la humedad no secó lo suficiente como para empezar con la segunda mano. Igual no importa porque la primera mano la di completa y el fin de semana que viene la termino. Eso si no estoy de guardia, que la verdad que no me acuerdo y me tendría que fijar pero creo que no. Para limpiar los pinceles me traje el aguarrás y el trapo y los pinceles y me senté en la mesa del jardín, que un poco de luz de día todavía quedaba y para eso tampoco se necesita mucho más. Y ahí yo no sé si empezó a bajar el rocío o qué pero de repente se congeló el aire y en la penumbra me vi el humito saliendo de la boca y la piel de las manos me empezó a doler, pero ya me faltaba poco para terminar y no tenía ganas de llevarme todos los trastos hasta la mesa de la cocina, así que me apuré a limpiar un pincelito que uso para los marcos que me dio más trabajo porque estaba con esmalte sintético y de repente me acordé. Yo creo que fue el frío, junto con estar solo y todo eso que ya dije, pero sobre todo el frío. Pero lo de estar solo también, porque en esto me pongo a pensar cuando estoy solo. Si justo me acuerdo de todo aquello cuando estoy con alguien enseguida trato de pensar en otra cosa, porque no me gusta pensarlo cuando estoy acompañado. No es que cuando estoy solo pensar en esto me guste. Ni tampoco que no me guste. No se trata de gustar, supongo. Me acuerdo y listo. Lo que sí, si estoy solo, no me resisto a pensarlo. No es que me voy para distraerme y sacármelo de la cabeza. Me quedo y me lo acuerdo. Antes no. Antes no podía. Hace años cuando me acordaba me ponía mal y quería arrancármelo como si fuera un trapo que me quemase la piel por adentro. Ahora ya no. Ahora me lo acuerdo y como mucho me pongo triste. Pero es una tristeza que me aguanto y está bien. No es como cuando me daban pesadillas. Ahora como mucho son sueños, y de vez en cuando. Muy de vez en cuando. A la mañana, mientras tomo mate con mi mujer, le cuento. Le digo «hoy soñé con el rubio», y ella me entiende y no me pregunta nada. Hace muchos años sí. Cuando yo le contaba me insistía con que fuera al psicólogo o al doctor o algo, que eso me hacía mal y que buscara ayuda. Y como yo me emperré siempre con que no, terminábamos discutiendo. Ahora ya no.
Por eso hoy, que con el frío me acordé del rubio, me quedé sentado echando vapor por la boca; y con la última luz del día vi que las manos se me ponían todas rojas. Eso nunca terminé de entenderlo. Cómo es eso de que con el frío a uno la piel se le pone roja. Una vez, estando allá, le pregunté a un oficial y me contestó algo de que era porque faltaba sangre, por el frío. Pero entonces entendí menos, porque si la piel se pone roja es por la sangre, y si falta sangre tendría que ponerse de cualquier color menos roja. A veces me da bronca no haber estudiado más. Saber más cosas. Siempre me dio vergüenza sentirme un bruto comparado con algunos colimbas. Estando allá me pasó con dos o tres. Con el rubio, sobre todo. Capaz que fue por eso que le prometí a la Virgen que si me sacaba de ahí iba a estudiar el secundario. De entrada no pude porque me destinaron a Neuquén y encima me casé y no pude. Pero después me tocó Campo de Mayo y ahí sí cumplí la promesa. Una vez, en la época en que me daban pesadillas, se me ocurrió visitar a los padres del rubio. Mi compadre Ramírez estaba destinado en el Estado Mayor y me consiguió la dirección en el archivo. Me llegué hasta Haedo y di unas vueltas para pasar por la vereda. Dos veces. La segunda justo salió una mujer de la casa. «La madre», pensé. Pero no estoy seguro porque no le hablé. Pensé que era la madre porque se parecía. La piel, la nariz finita, los ojos medio claros. Pero no estaba seguro y aparte capaz que no era. Habían pasado como quince años y en una de esas, nada que ver. Capaz que se habían mudado y era otra familia. A veces el parecido es así. No es que los hijos se parezcan a los padres sino que uno ve a los dos y le busca el parecido. Con mi hijo el mayor me pasa siempre. Todos dicen lo parecidos que somos. Más ahora que entró en la Escuela y con el pelo corto hasta a mí me hace acordar a como era yo hace veinte años. Así que no le dije nada. Nos cruzamos por la vereda y nos vimos un segundo y nada más. Llevaba una bolsa de compras. Ella me miró y yo me asusté. No sé por qué. Será porque me miró fijo, apenas un segundo pero fijo, como si me conociera. A lo mejor fue por el uniforme, que me miró. Yo calculo que fue por eso. Después no volví más. Pasó el tiempo, me fui acordando menos, y lo fui dejando. Era callado, el rubio. Andaba siempre en la suya, y con los demás se mezclaba poco y nada. No era que fuera un engrupido, no era eso. Pero era distinto. No sé bien por qué cuernos terminó en la