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miércoles, 28 de mayo de 2025

FERRARI, Nina: Progreso




En algún lugar
con esta lluvia
y con este frío

una madre cierra
la alacena
sin saber
cómo decirle
a sus hijos
que hoy no se cena

y entonces
en ese triste instante
la suma de todos los progresos
de la humanidad
es igual
a cero

(Argentina, 1983)



lunes, 26 de mayo de 2025

GIARDINELLI, Mempo: Kilómetro 11


Para Miguel Ángel Molfino

–Para mí que es Segovia –dice Aquiles, pestañeando, nervioso, mientras codea al Negro López–. El de anteojos oscuros, por mi madre que es el cabo Segovia.
El Negro observa rigurosamente al tipo que toca el bandoneón, frunciendo el ceño, y es como si en sus ojos se proyectara un montón de películas viejas, imposibles de olvidar.
La escena, durante un baile en una casa de Barrio España. Un grupo de amigos se ha reunido a festejar el cumpleaños de Aquiles. Son todos expresos que estuvieron en la U–7 durante la dictadura. Han pasado ya algunos años, y tienen la costumbre de reunirse con sus familias para festejar todos los cumpleaños. Esta vez decidieron hacerlo en grande, con asado al asador, un lechón de entrada y todo el vino y la cerveza disponibles en el barrio. El Moncho echó buena la semana pasada en el Bingo y entonces el festejo es con orquesta.
Bajo el emparrado, un cuarteto desgrana chamamés y polkas, tangos y pasodobles. En el momento en que Aquiles se fija en el bandoneonista de anteojos negros, están tocando «Kilómetro 11».
–Sí, es –dice el Negro López, y le hace una seña a Jacinto.
Jacinto asiente como diciendo yo también lo reconocí.
Sin hablarse, a puras miradas, uno a uno van reconociendo al cabo Segovia.
Morocho y labiudo, de ojitos sapipí, siempre tocaba «Kilómetro 11» mientras a ellos los torturaban. Los milicos lo hacían tocar y cantar para que no se oyeran los gritos de los prisioneros.
Algunos comentan el descubrimiento con sus compañeras, y todos van rodeando al bandoneonista. Cuando termina la canción, ya nadie baila. Y antes de que el cuarteto arranque con otro tema, Luis le pide, al de anteojos oscuros, que toque otra vez «Kilómetro 11».
La fiesta se ha acabado y la tarde tambalea, como si el crepúsculo se hiciera más lento o no se decidiera a ser noche. Hay en el aire una densidad rítmica, como si los corazones de todos los presentes marcharan al unísono y solo se pudiera escuchar un único y enorme corazón.
Cuando termina la repetición del chamamé, nadie aplaude. Todos los asistentes a la fiesta, algunos vaso en mano, otros con las manos en los bolsillos, o abrazados con sus damas, rodean al cuarteto y el emparrado semeja una especie de circo romano en el que se hubieran invertido los roles de fiera y víctimas.
Con el último acorde, El Moncho dice:
–De nuevo –y no se dirige a los cuatro músicos, sino al bandoneonista–. Tocalo de nuevo.
–Pero si ya lo tocamos dos veces –responde este con una sonrisa falsa, repentinamente nerviosa, como de quien acaba de darse cuenta de que se metió en el lugar equivocado.
–Sí, pero lo vas a tocar de nuevo.
Y parece que el tipo va a decir algo, pero es evidente que el tono firme y conminatorio del Moncho lo ha hecho caer en la cuenta de quiénes son los que lo rodean.
–Una vez por cada uno de nosotros, Segovia –tercia el Flaco Martínez.
El bandoneón, después de una respiración entrecortada y afónica que parece metáfora de la de su ejecutante, empieza tímidamente con el mismo chamamé. A los pocos compases lo acompaña la guitarra, y enseguida se agregan el contrabajo y la verdulera.
Pero Aquiles alza una mano y les ordena silenciarse.
–Que toque él solo –dice.
Y después de un silencio que parece largo como una pena amorosa, el bandoneón hace un da cappo y las notas empiezan a parir un «Kilómetro 11» agudo y chillón, pero legítimo.
Todos miran al tipo, incluso sus compañeros músicos. Y el tipo transpira: le caen de las sienes dos gotones que flirtean por los pómulos como lentos y minúsculos ríos en busca de un cauce. Los dedos teclean, mecánicos, sin entusiasmo, se diría que sin saber lo que tocan. Y el bandoneón se abre y se cierra sobre la rodilla derecha del tipo, boqueando como si el fueye fuera un pulmón averiado del que cuelga una cintita argentina.
Cuando termina, el hombre separa las manos de los teclados. Flexiona los dedos amasando el aire, y no se decide a hacer algo. No sabe qué hacer. Ni qué decir.
–Sacate los anteojos –le ordena Miguel–. Sacátelos y seguí tocando.
El tipo, lentamente, con la derecha, se quita los anteojos negros y los tira al suelo, al costado de su silla. Tiene los ojos clavados en la parte superior del fueye. No mira a la concurrencia, no puede mirarlos. Mira para abajo o eludiendo focos, como cuando hay mucho sol.
–«Kilómetro 11», de nuevo –ordena la mujer del Cholo.
El tipo sigue mirando para abajo.
–Dale, tocá. Tocá, hijo de puta –dicen Luis, y Miguel, y algunas mujeres.
Aquiles hace una seña como diciendo no, insultos no, no hacen falta.
Y el tipo toca: «Kilómetro 11».
Un minuto después, cuando suenan los arpegios del estribillo, se oye el llanto de la mujer de Tito, que está abrazada a Tito, y los dos al chico que tuvieron cuando él estaba adentro. Los tres, lloran. Tito moquea. Aquiles va y lo abraza.
