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jueves, 14 de noviembre de 2024

RILKE, Rainer María: Cartas a un joven poeta



[…] Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí. Antes lo ha preguntado a otros. Los envía a revistas. Los compara con otros poemas, se inquieta cuando ciertas editoriales rechazan sus intentos. Ahora bien, ya que me ha autorizado a aconsejarle, le pido que deje todo esto. Usted mira hacia fuera y precisamente esto, en este momento, no le es lícito. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. Solo hay un medio. Entre en sí mismo. Investigue el fundamento de lo que usted llama escribir; compruebe si está enraizado en lo más profundo de su corazón; confiésese a sí mismo si se moriría irremisiblemente en el caso de que se le impidiera escribir. Sobre todo, pregúntese en la hora más callada de su noche: ¿Debo escribir? Excave en sí mismo en busca de una respuesta que venga de lo profundo. Y si de allí recibiera una respuesta afirmativa, si le fuera permitido responder a esta seria pregunta con un fuerte y sencillo «debo», construya su vida en función de tal necesidad; su vida, incluso en las horas más indiferentes e insignificantes, ha de ser un signo y un testimonio de ese impulso. Después, aproxímese a la naturaleza e intente decir como el primer hombre qué ve y experimenta, qué ama y pierde. No escriba poemas de amor. Al principio, eluda aquellas formas que son las más corrientes y comunes; son las más difíciles, puesto que se requiere una fuerza grande y madura para expresar una personalidad propia allí donde existen en gran medida tradiciones buenas y, en parte, hermosas. Por eso, póngase a salvo de todos los motivos generales y preste atención a lo que su propia vida cotidiana le ofrece; describa sus tristezas y anhelos, los pensamientos fugaces y la fe en algo bello; descríbalo todo con sinceridad íntima, callada y humilde y, para expresarse, sírvase de las cosas que le rodean, de las imágenes de sus sueños y de los objetos de sus recuerdos. Si su vida diaria le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo, dígase que aún no es lo bastante poeta como para convocar su riqueza, pues para el creador no existe pobreza ni lugar pobre o indiferente. Y si usted estuviera encerrado en una prisión, y sus muros no dejaran llegar a sus sentidos ningún rumor venido de fuera, ¿no seguiría teniendo su infancia, esa riqueza deliciosa y regia, ese lugar mágico de los recuerdos? Dirija hacia allí su atención. Intente desenterrar las sensaciones sumergidas de ese pasado lejano; su personalidad se fortalecerá, su soledad se hará más grande hasta convertirse en una estancia en penumbra donde el estrépito de los otros pasará de largo, a lo lejos. Y si de ese retorno hacia dentro, de esa inmersión en su propio mundo, surgen versos, no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos o no. Tampoco intentará interesar a las revistas, pues verá en ese trabajo su propiedad amada y natural, un fragmento y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando surge de la necesidad. En esta cualidad de su origen reside su juicio crítico: no existe otro. Por eso, mi muy apreciado señor, no sé darle otro consejo: camine hacia sí mismo y examine las profundidades en las que se origina su vida. En su fuente encontrará la respuesta a la pregunta de si debe crear. Acéptela tal como venga, sin interpretarla. Quizá surja la evidencia de que usted está llamado a ser artista. De ser así, acepte ese destino y sopórtelo con toda su carga y grandeza, sin esperar recompensa que pueda venir de fuera: el creador ha de ser un mundo para sí y lo ha de encontrar todo en sí mismo y en la naturaleza con la que se ha fundido.

Pero quizás, tras ese descenso a sí mismo y a su soledad, deba usted renunciar a ser poeta (basta con que sienta, como le he dicho, que podría vivir sin escribir para que ya no le sea permitido en absoluto hacerlo). Pero también, este recogimiento que le he brindado, no habrá sido en balde. Sea lo que sea, su vida, a partir de aquí acertará a encontrar sus propios caminos, y yo le deseo, más allá de lo que le puedo expresar, que sean propios, ricos y amplios.

¿Qué más le puedo decir? Me parece haber acentuado todo según corresponde. Finalmente, querría también aconsejarle que, a través de su desarrollo, su crecimiento sea serio y callado. Nada puede estorbarlo con mayor violencia que mirar hacia fuera y de allí esperar una respuesta a preguntas que quizá solo su más íntimo sentimiento, en los momentos más silenciosos, puede acaso responder. […]

Rainer María Rilke

Fragmento de la Carta I en «Cartas a un joven poeta», de Rainer María Rilke (Austria, 1875/1926)





martes, 5 de noviembre de 2024

LA NACIÓN: Fueron condenados a lectura perpetua


Opción: Un juez norteamericano les dio a varios detenidos las posibilidad de no ir a la cárcel a cambio de asistir a un curso de literatura

NUEVA YORK (ANSA).— Un juez de una pequeña ciudad del Estado norteamericano de Massachusetts decidió poner en práctica sus convicciones de que la literatura puede influir sobre la vida, y condenó a los delincuentes a leer las obras maestras de Ernest Hemingway, John Steinbeck y Jack London, para no ir a la cárcel.
El experimento fue aplicado por un juez y un profesor universitario, compañeros de tenis. El magistrado, Robert Kane, se sentía frustrado porque «no lograba intervenir para impedir a los jóvenes volver a cometer los mismos errores».
Al comentarle sus sentimientos a su compañero de tenis, el profesor Robert Waxler, de la Universidad de Massachusetts, este le ofreció ofrecerles a los delincuentes una pena alternativa a la cárcel: que asistan a los cursos sobre literatura que dicta.
«Estoy profundamente convencido de que entre todos los instrumentos a nuestra disposición para hacer más humano el mundo, la literatura es el más eficaz», afirma Waxler, titular de la cátedra de Letras.
En su primera lección, los «detenidos» discutieron la relación entre dos campesinos, George y Lennie, en el libro de John Steinbeck «Viñas de ira». George protege a Lennie, un deficiente mental dotado de extraordinaria fuerza física, que termina por destruir aquello que más ama.
«Para mí, George se aprovecha de Lennie. Es él el que toma el dinero», dijo Walter Grajales, un ladrón de autos, de 19 años, de los cuales pasó dos en prisión. Durante una pausa de la lección, Grajales afirmó no creer más en la amistad: fue traicionado varias veces por personas que consideraba amigas.
Al retomar la lección, otro estudiante sentenció: George debería haber seguido ayudando a Lennie si la amistad fuera auténtica. «George ya lo había sacado de otros problemas. Pero estaba cansado. Era un peso demasiado grande».
El programa que ofrece la pena alternativa está dando frutos. Terminado el curso, Grajales retomará sus estudios para completar el ciclo secundario.
Un estudio efectuado por el criminalista Roger Jaujoura confirma que las personas que frecuentan el curso del profesor Waxler tienen una probabilidad menor de volver a cometer delitos respecto de los que no participaron. De los 32 condenados que han seguido las lecciones por uno o dos años, solo seis volvieron a tener problemas con la ley.
Para participar, el condenado debe al menos leer, y debe convencer al juez de que tiene la voluntad de cambiar de vida. «Para los irreductibles, no tengo ningún problema en mandarlos a la cárcel. Pero hay muchas personas que experimentan solamente la criminalidad. Estas son las que se pueden salvar».



(Noticia extraída del diario «La Nación», del lunes 11 de octubre de 1993)

Ver: Cambiando vidas a través de la literatura

sábado, 2 de noviembre de 2024

SABORIDO, Pedro: Algunas consideraciones acerca del comercio en el conurbano

 


El comercio podrá ser hijo de la ambición y del deseo. Pero primero lo es de la supervivencia. Y siempre va a encontrar formas de adaptarse y tomar características del lugar donde se desarrolle. Como lo hace cualquier animal.

