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miércoles, 15 de octubre de 2025

CORTÁZAR, Julio: La noche boca arriba



Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...". Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima...". Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo, o lo que fuera, no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

(Bélgica, 1914/Argentina,1984)



martes, 7 de octubre de 2025

SOLÁ, Juan: Forra del orto

"Forra del orto", pensé cuando la piba que iba de pie frente a mí en el subte se corrió de lugar al notar que me había parado atrás de ella. "Forra del orto", pensé cuando la mina cruzó la calle al verme venir en la oscuridad, la otra noche. "Forra del orto", murmuré entre dientes cuando la flaca se negó de mala manera a que la ayudara a bajar del bondi lleno, aun cuando yo se lo había ofrecido con toda la amabilidad del mundo.
Forras del orto, perdónenme. Yo no quise ser hombre, salí así. Forras del orto, perdónennos a todos. Perdónennos por ese miedo que les aparece cada vez que salen a la calle y se cruzan con un hombre, como yo, que las apoya en el subte, o que las agrede verbalmente en una cortada vacía, o que les toca el culo en el bondi.
Por favor, no me tengan miedo. Yo no les quiero tocar el culo ni decirles guarangadas.
Pero cómo podrían confiar en un extraño, claro, si todos los días las manosean sus tíos y las violan sus padrastros. ¿Cómo no tenerle miedo a un extraño si todos los días las matan sus novios? ¿Cómo no mandar a la puta a un desconocido que se para a sus espaldas si todos los días sus maridos las cagan a piñas de frente? ¿Cómo no tenerle miedo a un extraño que las ayuda a bajar del bondi si todos los días las chorean y de paso les tocan las tetas?
A mí no me van a matar por contestarle mal a mi marido, ni me van a tocar el culo cuando baje del bondi lleno, ni me van a pedir que muestre la tanguita cuando camine por una calle oscura. Yo no sé qué significa vivir con eso. Yo soy hombre, uno de esos que se crió en los noventa, mirando por la tele cómo Olmedo manoseaba adolescentes, cómo Francella quería cogerse a una colegiala pero le daba culpa porque era menor de edad y eso nos hacía reír a todos, y lo festejábamos. Yo me crié con un Sofovich que trataba de pelotudas a las secretarias y con un Rial que le decía a Beatriz Salomón que el problema no era la infidelidad, sino que el marido la haya cagado con un travesti. Porque eso es de puto. El macho bien macho te caga con otra mina, por supuesto.
A mí me hicieron creer que mi mamá iba a ser mucho más feliz si le compraba una multiprocesadora Ultracomb modernísima y que mi hermana tenía que hacer una fiesta de quince con un vestido enorme, porque eso hacen las mujeres. Por suerte nada de eso funcionó. A mi vieja no le gustan los electrodomésticos, le gustan los libros. A mi hermana no le gustan los vestidos, le gustan las camisas. Y a mí no me gusta que me tengan miedo por ser varón. Ni en el subte, ni en una calle oscura, ni en un bondi lleno. No lo voy a tolerar.
A lo mejor te parezca que todo este asunto feminista que te tiene las bolas llenas no tiene nada que ver con vos. Porque viste cómo son las minas, campeón, son todas unas histéricas de mierda, incapaces de quedarse en casa, como corresponde, a maquillarse los ojos morados. Porque algo habrán hecho para que les peguemos. Hay que ver qué tan larga era la pollera de la putita que violaron la otra siesta y cuántas noches a la semana salía a bailar la zorrita esa que el novio cagó a trompadas. Siento contradecirte, amigo, pero esto también tiene que ver con vos.
Salí a marchar, si sos macho. Por tu vieja, por tu hermana, por tu hija. Salí a marchar, si sos macho, para que las pibas no te tengan más miedo si las cruzás a la noche en una calle vacía. Salí a pelear si sos macho. Ayudá a cambiar la historia si sos macho. Sé un San Martín moderno si sos macho, que si la libertad no es para todos, entonces no alcanza. Que si la libertad no es para todos, no es libertad, es márketing."

(Argentina, 1989)



miércoles, 1 de octubre de 2025

HESSE, Hermann: El lobo


Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.
La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.
Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.
Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.
Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.

(Alemania, 1877 - 1962)



jueves, 25 de septiembre de 2025

SALZANO, Daniel: Piojito

Enfundado en una camiseta que originalmente debió pertenecer al Club Atlético Huracán pero que la vida ha transformado en un banderín del Deportivo La Miseria, el pibe se detiene frente a un tacho de basura instalado por disposición municipal en la esquina de Deán Funes y Vélez Sársfield. Como Indiana Jones frente al Arca Perdida, antes de abrirlo lo rodea, lo estudia y lo analiza. Por fin se decide y lo abre. ¿Qué va a hacer? Hurgar, claro, izado sobre la punta de sus pies descalzos mete la mano y lo primero que saca es una botella de cerveza del color de los anteojos de la Garbo. La pone a contraluz. ¿Queda? Si queda. Glup, empina el codo y la descola. Se limpia la boca y los mocos con el codo y en un gesto de inesperada violencia la estrella contra el piso. A la hora de la siesta el estallido altera la paz de los sepulcros de la iglesia de Santo Domingo. La gente lo mira y no lo mira. La gente es gente y nada más. Él sigue investigando. Una media de lana. Se la pone. Una bolsa de plástico. Se la mete en el bolsillo. Una etiqueta vacía de Marlboro. La huele. Sonríe. Tiene dos dientes. ¿Dónde están los demás? Tira la etiqueta. Tira todo. Un cacho de diario con la foto de Diego Maradona. Gira la cabeza para verlo al derecho. No tiene idea. Una pila. Un peine sin dientes. Un alambrito. Una lata de Coca. La sacude, le pasa la lengua por la tapa y después, como un relojero, mira a través del agujerito. Plink. Más cosas. No quedan más cosas. Momento. Sí, queda. Hace un esfuerzo memorable y emerge del fondo con un desodorante en aerosol. Apreta el botón. Pffft. El olor lo embriaga. Pffft. Cree que es un insecticida y cuando pasa una mosca le apunta y le dispara. La mosca se vuelve. Quiere guerra. Mientras él gira sobre sí mismo disparando su pistola perfumada, ella vuela sobre su cabeza dibujando en el aire la aureola de un santo.