Compañía. Los otros colimbas eran casi todos de Corrientes, de Oberá y la zona esa. Y el rubio, mezclado con ellos, parecía una mosca blanca. Los demás eran morochazos, más como soy yo. Pero este era blanquito, y mucho más alto. Hasta las manos las tenía diferentes. Blancas, lisitas, se le veía que nunca en la vida había agarrado una pala, un martillo, nada de nada. A la legua se notaba que lo del rubio venía por el lado de los libros y esas cosas. Porque aparte usaba unas palabras que parecían sacadas del diccionario y se las entendía él solo, a veces. Y otros colimbas, que en su perra vida habían bajado del monte, lo miraban como si fuera un bicho. Yo tenía tipos que nunca habían visto un inodoro hasta entrar al cuartel. Y claro, comparado con ellos, el rubio parecía un marciano. De entrada me dio bastante trabajo, ese asunto. Porque dos o tres colimbas se lo tomaron de punto. Lo cachaban todo el tiempo con eso de que si era delicado, o si era demasiado limpio, o prolijito, esas pavadas. O me decían a mí, hablando fuerte para que el otro escuchara, que el rancho lo prepare el rubio que seguro que en la facultad le enseñan cocina, decían. O que la letrina la cave el rubio que seguro que sabe porque va a ser arquitecto. Yo les frenaba el carro porque lo que menos quería era que me enquilombaran la Compañía. Y aparte el rubio me daba lástima porque era buen soldado y trataba de no engancharse con esas jodas y no calentarse. Pero era guapo. Una vez no sé de dónde sacaron los colimbas una especie de pelota. Creo que la hicieron con un par de borceguíes que los ataron cruzados y medias que no servían y ataron todo con cordones del calzado. Como no había ningún oficial por ahí cerca yo los dejé. Justo en contra del rubio jugaba uno de los que lo tenía de punto. Salinas, se llamaba. Un morocho grande como una puerta. Y fue empezar a jugar y Salinas lo entró a cagar a patadas. Porque encima el rubio era bueno. La movía y el otro se empezó a poner loco y cada vez que lo gambeteaba empezó a cruzarlo como si nada. De entrada el rubio se lo aguantó hasta que no pudo más y en una de esas se levantó y reaccionó y se entraron a dar de lo lindo, y aunque el otro era grandote el rubio no se le achicó. Y ligaron los dos, la verdad. Un poco me puse contento porque el rubio me caía bien. Igual hubo que castigarlos a los dos porque en cuestiones de disciplina uno no puede hacer diferencias, y menos en un sitio como ese. Cuando los tuve que bailar, bailaron todos. Ni más ni menos. No era que yo quisiera o dejara de querer. Tenía que bailarlos y punto. La orden era esa, porque así iban a estar alertas y con la moral alta. Una vez le pregunté por arriba, al oficial, por ese asunto de tenerlos tan cortitos y me cortó en seco. Bien, pero me cortó de una. Así está bien, Ramírez, me dijo. Así está bien. Haga que se calienten con usted, así después se sacan toda la leche con el enemigo. Me acuerdo que me sonó raro eso del «enemigo». Como las películas de guerra de los sábados a la tarde, sonaba eso del «enemigo». Igual a los dos o tres días se pudrió todo. Porque cuando entraron a caer las bombas y a sonar los tiros, otra que una película. Los dos primeros días de bombardeo estuvimos metidos en los pozos con la orden de aguantar sin asomar la nariz, hasta que pasara. Pero resulta que no pasaba nunca. Se suponía que tenía que parar la cosa tarde o temprano, pero seguía. A veces parecía, porque pasaban veinte minutos, media hora, que no caía ningún bombazo cerca y uno pensaba que ya estaba, que habían rajado para otra parte. Pero después, mierda, entraban a caer de nuevo y otra vez adentro del agujero con el agua hasta los tobillos y un cagazo de Padre y Señor nuestro. Y de repente se vino el oficial con la orden de que había que entrar a tirar sí o sí porque ellos se venían al humo. Durante todo ese tiempo de espera había pensado que cuando se armara el batuque el miedo me iba a borrar todas las ideas y todos los recuerdos. El hambre, la tristeza por la familia, las ganas de volver, el frío. Ese frío de mierda, sobre todo. Estaba convencido de que en el medio de los tiros no me iba a quedar lugar en la cabeza para otra cosa que no fuera estar atentos a tirarles y a que no nos dieran. Pero no. Más bien que estaba muerto de miedo de que a la primera de cambio me cagaran de un tiro. Pero ese miedo me venía revuelto con todo lo demás. Con extrañar y con querer volverme y con el frío. Ese frío de todo el tiempo y de todos lados, que a uno lo seguía hasta cuando se dormía y le amargaba hasta los recuerdos y le sacaba las ganas de todo. Como la guerra. Igual que ahora, que ya es noche cerrada, y también se me acalambran los dedos y no siento los pies. Pero ahora