TESTIMONIO 1: NOMBRES DE COMERCIOS, UNA FORMA DE QUEDARSE EN EL CONURBANO DEL CAPITALISMO

Te aseguro que esto lo empezó mi abuelo. Fue cuando le puso «Mirth-Marth» a su agencia de lotería. Era por sus hijas Mirtha y Martha, obvio. Después nació mi viejo, entonces le puso «Mirth-Marth-Mar», por Mario.
Mi papá, ese Mario, estudió abogacía. Le fue fenómeno. Y ya con su estudio funcionando muy bien y habiendo logrado una buena posición económica, que incluía una de las casa más lindas de Ballester, largó todo y en el garaje armó una carnicería. Indeciso con el nombre, nos mostró a mi mamá, a mi hermana y a mí dos carteles:

CANICERÍA «LOMO SAPIENS»

CARNICERÍA «SIENTO UN VACÍO… EXISTENCIAL»

Mi mamá, que no entendía mucho por qué dejaba el estudio de abogados, aunque lo aceptaba, le dijo:
—Muy del conurbano esos nombres…
—Pero en capital también hay comercios con nombres ingeniosos —contestó mi papá.
—Sí. Pero también son del conurbano. Es decir, son del conurbano de los negocios. El nombre que tienen los deja lejos del centro, de la capital. O del centro del capitalismo, si querés. Porque en el nombre gracioso está el límite. ¿Y si crece el negocio? ¿y si aparece un fondo de inversión? Nadie va a poner su plata en algo que se llame «Vení y probá mi morcilla, que tiene premio».
—¡No se llama así mi carnicería! —se quejó mi papá.
—Es lo mismo. El negocio podrá crecer, diversificarse. Pero quedará en el conurbano de esas posibilidades. Por ejemplo, si aparece la oportunidad de entrar en el negocio de las líneas aéreas, ¿cómo se va a llamar? ¿«Acariciame el peceto Air Lines»?
—No entendés —se lamentó mi papá.
—Sí. Entiendo que te cansaste de la abogacía, que querés trabajar tranquilo, que te gusta tener una carnicería.
—¡No es la carnicería! Es el nombre. Lo que quiero es usar el nombre. El viejo no quería tener la agencia de lotería. Solo la abrió para ponerle Mirth-Marth. O sea… la agencia solo existió para usar el nombre.
Mamá entendió en silencio.
Papá siguió:
—Si el negocio no tiene que crecer, que no crezca. Pero te tengo que contar algo: durante estos últimos años abrí muchos negocios si que vos lo supieras. En Rosario puse una panchería que se llama «Francisco, pancho para los amigos» y en Bariloche…
—¿En Bariloche?
—Sí. En Bariloche abrí «La colcha de tu hermana». Sábanas, frazadas y, obvio, colchas.
—Sí. Lo vi. Cada vez que fuimos de vacaciones pasamos por ahí. Nunca me dijiste nada.
—Vos tampoco… Esperaba una sonrisa, un elogio…
—Me parecía zarpado… ¡Pero muy bueno!
Papá sonrió orgulloso.
Y siguió:
—Abrí todos esos negocios solo porque se me ocurría el nombre. Es algo… artístico. Es una forma de expresión. Como cuando armé con u nos amigos «Red Hot Chili Fletes», dedicado a traslados de bandas de rock. Siempre hago eso: se me ocurre el nombre, los armo y después, cuando vero que ya tienen vida propia, los vendo. No me interesa nada más. Ayer vendí mi parte de autoestéreos «Santiago del Estéreo», ese que está en la calle.
—Santiago del Estero…
—Claro. Porque lo importante es el nombre. No es el negocio. Yo los abrí siempre por eso. Y la carnicería creo que es mi mejor nombre. Con este quiero quedarme. Así que no me importa estar en el conurbano de la capital, ni en el del capitalismo.
Mi mamá y mi papá se abrazaron.
—«Lomo Sapiens» ya existe —le dijo mi mamá.
Así que quedó el otro. Le fue y le sigue yendo muy bien a la carnicería. Todavía causa algo de gracia su nombre.

[...]

ANÁLISIS Y REFLEXIÓN

Después de leer este texto ya sabrán muy bien a qué atenerse. Sin embargo, y aunque intuimos de la capacidad de observación de cada uno de ustedes, les entregamos otra visión.

RICHIE DEIVID, HIPPIE DEL CONURBANO QUE CURSÓ DOS MATERIAS EN EL CBC DE LA UBA, COMENTA:

El capitalismo careta funciona como un amo que te amenaza con morir o vivir en la indigencia si no lo satisfacés. Lo que pasa es que te acostumbrás y no te das cuenta. Pero vivís amenazado.
Entonces, onda que vas y, si tenés algo artístico para dar, como crear nombres copados y jodones, tiene que justificarse con algo. Por ejemplo, usar esos nombre para comercios. Y que le vaya bien al negocio. Porque eso legitima las coas con el capitalismo: que funcionen. No hay buena idea si no funciona.
Entonces, tenés que satisfacer al cliente, que personifica al capitalismo: si el cliente está satisfecho, te da plata. Si no, te castiga comprándole a otro. El cliente es el patovica del capitalismo.
En general, en el conurbano las reglas son un poco distintas. Porque las reglas del centro de la capital llegan siempre más blandas y desdibujadas.
Entonces aparece uno que se pone a vender de todo para que no se lo coman las franquicias. Pero esto pasa en todos lados: o crece o se muere.
Y después está el oro que hizo los muñecos inflables. Típico caso. Creatividad sin guita y sin saber cómo armar el negocio. Si no se aprende esto, siempre vamos a tener las ideas pero los financistas van a decidir qué se hace y qué no. Porque lo que legitima el capitalismo es la ganancia. Nos van a armar los planes mientras no sepamos armas los planes nosotros. O planificás o te planifican. Así que mucha salida no hay.
Ya lo decía Adam Smith: «No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura alimento, sino la consideración de su propio interés».
O sea, es difícil armar una comunidad de amor y todo eso. Pero puede haber opciones: la bandita de keynesianas y keynesianos que se juntan en la esquina de Donovan y Bustamante y de ahí salen por el barrio a activar el consumo y generar círculos virtuosos de producción y generación de empleo.
Porque en cualquier lugar el capitalismo se las va a arreglar para funcionar como pueda. No es que el capitalismo es más torpe o más desprolijo en el conurbano. Solo se transforma un poco para demostrar su fortaleza.
Yo quise mantenerme al costado. Pero afuera no hay nada. A lo sumo podés vivir en el borde. Como yo, que hago artesanías en arcilla. Ahora estoy haciendo unos Ford Escort de arcilla. En tamaño real. Y andan. Hay que hacer unos ajustes en los cilindros y el tema encendido, pero ya les voy a encontrar la vuelta.

(Fragmento de «Una historia del conurbano», 3ª edición, C.A.B.A., Planeta, 2021)

(Argentina, 1964)





jueves, 31 de octubre de 2024

POE, Edgar Allan: El cuervo

 

(Traducción de Julio Cortázar)


Una vez, al filo de una lúgubre medianoche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! Aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
Las palabras pronunció, como vertiendo
su alma solo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela solo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron solo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