(Argentina, 1941/2014)


miércoles, 24 de septiembre de 2025

SCORZA, Manuel: La casa vacía


Voy a la casa donde no viviremos
a mirar los muros que no se levantarán.

Paseo las estancias
y abro las ventanas
para que entre el tiempo de ayer envejecido.

¡Si vieras!
Entre las buganvillas
cansadamente juegan
los hijos que jamás tendremos.

Yo los miro. Ellos me miran.
Mi corazón humea.
Este es el sitio
donde mi corazón humea.

Y a esta hora,
en el balcón, callada,
yo sé que tú también te mueres
y piensas en mí hasta ensangrentarte,
yo también pienso en ti.

Óyeme donde estés:
por esta herida no sale solo sangre:
me salgo yo.

(Perú, 1928/1983)



domingo, 21 de septiembre de 2025

JEANMAIRE, Federico: Más liviano que el aire (fragmento de la novela)


Una anciana de 93 años mantiene encerrado en el baño de su casa a un adolescente que la abordó en la calle para robarle. Instalada del otro lado de la puerta, esta exmaestra solterona insiste en contarle la historia de su madre bajo la promesa de liberarlo en cuanto termine el relato, y pretende también enderezar y educar a un chico que considera la encarnación de los males que jaquean al país. En el monólogo de la anciana, la historia íntima se entrelaza con la historia nacional, y el presente y el pasado argentinos aparecen bajo nuevo ropaje que viste la vieja dicotomía entre civilización y barbarie.

Así son las cosas. Yo no tengo nada que ver con lo que le sucede. Todo lo que le pasa, Santi, es por culpa de que somos un país de gauchos, créame. Todavía hoy, igual como fue siempre.
¿Y eso?
Si no los ha visto es porque no se ha fijado. Andará distraído. Seguramente, no ha mirado con atención a su alrededor. Le juro que están por todos lados.
No me estoy inventando nada, no sea grosero. No se trata de que anden por la calle con unas boleadoras o con un poncho o con unas bombachas o con una rastra de monedas de plata en la cintura. No me entiende. Cambiaron las vestimentas, nomás. Se trata de algo mucho más profundo: una forma de ser contagiosa que se transmite de generación en generación. Supongo yo que a través del mate, entre sorbo y sorbo, se pasa esa enfermedad. Por eso odio tanto el mate. Y la yerba. Me parece que son los culpables de todos nuestros males patrios. De todos.
No se haga el estúpido. Usted no es ningún estúpido, Santi. Es lo mismo, se lo acabo de decir: gauchos, abuelos, padres, chiripá, mate, tíos, yerba.
Sí, odio el mate. Por eso yo tomo té. El té no contagia. Cada uno lo toma en su respectiva taza y listo, no anda infectando a nadie de costumbres horribles. Pero el mate, no. El mate anda de mano en mano un rato larguísimo con la misma yerba, incluso. Es una porquería. ¿A usted le gusta?
Ve, es lo que yo digo. Si en su casa toman mate ya están todos contagiados. Son todos gauchos. Y por eso, con toda seguridad, es que sale a la calle a hacer las cosas que sale a hacer. ¿También es peronista?
Menos mal. Pero es un gaucho. Ya está contagiado. Aunque nunca haya visto una vaca, si me disculpa.
Por favor, Santi, no diga barbaridades.
Tiene que prometerme que cuando salga de ese baño va a empezar a ir a la escuela. No puede ser que no sepa casi nada de los gauchos.
Está bien, yo le explico. Pero esto deberían enseñárselo las maestras y no yo, que le quede bien claro.
El gaucho era el habitante original de la pampa. Una mezcla explosiva de español con indio. Un tipo que tenía muy poco: un caballo, un recado de cuero de oveja, una única muda de ropa y un cuchillo grande que se llamaba facón. Poco más. Eso le alcanzaba para andar por donde se le ocurría andar. Como sus padres, apenas si trabajaba. Solo lo hacía cuando se quedaba sin dinero para tomar alcohol o para jugar a los naipes. Si tenía hambre, carneaba la primera vaca que encontraba por el camino sin importarle quién fuera su dueño, comía un poco y dejaba el resto ahí tirado, pudriéndose o engordando aguiluchos. Si tenía sed, tomaba agua de cualquier charco. Si tenía ganas de estar con una mujer se robaba una india. Si se enojaba con alguien, lo mataba. Así era la vida del gaucho. Eso lo hacía libre, aparentemente. No había nada más importante que la libertad, para el tipo. Esa libertad. Por supuesto, no aceptaba ninguna norma, ninguna ley. Solo era fiel a sí mismo: a las propias leyes que se iba inventando según su propio gusto y conveniencia. Un despropósito de vida, la que llevaba. Y ese, el gaucho primordial, fanfarrón, el prepotente, es el que desapareció. Sin embargo, aunque ahora la gente se vista de otro modo y no ande a caballo por las calles, a mí me parece que ni sus ideas ni su manera de encarar el mundo ni su forma de ser tan antisocial han desaparecido. Tampoco su fanfarronería ni su prepotencia. No solo no han desaparecido, sino que han infectado a casi todos los que vivimos en esta zona del universo. Y la culpa de esa infección, como ya le dije, para mí la tiene el mate.
No, no estoy loca. No se lo voy a permitir.
Yo le expliqué lo que me pidió que le explicara. Si ahora usted no quiere entenderlo o reconocerlo, es problema suyo y no mío. Peor para usted.
Basta. Me cansó.
Sí, me cansó.
No, no se haga el zonzo que no tiene nada de zonzo. No lo voy a dejar salir de ahí solo porque me cansó o me dijo que estaba loca. No soy tan débil, muchacho. Todavía me queda bastante para contarle de la historia de mi madre. Si quiere, aproveche y reflexione acerca de lo que le expliqué sobre los gauchos que yo, mientras tanto, me voy a tomar una taza de té y descanso.
Sí, otro té. Así es como me he conservado sana a lo largo de toda la vida.

