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miércoles, 24 de marzo de 2021

BALZARINO, Ángel: Antes del primer grito



No. No. El grito estallaba en su boca reseca, histérico y pleno de desolación y cada vez con menor fuerza, convertido en el único, casi absurdo y definitivamente inútil recurso que le quedaba para tratar de demorar -pues le iba a resultar imposible evitarlo, como hubiera querido- el acto que estaba obligada a protagonizar. Vamos. Dejá de gritar. Ahora debés estar tranquila. Aunque el tono de la voz resultaba suave, con cierto atisbo de afecto, no logró infundirle serenidad ni pudo atenuar la tensión y el agobio que le provocaban la presencia de ellos, el médico y la enfermera y los guardias, formando una muralla, atentos y vigilantes. Pegarle un puñetazo o dormirla con una inyección. Cualquier cosa para callarla y dejar que siga moviéndose como una loca. Pero el doctor Salerni dice que su estado es muy delicado y debemos tener paciencia y procurar que el parto se produzca sin la menor complicación para no afectar al bebé. Y eso es lo único que me preocupa. Que nazca bien. Sin ningún rasguño. Con la apariencia o belleza de la madre, la piel blanca y los ojos profundamente celestes. Sobre todo por él. El coronel Marcial Galarza. Al fin cerró los ojos no solo como expresión de fatal derrota o rechazo a efectuar cualquier cosa indicada por ellos, sino más bien en una desesperada tentativa por aislarse, por jugar con la idea de que no eran las manos del médico, rudas y apremiantes sobre el vientre hinchado, ni las de la enfermera, tratando de atenuar cualquier gesto de preocupación o miedo al prodigarle lentas caricias por la cara humedecida, casi en una súbita muestra de ternura o amistad, sino otras manos las que manipulaban, palpaban, recorrían su cuerpo. Las únicas que anhelaba. Las de él. Gerardo. Como había ocurrido durante los últimos dos años. Para confirmarle el hecho gozoso de tenerla cerca, elaborando proyectos, entregados a una lucha intensa por una sociedad plena de equidad y sin despotismo, disfrutando el amor que se tornaba más sólido cada día. Hasta la separación. Brutal. Definitiva. Una sustancia voraz e indeleble parecía corroerla cada vez que evocaba aquella noche en que la quietud de la casa quedó rasgada por los golpes, la puerta abierta con violencia, las voces roncas y autoritarias. Al surgir del sueño no atinó más que a gritar el nombre de él en tardía advertencia o pedido de ayuda, abrazando el cuerpo querido mientras una luz súbita y poderosa los exponía, desnudos y sin la menor defensa, ante los hombres pétreos, uniformados, de aspecto casi fantasmal, que rodeaban la cama, con los fusiles en sobrecogedora amenaza. Por escasos minutos. Antes de llevar a cabo la tarea -metódicos, en forma vertiginosa, sin margen para la duda o el error- de arrancarlos de la cama y arrastrarlos por la casa, desdeñosos de los quejidos y las súplicas y el pánico reflejado en un creciente temblor, hasta la calle. Fue mientras una mano le tapaba la boca y la presión de los cuerpos la inmovilizaban en el asiento trasero de un coche, cuando -más allá del aislamiento, la sensación de asfixia, la incertidumbre sobre lo que iba a pasar- algo se le impuso con despiadada claridad: que no volvería a ver a Gerardo. Ya falta poco, querida. Un esfuerzo más y todo habrá pasado. Sí. Debo mantener la calma, disimular la ansiedad, hablarle con la mayor dulzura, todo para que deje de moverse y gritar. Unas buenas bofetadas resultarían más efectivas. Porque estoy segura que no es tanto por el dolor, tampoco debido al trauma del primer parto. Tiene miedo de perder la única garantía que le permitirá seguir viviendo. El hijo. Lo sabe perfectamente. Podría ceder a un sentimiento de generosidad o compasión si no fuera que está en juego mi bienestar económico y, sobre todo, la posibilidad de ocupar el cargo de directora del Hospital Militar. Las más caras aspiraciones y que él ha prometido satisfacer. Por eso necesito obtener este trofeo. Fríamente. Será la mejor solución para todos. Corina tendrá un motivo para vivir y hasta