EE UU, 1809/1849




ENRÍQUEZ, Mariana: Fin de curso



Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
No nos importaba.
Hasta que, en la clase de Historia, alguien dio un pequeño grito asqueado. ¿Fue Guada? Parecía la voz de Guada, que además se sentaba cerca de ella. Mientras la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron. La de Historia llamó a la preceptora, que se llevó a Marcela; faltó durante una semana y nadie nos explicó nada. Cuando volvió, había pasado de chica ignorada a chica famosa. Algunas le tenían miedo, otras querían hacerse amigas de ella. Lo que había hecho era lo más extraño que nosotras hubiéramos visto. Algunos padres querían llamar a una reunión, para tratar el caso, porque no estaban seguros de que fuera recomendable que nosotras siguiéramos en contacto con una chica «desequilibrada». Pero lo arreglaron de otra manera. Faltaba poco para que se terminara el año, para que termináramos la secundaria. Los padres de Marcela aseguraron que ella se pondría bien, que tomaba medicación, hacía terapia, que estaba contenida. Los otros padres les creyeron. Los míos apenas prestaron atención: lo único que les importaba eran mis notas y yo seguía siendo la mejor alumna, como cada año.
Marcela estuvo bien durante un tiempo. Volvió con los dedos vendados, al principio con gasa blanca, después con curitas. No parecía recordar el episodio de las uñas arrancadas. No se hizo amiga de las chicas que se le acercaron. En el baño, las que querían ser amigas de Marcela nos contaban que no se podía, que ella no hablaba, que las escuchaba pero nunca respondía, y se quedaba mirándolas tan fijo que, al final, les dio miedo.
Fue en el baño donde todo empezó de verdad. Marcela estaba mirándose al espejo, en la única parte donde realmente podía hacerlo porque el resto estaba descascarado, sucio o tenía declaraciones de amor o insultos de alguna pelea entre dos chicas rabiosas escritos con fibra o lápiz labial. Yo estaba con mi amiga Agustina: tratábamos de resolver una discusión que habíamos tenido más temprano. Parecía una discusión importante. Hasta que Marcela sacó de algún lado (el bolsillo, probablemente) una gillette. Con rapidez exacta se cortó un tajo en la mejilla. La sangre tardó en brotar, pero cuando lo hizo salió casi a chorros y le empapó el cuello y la camisa abotonada, como de monja o de prolijo varón.
Ninguna de las dos hizo nada. Marcela se seguía mirando al espejo, estudiando la herida, sin un gesto de dolor. Eso fue lo que más me impresionó: no le había dolido, estaba claro, ni siquiera había fruncido el ceño o cerrado los ojos. Recién reaccionamos cuando una chica que estaba haciendo pis abrió la puerta y gritó «¡Qué le pasó!» y trató de detener la sangre con un pañuelo. Mi amiga parecía a punto de llorar. A mí me temblaban las rodillas. La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa. Le ofrecí acompañarla hasta su casa o hasta una salita para que la cosieran o le desinfectaran la herida. Ella pareció reaccionar entonces y dijo que no con la cabeza, que se tomaba un taxi. Le preguntamos si tenía plata. Dijo que sí y volvió a sonreír. Una sonrisa que podía enamorar a cualquiera. Faltó otra vez durante una semana. La escuela entera sabía del incidente: no se hablaba de otra cosa. Cuando volvió, todos trataban de no mirar la venda que le cubría la mitad de la cara y nadie lo conseguía.
Ahora yo trataba de sentarme cerca de ella en las clases. Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines —no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida—. Sentada a su lado vi, como todas las demás, pero de cerca, lo que le estaba pasando. Todas lo veíamos, asustadas, maravilladas. Empezó con sus temblores, que no eran temblores sino más bien sobresaltos. Sacudía las manos en el aire como si espantara algo invisible, como si intentara que algo no la golpeara. Después empezó a taparse los ojos mientras decía que no con la cabeza. Los profesores lo veían, pero trataban de ignorarlo. Nosotras también. Era fascinante. Ella se derrumbaba en público sin pudores y a nosotras nos daba vergüenza.
Empezó a arrancarse el pelo poco después, el de la parte de adelante de la cabeza. Se iban formando mechones enteros sobre su banco, montoncitos de pelo lacio y rubio. A la semana empezó a adivinarse el cuero cabelludo, rosado y brillante.
Yo estaba sentada a su lado el día que salió corriendo de una clase. Todos la miraron irse, yo la seguí. Al rato noté que venían detrás de mí mi amiga Agustina y la chica que la había auxiliado en el baño aquella vez, Tere, del otro quinto. Nos sentíamos responsables. O queríamos ver qué iba a hacer, cómo iba a terminar todo eso.
La encontramos en el baño otra vez. Estaba vacío. Gritaba y lloraba como en un berrinche infantil. La venda se le había caído y pudimos ver los puntos de la herida. Señalaba uno de los inodoros y gritaba «andate dejame andate basta». Había algo en el ambiente, demasiada luz, y el aire apestaba más de lo habitual a sangre, pis y desinfectante. Yo le hablé:
—¿Qué pasa, Marcela?
—¿No lo ves?
—A quién.
—A él. ¡A él! ¡Ahí en el inodoro! ¿No lo ves?
Me miraba ansiosa y asustada, pero no confundida: estaba viendo algo. Pero no había nada sobre el inodoro, salvo la tapa destartalada y la cadena, que estaba demasiado quieta, anormalmente quieta.
—No, no veo nada, no hay nada —le dije.
Desconcertada por un momento, me agarró del brazo. Nunca antes me había tocado. Miré su mano: todavía no le habían crecido las uñas o, a lo mejor, se arrancaba lo poco que crecía. Se veían sólo las cutículas, ensangrentadas.
—¿No? ¿No? —Y mirando el inodoro otra vez—: Sí que está. Está ahí. Hablale, decile algo.
Tuve miedo de que la cadena empezara a balancearse, pero seguía quieta. Marcela parecía escuchar, mirando atentamente el inodoro. Noté que casi no le quedaban pestañas tampoco. Se las había estado arrancando. Pronto empezaría con las cejas, imaginé.
—¿No lo escuchás?
—No.
—¡Pero te dijo algo!
—Qué dijo, contame.
En este punto, Agustina se metió en la conversación diciéndome que dejara en paz a Marcela, preguntándome si estaba loca, no ves que no hay nada, no le sigas el juego, me da miedo, llamemos a alguien. Fue interrumpida por Marcela, que le aulló CALLATE, PUTA DE MIERDA. Tere, que era bastante cheta, murmuró que eso era too much y se fue a buscar a alguien. Yo traté de controlar la situación.
—No les des bola a estas taradas, Marcela, ¿qué dice?
—Que no se va a ir. Que es de verdad. Que me va a seguir obligando a hacer cosas y no le puedo decir que no.
—¿Cómo es?
—Es un hombre, pero tiene un vestido de comunión. Tiene los brazos para atrás. Siempre se ríe. Parece chino pero es enano. Tiene el pelo engominado. Y me obliga.
—¿Te obliga a qué?
Cuando Tere llegó con una profesora a la que había convencido de que entrara en el baño (después nos dijo que en la puerta se habían juntado como diez chicas, escuchaban todo haciéndose shhh entre ellas), Marcela estaba a punto de mostrarnos qué la obligaba a hacer el engominado. Pero la aparición de la profesora la confundió. Se sentó en el piso, con los ojos sin pestañas que no parpadeaban mientras decía que no.
Marcela nunca volvió a la escuela.
Yo decidí visitarla. No fue difícil conseguir su dirección. Aunque su casa quedaba en un barrio al que nunca había ido, me resultó fácil llegar. Toqué el timbre temblando: en el colectivo había preparado la explicación de mi visita que iba a darles a sus padres, pero ahora me parecía estúpida, ridícula, forzada.
Me quedé muda cuando Marcela abrió la puerta, no solamente por la sorpresa de que ella atendiera el timbre —la había imaginado en cama, drogada—, sino también porque se la veía muy distinta, con una gorra de lana que le cubría la cabeza seguro ya casi pelada, un jean y un pulóver de tamaño normal. Salvo por las pestañas, que no habían crecido, parecía una chica sana, común.
No me invitó a pasar. Salió, cerró la puerta y quedamos las dos en la calle. Hacía frío; ella se abrazaba el cuerpo con los brazos, a mí me ardían las orejas.
—No tendrías que haber venido —dijo.
—Quiero saber.
—¿Qué querés saber? No vuelvo más a la escuela, se terminó, olvidate de todo.
—Quiero saber qué te obliga a hacer él.
Marcela me miró y olfateó el aire alrededor. Después desvió los ojos hacia la ventana. Las cortinas se habían movido apenas. Volvió a entrar en su casa y, antes de cerrar de un portazo, dijo:
—Ya te vas a enterar. Él mismo te lo va a contar algún día. Te lo va a pedir, creo. Pronto.
A la vuelta, sentada en el colectivo, sentí cómo palpitaba la herida que me había hecho en el muslo con una trincheta, bajo las sábanas, la noche anterior. No dolía. Me masajeé la pierna con suavidad, pero con la suficiente fuerza para que la sangre, al brotar, dibujara un fino trazo húmedo sobre mis jeans celestes.