es distinto, porque me meto a mi casa y ya está: prendo las hornallas y acerco las manos y listo. Pero allá no se podía. A uno no le dejaban encender fuego. No delate la posición. No sea pelotudo, le decían. Aunque a la final a mí me parece que hubiera dado lo mismo, porque nos tiraban de todos lados y a todas horas, porque hasta un pelotudo con escuela primaria como yo se daba cuenta de que nos estaban dando una paliza. Pero el teniente había dicho de acá no se mueve nadie, carajo, porque al que se mande mudar lo cago de un tiro yo mismo y les ahorro el laburo a los ingleses, dijo. Dijo así pero resulta que el último día, o la última noche, mejor dicho, porque fue de noche, yo mandé un colimba a buscarlo porque nos estaban dando sin asco y resulta que el tipo no estaba, y yo primero no le creí al colimba y pensé que era mentira que había ido hasta el puesto y mandé a otro pero resultó lo mismo, el teniente no estaba porque se había tomado el buque, eso había pasado. Y en ese momento yo medio que me taré porque resulta que estaba al mando y tenía a ocho colimbas igual de cagados de miedo que yo y nadie a quien preguntarle qué carajo hacer y los guachos se nos venían, tiraban y se nos venían. Y ahí fue cuando saltó el rubio. Saltó y agarró la ametralladora que teníamos en el pozo de adelante y me dijo si usted me ayuda los cubrimos. Y yo le dije que sí porque el rubio me miraba fijo y parecía tranquilo y parecía que el jefe era él. Bueno, tranquilo no porque tenía cara de loco y gritaba, pero por lo menos sabía qué hacer en medio de semejante quilombo. Y fue por eso que yo empecé a tenerle la cola de munición y él tiraba y les gritaba a los conscriptos que rajaran, que se fueran, y dale que dale tirando para un lado y para otro y los demás colimbas primero no atinaron a hacer nada porque el que gritaba era el rubio, pero ahí yo les grité lo mismo y la voz mía se escuchó porque parece que no pero con la ametralladora daba la impresión de que los teníamos a raya y el fuego de ellos era más raleado. El primero que rajó fue un conscripto alto y flaco, ñato, que se llamaba Gutiérrez, y cuando los otros vieron que se perdía detrás de la loma agarró Salinas, el del picado de fútbol, y salió corriendo para el mismo lado como una flecha, y los otros detrás, que para correr más rápido algunos hasta dejaban los FAL ahí en el piso, y el rubio tiraba, puteaba, tiraba y me pedía más munición, le brillaban los ojos y seguía tirando. A la final nos quedamos solos y me dijo rájese, y yo de entrada pensé que no, que no lo podía dejar y le dije que no, pero el rubio me insistió y ahí nomás le dije que sí. Y eso es más que nada lo que a mí me sigue dando vueltas ahora, tantos años después. Porque yo también pude haber dicho andate vos, pibe, que yo me quedo. Solamente una vez, creo, llegué a decirle dejá, nos quedamos los dos. Pero el rubio me insistió y entonces le dije que bueno. Es el día de hoy que no sé si en medio de semejante quilombo alcancé a darle las gracias. A mí me gusta pensar que sí, que se las di, pero la verdad es que no me acuerdo. Capaz que sí o capaz que no, que salí rajando todo lo rápido que me dieron las patas y punto, viendo el bordecito de arriba de la loma y pidiéndole a Dios que me dejara llegar al otro lado. Y el rubio largó la ametralladora y agarró el FAL y mientras yo corría alcancé a sentir todavía los estampidos del fusil y al rubio que los puteaba y les tiraba, los puteaba y les tiraba. Supongo que fue por eso que una vez le pedí a mi compadre que me buscara la dirección de los padres, ahí en Haedo. Pero igual no me animé. Porque no sé si hicimos bien en eso de hacerle caso y correr, de dejar que se quedara él. A lo mejor había que salir todos y ver qué pasaba. O a lo mejor no, porque si hacíamos eso nos cagaban a tiros a todos y era peor. No lo sé, y eso es lo que más vueltas me da. O a lo mejor lo que me come la cabeza es que tendría que haberme quedado yo, que lo que hizo él lo tendría que haber hecho yo, porque el rubio era un colimba y nada más. Pero el rubio en ese momento era otra cosa, como más grande, más hombre que todos los otros. O capaz que yo lo pienso porque me conviene, porque así me siento menos cobarde. La verdad que no sé.
A lo mejor esa vez que me fui hasta Haedo tendría que haber parado a la mujer y haberle preguntado. Capaz que la mujer me miró fijo porque era. Porque me vio con uniforme y le hice acordar al rubio. No sé. O por lo menos decirle algo. Decirle quién era yo. O decirle que al pibe más grande le puse Fernando por el rubio. O capaz que no se puede, porque decir una cosa hace que uno diga otra y a la final tenga que decirlas todas y no puedo. Porque a contarlo todo no me animo.