(Argentina, 1957)


Fragmento de «Más liviano que el aire». Bs. As., Alfaguara, 2009, pp. 59 a 61. Premio Clarín de Novela 2009

jueves, 18 de septiembre de 2025

FEINMANN, Virginia: Gloria


Yo no quería un celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir casi setenta años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi casa, conozco a todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en Suecia viví. No hablaba el idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la epilepsia y me las arreglé igual…, para qué quiero un celular.
Mamá, me dice ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos desde chica. Y más de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría por tener hijos con él. Soñábamos con ver la casa llena de pibes y pibas corriendo, con los amigos y las guitarras, los asados, los cumpleaños. Éramos varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. La agrupación era el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos. Hacíamos trabajo social. Íbamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles clases a los chicos. Se hablaba mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo no quería hacer caridad… asistencia. Nosotros queríamos que hubiera para todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar el poder, eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple, ¿no? Sin embargo, no solo que fue imposible, sino que… en fin.
Pero bueno, la tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el ’72. Yo tenía veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada. Como dos años pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía la menstruación y lloraba. Después me componía rápido para salir al barrio Alsina, con las latas de leche Molico, los libros, seguía adelante.
A Beto se lo llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos llevaron después.
Y nos llevaban de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un domingo, que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de Cuca, por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros en un bar y lo agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a los chicos, adelante de las maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida después. Del mismo jardín lo llamaron, que había no sé qué problema, y en la puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la necesitaban de urgencia en la fábrica, y en el camino… Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la tecnología, porque si tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de no sé de los jueguitos esos que usan mis nietas. Le digo así. Pero la verdad es que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me duele. Con un telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que vaya bajando la carne del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan de terror o romántica.
¿Sabés lo que hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita, no venga al jardín, la maestra esa que siempre la está molestando, la que dice que los chicos son hijos de guerrilleros, estuvo hablando esta mañana con la directora. Cacho, nos fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de servicios.
En fin… A mí igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo dónde encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de bombacha, no les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A Gloria le dieron… la lastimaron mucho. Al día de hoy se nota que no camina bien… será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo, pero la he visto pasar por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver… si te hacían cualquier cosa… Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero bueno, ella les dio mi nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo eso me lo hicieron a mí.
Además de tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel. No como en una cárcel.
Ella me pidió disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez yo no vi nada. Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre, mugre. Sola me los fui limpiando. Me llevó un montón de días, pero de pronto pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos, así hablando con alguien, como riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan de ella, tan alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio tremendo, todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que tirar de nuevo en la colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás, pensando que ojalá fuera ella para saludarla al día siguiente.
Después no la volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y viene y me agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de abrazarla, de darle besos, yo con las manos todas llenas de espuma, me empecé a reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que llora. Y me dice flaca fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así. Flaca fui yo.
¿Fuiste vos qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? La tuve que sacudir porque no salía de esa frase, así que al rato me dijo.
Fui yo la que te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora uno, con los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo misma podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por qué, porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi casa de chica, un mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos para cenar todos juntos en la cocina, cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito terminaba los deberes, y ese mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no hablara, que cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria, en cambio, dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el ’83 y se vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía… arritmia cerebral se llama, yo le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una secuela también. Entonces por los medicamentos y todo no podía pensar en tener bebés. Después se me fue curando, me redujeron el tratamiento, me curé, vinimos a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande, pero la tuve. Y terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita, toda para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida nueva. De nena también, con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que en algún momento ya no pensábamos que las íbamos a poder vivir. Y bueno, ¡ahora mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la plaza, a las hamacas, al pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos al cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que ven por la tele.
Son divinas las nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para quedarse a dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué graciosas. Muy amorosas, sí.
Pero ahora con esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy entusiasmadas y todo, a las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude contener, me dio una bronca tremenda. No sé qué me pasó. No lo quise abrir, me enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la pileta, me tomé los remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me dio un beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de la ventana. Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular sin abrir. Lo agarró, lo trajo hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo tenía entre las manos y miraba para abajo.
Abuela, yo te quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar. También se pueden mandar mensajitos de texto.
Estaba ahí muy chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me senté de nuevo.
Y eso cómo es.
Levantó la cara contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba pero yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el aparato y dice.
Vas a mensajes, crear mensaje, ahí escribís lo que querés ponerle a alguien, ponés el número de esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías…
Hacía calor, pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
A Gloria.
¿Y quién es?
Una persona.
Bueno, perfecto, ¿y sabés su celular?
No… pero lo puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
Bueno, perfecto, y qué le querés poner.
No sé… qué hago… ¿te dicto?
No, no, yo te enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés usar la escritura predictiva, si apretás este botón…
Bueno pará, Luli… Más despacio… yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la cabeza, me apantallé un poco con la mano. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba las teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi cabeza. Y funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y volvió a entrar un aire limpio, de feriado sin autos.
Agarré el celular.
Miré la pantalla.
Escribí: “Hola Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y me enseña a mandarlo.

(Argentina, 1971)