viernes, 4 de octubre de 2024

MAIRAL, Pedro: La adolescencia tardía

 

En la cola del cajero automático lo vi. Era un adolescente tardío, un empleado de banco. Una viejita lo venía arrastrando, diciéndole «Ayudame, vos que sos un angelito», y el joven demonio estaba masticando un malhumor importante, se lo ponía de colores la cara, se le notaba el esfuerzo por conservar la paciencia. A los viejos los exilian del trato humano para cobrar su jubilación con la tarjeta magnética y no les explican nada, muchos no tienen ni idea de cómo operar con un cajero automático, no están acostumbrados a máquinas interactivas; el aparato más tecnológico con el que se formaron en sus vidas fue la radio. Entonces es entendible que pidan ayuda a los empleados del banco y ahí estaba ese flaco con camisa y corbata, pelo que excedía el largo aconsejado por el memo interno de la empresa, y zapatos náuticos.
Hago hincapié en la ropa porque me vi a mí mismo hace casi veinte años. Esa cosa en vías de desarrollo hacia la adultez, ese aire desgarbado de fantasma en tránsito, la remera de Los Ramones transparentándosele por debajo de la camisa, como si se le transparentara la infancia todavía. La mezcla de vergüenza y bronca de que lo trataran de manera aniñada, con diminutivos, delante de otra gente, toda la inseguridad encendiéndole la cara achinada en una semisonrisa de ganas de morirse ahí mismo, de renunciar, de arrancarse la corbata para ir a tomar cerveza con los amigos. Era como ver ahí mismo las reacciones químicas de la maduración física en alta velocidad, las fuerzas internas luchando, asfixiando el rocanrol.
Qué momento difícil de la vida, esa etapa que después la gente extrañamente añora. Ese período en que uno es un ensayo de uno mismo, un ensayo de muchos destinos posibles, toda esa prueba y error, todo ese ruido, esa furia conducida por alguien a quien acusan de estar en la edad del pavo. Por eso los adolescentes ocupan tanto espacio, están haciendo intentos varios, van para todos lados, son fuerzas que se están probando, se testean en todos los órdenes, uno solo ya es muchos sucediendo o empezando a suceder. Por eso inquietan, incomodan, aturden. Tocan varios instrumentos, largan carreras, duermen.
Me acuerdo de cuando largué Medicina (todavía estaba en el Ciclo Básico). Las matemáticas y las biologías pudieron más que mi dudosa vocación científica que no era tanto de médico sino más bien de manosanta, porque yo quería sanar. Para el bien de mis potenciales pacientes, mi costado galeno hacía agua por todos lados y yo fui dejando de ir a las clases, iba al bar a leer, porque no me animaba a decir en mi casa que estaba largando la carrera, entonces simulaba yendo a la facultad. Ahí, en ese bar de Ciudad Universitaria, de donde se veía el camalotal de la orilla del río, leí la literatura que me ayudó a juntar mis cabos sueltos, que me convirtió de a poco en persona y me dio ganas de escribir.
Casi un año estuve en la mentira que me salvó la vida. Después se destapó la olla en mi casa, hubo problemas. Al tiempo, cuando anuncié que quería escribir y estudiar Letras, los mandé a mis padres a ver la película La sociedad de los poetas muertos, donde un chico se suicida porque no lo dejar estudiar teatro. Fue una psicopateada grande, pero funcionó. Todavía los veo a papá y mamá, recién llegados del cine, pálidos en el marco de la puerta de mi cuarto, diciendo casi al unísono que tenía que estudiar lo que yo quisiera, que era importante seguir la vocación. Después estudié Letras, empecé a escribir, a dar clases, a trabajar. Al principio, debajo de la camisa se me transparentaba la remera de Pink Floyd.

(Argentina, 1970)



martes, 20 de agosto de 2024

CARRÁ, Juan: El monstruo del lago


1


–Sebastián, ¿te acordaste de las antiparras? –Jorge no despega la mirada del camino. Lleva más de ocho horas al volante. Pararon una sola vez a cargar nafta. Ahí aprovecharon para ir al baño. Jorge se refrescó un poco: el viaje se le estaba haciendo demasiado largo. Silvia se ocupó de los chicos: Sebastián tenía hambre, Mariela también. Les compró unos alfajores y con el auto ya en la ruta les sirvió un poco del café con leche que había cargado en uno de los termos. En el otro lleva el agua caliente para el mate. Para Jorge es imposible salir a la ruta si no tiene a su mujer de copiloto cebándole unos amargos. Chupa la bombilla una, dos veces. Le pasa el mate vacío a Silvia. Mira por el retrovisor: Mariela duerme; Sebastián juega con uno de los pocketeers que le regalaron para el cumpleaños.
–Hijo, ¿trajiste las antiparras? –pregunta bajando un poco la voz, y el chico le dice que sí con la cabeza sin distraerse de lo importante: embocar la pelotita de metal en la boca de Superman para ganarse los mil puntos. Mariela la embocaba siempre, a él le es imposible. Cada vez que está cerca de lograrlo algo lo distrae y la pelotita termina en el agujero de la kriptonita. La risa de Mariela lo castiga más que la propia derrota. Por eso ahora, mientras su padre le habla, Sebastián trata de no desconcentrarse, a pesar de que lo que Jorge le pregunta es tan importante como ganarle a Mariela.
Lo único que hace Sebastián es nadar. Jorge lo lleva a la pileta tres veces por semana. Para el mismo cumpleaños en que las tías le dieron los pocketeers, él le regaló unas antiparras profesionales. Tiene nueve años, Jorge, comprale unas más baratas, le había dicho Silvia, pero él no, él quería que su hijo tuviera las mejores, se las merecía, sobre todo después de haber llegado segundo en la competición del club. Seba, podrías ser el mejor crawl de la categoría, dice el profesor cada vez que sale del agua todavía agitado por las respiraciones imperfectas. Y eso es lo que Jorge quiere corregir en las vacaciones: la respiración de Sebastián. Tiene que mejorar para alcanzar el lugar más alto del podio. Hay tiempo. Todavía faltan dos o tres meses para la próxima competición. Respirar mejor le va a dar la ventaja necesaria para quedarse con la victoria. Por eso Jorge eligió Córdoba. Villa Carlos Paz. El lago San Roque. En esas aguas su padre le había enseñado a nadar y él quiere hacer lo mismo con Sebastián.
–Nos subíamos a un bote y el abuelo remaba hasta que yo no hiciera pie. Entonces me tiraba al agua. Él me acompañaba y si veía que me iba para abajo me acercaba el remo y yo me agarraba hasta que volvía a probar. El lago no tiene bordes, o respirás bien o no llegás a la orilla –le cuenta Jorge a Sebastián mientras el Torino recorre el último tramo de ruta para entrar a la Villa.
–Pero en los lagos hay monstruos, papá –dice Sebastián y enseguida le cuenta a Jorge lo que Juan, uno de sus compañeros de escuela, le había contado: su tío decía haber visto algo así como un dinosaurio que vive en el fondo de un lago y que sale para tragarse los botes.
–Esas son pelotudeces, Seba. Seguro que el pibe ese habla del Nahuelito. No hay ninguna muestra científica de que exista ningún animal en ese lago. No te preocupes. Acá en el San Roque no hay ningún monstruo.
Jorge estaciona el auto en la puerta del hotel. Silvia se encarga de bajar a los chicos. Él, las valijas. Hace los trámites de ingreso, le dan la llave de la habitación: una cuádruple con cama de dos plazas y cucheta. Las cortinas un poco gastadas, igual el cubrecama. Jorge prende un cigarrillo. Silvia, el televisor: Andrea del Boca llora en primerísimo primer plano. Cambia de canal, en el noticiero de Córdoba hablan de un enfrentamiento en la zona del dique. Dos subversivos fueron abatidos por las fuerzas del orden, dice el presentador. Silvia se queda mirando. Jorge se prepara para pegarse una ducha. La noticia termina. El informe del clima anuncia que se espera sol radiante y buena temperatura para el día siguiente.
–¡Espectacular! –dice Jorge desde el baño–. ¿Escuchaste, Seba? Mañana, al lago. Prepará las antiparras.