(Argentina, 1967)



jueves, 11 de septiembre de 2025

PALOMARES, Gabino: La maldición de Malinche


Del mar los vieron llegar
mis hermanos emplumados,
eran los hombres barbados
de la profecía esperada.

Se oyó la voz del monarca
de que el dios había llegado,
y les abrimos la puerta
por temor a lo ignorado.

Iban montados en bestias
como demonios del mal,
iban con fuego en las manos
y cubiertos de metal.

Solo el valor de unos cuantos
les opuso resistencia,
y al mirar correr la sangre
se llenaron de vergüenza.

Porque los dioses no comen
ni gozan con lo robado,
y cuando nos dimos cuenta
ya todo estaba acabado.

Y en ese error entregamos
la grandeza del pasado,
y en ese error nos quedamos
trescientos años esclavos.

Se nos quedó el maleficio
de brindar al extranjero
nuestra fe, nuestra cultura,
nuestro pan, nuestro dinero.

Hoy les seguimos cambiando
oro por cuentas de vidrio,
y damos nuestra riqueza
por sus espejos con brillo.

Hoy, en pleno siglo XX,
nos siguen llegando rubios,
y les abrimos la casa
y los llamamos “amigos”.

Pero si llega cansado
un indio de andar la sierra,
lo humillamos y lo vemos
como extraño por su tierra.

Tú, hipócrita, que te muestras
humilde ante el extranjero,
pero te vuelves soberbio
con tus hermanos del pueblo.

Oh, maldición de Malinche,
enfermedad del presente,
¿cuándo dejarás mi tierra?
¿Cuándo harás libre a mi gente?