de ser feliz y nosotros podremos estar juntos más tiempo. Libres. Y yo me encargaré de compensarte con todo lo que quieras. Marcial efectuó la propuesta una tarde en mi departamento, compartiendo un cigarrillo, desnudos sobre la cama luego de la cópula frenética, sin duda como el último recurso para disuadirme del reiterado pedido de concretar su divorcio. No puedo hacer eso. Jamás utilizaré esa alternativa en beneficio de nuestros planes. Preocupado por reflejar una actitud ética, celoso en preservar el matrimonio a pesar de estar hecho trizas, atento a evitar cualquier mancha que pudiera afectar su puesto en la cúspide del poder. Aunque ya me había habituado a representar un papel secundario, subrepticiamente, sólo útil para ser el sostén o compañía en los momentos más difíciles -cuando necesitaba un abrazo para aplacar los desvelos de su cargo o pretendía relegar la presencia de su mujer abrumada por la frustrada maternidad-, por primera vez sentí la gratificación de poder hacer algo distinto. Conseguiré para tu mujer el hijo más hermoso que pudo haber imaginado. Y con el compromiso de esa promesa, que desde entonces llegó a ser excluyente, me dediqué a observar con mayor celo a las detenidas en estado de gravidez. Tratando de imaginar a través de cada una de ellas la fisonomía, el carácter, la belleza que podría tener el futuro hijo. Comprendí que había concluido la búsqueda apenas trajeron a una muchacha a la que asignamos el nombre de Petra. Aunque la expresión de miedo, desconcierto, alarma, resultaba similar a la que denotaban las otras reclusas, el modo de cruzar los brazos sobre la panza enorme, con el obstinado intento de protegerla o dar prueba de una orgullosa posesión, y sobre todo la cara, de rasgos tan delicados, casi de niña, la hicieron destacarse y tener un especial atractivo. Con el fin de cumplir mi propósito, y sin abandonar la severa disciplina que imperaba en el Centro, procuré resguardarla de cualquier daño. Vamos, Nélida. La voz sorpresiva del doctor Salerni logra despejarme. Creo que ha llegado el momento. Sí. Al fin. No. No quiero. Estremecida por las recias convulsiones, ya no pudo efectuar más que un débil forcejeo de los brazos y las piernas amarrados a los barrotes de la cama. El postrer vestigio de la brega por impedir que su hijo naciera allí, entre las viejísimas y húmedas paredes donde la habían enclaustrado seis meses atrás, controlada por esos hombres y mujeres que tenían la potestad de disponer de su cuerpo y sus ideas y aun del aire que respiraba. Obsedida por lograr esa meta a medida que se desformaba su cuerpo y crecía el sentido de orfandad y ya no abrigó ninguna posibilidad de ver otra vez a Gerardo. Sólo me dejan vivir porque estoy esperando un hijo. La fría y demoledora certeza fue arraigándose con mayor fuerza a lo largo de cada día, mientras se transformaba en testigo de las caras mustias, sin huella de aliento o siquiera esperanza, de los compañeros de cautiverio con quienes compartía furtivos instantes de confidencia o mutuo consuelo, y trataba de soportar las otras, altivas y plenas de soberbia, al ejercer un poder absoluto, y percibía, insomne en las noches vacías, los gemidos, entre ahogados y lacerantes, que desde algún ignoto lugar revelaban los padecimientos de la vejación y la tortura. Pero comprendió que no podía resistir más. Cuando una fuerza, desgarrando súbitamente su cuerpo, surgió poderosa e incontenible. Ya es de ellos. Ya mi vida tendrá menos valor que uno de los tantos ratones que pululan por aquí. No pudo disfrutar demasiado tiempo el grito, nuevo y estruendoso, que infinitas veces había deseado escuchar en otro lugar y junto a Gerardo, pues poco a poco -mientras sentía un pinchazo en el brazo derecho y el médico redoblaba las recomendaciones, vamos, quedate quieta, ahora tratá de dormir, será lo mejor- se tornaba más débil y lejano. Hasta desaparecer. Dejándola definitivamente sola. Ya lo tengo. Sus gritos revelan una inusitada vitalidad. Aunque me perfora los oídos mientras lo limpio, no puedo dejar de regodearme con este sonido que me confiere el privilegio