2

El despertador suena a las nueve. Jorge ya está levantado. Silvia abre los ojos. Los chicos no se enteran de nada.
–Levantalos, yo voy a cargar nafta.
Jorge sale de la habitación. Silvia se mete en el baño. Sebastián se pone la malla de licra que usa en la pileta y arriba un pantalón de gimnasia. Mariela sigue durmiendo. Sebastián levanta el colchón y la mira entre las tablas del elástico de la cama cucheta. Mariela está boca arriba. Él deja caer un hilo de baba que aterriza en la frente de su hermana. Silvia lo ve justo. Le grita: ¡Pendejo asqueroso! Mariela se despierta, no entiende nada. Sebastián se ríe, sabe que su madre no va a decir nada. Mejor cubrirlo que soportar la cantinela de su hermana.
Cuando Jorge vuelve, los tres están listos. Silvia le pide que en el camino frene en un almacén. Quiere comprar fiambre, un poco de pan y mayonesa para el almuerzo. Jorge le dice que no se preocupe, que lo mejor es ir directo al lago. Que para el mediodía pueden volver y comer en el hotel. Se suben al auto. Jorge le da arranque. Pone marcha atrás, mueve; primera y sale. Mira por el retrovisor. Sebastián juega con el pocketeer, Mariela lo mira temerosa, está a punto de perder el récord: la pelotita, muy cerca de entrar en la boca de Superman.
–¿Trajiste las antiparras? –pregunta Jorge. Sebastián pierde la concentración. Kriptonita. Mariela sonríe tranquila.

3

Jorge rema. Sebastián va sentado en el piso del bote. La gorra y las antiparras puestas. La piel de gallina. El aire de la mañana todavía está frío. Jorge mide con el remo la profundidad. La marca es más alta que su hijo.
–Acá está bien –dice, mientras tira un pedazo de metal y cemento bien pesado que sirve como ancla. A unos cincuenta metros, en la orilla, Silvia estira la lona. Mariela construye una gruta con las piedras que saca del lago. Sebastián las mira. No puede distinguir lo que hacen. Agita los brazos, quiere que su mamá lo vea tirarse. Pero no. Ella ya está mirando al cielo, tomando el sol de la mañana.
–Uno, dos, tres –dice Jorge y Sebastián salta del bote apenas escucha que su padre arrastra la erre de la cuenta de largada.
La cabeza entra al agua por el hueco que abrieron los brazos en punta. Las piernas no salpican. Sebastián arquea el cuerpo, lo guía hacia la superficie. Jorge mira mientras junta el peso y mueve el bote para acompañar a su hijo. Sebastián patalea: rítmico, relajado, continuo. Mueve el brazo derecho.
La mano se desliza dentro del agua en línea recta, enfrente del hombro, empuja el agua, el cuerpo avanza. El movimiento sigue con la mano que rota apenas hacia afuera, el dedo índice entra primero mientras que el codo permanece alto y la muñeca recta. La mano busca la profundidad. Empuja otra vez el agua mientras Sebastián gira el cuerpo hacia un costado.
–Bien, Seba, bien… –grita Jorge moviendo los remos, pero Sebastián no lo escucha, todavía no sacó la cabeza del agua.
Mantiene el aire del primer impulso. No lo suelta por la nariz y la boca como le explicó mil veces el profesor. Jorge espera ese movimiento de cabeza, la boca ladeada, abierta; el aire que entra en los pulmones de su hijo mientras sigue a pura brazada con el ritmo que lo hace el mejor de la clase. Pero no, no llega. Jorge no entiende por qué le cuesta tanto.
–¡Dale, Seba, respirá, carajo!
En ese momento justo, el chico saca la cabeza del agua, pierde el ritmo de las brazadas y trata de quedarse a flote a fuerza de piernas.
–¡Un monstruo! ¡Hay un monstruo! –Sebastián nada en dirección al bote. Jorge le alcanza el remo, el chico se agarra y mira a su padre a través del acrílico de las antiparras–. ¡Hay un monstruo, papá!
–Dejate de joder con eso. No seas boludo. Lo único que hay es agua y un mariconazo que no se anima respirar como Dios manda. –Jorge agita el remo. Le pide a Sebastián que se suelte, que nade. Le dice que si quiere llegar a la orilla va a tener que meter la cabeza en el agua y bracear–. ¡No al pedo te llevo tres veces por semana a ese club de mierda! –Sebastián llora. Pero Jorge no se da cuenta, las lágrimas quedan adentro de las antiparras–. Dale, ¡al agua!
El chico se sumerge. Los ojos cerrados le esconden el fondo. Cuenta hasta diez. Los brazos entran al agua desprolijos. Suelta el aire. Mueve la cabeza. Abre la boca de costado. Toma aire.
–¡Bien, carajo! ¡Bien! –grita Jorge. Sebastián no lo escucha. Piensa en la sombra que vio a lo lejos, debajo del agua cristalina. Piensa que cada brazada lo acerca un poco más a esa figura amorfa. Abre los ojos. El fondo del lago se ve lleno de piedras. Sebastián se concentra en eso. El agua es tan transparente que puede verlo todo. Nada. Un brazo primero, después el otro. Rítmico. Respira otra vez y en esa fracción de segundo escucha gritar a su padre. Hunde la cara en el agua. Los ojos abiertos. El acrílico de las antiparras un poco empañado. Mira el fondo. Las piedras se alejan. Bracea. Respira. Hunde la cara, mira hacia la orilla, lo ve y ya no puede seguir.

Los pies de cemento, la piel desgranada, los ojos abiertos.

(Argentina, 1978)



MAIRAL, Pedro: Jardín de infantes


Mamá me lleva al jardín y me da un jarabe envuelto en papel madera. Me lo da con una nota para la maestra. En el auto le digo que no quiero tomarlo; me dice que lo tengo que tomar ¿Por qué lo tengo que tomar? Porque sí. No lo quiero tomar, ¿por qué lo tengo que tomar?, mamá se harta y me dice: porque si no lo tomás te morís. Entro al jardín. Es demasiado temprano. Todavía está oscuro y no hay nadie en el patio. Me trepo a uno de esos caballetes para hacer gimnasia. Llega otro chico y también se trepa. Estamos jugando y el frasco de jarabe se me escapa de la mano, se resbala del envoltorio de papel, se va al suelo, no lo veo caer, pero escucho que se hace pedazos sobre el piso del patio. Un piso de cemento con agujeritos cuadrados. Ahí está el jarabe desparramado y los vidrios rotos. Empiezo a llorar. Una maestra me lleva para adentro y trata de calmarme y me dice que no me preocupe, pero es muy difícil calmarte o no preocuparte cuando sabés que te vas a morir porque se te rompió en el suelo el frasco del remedio que tenías que tomar para no morirte y no hay solución, un frasco de vidrio roto no se arregla y mamá ya se fue y acá estoy entre toda esta gente que me mira y no sabe que yo dentro de un rato me voy a morir.