(México, 1950)

miércoles, 10 de septiembre de 2025

DISCÉPOLO, Enrique Santos: Chorra


Por ser bueno me pusiste a la miseria,
me dejaste en la palmera, 
me afanaste hasta el color.
En seis meses me comiste el mercadito,
la casilla de la feria, la ganchera, el mostrador.

¡Chorra!
Me robaste hasta el amor.
Ahura tanto me asusta una mina
que si en la calle me afila
me pongo al lao del botón.

Lo que más bronca me da
es haber estao tan gil,
si hace un mes me desayuno con lo que he sabido ayer
no era a mí que me cachaban tus rebusques de mujer.

Hoy me entero que tu mamá, "noble viuda de un guerrero",
es la chorra de más fama que ha pisao la treinta y tres.
Y he sabido que el "guerrero" que murió lleno de honor
ni murió, ni fue guerrero, como me engrupiste vos.

Está en cana prontuariado como agente de la camorra,
profesor de cachiporra, malandrín y estafador.
Entre todos me pelaron con "la cero",
tu silueta fue el anzuelo donde yo me fui a ensartar.
Se tragaron, vos, "la viuda" y "el guerrero"
lo que me costó diez años de paciencia y de yugar.

¡Chorros!
Vos, tu vieja y tu papá.
¡Guarda!
Cuídense porque anda suelta,
si los cacha, los da vuelta,
no les da tiempo a rajar.
Lo que más bronca me da
es haber estao tan gil.

(Argentina, 1901/1951)