de obtener, bastante agotada pero con la gratificación de haber superado una ardua proeza, todo lo que él me ha prometido. Apenas se queda dormido, busco impaciente un teléfono. La voz de Marcial suena seca e impersonal, como es habitual cuando se encuentra su mujer al lado. Me invade un morboso placer al saber que por fin poseo el medio para apartarla de nosotros. Entonces, eufórica y triunfal, le digo que ya puede venir a buscar a su hijo. Hacia la noche Apenas traspuso la puerta de cristal creyó sufrir una especie de agresión por las luces, frías y poderosas, que lo obligaron a parpadear varias veces, por el ruido y el movimiento de los coches que cubrían la calle, por el roce de los cuerpos que, rápidos y profiriendo un cúmulo de palabras inconexas, cruzaron a su lado. Permaneció unos segundos quieto, algo aturdido y desorientado por la brusca evasión del clima -saturado por el confuso olor a remedios y desodorante, las voces apenas susurradas- que imperaba en el enorme edificio donde había estado durante casi dos horas. Tal vez sea lo mejor. Tal vez es lo único que necesito ahora. Comprendiendo que ingresar en una zona grávida de bullicio, casi estruendosa, no iba a desalojar el estado de zozobra, impotencia y, sobre todo, creciente temor, pero al menos le ayudaría a ubicar en un plano secundario, lo más lejano posible, las palabras que ya habían adquirido una vigencia excluyente. Tres, cuatro meses. Sin duda es la ocasión para apurar un buen trago. Esa necesidad lo urgió a movilizarse, casi como única alternativa para eludir las palabras proferidas por el doctor Albrecht en el tono impersonal que sin duda utilizaba siempre para emitir un diagnóstico, por más cruel que fuera, a pasos zigzagueantes entre quienes cruzaban a su lado, buscando de tanto en tanto el apoyo de la pared cuando sentía una ráfaga de mareo o las piernas ya no podían sostenerlo. Le pareció una proeza recorrer las cinco cuadras hasta llegar al pequeño bar que visitaba desde hacía años y que ahora, más que nunca, surgía como un anhelado refugio. Me bastó verlo cruzar el umbral para advertir que algo le pasaba. El hábito me había permitido descubrir su estado de ánimo o lo que pensaba o las cosas que le disgustaban por medio de una simple mirada, el gesto de la mano o el tono de la voz. Porque a lo largo de los años no sólo se había convertido en una visita casi cotidiana, sino también la de mayor relieve -tanto por el hecho de haber ocupado un alto cargo en el gobierno como por preferir mi local para reunirse con sus amigos, en otro tiempo, y ahora para saborear un vaso de whisky, solo y en actitud abstraída-, por lo cual siempre le atribuí un carácter especial y procuraba, como una forma de tácito agradecimiento, atenderlo personalmente. Y sobre todo esta vez en que no reflejó ninguna huella de la apariencia que ostentaba siempre -erguido el pecho, seguro y firme el andar, la mirada abierta y casi desafiante-, sino la imagen de alguien que por el cansancio, la debilidad, quizá el desaliento, ya no tenía ánimo ni ganas para realizar el menor movimiento. Bastante preocupado lo observé mientras recorría, con exasperante lentitud, el trayecto desde la puerta de entrada hasta la mesa que ocupaba siempre. Me dispuse a atenderlo de inmediato. Precisamente cuando, desde un rincón del local, vi levantarse a varios muchachos y en seguida, rotundo, un grito sobrepasó cualquier otro sonido. Allí está. Comprendió que sin duda, tanto él como los cinco amigos que hacía casi dos horas permanecían allí en tediosa espera, se vieron gobernados por el mismo sentimiento al dirigir la mirada hacia el sitio que indicaba la mano de Cristian: el afán, frenético e irrenunciable, de abalanzarse sobre el hombre que acababa de penetrar en el local y descargar -sin ataduras y mediante el medio más directo, potente y destructivo- la carga de rabia, desolación, resentimiento, impotencia, que sobrellevaban desde hacía tanto tiempo. Por mi hermana y por los padres de Cristian y por cada uno de los que él ayudó a desaparecer. Un disparo, repetidas puñaladas, golpes certeros con un