(Argentina, 1970)



miércoles, 17 de julio de 2024

ALMADA, Selva: Las luces




La última vez que la vimos a la Romi fue ese fin de semana en lo del tío Daniel. La Romi no es parienta nuestra, es la hija de la novia del tío. Pero con nosotros era una más, como hubiera sido una prima si hubiésemos tenido prima. Yo y Luis somos hermanos (el burro adelante para que el de atrás no se espante). Tapita es primo nuestro y único hijo. Y Nelson también es primo y tiene hermanos pero son más grandes así que no se juntan con nosotros. El grupo cuando íbamos al campo, a lo del tío Daniel, éramos nosotros cuatro y la Romi. Que era como nosotros, pero mujer. Usaba el pelo corto, sabía jugar a las pulseadas, andaba a caballo y a veces hasta usaba nuestra ropa porque era más cómoda, decía. Mi madre, que no la quiere a la novia del tío, decía que la Romi era una machona. Igual qué sabrá ella.
A veces pienso que de haber sabido que no la veríamos más, hubiera hecho fuerzas para grabarme en la mente cada hora, cada minuto de ese fin de semana.
Cuando llegamos ella nos esperaba en la tranquera. Estaba acaballada en el borde y cuando vio venir la camioneta de mi padre empezó a revolear un pañuelo como los domadores en las jineteadas. Nosotros la vimos bien, desde lejos, porque veníamos atrás, en la caja, parados. A medida que nos acercábamos Nelson y Tapita le respondieron moviendo los brazos y yo y mi hermano golpeamos el techo de la chata con las palmas hasta que mi padre sacó la cabeza por la ventanilla y nos gritó: dejen de joder, guachos de mierda. Seguro a mamá le dolía la cabeza, como siempre, siempre con su migraña. Siempre que veníamos al campo le dolía la cabeza y se quedaba encerrada en la pieza con la persiana baja. Yo creo que era para no cruzarse con la novia del tío.
La Romi bajó de un salto y abrió la tranquera con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía una paleta medio encimada arriba de la otra, pero no le importaba, decía que ni loca se ponía los aparatos. Cerró al paso de la chata y después corrió atrás. Mi padre ni se molestó en esperarla. Luis le estiró una mano y la ayudó a subir. De esa parte me acuerdo clarito, capaz porque recién llegábamos y tenía la mente más despejada. Ayudamos a bajar los bolsos y los tiramos rápido en la pieza. Los fines de semana que veníamos al campo no queríamos perder ni un solo minuto. Afuera la Romi nos esperaba con las cañas de pescar y los mediomundo para irnos al arroyo. No me acuerdo si pescamos. Capaz que sí pero puro pescado chico y lo devolvimos al agua. De lo que sí me acuerdo, porque era la primera vez, fue que fumamos. Nelson les había robado unos puchos a los hermanos. Fósforos teníamos porque nos gustaba hacer fuego. Nelson ya había probado y la Romi dijo que también. Nosotros la miramos sospechando que mentía, de agrandada. Ella blanqueó los ojos y dijo: mi madre fuma, siempre le robo uno. Tapita, de envidioso, dijo: qué feo una mujer fumando. A mí no me parecía feo aunque ninguna mujer de mi familia fumaba. Al contrario, me parecía lindo cuando lo veía en las películas o en la calle. Nelson, haciéndose el canchero, le dijo a la Romi: a ver ya que sabés tanto prendelo vos. Y ella lo prendió y soltó el humo, sin toser, y después se lo pasó a Nelson que, aunque sabía fumar, un poco se atragantó.
Empezaba el verano. Eran las últimas semanas de escuela antes de las vacaciones, la mejor época del año. Hablamos de eso, seguro, de las vacaciones, de venirnos todos al campo si el tío Daniel quería, si nuestros padres nos dejaban. La Romi iba a estar ahí, siempre estaba ahí cada vez que íbamos. Por lo menos estaba ahí desde hacía tres o cuatro años, desde que su madre se había juntado con el tío. Yo no me acordaba cómo era el campo antes de ella. Mi hermano que es más grande terminaba séptimo y empezaba el secundario. A nosotros y a la Romi nos quedaba un año más. Seguro hablamos de lo que queríamos ser cuando fuéramos grandes. Siempre se hablaba de pavadas así. La Romi siempre decía: no sé, no me importa. Luis le decía que era una bruta, que cómo no iba a saber. Pero ella en vez de contestarle, de inventar cualquier cosa, le hacía fakiu. De verdad no le importaba ser astronauta ni famosa ni millonaria como a nosotros.
Después no me acuerdo qué hicimos el resto del día, pero a la noche nos metimos en el tanque australiano. Teníamos prohibido ir cuando no había adultos presentes. Esperamos a que todos se durmieran. Eso pasaba bastante rápido cuando estábamos en el campo: esas noches todos tomaban de más y si no empezaba alguna discusión que los ponía jetones, terminaban durmiéndose arriba de la mesa. Las tías también tomaban. Solamente una copita de sidra, decían, pero el ruido de los tapones saltando por el aire se escuchaba cada vez más seguido y ellas empezaban a reírse como tontas, de cualquier cosa. En la superficie del agua se reflejaban las estrellas, pero todo lo demás era negro. Apenas nos veíamos nosotros recortados contra los bordes de chapa. La parte de adentro del tanque siempre estaba babosa, igual que el fondo. Igual jugábamos a taparnos la nariz y tocar ese fondo resbaloso, quedarnos acurrucados abajo del agua hasta que no dábamos más.
Esa noche, cuando ya nos estábamos por ir, vimos unas luces en el cielo. Apenitas más grandes o más cerca que el resto de las estrellas. La Romi dijo que eran ovnis, que ella veía siempre. Nelson se burló y dijo que era un avión. Los demás no dijimos nada pero nos quedamos mirando fijo las luces. No sé si de tanto mirarlas o qué, nos dio la impresión de que se movían muy lentamente, en zigzag. La Romi volvió a decir que casi todas las noches aparecían esas luces y que después de un rato desaparecían en el monte. Es como si vinieran a saludar, dijo. O como si quisieran acercarse de a poquito, como los perros cuando quieren agregarse en una casa, dijo. Tapita se rio y dijo: manso bolazo. Pero todos nos dormimos un poco inquietos esa noche pensando en invasiones de marcianos. El domingo ya no me acuerdo tanto de lo que hicimos, los días en el campo eran como una copia del anterior, así que capaz fuimos de nuevo al arroyo o estuvimos nadando en el tanque australiano con las tías mientras los hombres hacían el asado, o anduvimos a caballo. O todo eso. Me da rabia no acordarme con claridad como se acuerdan los testigos o los sospechosos de un crimen en las películas. Siempre decía cómo harán para acordarse todo lo que hicieron ese día con tanto lujo de detalle. Ahora me doy cuenta de que eso es imposible, a menos que seas el asesino, entonces te acordás bien porque matar a alguien no es algo que hagas todos los días. Igual no sé por qué pienso en esas cosas. La Romi no está muerta. Yo estoy seguro de que la Romi está en algún lado, viva.
Ya está por empezar de nuevo el verano y hace un año que a la Romi la vimos por última vez, ese fin de semana. A los dos o tres días de eso, mi padre contó en la mesa que había llamado el tío Daniel, que no encontraban a la Romi por ningún lado. Preguntó si nosotros sabíamos algo, si ella nos había dicho algo el fin de semana. ¿Algo cómo?, dijo mi hermano. Algo como de irse, de escaparse de la casa, de algún noviecito, dijo mi padre con fastidio. No por la pregunta de mi hermano que era bastante normal, creo que lo que le molestaba era tener que ocuparse de alguien que ni siquiera era de la familia. Mirá si la Romi va a tener novio -dije yo- y mi madre que hasta ese momento no había dicho nada me dio la razón. La cosa es que la gurisa no aparece, dijo mi padre y dio por terminada la conversación. A mí se me cerró la panza y crucé los cubiertos sobre el plato.
Ese domingo cuando volvíamos del campo pasó algo. Yo enseguida no lo conecté con la Romi pero después hablando con Nelson, Tapita y mi hermano pensamos que sí, que capaz algo tiene que ver una cosa con la otra. Veníamos de nuevo los cuatro atrás, pero estaba oscuro. La noche nos había agarrado en el campo porque los grandes se habían puesto a jugar a las cartas y se había hecho tarde. Nosotros ya veníamos medio cabeceando de sueño. Al otro día teníamos escuela, por suerte eran los últimos días y no hacíamos casi nada. El camino estaba bastante fulero así que cada vez que nos dormíamos nos despertaba algún sacudón que pegaba la chata. En una de esas vimos una luz, parecida a las que habíamos visto la noche anterior, pero esta era una sola y se movía hacia adelante, viniendo hacia nosotros, agrandándose hasta ser una esfera brillante que nos dejó encandilados, ciegos por unos segundos. Todo duró nada, pero el motor de la camioneta se paró y por un momento esa luz como un refucilo puso todo como si fuese de día. Como digo: no duró nada. Fue todo tan rápido que hasta dudamos de que hubiera pasado. Mi padre puteó y volvió a girar la llave de la camioneta, el motor hizo unos ruidos raros y arrancó otra vez, como si nada. Mis padres hasta el día de hoy nunca hablaron de eso, creo que prefieren hacer como que no pasó nada, como hacen con el resto de las cosas. Pero nosotros cuatro sí nos acordamos y casi que no hablamos de otra cosa todo este tiempo. Esa noche en lo primero que pensamos fue en la Romi, en las luces de la Romi como empezamos a llamarlas. Y después no va que ella se pierde. Nosotros pensamos que una cosa llevó a la otra, por eso sabemos que la Romi no está muerta como piensan los demás. Mi madre, que antes no la podía ni ver, ahora le prende velas y le pone flores a una foto de ella que le dio la novia de mi tío. A mí me da bronca y cada vez que paso al lado de la mesita donde tiene el portarretrato le soplo las velas. La policía interrogó a todo el mundo menos a nosotros porque somos chicos. Por eso yo repaso todos los días lo que pasó ese fin de semana, para no olvidarme de lo poco que me acuerdo, para seguir acordándome cuando sea grande y me pregunten.
Fue un fin de semana común y corriente, excepto por las luces. Y la Romi fue la mejor amiga que tuvimos aunque nunca llegamos a decírselo.