martes, 9 de septiembre de 2025

PIGLIA, Ricardo: En el terraplén


Lo que pasa es que las patas de los camellos son de algodón. Por eso no hacen ruido. Además son muy ligeros, tan ligeros que siempre están atrás y no hay modo de verlos por más que uno dé vuelta la cabeza ligerísimo. Bajan en un ascensor. Tienen un ascensor como de aire. Carlos se lo contó. Un ascensor invisible y por allí bajan con los camellos. Después eligen las casas y dejan los juguetes. Nunca entendió por qué le traían esas cosas tan bárbaras al Quique que es un ta­rado, un llorón y por cualquier cosa llama a la madre, y a Gabriel, que hasta sabe andar a caballo, nunca le traen nada. ¿Qué habrá hecho Gabriel?, pensó y tuvo miedo, de golpe; miedo por él.
—Vos, andá a buscar la pelota —le ordenó aquel día Melo, desde la canchita. Melo, con los brazos en la cintura, traspirado: el jefe de todos. Cuando los grandes jugaban a la pelota no lo dejaban ni acercarse. Pero ahora le pedían la pelota, a él. Salió corriendo y la pelota estaba allí, contra el cordón, debajo del coche. Se la devolvió y Melo no dijo nada: ni “gracias, pibe”, ni nada. La hizo picar y volvió al medio, sin correr, tran­quilo, gritando “tres a uno”. No importó que no le dijera nada, igual era como si los grandes lo hubieran dejado jugar a la pelota con ellos. “En la canchita, te das cuenta”, quiso contarle a Gabriel. Pero fue Gabriel quien le dijo: “Che, ¿qué te hiciste en el saco?”. Che, en el saco, le dijo y la campera nueva, la campera gris re­cién estrenada tenía dos lamparones de grasa medio parecidos a la cabeza de un caballo.
Por eso tuvo miedo: levantarse y encontrar los za­patos solos, vacíos, sin los patines. Si por lo menos estu­viera Carlos, se las arreglaría para que no importara, para que todos se olvidasen para siempre lo de la mancha de grasa en el saco gris, y la taza del juego que primero le golpeó el codo y después hizo un ruido rarí­simo en el suelo, al lado de la pata de la mesa llena de visitas. Por favor que los Reyes no se enteren. Car­los lo ayudaba siempre. Ahora daba pena y alegría que no estuviera. Pena, porque no estaba. Y orgullo de tener un hermano en la conscripción. Cuando llegaba Carlos todos, hasta Melo, se morían de envidia, mientra él se paseaba con su hermano que parecía San Martín, ves­tido de marrón, con botas y un machete de acero.
Para colmo el día no pasaba nunca. Hubiera querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra mañana, jugando con los patines; pero no se movía ni una hoja, la siesta no pasaba nunca y todavía le faltaba to­mar la leche y cambiarse, faltaba casi toda la tarde y después había que cenar y seguro que no se iba a poder aguantar toda la noche despierto para verlos entrar despacito a la pieza y dejarle los patines. Además mejor no hacerse ilusiones, “por lo del ascensor”, pensó mien­tras acomodaba los soldados que siempre estaban apun­tando, sin moverse, algunos cuerpo a tierra y otro to­cando el clarín, duros como idiotas. Los acomodaba con­tra la pared, en fila, para que defendieran la ciudad de las fuerzas enemigas. Hasta que Cacique con su corpachón amarillento, se tiró a la sombra de la pared y Ricardo fue Tarzán, con su Tantor, con su gran ele­fante Cacique que lo llevaría a la tribu de los Wa­tussi a combatir por Juana y el profesor Filander. Pero Cacique se echaba de costado, no había forma de hacerlo levantar por más que lo tironeara del collar, se acosta­ba con la lengua afuera, tranquilo, golpeando el piso con la cola y no había modo de convencerlo de que fuera un elefante por un rato, por un ratito. Por eso, mientras Felisa pasaba con las alfombras, Tarzán se convirtió en Dick Tracy. Y tenía que seguirla porque Felisa era una asesina. Eso: una asesina terrible. Se descalzó y agazapado empezó a seguirla por toda la casa, escondiéndose detrás de los muebles, en las esquinas, aplastado contra los árboles, abajo de los muebles oscuros, en la cocina, con cuidado porque pueden sorprenderlo desde el puen­te y se trata de cruzar el callejón desierto, apenas alum­brado por la luz que viene del Bar. El callejón gris que lleva de la cocina a la escalera desde la que se puede do­minar todo el puerto. Y cruzaba la cortada agazapado, en puntas de pie, llevando el revólver en la mano dere­cha y los zapatos en la izquierda cuando Felisa le gritó que no fuera estúpido, que le iba a pegar un escobazo si seguía molestando.
Por eso salió a la calle, al sol de la siesta que pare­cía saltar desde cada pedazo de baldosa, mezclarse con el aire caliente. Y caminaba, zigzagueando, sin pisar las baldosas azules, pero estaba llenísimo de baldosas azules y cada tanto tenía que saltar abriendo los brazos, muy concentrado en eludir la ciénaga maligna. Mucho cuidado porque si no iba a aparecer el asunto de la campera y entonces los reyes pasarían de largo, sin dejarle nada, ni los patines ni nada. Por las dudas este año junto con el pasto les pensaba dejar agua mezclada con azúcar. En el fondo los camellos son como Cacique pero más gran­des, y Cacique por azúcar hace cualquier cosa. Trébol y agua con azúcar. Siempre los dejaba contra la pared del fondo. Sentía una cosa rara en todo el cuerpo al pensar en los camellos tomando el agua, la cabeza inclinada en el balde que mamá usaba para lavar la vereda, y después comiendo el pasto con esos dientazos que parece que siem­pre se estuvieran riendo.
La esquina estaba llena de baldosas azules. Toda azul como un lago y Gustavo venía cruzando lo más tranquilo. Estuvo a punto de gritarle: ¡Cuidado con la ciénaga!, pero mientras lo pensaba ya se habían salu­dado.
Después del saludo, al rato de empezar a hablar, Gustavo se lo dijo. Le elijo eso, de pronto, como si lo insultara.
—¿Y vos todavía creés? —le preguntó—. ¿Todavía creés? —con una voz finita, aguda y la cara llena de rojas—.
“Fideo con tuco”, le gritaban siempre y tenía el pelo colorado sobre la frente y la voz chillona:
—Si son los padres, no te das cuenta. Lo de los re­yes son todas macanas.
La traspiración se le amontonó en los ojos, una nube húmeda que pintaba la calle de un gris raro y la F de Farmacia Muro estaba borroneada, le faltaba el palito del medio. “Queridos señores reyes magos”, empezaba la carta. Todo el sol y el calor pegándole en la cara.