hierro. Por unos segundos se dejó subyugar por las diversas alternativas, todas contundentes, que había contemplado al imaginar el momento en que se encontrara por primera vez frente al hombre que, convertido en figura difusa y siempre elusiva, representaba el estigma de una herida cruel e imposible de cicatrizar. Hasta ahora. Cuando por fin estaba allí, tangible, casi como el emblema de una afrenta intolerable, a tres metros. Y no me queda la posibilidad de tocarle un pelo. Sólo putearlo. Se levantó de un salto, con una presión en el pecho que le impedía respirar. Movió una mano en gesto de invitación hacia quienes lo rodeaban. Vamos. Al desplomarse en la silla de madera, incómoda pero sólida, le resultó más que nunca el necesario pilar para sostener el cuerpo sobre sus piernas ya vencidas. Tal vez sea una de las últimas veces que podré llegar hasta aquí. Pero procuró descartar semejante alternativa. Sublevándose contra cualquier síntoma de caída o derrota. Creyó de improviso que la visita a ese lugar ya no obedecería al motivo que durante años fue habitual -compartir gratos instantes con sus amigos, concretar alguna operación comercial, disfrutar de unos tragos-, sino que se iba a transformar desde ahora en una especie de apuesta o desafío, la simple pero fundamental prueba de estar todavía intacto, con capacidad para valerse por sí mismo, dispuesto a echar por tierra el diagnóstico que el acento casi admonitorio del doctor Albrecht parecía otorgarle un carácter inapelable. Tres o cuatro meses. Mucho dependerá de usted. Deberá cambiar hábitos, evitar cualquier exceso. Trató de relajar los músculos y lograr la posición más cómoda en la silla. Al apoyar la espalda en el respaldo levantó la cabeza y entonces vio que Gaona, surgiendo de atrás del mostrador, se disponía a atenderlo. Un hecho ya previsible, casi natural, a través del cual manifestaba tal vez no tanto una cuota de respeto por su rango o el beneplácito por contarlo entre los clientes más fieles, sino un modo, modesto pero sincero, de expresarle su agradecimiento. Sin duda jamás podrá olvidar que por mí sigue vivo y ha salvado este negocio y nadie llegó a tocarle un pelo. Aunque algunas veces consideró algo forzada o excesiva la sonrisa con la que trataba de congraciarse, ahora -al observarla, amplia y generosa, en el rostro redondo- mientras se acercaba hacia él, tuvo el carácter del mejor y tal vez único bálsamo que podía despejarlo, atenuar la sensación de asfixia, otorgarle un cálido amparo y, sobre todo, apartar las acuciantes palabras del doctor Albrecht. Muy pronto supo que se equivocaba. Al estallar el grito, abrupto y con un poder casi destructivo, que pareció perforarle los oídos. Asesino. Asesino. No pude llegar hasta él. La ronda que ellos formaron alrededor de su mesa -los seis muchachos tomados de las manos, girando a saltos, el odio y la rabia y una contenida violencia aflorando en las caras desafiantes-, aunque tenía casi el carácter de un juego de chicos, se convirtió en un muro hostil e infranqueable. Más que sorpresa sentí indignación, furor, una brutal afrenta por la prepotencia con que ellos no sólo iniciaron un sorpresivo ataque sobre él, cercándolo y torturándolo a través de gestos obscenos y el insulto cifrado en un solo grito, sino sobre todo llevaron a cabo una especie de copamiento en mi local, feroces y altaneros, como si fueran los dueños absolutos. Por unos segundos quedé inmóvil. Sin saber cómo acabar con esa situación muchas veces presentida -porque él se exponía abiertamente y muchos, conociendo su actuación durante el tiempo que había tenido un alto cargo directivo en el gobierno, sin duda hubieran disfrutado bastante con darle al menos una buena trompada-, ahora, tal vez por lo intempestiva y por tener un carácter tan violento, me dejaba estupefacto. Al cabo de unos segundos, en respuesta al instinto más que a una idea clara y definida, me abalancé sobre los muchachos mientras profería un grito, rabioso y destemplado, tanto para superar las voces unidas en una histérica protesta como para imponer mi autoridad, para demostrarles que no