miércoles, 17 de septiembre de 2025

BRUZZONE, Félix: Otras fotos de mamá


Ayer, sábado, conocí a Roberto, un exnovio de mamá que militó en el PC y que logró escapar del país justo antes de que ella desapareciera. Yo había hecho el contacto por un tío mío que fue compañero de él en la secundaria, así que en la semana lo llamé y él me invitó a su casa, donde me recibió emocionado.
La casa, bastante cómoda, parecía muy grande, pero no sé si en verdad lo era o si la impresión se debía a la gran cantidad de luz que entraba por un techo de vidrio. Nos sentamos en el living y al principio Roberto habló de mamá y me mostró dos fotos: en una están los dos abrazados en la orilla de un canal; en la otra, ella fuma en un balcón y mira hacia abajo. Cuando le pregunté si tenía copias, dijo que podía hacerlas y prometió que iba a buscar más fotos. Después me invitó a almorzar y acepté. La mujer de Roberto, Cecilia, dijo que había preparado una salsa de tomates y nueces, y antes de que la probáramos ya hablaba de su exquisito sabor.
Durante el almuerzo Roberto habló de su exilio. Supongo que le gusta contar esas historias. Cecilia no dijo casi nada y yo solo intervine para asentir o para que Roberto siguiera con su relato: habló de Roma, de una novia italiana y del hijo que tuvieron juntos, que ahora vive en Turín y cada vez que viaja le envía postales desde lugares insólitos. De mamá, en cambio, dijo bastante poco. No tenía claro cuándo habían estado juntos por última vez ni por qué habían dejado de verse.
Más tarde, mientras me alentaba en mi búsqueda y prometía averiguar entre algunos conocidos, recordó que una mañana, poco antes de que nadie supiera más de mamá, se habían cruzado por casualidad en una esquina. Él esperaba el colectivo -era invierno pero hacía calor- y cuando de pronto la vio acercarse su primera intención fue saludarla, pero ella le hizo un ademán para que no lo hiciera y entonces él se quedó en el lugar, casi inmóvil, y se limitó a devolver el gesto. Eso era todo. No sabe si ya entonces la perseguían, pero sí que él no había tardado mucho en abandonar el país porque las cosas, para todos, se habían complicado más de lo que esperaban. 
Nos despedimos alrededor de las cuatro. Parte del cielo, antes despejado, se había cubierto de nubes negras. Lo último que dijo Roberto -miraba el techo de vidrio como si sobre él fuera a ocurrir algo importante- fue que pronto empezaría a llover.
Como Cecilia también tenía que salir me ofrecí a llevarla. Ella tenía una clase de pintura y el lugar me quedaba de paso. En el camino hablamos de cualquier cosa. Ella había conocido a Roberto en un corso y vivían juntos desde hacía dos años. Tenía dos hijos de su primer matrimonio, uno de mi edad y el otro, más chico, que todavía vivía con ella. En realidad, nada de lo que decía me importaba mucho, y me sentía algo inquieto. Me preguntaba cuántos años podía tener Cecilia, pero más me preocupaba saber nuevos detalles de la mañana en que Roberto había visto a mamá por última vez. ¿Dónde había sido? ¿Cuánto antes de la desaparición? ¿Sería esa la última noticia que yo tendría de ella o alguna vez lograría saber algo más? Por otra parte, me daba la sensación de que el encuentro con Roberto había generado más cosas para él que para mí. Él, antes de hablar de la tormenta próxima, había dicho que quería caminar, y yo supongo que sí, que quería, pero también estoy casi seguro de que caminar, para él, era una especie de necesidad, una urgencia tibia antes de volver a su casa y organizar algo para la noche.
El auto avanzaba lento, así que hablamos bastante pero no sé bien de qué porque mientras Cecilia hablaba yo pensaba en mamá y en esas cosas que pienso cuando me pongo triste: los parques llenos de gente, el sol, las sombrillas que tapan el sol y yo que llego cuando ya no hay lugar ni sombrilla y que entonces me tengo que quedar solo a un costado.
Antes de doblar en la calle donde quedaba el lugar en que Cecilia toma sus clases, ella recordó que tenía que comprar algo para su hijo menor. Dijo que él jugaba al rugby y que le había pedido el favor de comprar tapones para los botines: el domingo tenía un partido importante. Y ahora el problema era que ella, al salir, no iba a encontrar nada abierto. Le daba pena defraudarlo, él no se merecía algo así. Entonces le dije que yo podía comprarlos y que ella, después, pasara a buscarlos por casa. Al principio se negó, dijo que ya iba a ver cómo se arreglaba, que con acercarla a su clase era suficiente, todas cosas así, muy amables, pero cuando insistí no tardamos en ponernos de acuerdo. Yo iba a estar en casa hasta tarde, pensaba escribir en mi cuaderno de cosas de mamá todo lo que había dicho Roberto y después emborracharme. Siempre que averiguo algo sobre mamá compro dos o tres botellas de vino y las tomo solo en el patio.
Pero no hice nada de eso. Solo compré los tapones, recordé el tiempo en que los compraba para mis propios botines de rugby, y esperé que llegara Cecilia.
Cerca de las seis la tormenta adelantó la noche. Hubiera sido necesario encender alguna luz pero preferí dejar todo a oscuras. Los dos amigos que viven conmigo habían avisado que no iban a dormir en casa y me gustaba oír los golpes de las gotas contra el techo sin nada que me distrajera. Me pregunté en qué pensaría Roberto y si él se preguntaría algo sobre mamá o incluso sobre mí. Supuse que si él había salido a caminar era probable que hubiera tenido que refugiarse de la lluvia. Imaginé que en algún café ocupaba una mesa junto a la ventana, que pedía un trago, que el agua sobre el vidrio le traía recuerdos de sus años en Europa. Roma -yo siempre quise ir a Roma-, novia romana, pequeña habitación con vista a edificios desteñidos por la luz -yo una vez vi fotos así, la luz odiosa contra las paredes-, amigos exiliados y, de a poco, la impresión de haber salido de una pesadilla en el momento en que despertar solo añade dolor al dolor, terror a un terror sin límite.
También recordé mis propias pesadillas. Mejor dicho, la pesadilla persecutoria que se había repetido durante años. En ella siempre alguien, o algo -algo que quizá solo era la sensación de ser perseguido-, me acechaba desde un lugar invisible. Las calles familiares se convertían en pasajes estrechos donde los edificios, huecos, eran iluminados por una oculta fuente de luz. Y yo, en medio de aquella resolana deforme, corría -mis pasos no hacían ruido- y nunca giraba para ver si mi perseguidor estaba cerca o lejos. Y por raro que parezca, lo que me producía mayor terror no era la proximidad sino la distancia. Y entonces, antes de ser atrapado, y antes de lograr escapar, despertaba y me quedaba inmóvil en la cama durante algunos segundos hasta que me levantaba para ir a la habitación de mi abuela. Todo lo que ocurría entre mi cama y la de ella -mis pasos sobre la alfombra, mi dedo sobre la llave de luz, mi mano al abrir la puerta de mi habitación y al abrir la puerta de la habitación de ella- producía el mismo silencio que mis pasos en el sueño.
No sé durante cuánto tiempo pensé en mis pesadillas, pero cuando Cecilia tocó el timbre yo todavía intentaba recordar las palabras de mi abuela cada vez que me hacía volver a dormir; y quizá por eso, de alguna manera, me pareció que no era Cecilia la que llegaba a casa sino mi abuela, o mamá, o que las dos juntas llegaban después de haber ido a comprar algo para la cena.