—Claro que lo sabía —gritó—. Lo sabía, entendés. Antes que vos lo sabía.
Y tuvo ganas de pegarle, agarrar­lo del pelo, colorado estúpido y patearlo, claro que lo sabía, pero ya estaba solo y el calor le trepaba por los zapatos desde el asfalto blando.
Sin darse cuenta llegó a su cueva entre las cañas. Nadie más que él y Gabriel la conocían. Una cueva lle­na de puertas secretas en la que vivían Sandokán, Pon­cho Negro, Pluma Roja y él, ahora, pensando que no saldría nunca, que se quedaría quieto allí, toda la vida, dejando que lo buscaran, no le importaba que lo buscaran, que lo buscaran todos porque no quería ver a na­die, nunca más.
Estaba sentado en el piso de tierra y arriba el vien­to hacía temblar las cañas con un ruido raro y muy triste, una especie de susurro, y entonces él se acostó boca abajo, con las manos en la cabeza, pensando que a lo mejor todo era una especie de mentira y entonces mamá y papá tampoco existían: volver y que en casa no lo besa­ran ni nada, que apenas lo saludaran porque ya no jugaban más y le dijeran: “Y vos nene, ¿quién sos?”, y lo man­daran a uno de esos colegios que tío Joaquín le mostró, con tapias grises, enorme, y oscuros, donde viven los chicos sin padres.
Hacía redondeles en la tierra; dibujaba figuras y las borraba con la palma de la mano sin entender por qué lo habían retado aquella noche que estaban las visitas, los señores de la oficina de papá y él, ya que nadie le llevaba el apunte, tuvo ganas de contar que en su cama había un caballo azul. Se levantó descalzo y lo dijo desde la puerta: “En mi cama hay un caballo azul” y todos lo retaron, menos el abuelo que le sonreía.
El abuelo rubio, tan alto, que lo llevaba en los hombros y le hablaba del lugar donde había nacido, un país lleno de sol, donde la tierra era roja, cubierta de montes y de caballos salvajes con largas colas doradas que tocaban el suelo. Muchísimos caballos galopando a lo lejos y un potro azul que era el jefe y siempre estaba quieto, sobre un alto. Y le contaba las peleas entre los caballos, de noche, alzados en dos patas, relinchando ner­viosos. Y le hablaba del caballo azul que era el más valiente y el más fuerte y el más hermoso. Ahora su abuelo estaba de viaje, y le escribía cartas en las que le recomendaba que se portara bien e hiciera caso. Las leía papá y no parecían del abuelo. Si él estuviera le expli­caría. No estaban ni él, ni Carlos. “Y Carlos ¿por qué me dijo lo de los ascensores si era mentira?”. Cuando pensó en Carlos ya estaba afuera, rozando con la palma de la mano las paredes tibias. La calle vacía, aplastada por el sol se juntaba con el terraplén, allá lejos. En ese lugar al que nunca se animó a llegar, por el que cada tanto pasaban trenes, las máquinas cubiertas de humo, todo el tren soplando arriba, por encima del pueblo, al fondo de la calle. Y caminaba despacio mirando el pol­vo arremolinado por el viento, asombrado de andar por esa calle tan larga, llena de árboles, llena de misterio, con terrenos baldíos y casas desconocidas. Cada tanto levantaba bolitas de eucaliptus y las tiraba contra el cielo y después se pasaba la mano por la punta de la nariz y encontraba el mismo perfume del invierno cuando mamá las ponía a hervir sobre la estufa y todo era tibio, con aquel olor suave y él, tirado en la alfombra, jugaba a ser un barco a vela y estaban todos: mamá cosiendo y papá sentado en el sillón, todos juntos él, de repente, se ponía a gritar de contento; se golpeaba boca con la palma de la mano contento de que estuvie­ran todos juntos y se largaba a correr de un lado a otro y mamá empezaba a los gritos pero él seguía corriendo sin parar porque se había desbocado y no había modo de frenarse a pesar de que el pasto lo hiciera resbalar, y tuviera que terminar de subir el terraplén gateando, clavando los dedos en la tierra, encorvado, teniéndose de los yuyos.
Parado en lo alto, con las manos en la cintura, de espaldas al pueblo veía todo el otro lado del mundo: los molinos de agua y los pinos y el arroyo donde los grandes iban a nadar y muy chico, como una mancha a lo lejos, el monte en el que Melo decía que se podían cazar lechuzas.
Después empezó a caminar haciendo equilibrio por las vías con los brazos abiertos y el sol en la cara. Se bamboleaba, pisándose los talones con la punta de los pies, sin tocar los durmientes, tratando de animarse a pasar del otro lado, a dar el salto, ahora, y caer resba­lando por la bajada del terraplén, sentado como en un tobogán hasta zambullirse en el pasto, cerca de las cañas.
Acostado allí, boca abajo, a la sombra del terraplén parecía que el sol se hubiese quedado en el pueblo, en su casa, del otro lado y él estaba solo, a la sombra, tirado en el pasto, escuchando el zumbido de las avispas y el ruido del viento contra las cañas secas. Miraba las ramas de los árboles contra el cielo y sin saber por qué se acordaba de los lugares que le contaba su abuelo y has­ta pensó que a lo mejor por allí andaban los caballos metidos en el monte o saltando los paragolpes de madera salpicados de yuyos.
Hundió la cara en el pasto fresco, doblando los pies sobre la espalda, contento de golpe; contento por­que además podía contárselo a Gabriel. Trepar el terra­plén y bajarlo corriendo para contarle a Gabriel que se había animado a cruzar al otro lado, donde estaba el monte lleno de lechuzas y el arroyo: Correr con la cabeza gacha por la calle llena de sol y árboles y olor a eucaliptus. Y llegar a la esquina, respirando agitado, con la cara sucia de tierra y sudor. Pararse frente a la puerta altísima y marrón y levantarse en puntas de pie para alcanzar el llamador de bronce.
Un golpe seco que retumba en la siesta.
—¿Cómo te va? —le preguntó Gabriel, parado en el umbral, contento de verlo.
Ricardo, con las manos enlazadas en la espalda, pensó en el lugar que había conocido detrás del terra­plén, en el agua con azúcar; pensó que Carlos era tam­bién un mentiroso y que su abuelo era el único que de­cía la verdad, a pesar de las cartas que no parecían de él.
Todo eso pensó mientras le preguntaba:
—Y vos Gabriel, ¿sabés quiénes son los reyes magos?