Luego es el turno del Moncho.
A cada uno, «Kilómetro 11” le convoca recuerdos diferentes. Porque las emociones siempre estallan a destiempo.
Y cuando el tipo va por el octavo o noveno «Kilómetro 11», es Miguel el que llora. Y el Colorado Aguirre le explica a su mujer, en voz baja, que fue Miguel el que inventó aquello de ir a comprarle un caramelo todos los días a Leiva Longhi. Cada uno iba y le compraba un caramelo mirándolo a los ojos. Y eso era todo. Y le pagaban, claro. El tipo no quería cobrarles. Decía: no, lleve nomás, pero ellos le pagaban el caramelo. Siempre un único caramelo. Ninguna otra cosa, ni puchos. Un caramelo. De cualquier gusto, pero uno solo y mirándolo a los ojos a Leiva Longhi. Fue un desfile de expresos que todas las tardes se paró frente al kiosco, durante tres años y pico, del 83 al 87, sin faltar ni un solo día, ninguno de ellos, y solo para decir: «Un caramelo, deme un caramelo», y así todas las tardes hasta que Leiva Longhi murió de cáncer.
De pronto, el tipo parece que empieza a acalambrarse. En esas últimas versiones pifió varias notas. Está tocando con los ojos cerrados, pero se equivoca por el cansancio.
Nadie se ha movido de su lado. El círculo que lo rodea es casi perfecto, de una equidistancia tácitamente bien ponderada. De allí no podría escapar. Y sus compañeros están petrificados. Cada uno se ha quedado rígido, como los chicos cuando juegan a la tatuíta. El aire cargado de rencor que impera en la tarde los ha esculpido en granito.
–Nosotros no nos vengamos– dice el Sordo Pérez, mientras Segovia va por el décimo «Kilómetro 11». Y empieza a contar en voz alta, sobreimpresa a la música, del día en que fue al consultorio de Camilo Evans, el urólogo, tres meses después que salió de la cárcel, en el verano del 84. Camilo era uno de los médicos de la cárcel durante el Proceso. Y una vez que de tanto que lo torturaron el Sordo empezó a mear sangre, Camilo le dijo, riéndose, que no era nada, y le dijo «eso te pasa por hacerte tanto la paja». Por eso cuando salió en libertad, el Sordo lo primero que hizo fue ir a verlo, al consultorio, pero con otro nombre. Camilo, al principio, no lo reconoció. Y cuando el Sordo le dijo quién era, se puso pálido y se echó atrás en la silla y empezó a decirle que él solo había cumplido órdenes, que lo perdonase y no le hiciera nada. El Sordo le dijo no, si yo no vengo a hacerte nada, no tengas miedo; solo quiero que me mires a los ojos mientras te digo que sos una mierda y un cobarde.
–Lo mismo con este hijo de puta que no nos mira –dice Aquiles–. ¿Cuántos van?
–Con este son catorce –responde el Negro–. ¿No?
–Sí, los tengo contados –dice Pitín–. Y somos catorce.
–Entonces cortala, Segovia –dice Aquiles. Y el bandoneón enmudece. En el aire queda flotando, por unos segundos, la respiración agónica del fueye.
El tipo deja caer las manos al costado de su cuerpo. Parecen más largas; llegan casi hasta el suelo.
–Ahora alzá la vista, miranos y andate –le ordena Miguel.
Pero el tipo no levanta la cabeza. Suspira profundo, casi jadeante, asmático como el bandoneón.
Se produce un silencio largo, pesadísimo, apenitas quebrado por el quejido del bebé de los Margoza, que parece que perdió el chupete pero se lo reponen enseguida.
El tipo cierra el instrumento y aprieta los botones que fijan el acordeón. Después lo agarra con las dos manos, como si fuera una ofrenda, y lentamente se pone de pie. En ningún momento deja de mirarse la punta de los zapatos. Pero una vez que está parado todos ven que además de transpirar, lagrimea. Hace un puchero, igual que un chico, y es como si de repente la verticalidad le cambiara la dirección de las aguas: porque primero solloza, y después llora, pero mudo.
Y en eso Aquiles, codeando de nuevo al Negro López, dice:
–Parece mentira pero es humano, nomás, este hijo de puta. Mírenlo cómo llora.
–Que se vaya –dice una de las chicas.
Y el tipo, el Cabo Segovia, se va.

(Argentina, 1947)



lunes, 12 de mayo de 2025

BORGES, Jorge Luis: El sur

 


El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no solo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de esos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
—Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
—Vamos saliendo —dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, esta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

(Argentina, 1899/1986)




jueves, 8 de mayo de 2025

BUESA, José Ángel: Soneto lloviendo


No hace falta que llueva como llueve este día,
y, sin embargo, llueve desde el amanecer.
Si hay rosas y retoños, ¿para qué llovería?
Si ya todo florece, ¿qué más va a florecer?

Llueve obstinadamente y en la calle vacía
las gotas de la lluvia son pasos de mujer.
Pero cierro los ojos y llueve todavía,
y al abrirlos de nuevo no deja de llover.

Yo sé que no hace falta que llueva, pero llueve.
Y recuerdo una tarde maravillosa y breve,
que fue maravillosa porque llovía así...

Y es tan triste, tan triste, la lluvia en mi ventana,
que casi me pregunto, dulce amiga lejana,
si no estará lloviendo para que piense en ti.

(Cuba, 1910/1982)