estaba dispuesto a permitir ningún desorden ni atropello en el local. Fue inútil. Como también el intento, grávido de torpeza debido a la desesperación y un impulso casi demencial, por separar los cuerpos que, firmes como pétreas columnas y aferrados por las manos tendidas, llegaban a formar un sólido cordón. Entonces creí perder las fuerzas, vencido por el desánimo y la impotencia al comprobar que resultaban estériles todos los esfuerzos por aplacar el recio avasallamiento de ellos. Y pensé que mi aspecto -sin reflejar otro signo que el de la derrota, como si no existiera la menor posibilidad de presentar cualquier tipo de lucha- debía ser similar al del capitán, petrificado en la silla, con los brazos apoyados sobre la mesa como si temiera caerse, inmutable la cara, los ojos clavados en algún punto indefinido, en una especie de búsqueda o más bien de silencioso pedido de ayuda, aislado en el cerco formado por la marcha circular, cada vez más frenética, acentuada por el bullicio de las voces desparejas y furibundas. Justo ahora. Precisamente hoy que parece más cansado y viejo que nunca. Por un segundo creí que el súbito asedio de ellos, descarnado y sin compasión, podría agravar de manera irrevocable su estado de malestar y deterioro. Al fin logré quebrar la rigidez y, en un supremo esfuerzo, corrí hasta el teléfono para llamar a la policía. Comprendió que el alivio -del semblante tieso y de las palabras horadantes del doctor Albrecht- presentido al estallar el primer calificativo, tajante y demoledor, al ser rodeado por esos muchachos en horda despiadada, no llegó a concretarse. Cambiar la sentencia de los pocos meses que habré de sobrevivir por los años, ya fijos, que me atan a un pasado inmodificable. No pudo definir cuál alternativa resultaba menos profunda, dolorosa o acuciante. Antes tenía el privilegio de determinar quién iba a morir. Ahora sólo prevalecen la incertidumbre y el horror mientras aguardo el momento que la fatalidad decida asestarme el golpe. De improviso la abusiva presencia de esos jóvenes desconocidos, con las caras enrojecidas y ademanes dictados por el odio y la bronca, transformando en ruin ultraje cada palabra, hizo aflorar un segmento oscuro del pasado que siempre permanecía latente, una espina subterránea pero pertinaz que lo obligó a debatirse entre un sentimiento de orgullo y desazón, de calma y el bochorno de una culpa despiadada. Aunque no quiso o ya no le importó hacer algo para rechazarlo. Tal vez sea inútil o llegue demasiado tarde. Protestar y maldecirme y pretender algún modo de venganza como seguir indagando si por cada uno de los actos que he llevado a cabo merezco un tiro en la cabeza o soy digno de una condecoración. Sin duda todo habría sido diferente si aún conservara no tanto un atisbo de poder -rotundo e envidiable años atrás, ostentado con orgullo y plena satisfacción, cuando tenía el privilegio de mover una mano, pronunciar un nombre o estampar la firma en un documento para disponer sobre la vida de cualquiera o para que lograr que se cumpliera el menor deseo o capricho-, sino apenas la energía o el ánimo como para efectuar una airada protesta, enfrentarlos sin claudicaciones y similar violencia, o simplemente pedirles que se fueran y lo dejaran tranquilo. En otro tiempo le hubiera bastado proferir una orden para acabar semejante agresión. Altivo. Inflexible. Hasta ahora. Hasta ese momento en que aplastado en la silla, con la súbita y oprobiosa sensación de estar completamente derrotado, sin la menor posibilidad de eludir no ya el ataque de los muchachos que gritaban y saltaban a su alrededor, sino el mazazo incesante que llevaban implícito las palabras del doctor Abrecht. Tres, cuatro meses. Es inútil. Jamás lograremos obtener el consuelo de ver un gesto de furia o desagrado o siquiera fastidio. No tardó en comprender que la rigidez del hombre -firme en la silla, apoyado los brazos sobre la mesa, tallado en piedra el rostro inescrutable- lograba, además de imponerse como un cruel agravio, reducir a un nivel irrisorio, bastante ridículo y aun sin sentido, todo eso que llevaban a