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viernes, 23 de agosto de 2019

DISCÉPOLO, Enrique Santos: Cambalache


(letra original)

Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé,
en el quinientos seis y en el dos mil también.
Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos, valores y dublés.
Pero que el siglo veinte es un despliegue de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos en un merengue
y en un mismo lodo todos manoseaos...

Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
Ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador.
Todo es igual... Nada es mejor...
Lo mismo un burro que un gran profesor.
No hay aplazaos ni escalafón,
los inmorales nos han igualao...

Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición,
da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos,
caradura o polizón.

¡Qué falta de respeto! ¡Qué atropello a la razón!
¡Cualquiera es un señor! ¡Cualquiera es un ladrón!
Mezclaos con Stavisky van Don Bosco y la Mignon,
Don Chicho y NapoleónCarnera y San Martín.
Igual que en la vidriera irrespetuosa
de los cambalaches se ha mezclao la vida,
y, herida por un sable sin remaches,
ves llorar la Biblia contra un calefón.

¡Siglo veinte cambalache problemático y febril!
¡El que no llora no mama y el que no roba es un gil!
¡Dale que nomás! ¡Dale que va!
¡Que allá en el horno nos vamo a encontrar!
No pienses más, sentate a un lao,
que a nadie importa si naciste honrao.

Es lo mismo el que labura noche y día como un buey,
que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura
o está fuera de la ley...

(Argentina, 1901/1951)



domingo, 18 de agosto de 2019

WALSH, María Elena: Las que cantan


Vengo a decir que en los rincones
más difíciles del planeta
están cantando las mujeres
con voz de pueblo escarmentado.
Se supone que vociferan
para morir un poco menos. 

Solo el dolor, la fiebre, el odio,
el desafío y la desgracia,
solo una luz inofensiva
cantan las mujeres que cantan. 

Fadistas de Portugal,
enlutadísimas de España,
inclinadas segando siegan
espirales de rabia y queja,
liquidan su ración de sueño
con furiosa maternidad. 

Coyas, princesas miserables
de una América de arpillera,
queman ancestro alcoholizado
en lamentos como cuchilladas.
Hay que dejarse herir, caer
en su dolor, amar su llanto
y comprobar cómo la tierra
busca sus desolados huesos. 

Brujas pálidas de Oriente,
lustradas hechiceras de África,
custodias de padecimientos,
celebrantes de la miseria
que lamentan inútilmente
fatalidades ordenadas
por dioses vanos y hombres crueles. 

Les asignaron sed atávica,
desesperada obligación,
y ellas amenazan morir
en repertorios de quejido,
de belleza perdonadora. 

Solo vengo a decir que cantan
y que el mundo no se arrepiente
de sus gargantas infernales,
de sus corazones prohibidos. 

Solo vengo a decir que acaso
nos están echando la culpa. 

María Elena Walsh 
(Argentina, 1930/2011)


Leído por Natalia Fontanet el 25.06.2019 en el encuentro de lectores coordinado por
Leer Porque Sí (Semana del Libro 2019, Centro Cultural Viejo Mercado, Rafaela, Santa Fe)

domingo, 11 de agosto de 2019

KAUFMAN, Ruth: Sofía




Los sábados eran días especiales en casa de Sofía. La mamá cocinaba galletitas de coco, de chocolate y de miel. Un olor riquísimo inundaba la casa y Sofía se moría de ganas de comerse el aire.
Pero cuando sacaban las galletitas del horno, apenas si probaban una o dos y enseguida las guardaban en una lata azul y roja para el día siguiente.
La mamá planchaba la ropa que se pondrían al otro día, y si le quedaba tiempo iba a la peluquería.
Sofía, en cambio, se pasaba la tarde entera dibujando. A la nochecita acomodaba todos los dibujos sobre el piso de la cocina y elegía uno, solo uno, para el día siguiente.
El domingo se levantaban temprano, tan temprano que en invierno todavía era de noche. Sofía se vestía en un santiamén; su mamá, en cambio, estaba horas arreglándose el vestido, peinándose, ensayando sonrisas con los labios pintados. 
Primero tomaban un ómnibus, después un tren, luego otro ómnibus y al final caminaban. Por la calle se cruzaban con otras mujeres con niños que iban, como ellas, de visita a la cárcel.
Ese domingo las revisó, como siempre, una mujer policía. Les hizo sacarse la ropa, dio vuelta la cartera de la mamá, abrió la lata, metió los dedos entre las galletitas. También agarró el dibujo de Sofía.
Se quedó unos segundos mirándolo, luego sacó un bolígrafo y tachó, uno por uno, todos los pajaritos que volaban en el papel.
–Está prohibido dibujar palomas –dijo y le devolvió a Sofía un papel lleno de cruces negras.
Ellas atravesaron el pasillo de la cárcel y entraron en la pieza donde las esperaba el papá. Se llenaron de besos, charlaron, comieron las galletitas de coco, de chocolate y de miel. Por primera vez, Sofía no llevaba ningún dibujo de regalo.
Al sábado siguiente, Sofía volvió a dibujar toda la tarde. Esta vez rompió muchos papeles hasta terminar el que le llevaría a su papá.
En la cárcel las revisó la misma mujer policía. Les hizo sacarse la ropa, husmeó las galletitas, dio vuelta la cartera de la mamá. Tomó el dibujo de Sofía y durante un rato largo, demasiado largo, se quedó mirándolo.
–Pueden pasar –dijo al fin. Y les devolvió el dibujo.
Antes de las galletitas, antes de contar nada, Sofía se abalanzó sobre el papá y le regaló el dibujo. El papá se demoró un rato mirando la casa, los árboles, el cielo con el sol amarillo y las nubes.
–¿Qué son esos redondelitos de colores? –le preguntó a Sofía señalando las copas de los árboles. Sonriendo, Sofía contestó:
–Son los ojos de los pajaritos que están escondidos. 