(Argentina, 1973)



martes, 16 de julio de 2024

LAMBERTI, Luciano: La canción que cantábamos todos los días


Me llamo Tomás, tengo treinta años, vivo con mi padre. Somos dos solitarios en una casa grande que se cruzan a horas insólitas y se tratan con respeto, pero podemos pasar días enteros sin vernos. Los jueves viene una señora que barre los pisos, lava los platos acumulados y deja brillantes los muebles. Tengo un hermano mayor, ingeniero en sistemas, que vive en las sierras con su familia, y a veces los vamos a visitar. Nos turnamos al volante, porque a mi padre se le cansa la vista. Salimos el sábado temprano y volvemos el domingo después del almuerzo, para no agarrar la ruta congestionada.

Pero lo que quiero contar es otra cosa. Algo que no le conté nunca a nadie.

Mi hermano, el de las sierras, no es el original. Es algo en el cuerpo de mi hermano, algo que lo reemplazó. Hace muchos años desapareció en el “bosquecito” y nunca volvió. Quiero decir: volvió, pero ya no era él. No es que estuviera distinto, o cambiado. Era otro, directamente. Otro que se metió en nuestra familia y la devoró por dentro.
Fue un 13 de abril. Me acuerdo bien de la fecha porque coincide con el cumpleaños de mi madre. Esa vez cayó domingo y comimos un asado en un parador, al borde de la ruta 9, yendo para Zenón Pereyra. Los domingos los asadores se llenaban de gente que estacionaba bajo los árboles y se pasaba el día entero ahí, oyendo el partido con la puerta del auto abierta, pero en ese domingo en particular no había casi nadie. Una pareja sola, que comió y se fue temprano.
Bueno, detrás de los asadores, cruzando un alambrado, estaba el bosquecito. Era un monte de esos árboles que se llaman siempreverdes, que habían nacido regados por la desembocadura del canal y cuyas hojas podridas formaban un colchón en el piso. Si uno se metía cien metros el lugar se ponía feo, con pedazos de vidrio emergiendo del barro, chapas podridas, perros muertos inflados por la descomposición y ratas del tamaño de un gato saliendo entre los escombros. De ahí vino lo que ocupó el cuerpo de mi hermano.
Hay una foto de esa tarde. La tengo cerca mientras escribo, porque marca el momento exacto en el que todo comenzó a deteriorarse. Ahí estamos los cuatro, frente los árboles, a un costado asoma la cola celeste del Dodge. Mi madre todavía es joven y tiene un ojo cerrado porque el sol le da en la cara. Un cigarrillo humea entre los dedos de mi padre. Mi hermano sonríe, con los auriculares del walkman colgados del cuello. Es una sonrisa maravillosa, una sonrisa que dice: mírenme, tengo diecisiete años, soy nuevo en el mundo, estoy lleno de brasas. Su sonrisa está congelada en esa foto: es la última vez que la vamos a ver.
Después de esa foto comimos la torta y mis padres se tiraron en las reposeras y se quedaron dormidos. Yo me senté contra un árbol y me puse a leer una revista de historietas. No vi lo que hacía mi hermano. Pasaron, no sé, diez o quince minutos. Entonces mi madre abrió los ojos y me preguntó por él, con las cejas fruncidas por la preocupación. A lo mejor había tenido una pesadilla, uno de sus “pálpitos”. Levanté los hombros: no sabía. Mi madre se acercó al alambrado y lo llamó. Gritó varias veces su nombre. Despertó a mi padre y lo llamamos entre los tres. Después oímos el chasquido de una rama al quebrarse y mi hermano salió de entre los árboles con los walkmans puestos. Se quedó mirándonos. Recuerdo esa expresión y me da frío.
­Sacate eso de las orejas haceme el favor,­ lo retó mi madre.
Mi hermano tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, movió la mano para sacarse los auriculares con un gesto que no era para nada suyo. Entonces sospeché que algo andaba mal, algo difícil de definir. Pero no dije nada, ¿qué iba a decir? Nos subimos al auto y volvimos a casa.
Al mes lo llevaron a un médico, el primero: el doctor Ferro. Le hizo radiografías de la cabeza y algunos exámenes, después habló con mis padres. Físicamente, dijo, mi hermano estaba bien, a lo mejor el problema tenía que ver con la adolescencia, la efervescencia hormonal, el rechazo del mundo, incluso la depresión, ¿quién no se deprime a los diecisiete años?
Así que les dio el número de un sicólogo, que habló con mi hermano y les repitió a mis padres el diagnóstico de Ferro: era un chico sano, perfectamente sano. Un poco callado, un poco retraído, pero sano.
Usted no entiende ­ dijo mi madre. ­ Ese chico es otra persona. No es mi hijo. El sicólogo levantó los hombros.
La personalidad de su hijo está fluctuando por la edad. Va a tener que aceptarlo así.
Pero mi madre no lo aceptó. Lo llevó a otros médicos, a un homeópata, a un parasicólogo, a curanderas. La idea la obsesionaba. Con el tiempo comenzaría a perder el control de su vida: a fumar en exceso, a descuidar su aspecto personal, a sufrir largos períodos de insomnio en los que la idea rebotaba en su cabeza como una pelotita de pinball. Mi hermano era otro y ella no podía estar cerca. No soportaba su presencia. Antes era una pesada que lo despeinaba y le decía que estaba cada día más churro, cosas que hacen las madres con sus hijos, pero desde la tarde en el bosquecito no lo tocaba. Incluso le costaba estar cerca suyo: enseguida se ponía nerviosa. Lo mismo nos pasaba a mi padre y a mí: una parte de tu cuerpo sentía una repulsión instintiva hacia él. Ganas de irse lejos y no volver nunca.
No hablamos mucho del tema. Con mi padre recuerdo haberlo hablado una sola vez. Estábamos sentados en el auto, frente al pabellón de deportes donde yo tenía mi hora de gimnasia. Él había insistido en llevarme, aunque siempre me iba caminando o en bicicleta, y cuando me estaba por bajar me dijo que quería preguntarme algo. Pensó un rato:
­¿Vos te diste cuenta? Hice que sí con la cabeza. ­Respira distinto,­ dije.
Yo compartía habitación con él y lo oía de noche. ­¿Cómo distinto?
­Distinto, raro. Respira como si fuera otra persona. Y a veces prendo la luz y está sentado en la cama, con los ojos abiertos. Me da miedo.
Mi padre se quedó callado un rato y al final dijo:
Tu mamá está deprimida. Ayudala, no la hagas renegar, portate bien, ¿sí? Estuve a punto de contarle de los sueños. Del sueño que había tenido la noche anterior. Pero preferí no hacerlo.
­Sí,­ le dije, y me bajé del auto.