cabo por un afán reivindicatorio, atesorado durante años y años de dolor, resentimiento, impotencia. Debemos parecerles unos chicos revoltosos. Incapaces de provocarles un parpadeo de preocupación o sorpresa. Sin duda hubiera bastado evocar cualquier segmento del accionar de ese hombre -despótico, intolerante- para comprobar que tal actitud resultaba natural, fogueada por la potestad de obrar sobre la vida de los demás con absoluto desprecio, sin ceder al menor atisbo de compasión o remordimiento. Y mi hermana estuvo en sus manos. Con la vana entidad de un nombre indiferente y ajeno entre tantos otros incluidos en alguna lista que debió firmar sin escrúpulo ni duda. Dictaminando una fatal condena. Impasible. El resultado, más pobre e insustancial del imaginado cuando programaron ese modo de ataque con cierta ingenua expectativa de cobrarse viejas deudas, le concedió no sólo cada vez mayor vigencia al desánimo y la frustración sino también, con creciente vigor, le impuso el deseo de sublevarse de otra forma. Más contundente. Un puñetazo que le hiciera caer algunos dientes o le cerrara un ojo para siempre. Hacerle sentir en carne propia una mínima parte del dolor que sobrellevamos nosotros o al menos para demostrarle que no puede seguir tratándonos como simples títeres, con la soberbia y el orgullo de poder imponer siempre su voluntad. Las ganas de exteriorizar sobre el hombre impasible el resentimiento, la bronca, los años de espera incierta y desalentadora, a través de algún golpe rotundo y sin piedad, obligado a retener o disimular por la necesidad de respetar las reglas establecidas por el grupo, quedaron relegadas de improviso. Al divisar que un patrullero se detenía frente al local y, de inmediato, un grupo de hombres abrió la puerta de dos batientes en brutal embestida. A pasos firmes, gritando, con las armas desafiantes en el brazos levantados. Por suerte ya están aquí. Bastó pronunciar el nombre del capitán Ismael Aguilera para que se movilizaran en seguida. Resulta destacable el respeto y casi la admiración que sigue provocando, a pesar de que ya no ocupa ningún cargo y lleva una vida tan sencilla como cualquiera de nosotros. Pero continúa vigente todo lo que él y otros militares hicieron para devolver a nuestro país una situación de paz y orden después de sufrir tantos años de violencia y muerte. Muchos se dedicaron a criticar el método utilizado para liberarnos de los guerrilleros. Hasta otorgarles la condición de verdaderos criminales. Como estos muchachos, en el papel de verdugos, decididos a infligirle un feroz castigo. Precisamente hoy que aparece tan decaído y desmejorado. Sin demostrar el menor interés o siquiera algo de atención por lo que pasa a su alrededor. Al permanecer imperturbable cuando ellos se enfrentaron con los policías y convirtieron el local en un campo de batalla, confirmé mis sombríos presagios. Por suerte la refriega no dura demasiado. Vertiginosa como un huracán. Los agentes, en un accionar firme y resuelto, tanto en las voces que pretendieron imponer autoridad como por el movimiento de los brazos, sosteniendo cortas pero ineludibles cachiporras, con el único propósito de asestar golpes, lograron ejercer un total dominio sobre los muchachos. El ansia por recuperar la tranquilidad me hizo desestimar los cuantiosos gastos generados por la ruptura de los vasos y los vidrios de las ventanas, por la quebradura de las mesas y sillas utilizadas como elementos para defenderse y también para atacar. Aunque por algunos minutos permanecí quieto detrás del mostrador, convertido en simple espectador, no presté tanta atención al desarrollo de la brega -el choque frontal de los cuerpos, los gritos cruzándose entre expresiones de dolor y protestas soeces, el metálico sonido de los golpes, el revuelo del mobiliario- sino que más bien, gobernado por el estupor y el desconcierto, mantuve los ojos clavados en el capitán, quien, por su postura rígida y ausente, llegaba a resultar algo insólito e incomprensible. Cuando la quietud y el silencio retornaron al local, me apresuré por ir hasta él. Pese al deseo de indagar