El timbre volvió a sonar dos veces y recién entonces tanteé sobre la mesa en busca de los tapones. Cuando los encontré fui hasta la puerta, pensaba entregárselos a Cecilia y despedirla con alguna frase cordial y la promesa de volver a hablar con Roberto por lo de las fotos. Pero al abrir y verla afuera, mojada, me pareció mejor hacerla pasar.
Mientras entrábamos encendí varias luces y ella explicó que había querido caminar porque mi casa no quedaba lejos, pero que no había pensado que iba a llover tanto y que en la última cuadra, toda de casas bajas y sin balcones, se había empapado. Le ofrecí una toalla y le pregunté si quería tomar algo caliente. Ella aceptó.
En el baño solo encontré el toallón que uso después de bañarme y como no estaba húmedo se lo alcancé. Y mientras ella empezaba a secarse noté el cambio: la que estaba ahí no era Cecilia, o era la Cecilia de muchos años antes. Todo, incluso la situación de estar en una casa donde vivían tres personas jóvenes, la rejuvenecía: los zapatos salpicados con la suciedad de la calle, las medias arrugadas sobre las rodillas, el perfume mezclado con el olor del agua, la cara algo enrojecida por la agitación de haber caminado rápido; todo eso y además el pelo, inflado por la humedad y cubierto por una especie de corona de pequeñas gotas que brillaban a la luz de la lámpara del comedor.
Mientras yo preparaba café, Cecilia preguntó si podía llamar a Roberto para avisarle que iba a llegar más tarde, pero la lluvia había dejado el teléfono sin tono. Le dije que podía ser que él tampoco hubiera vuelto y ella, como yo, supuso que debía haberse refugiado en un bar hasta que pasara la tormenta.
Cuando el café estuvo listo, ella lo tomó de a pequeños sorbos y yo pensé en uno de los chicos que alquilan conmigo, que viajó a París, trabajó en una cafetería y se trajo de allá todas las clases de café que uno se pueda imaginar. Ahora es un fanático, colecciona frascos de las variedades más insólitas y los guarda como si en cada uno hubiera un gran secreto. Así que ver a Cecilia sentada a la mesa, en silencio, el café humeante en el pocillo que se llevaba a la boca, me hizo creer que ella también guardaba algún secreto, y que si la dejaba hablar podía llegar a contármelo.
Y habló, pero no de mamá ni de Roberto ni de nada de lo que yo esperaba. Por un momento yo había llegado a pensar que ella podría revelarme algo fuerte, algo como que Roberto era mi padre o que él había tenido algo que ver con la muerte de mamá. Siempre que un desconocido me habla de mamá espero ese tipo de historias. Hace poco me contaron una en la que dos policías, por una denuncia accidental, llegaban a la casa donde se ocultaban mamá y algunos de los de su grupo. El temor, el nerviosismo, la estupidez, hacían que uno de los de adentro ametrallara al policía que había tocado el timbre; el otro, que lograba esquivar las balas, pedía refuerzos y acudían al lugar un carro de asalto, un camión lleno de soldados y un helicóptero. La tarea era sencilla: mientras un grupo abría fuego sobre la casa, dos o tres se acercaban un poco más y arrojaban varias granadas que, al explotar, dejaban una nube de polvo y humo negro, una montaña de escombros y, bajo esos escombros, los desafortunados cuerpos sin vida de mamá y de sus amigos.
En lugar de contar algo así, Cecilia dijo que el café era una delicia y quiso saber cómo estaba preparado. Dije que no era nada especial, que quizá lo especial era la variedad; y que cuando uno llega de afuera, mojado y después de haberla pasado mal bajo la lluvia, cualquier café puede ser delicioso.
Ella, quizá algo incómoda, cambió de tema: empezó a hablar de los tapones para los botines de su hijo. Nunca me hubiera imaginado que una mujer pudiera interesarse por algo como eso. Sabía tanto de botines que estuve a punto de preguntarle si trabajaba en alguna casa de ropa deportiva. Después dijo que estaba feliz por haber podido cumplir con la promesa de comprarlos y habló de su separación, de cuánto había significado para su hijo, habló de problemas escolares y de la no muy buena relación que el chico tenía con Roberto. Supongo que ella es capaz de hablar de eso por mucho tiempo. En realidad, no sé cuánto tiempo lo hizo, pero sí que en un momento preferí volver a hablar del café, y en cuanto la lluvia se hizo más débil la acompañé a buscar un taxi.
Caminamos hasta la avenida cubriéndonos bajo las copas de los árboles, aunque a veces con el viento era peor. En las calles oscuras la lluvia era un ataque invisible, irreal, del que no había manera de defenderse. Cuando logramos cubrirnos debajo de un toldo estuve por decirle esto a Cecilia, pero en lugar de eso dije que iba a llover el resto de la noche. Ella esperaba que no, y dijo que no le gusta cuando su hijo juega con la cancha llena de charcos y de barro.
Debajo de ese toldo tuvimos que esperar bastante. Hablamos de lo inestable del tiempo en esta época del año y de lo difícil que resulta encontrar un taxi libre los días de lluvia. Cuando al fin uno se detuvo, nos despedimos y todo fue tan rápido que me olvidé de pedirle que le recordara a Roberto lo de las fotos. El taxista giró en U en medio de la avenida y pensé que cuando llueve es más fácil violar las leyes de tránsito. Luego el taxi se alejó veloz y antes de que llegara a la plaza lo perdí de vista.
Debían ser las nueve y la lluvia se hacía más fuerte. Enfrente, a mitad de cuadra, las luces encendidas del supermercado de los chinos me hicieron suponer que el lugar seguía abierto. Crucé y avancé hacia las luces. A esas horas la caja la atiende el dueño, un chino bastante gordo que mientras yo elegía los dos vinos que ahora sí quería tomar, me miró con desconfianza. Después, cuando estaba por pagar, me dijo algo incomprensible, quizá el precio, y como vi que afuera la tormenta arreciaba se me ocurrió que tomar algo de vino iba a facilitar el regreso. Le pedí al chino si tenía algo para abrir una de las botellas y él metió la mano en un cajón lleno de papeles, tapitas y corchos. Por un momento creí que no me había entendido, pero entonces sacó un trapo, lo colocó sobre el fondo de la botella y, luego de sacar el papel de aluminio, empezó a golpearla contra una columna. El corcho no tardó en asomar, y cuando más de la mitad estuvo afuera, él terminó de sacarlo con los dedos. Sonreí. Él sonrió, le ofrecí que tomara y tomó. Después tomó un poco más y volvió a sonreír. Dijo otras palabras incomprensibles y me pasó la botella. Tomé un poco, él me miró como en busca de aprobación. Asentí, tomé varios tragos seguidos y él aplaudió. Después señaló hacia la calle, supongo que para decir que me quedara hasta que pasara la tormenta. Entonces fue hasta el fondo del supermercado y volvió con una silla. Me senté, él bajó las persianas y también se sentó y pronto tomamos el resto de la botella. Después tomamos la otra y cuando la terminamos él, siempre sonriente, trajo cuatro o cinco más. Supongo que en algún momento me quedé dormido, que vomité, que me sentí bien y que me sentí mal, muy mal, que lloré; y creo que cuando me fui -empezaba a amanecer y del temporal quedaba solo una lluvia suave- el chino, sentado en el suelo, apoyado contra una de las góndolas, aún sonreía.