Los sueños eran todos más o menos parecidos. Mi hermano andaba por la casa sin prender la luz ni hacer ruido. Se acercaba a las fotos colgadas en la pared y las miraba. Se acercaba a mi cama, se acercaba a la cama de mis padres, nos miraba. Sus ojos eran completamente negros. Después volvía a acostarse.
Mi madre también soñaba, pero no lo supe hasta mucho después. Soñaba con ­como lo llamó­ tu “verdadero hermano”. Mi verdadero hermano, me dijo, estaba en el interior de un pozo, en la tierra. Era un pozo muy profundo, la salida se veía como una moneda de luz en lo alto, y él se había roto las uñas tratando de trepar. Estaba flaco, se le notaban las costillas. Gritaba y gritaba.
­Me despierto angustiada y le pido a Dios no soñar de nuevo con eso, me contó mi madre. ­A veces Dios me escucha.
Un día mi madre lo miró y le dijo: ­¿Por qué no te vas?
­Tranquila­ dijo mi padre.
Estábamos almorzando con la televisión prendida, era un sábado o un domingo. Mi hermano pinchó un raviol, se lo llevó a la boca y masticó sin quitar los ojos de la televisión.
­Yo sé quien sos. Lo sé muy bien,­ dijo mi madre, asintiendo. Tranquila,­ repitió mi padre.
Mi madre se levantó y fue a fumar al patio.
En ese entonces ya éramos una familia solitaria. Unos meses después del incidente del bosquecito los amigos de mi hermano dejaron de venir. No dieron explicaciones. Después mi madre se encontró con uno en la calle, que le dijo que quedarse solo con él le ponía la piel de gallina, y le mostró el brazo: recordarlo también le ponía la piel de gallina. Con los parientes pasó lo mismo. Incluso con algunos vecinos que antes siempre andaban dando vueltas por casa. Mi hermano los incomodaba. Así que también ellos dejaron de venir.
Yo me despertaba gritando por las noches y mi padre prendía la luz. ¿Le hiciste algo?,­ le preguntaba a mi hermano.
Hablaba con violencia, como si estuviera a punto de pegarle una trompada.
Mi hermano se daba vuelta y se hacía el dormido.
No sé cuánto duró esta situación. Meses probablemente. Meses de comidas tensas, meses de mi madre llorando a escondidas en el lavadero, meses en los que todos preferíamos estar en cualquier parte menos en casa. Una mañana la portera vino al aula y habló con la maestra en voz baja, mirándome. Después la maestra me pidió que guardara los útiles. Mi padre me esperaba en la entrada. En su cara advertí que algo había pasado, algo feo.
­Tu mamá tuvo un ataque de nervios,­ me explicó en el auto, negando con la cabeza. ­Quiso cortar a tu hermano con un cuchillo.
Después supe que mi madre había cometido el error de contarles, primero a la policía y después a un sicólogo su teoría sobre el cambio de mi hermano. Les explicó que había sido reemplazado por un espíritu que vive en la madera de los árboles, algo que había leído en alguna revista. El espíritu viviría en su cuerpo hasta desgastarlo, y luego saltaría a otro, y a otro, y a otro. Era como un parásito. Y lo que ella había hecho fue intentar liberarlo. Eso les dijo.
La llevaron a un hospital siquiátrico y por quince días no nos dejaron verla. Se estaba estabilizando, le explicó el siquiatra a mi padre. Fuimos por primera vez un domingo a la tarde. Mi hermano tenía gasas pegadas con cinta en la cara y los brazos, porque en algunos cortes debieron hacerle puntos. Nos sentamos en una mesa de cemento, en el patio, mirando a las internas que recibían las visitas de sus familias.
Al rato una enfermera la trajo. Era una mujer corpulenta y llevaba a mi madre del brazo. Mi madre caminaba arrastrando los pies, con un equipo de jogging celeste y las manos extendidas, como si estuviera ciega. Cuando reconoció a mi hermano, a lo lejos, empezó a gritar y luchar en los brazos de la mujer. Tuvo que acercarse otra y entre las dos la sujetaron y le pusieron una inyección.
Desde entonces, solo vamos mi padre y yo.
Vamos los domingos, y hace más de veinte años que repetimos el ritual. Le llevamos cigarrillos, chocolate, revistas. Mi madre está cada vez más ausente, más abandonada: cuando se inclina para hablarme al oído puedo oler la fetidez de su aliento, un olor denso, pesado. Siempre me dice lo mismo.
No te vayas a quedar solo con ese. Es malo, está lleno de odio. Nos odia a los tres. Nos odia porque somos distintos. ¿Vos me entendés, mi amor?
Yo le digo que sí. Que entiendo.
Cada familia tiene su canción, la canción que canta todos los días. Una canción hecha de pequeños gestos que les permite vivir juntos, dejar pasar el tiempo, no pensar. Mientras se canta esa canción, el fuego arderá en alguna parte. Y si la canción se calla, la familia explota como una gran bomba y sus miembros son esparcidos como esquirlas en cualquier dirección. Por eso cantamos todos los días lo mismo: para permanecer juntos. Para que el fuego siga encendido.
Hace unos meses tuve que hacer un viaje en uno de esos colectivos lecheros. Fue desastroso: las luces individuales estaban rotas, el asiento no se inclinaba, la calefacción era excesiva. En algún momento desperté, ofuscado: el ómnibus estaba detenido en la terminal de un pequeño pueblo. Tenía tres plataformas y estaba casi a oscuras. En el piso grasiento había un perro dormido, y contra una columna un hombre de pie, con un gran bolso Adidas al hombro. Me acuerdo que pensé: qué deprimente vivir en un pueblo así. Y entonces volví a mirar al tipo y era mi hermano. Sentí una aguja helada en la columna vertebral: era mi hermano, era mi hermano, era el verdadero, con algunas hebras grises en el pelo y algunos kilos extra, pero era él, Dios y la Virgen Santa. Tendría que haberme puesto de pie, haber detenido el colectivo, haber gritado como loco, pero la verdad es que me quedé clavado al asiento. El colectivo empezó a retirarse de las plataformas y no pude hacer nada. Me tapé la cara y estuve así un buen rato, hasta que las luces del pueblo quedaron atrás y nos sumergimos en la oscuridad monstruosa de la ruta.
Ahora estamos sentados en el patio de su casa de las sierras, mi hermano y yo. Es un domingo cualquiera, un domingo cálido que anuncia la cercanía del verano. Hace un rato que mi padre, la mujer de mi hermano y su hijo duermen la siesta adentro. Pero nosotros nos quedamos acá, bajo los árboles, mirando las montañas y oyendo el rumor de un arroyo que pasa cerca. Disfrutando de la tranquilidad. No hemos dicho una palabra en veinte minutos.
Miro a mi hermano. Él me mira.
¿Quién sos?, tendría que preguntarle. ¿Qué sos?
Pero prefiero no saberlo. Después de todo, es mi familia.