Ricardo Piglia
(Argentina, 1941/2017)




lunes, 8 de septiembre de 2025

ALLENDE, Isabel: El sexo y yo - Capítulo IV


Y eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad. Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos habían criado. Los hombres todavía exigían lo que no estaban dispuestos a ofrecer, es decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas. Las parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron. En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se separa y se junta sin trámites burocráticos. Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes en mi trabajo. Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo, disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General Pinochet. El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios. En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen. Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música secreta que llevan en las caderas.
En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que lo hacían. Fui con mi madre a ver «El Imperio de los Sentidos» y no se inmutó. Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que podían comprar en los kioscos. Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños. Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de abrirlo. No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el colegio por estampas de futbolistas. Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio. Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas —como comprobamos más tarde en las radiografías de columna— amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia. Pero ella insistió. Paula tenía un novio siciliano cuyos planes eran casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta. Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta en esas cosas. En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Amsterdam y comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos. Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija… Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas. Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, etc. Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa.
La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisíacos, aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la liberación sexual se fue al diablo. En menos de un año todo cambio. Mi hijo Nicolás se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja monógama. Paula abandonó la sexología, porque parece que ya no era rentable, y en cambio se propuso hacer una maestría en educación cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio. Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es otra historia. Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí la mousse de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.

(Chile, 1942)

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miércoles, 3 de septiembre de 2025

POE, Edgar Allan: El retrato oval



El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la medianoche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

«Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, solo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: ‘¡En verdad, esta es la vida misma!’. Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!».

(EE UU, 1909/1949)