(Argentina, 1976)

Félix Bruzzone es hijo de padres desaparecidos. El cuento que se reproduce pertenece a su primer libro de relatos, de Editorial Tamarisco.
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viernes, 12 de septiembre de 2025

SACHERI, Eduardo: Frío


No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero a mí me cuesta mucho pensar en el frío si no estoy teniendo frío en el momento de querer pensar en el frío. Seguro que uno puede decir la palabra «frío» cuando se le dé la gana, pero no es lo mismo: así no es más que una palabra. Yo me refiero a pensarlo, el frío. A poder pensarlo, entendiéndolo, al frío. Es distinto decir «frío» que sentir frío. Decirlo es casi nada. Igual es una palabra distinta a «árbol» o «perro». Esas son cosas que se ven, y uno puede imaginarlas. Pero el frío no. El frío hay que sentirlo para pensarlo. Esa sensación incómoda en todo el cuerpo, esa especie de dolor suavecito que uno no se puede sacar de encima aunque quiera, esa molestia que a uno lo sigue aunque trate de escapársele y haga un montón de cosas (apichonarse, hacerse chiquito, zapatear fuerte, dar saltitos en el lugar, o lo que sea) para salirse de esa situación fea. Esas ganas tontas de querer irse lejos del propio cuerpo a un lugar que esté más tibio: tontas porque no se puede, pero uno las ganas las tiene igual. Y de todo el asunto del rubio yo me puedo acordar solamente así: con frío. Si no, no. O me cuesta mucho más. Me cuesta y no es lo mismo. Pero hoy resulta que es domingo, casi de noche, y como está terminando mayo hace un frío de novela. Además estoy solo en casa, que eso también es importante para que me acuerde. Si está la familia no puedo. Si está la familia uno piensa en cosas comunes, las de todos los días. Más los domingos, que estamos todos, hablando, tomando mate, mirando un poco de tele. Pero hoy se fueron todos a lo de la tía Ceci, que yo mucho no me la aguanto, y con la excusa de pintar la piecita del fondo me quedé y mi mujer no me dijo nada. Capaz que se imaginó que yo no quería saber nada con ir a lo de su tía, pero como lo de la pieza me lo viene pidiendo hace un montón de tiempo y yo siempre le digo que sí y después no lo hago, hoy que le dije que iba a ponerme con eso no pudo decirme nada y se lo tuvo que aguantar. Así que después de comer se fueron y yo me quedé trabajando atrás, con la radio puesta en los partidos. Pero hace un ratito corté, porque me estaba quedando sin luz y aparte con este frío y la humedad no secó lo suficiente como para empezar con la segunda mano. Igual no importa porque la primera mano la di completa y el fin de semana que viene la termino. Eso si no estoy de guardia, que la verdad que no me acuerdo y me tendría que fijar pero creo que no. Para limpiar los pinceles me traje el aguarrás y el trapo y los pinceles y me senté en la mesa del jardín, que un poco de luz de día todavía quedaba y para eso tampoco se necesita mucho más. Y ahí yo no sé si empezó a bajar el rocío o qué pero de repente se congeló el aire y en la penumbra me vi el humito saliendo de la boca y la piel de las manos me empezó a doler, pero ya me faltaba poco para terminar y no tenía ganas de llevarme todos los trastos hasta la mesa de la cocina, así que me apuré a limpiar un pincelito que uso para los marcos que me dio más trabajo porque estaba con esmalte sintético y de repente me acordé. Yo creo que fue el frío, junto con estar solo y todo eso que ya dije, pero sobre todo el frío. Pero lo de estar solo también, porque en esto me pongo a pensar cuando estoy solo. Si justo me acuerdo de todo aquello cuando estoy con alguien enseguida trato de pensar en otra cosa, porque no me gusta pensarlo cuando estoy acompañado. No es que cuando estoy solo pensar en esto me guste. Ni tampoco que no me guste. No se trata de gustar, supongo. Me acuerdo y listo. Lo que sí, si estoy solo, no me resisto a pensarlo. No es que me voy para distraerme y sacármelo de la cabeza. Me quedo y me lo acuerdo. Antes no. Antes no podía. Hace años cuando me acordaba me ponía mal y quería arrancármelo como si fuera un trapo que me quemase la piel por adentro. Ahora ya no. Ahora me lo acuerdo y como mucho me pongo triste. Pero es una tristeza que me aguanto y está bien. No es como cuando me daban pesadillas. Ahora como mucho son sueños, y de vez en cuando. Muy de vez en cuando. A la mañana, mientras tomo mate con mi mujer, le cuento. Le digo «hoy soñé con el rubio», y ella me entiende y no me pregunta nada. Hace muchos años sí. Cuando yo le contaba me insistía con que fuera al psicólogo o al doctor o algo, que eso me hacía mal y que buscara ayuda. Y como yo me emperré siempre con que no, terminábamos discutiendo. Ahora ya no.
Por eso hoy, que con el frío me acordé del rubio, me quedé sentado echando vapor por la boca; y con la última luz del día vi que las manos se me ponían todas rojas. Eso nunca terminé de entenderlo. Cómo es eso de que con el frío a uno la piel se le pone roja. Una vez, estando allá, le pregunté a un oficial y me contestó algo de que era porque faltaba sangre, por el frío. Pero entonces entendí menos, porque si la piel se pone roja es por la sangre, y si falta sangre tendría que ponerse de cualquier color menos roja. A veces me da bronca no haber estudiado más. Saber más cosas. Siempre me dio vergüenza sentirme un bruto comparado con algunos colimbas. Estando allá me pasó con dos o tres. Con el rubio, sobre todo. Capaz que fue por eso que le prometí a la Virgen que si me sacaba de ahí iba a estudiar el secundario. De entrada no