(Buenos Aires, 1961)
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Leído por Romina Schleppi el 25.06.2019 en el encuentro de lectores coordinado por
Leer Porque Sí (Semana del Libro 2019, Centro Cultural Viejo Mercado, Rafaela, Santa Fe)




jueves, 1 de agosto de 2019

LISPECTOR, Clarice: Las aguas del mar


Ahí está él, el mar, la más ininteligible de las existencias no humanas. Y aquí está la mujer, de pie en la playa, el más ininteligible de los seres vivos. Como el ser humano hizo un día una pregunta sobre sí mismo, volviéndose el más ininteligible de los seres vivos. Ella y el mar.
Solo podría haber un encuentro de sus misterios si uno se entregara al otro: la entrega de dos mundos incognoscibles hecha con la confianza con que se entregan dos comprensiones.
Ella mira el mar, es lo que puede hacer. Y su mirada está limitada por la línea del horizonte, es decir, por su incapacidad humana de ver la curvatura de la Tierra.
Son las seis de la mañana. Solo un perro suelto vaga por la playa, un perro negro. ¿Por qué un perro resulta tan libre? Porque él es el misterio vivo que no se indaga. La mujer vacila porque va a entrar.
Su cuerpo se consuela con su propia exigüidad en relación con la vastedad del mar porque es la exigüidad del cuerpo lo que le permite mantenerse caliente y es esa exigüidad que la vuelve pobre y libre, con su parte de libertad de perro en las arenas. Ese cuerpo entrará en el ilimitado frío que sin rabia ruge en el silencio de las seis. La mujer no lo sabe, pero está realizando una hazaña. Con la playa vacía a esa hora de la mañana, ella no tiene el ejemplo de otros seres humanos que transforman la entrada en el mar en simple juego liviano de vivir. Ella está sola. El mar salado no está solo porque es salado y grande, y eso es una realización. A esa hora ella se conoce menos todavía de lo que conoce el mar. Su hazaña es, sin conocerse, entretanto, proseguir. Es fatal no conocerse, y no conocerse exige valor.
Va entrando. El agua salada está tan fría que le eriza en ritual las piernas. Pero una alegría fatal —y la alegría es una fatalidad— ya la posee, aunque todavía no se le ocurra sonreír. Por el contrario, está muy seria. El olor es de una marejada atontadora que la despierta de sus más adormecidos sueños seculares. Y ahora ella está alerta, aun sin pensar. La mujer es ahora compacta y leve y aguda; se abre camino en la gelidez que, líquida, se opone a ella, mientras la deja entrar, como en el amor, en que la oposición puede ser una petición.
El camino lento aumenta su valor secreto. Y de repente ella se deja cubrir por la primera ola. La sal, el yodo, todo líquido, la dejan por un instante ciega, escurriéndose (espantada, de pie, fertilizada).
Ahora el frío se convierte en hielo. Avanzando, ella abre el mar por el medio. Ya no precisa valor, ahora ya es antigua en el ritual. Baja la cabeza dentro del brillo del mar, y retira una cabellera que sale escurriéndose sobre los ojos salados que arden. Brinca con la mano en el agua, pausada, los cabellos al sol, casi inmediatamente endurecidos por la sal. Con la concha de las manos hace lo que siempre hace en el mar, y con la altivez de los que nunca dan explicaciones ni a ellos mismos: con la concha de las manos llenas de agua, bebe en grandes sorbos, buenos.
Era eso lo que le faltaba: el mar por dentro como el líquido espeso de un hombre. Ahora ella está toda igual a sí misma. La garganta alimentada se contrae por la sal, los ojos enrojecen por el sol, las olas suaves la golpean y retroceden, pues ella es una muralla compacta.
Se sumerge de nuevo, de nuevo bebe, más agua, ahora sin ansiedad, pues no precisa más. Ella es la amante que sabe que lo tendrá todo, otra vez. El sol se abre más y la eriza, al secarla, ella se sumerge de nuevo; está cada vez menos ansiosa y menos aguda. Ahora sabe lo que quiere. Quiere quedar de pie, parada en el mar. Así queda, pues. Como contra los costados de un navío, el agua bate, vuelve, bate. La mujer no recibe transmisiones. No precisa comunicación.
Después camina dentro del agua, de regreso a la playa. No está caminando sobre las aguas —ah, nunca haría eso después de que hace miles de años ya alguien caminara sobre las aguas—, pero nadie le puede quitar eso: caminar dentro de las aguas. A veces el mar le opone resistencia, empujándola con fuerza hacia atrás, pero entonces la proa de la mujer avanza un poco más dura y áspera.
Y ahora pisa en la arena. Sabe que está brillante de agua, y de sal, y de sol. Aunque lo olvide dentro de unos minutos, nunca podrá perder todo eso. Y sabe de algún modo oscuro que sus cabellos escurridos son de náufrago. Porque sabe que ha corrido un riesgo. Un riesgo tan antiguo como el ser humano.

(Ucrania, 1920/Brasil, 1977)



Leído por Claudia Tomasso el 25.06.2019 en el encuentro de lectores coordinado por
Leer Porque Sí (Semana del Libro 2019, Centro Cultural Viejo Mercado, Rafaela, Santa Fe)