pude porque me destinaron a Neuquén y encima me casé y no pude. Pero después me tocó Campo de Mayo y ahí sí cumplí la promesa. Una vez, en la época en que me daban pesadillas, se me ocurrió visitar a los padres del rubio. Mi compadre Ramírez estaba destinado en el Estado Mayor y me consiguió la dirección en el archivo. Me llegué hasta Haedo y di unas vueltas para pasar por la vereda. Dos veces. La segunda justo salió una mujer de la casa. «La madre», pensé. Pero no estoy seguro porque no le hablé. Pensé que era la madre porque se parecía. La piel, la nariz finita, los ojos medio claros. Pero no estaba seguro y aparte capaz que no era. Habían pasado como quince años y en una de esas, nada que ver. Capaz que se habían mudado y era otra familia. A veces el parecido es así. No es que los hijos se parezcan a los padres sino que uno ve a los dos y le busca el parecido. Con mi hijo el mayor me pasa siempre. Todos dicen lo parecidos que somos. Más ahora que entró en la Escuela y con el pelo corto hasta a mí me hace acordar a como era yo hace veinte años. Así que no le dije nada. Nos cruzamos por la vereda y nos vimos un segundo y nada más. Llevaba una bolsa de compras. Ella me miró y yo me asusté. No sé por qué. Será porque me miró fijo, apenas un segundo pero fijo, como si me conociera. A lo mejor fue por el uniforme, que me miró. Yo calculo que fue por eso. Después no volví más. Pasó el tiempo, me fui acordando menos, y lo fui dejando. Era callado, el rubio. Andaba siempre en la suya, y con los demás se mezclaba poco y nada. No era que fuera un engrupido, no era eso. Pero era distinto. No sé bien por qué cuernos terminó en la Compañía. Los otros colimbas eran casi todos de Corrientes, de Oberá y la zona esa. Y el rubio, mezclado con ellos, parecía una mosca blanca. Los demás eran morochazos, más como soy yo. Pero este era blanquito, y mucho más alto. Hasta las manos las tenía diferentes. Blancas, lisitas, se le veía que nunca en la vida había agarrado una pala, un martillo, nada de nada. A la legua se notaba que lo del rubio venía por el lado de los libros y esas cosas. Porque aparte usaba unas palabras que parecían sacadas del diccionario y se las entendía él solo, a veces. Y otros colimbas, que en su perra vida habían bajado del monte, lo miraban como si fuera un bicho. Yo tenía tipos que nunca habían visto un inodoro hasta entrar al cuartel. Y claro, comparado con ellos, el rubio parecía un marciano. De entrada me dio bastante trabajo, ese asunto. Porque dos o tres colimbas se lo tomaron de punto. Lo cachaban todo el tiempo con eso de que si era delicado, o si era demasiado limpio, o prolijito, esas pavadas. O me decían a mí, hablando fuerte para que el otro escuchara, que el rancho lo prepare el rubio que seguro que en la facultad le enseñan cocina, decían. O que la letrina la cave el rubio que seguro que sabe porque va a ser arquitecto. Yo les frenaba el carro porque lo que menos quería era que me enquilombaran la Compañía. Y aparte el rubio me daba lástima porque era buen soldado y trataba de no engancharse con esas jodas y no calentarse. Pero era guapo. Una vez no sé de dónde sacaron los colimbas una especie de pelota. Creo que la hicieron con un par de borceguíes que los ataron cruzados y medias que no servían y ataron todo con cordones del calzado. Como no había ningún oficial por ahí cerca yo los dejé. Justo en contra del rubio jugaba uno de los que lo tenía de punto. Salinas, se llamaba. Un morocho grande como una puerta. Y fue empezar a jugar y Salinas lo entró a cagar a patadas. Porque encima el rubio era bueno. La movía y el otro se empezó a poner loco y cada vez que lo gambeteaba empezó a cruzarlo como si nada. De entrada el rubio se lo aguantó hasta que no pudo más y en una de esas se levantó y reaccionó y se entraron a dar de lo lindo, y aunque el otro era grandote el rubio no se le achicó. Y ligaron los dos, la verdad. Un poco me puse contento porque el rubio me caía bien. Igual hubo que castigarlos a los dos porque en cuestiones de disciplina uno no puede hacer diferencias, y menos en un sitio como ese. Cuando los tuve que bailar, bailaron todos. Ni más ni menos. No era que yo quisiera o dejara de querer. Tenía que bailarlos y punto. La orden era esa, porque así iban a estar alertas y con la moral alta. Una vez le pregunté por arriba, al oficial, por ese asunto de tenerlos tan cortitos y me cortó en seco. Bien, pero me cortó de una. Así está bien, Ramírez, me dijo. Así está bien. Haga que se calienten con usted, así después se sacan toda la leche con el enemigo. Me acuerdo que me sonó raro eso del «enemigo». Como las películas de guerra de los sábados a la tarde, sonaba eso del «enemigo». Igual a los dos o tres días se pudrió todo. Porque cuando entraron a caer las bombas y a sonar los tiros, otra que una película. Los dos primeros días de bombardeo estuvimos metidos en los pozos con la orden de aguantar sin asomar la nariz, hasta que pasara. Pero resulta que no pasaba nunca. Se suponía que tenía que parar la cosa tarde o temprano, pero seguía. A veces parecía, porque pasaban veinte minutos, media hora, que no caía ningún bombazo cerca y uno pensaba que ya estaba, que habían rajado para otra parte. Pero después, mierda, entraban a caer de nuevo y otra vez adentro del agujero con el agua hasta los tobillos y un cagazo de Padre y Señor nuestro. Y de repente se vino el oficial con la orden de que había que entrar a tirar sí o sí porque ellos se venían al humo. Durante todo ese tiempo de espera había pensado que cuando se armara el batuque el miedo me iba a borrar todas las ideas y todos los recuerdos. El hambre, la tristeza por la familia, las ganas de volver, el frío. Ese frío de mierda, sobre todo. Estaba convencido de que en el medio de los tiros no me iba a quedar lugar en la cabeza para otra cosa que no fuera estar atentos a tirarles y a que no nos dieran. Pero no. Más bien que estaba muerto de miedo de que a la primera de cambio me cagaran de un tiro. Pero ese miedo me venía revuelto con todo lo demás. Con extrañar y con querer volverme y con el frío. Ese frío de todo el tiempo y de todos lados, que a uno lo seguía hasta cuando se dormía y le amargaba hasta los recuerdos y le sacaba las ganas de todo. Como la guerra. Igual que ahora, que ya es noche cerrada, y también se me acalambran los dedos y no siento los pies. Pero ahora es distinto, porque me meto a mi casa y ya está: prendo las hornallas y acerco las manos y listo. Pero allá no se podía. A uno no le dejaban encender fuego. No delate la posición. No sea pelotudo, le decían. Aunque a la final a mí me parece que hubiera dado lo mismo, porque nos tiraban de todos lados y a todas horas, porque hasta un pelotudo con escuela primaria como yo se daba cuenta de que nos estaban dando una paliza. Pero el teniente había dicho de acá no se mueve nadie, carajo, porque al que se mande mudar lo cago de un tiro yo mismo y les ahorro el laburo a los ingleses, dijo. Dijo así pero resulta que el último día, o la última noche, mejor dicho, porque fue de noche, yo mandé un colimba a buscarlo porque nos estaban dando sin asco y resulta que el tipo no estaba, y yo primero no le creí al colimba y pensé que era mentira que había ido hasta el puesto y mandé a otro pero resultó lo mismo, el teniente no estaba porque se había tomado el buque, eso había pasado. Y en ese momento yo medio que me taré porque resulta que estaba al mando y tenía a ocho colimbas igual de cagados de miedo que yo y nadie a quien preguntarle qué carajo hacer y los guachos se nos venían, tiraban y se nos venían. Y ahí fue cuando saltó el rubio. Saltó y agarró la ametralladora que teníamos en el pozo de adelante y me dijo si usted me ayuda los cubrimos. Y yo le dije que sí porque el rubio me miraba fijo y parecía tranquilo y parecía que el jefe era él. Bueno, tranquilo no porque tenía cara de loco y gritaba, pero por lo menos sabía qué hacer en medio de semejante quilombo. Y fue por eso que yo empecé a tenerle la cola de munición y él tiraba y les gritaba a los conscriptos que rajaran, que se fueran, y dale que dale tirando para un lado y para otro y los demás colimbas primero no atinaron a hacer nada porque el que gritaba era el rubio, pero ahí yo les grité lo mismo y la voz mía se escuchó porque parece que no pero con la ametralladora daba la impresión de que los teníamos a raya y el fuego de ellos era más raleado. El primero que rajó fue un conscripto alto y flaco, ñato, que se llamaba Gutiérrez, y cuando los otros vieron que se perdía detrás de la loma agarró Salinas, el del picado de fútbol, y salió corriendo para el mismo lado como una flecha, y los otros detrás, que para correr más rápido algunos hasta dejaban los FAL ahí en el piso, y el rubio tiraba, puteaba, tiraba y me pedía más munición, le brillaban los ojos y seguía tirando. A la final nos quedamos solos y me dijo rájese, y yo de entrada pensé que no, que no lo podía dejar y le dije que no, pero el rubio me insistió y ahí nomás le dije que sí. Y eso es más que nada lo que a mí me sigue dando vueltas ahora, tantos años después. Porque yo también pude haber dicho andate vos, pibe, que yo me quedo. Solamente una vez, creo, llegué a decirle dejá, nos quedamos los dos. Pero el rubio me insistió y entonces le dije que bueno. Es el día de hoy que no sé si en medio de semejante quilombo alcancé a darle las gracias. A mí me gusta pensar que sí, que se las di, pero la verdad es que no me acuerdo. Capaz que sí o capaz que no, que salí rajando todo lo rápido que me dieron las patas y punto, viendo el bordecito de arriba de la loma y pidiéndole a Dios que me dejara llegar al otro lado. Y el rubio largó la ametralladora y agarró el FAL y mientras yo corría alcancé a sentir todavía los estampidos del fusil y al rubio que los puteaba y les tiraba, los puteaba y les tiraba. Supongo que fue por eso que una vez le pedí a mi compadre que me buscara la dirección de los padres, ahí en Haedo. Pero igual no me animé. Porque no sé si hicimos bien en eso de hacerle caso y correr, de dejar que se quedara él. A lo mejor había que salir todos y ver qué pasaba. O a lo mejor no, porque si hacíamos eso nos cagaban a tiros a todos y era peor. No lo sé, y eso es lo que más vueltas me da. O a lo mejor lo que me come la cabeza es que tendría que haberme quedado yo, que lo que hizo él lo tendría que haber hecho yo, porque el rubio era un colimba y nada más. Pero el rubio en ese momento era otra cosa, como más grande, más hombre que todos los otros. O capaz que yo lo pienso porque me conviene, porque así me siento menos cobarde. La verdad que no sé.
A lo mejor esa vez que me fui hasta Haedo tendría que haber parado a la mujer y haberle preguntado. Capaz que la mujer me miró fijo porque era. Porque me vio con uniforme y le hice acordar al rubio. No sé. O por lo menos decirle algo. Decirle quién era yo. O decirle que al pibe más grande le puse Fernando por el rubio. O capaz que no se puede, porque decir una cosa hace que uno diga otra y a la final tenga que decirlas todas y no puedo. Porque a contarlo todo no me animo.

(Argentina, 1967)