sobre el motivo de su estado, comprendí que no era el momento. Una súbita compasión se confundió con el sentimiento de amistad y afecto que habíamos llegado a compartir a lo largo de muchos años y, asumiendo el papel de dueño del bar, traté de darle el habitual recibimiento con la mejor sonrisa. Buenos noches, capitán. Es un gusto tenerlo otra vez aquí. ¿Qué desea servirse? No supo cuánto demoró en advertir la presencia del hombre, con cierto aire protector a través de la sonrisa cordial y las palabras que tuvieron la virtud de ubicar el lugar donde se encontraba. Evadiéndolo de la conmoción provocada por el griterío furibundo, el estruendo de los golpes, los cuerpos girando en feroz tumulto, y también, como una especie de gracia revitalizadora, logró desplazar a un plano secundario, inofensivo, al doctor Albrecht. Sí. Todavía estoy vivo. Todavía puedo disfrutar el placer de estar un rato aquí. De repente lo asaltó la casi sorpresiva revelación de apreciar cada momento. Intensamente. Sin desvelarse por los errores y culpas del pasado ni inquietarse por los días venideros. Trató de acomodarse en la silla en una posición más cómoda y relajada mientras pretendía devolver la sonrisa. Lo de siempre, Gaona. Un whisky. Doble, por favor.

(Argentina, 1943/2018)



WALSH, Roberto: Carta abierta de un escritor a la Junta Militar



1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.
El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades.
El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron.
Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo.
Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante solo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentína.

2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror.
Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.
Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.
De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras.
La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.
Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.

3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga.
Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras.
Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos.
Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam.
El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y solo 10 o 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.
Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y los partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento.
Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.
El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.

4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.
Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, "con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles" según su autopsia.
Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.
Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora.
En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces de atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre "violencias de distintos signos" ni el árbitro justo entre "dos terrorismos", sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y solo puede balbucear el discurso de la muerte.
La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Bolivia y Uruguay.
La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas.
Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de "Prensa Libre" Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales.
A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: "La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal".

5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no solo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales.
Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9% prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.
Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares.
Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la "racionalización".
Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes. Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subterráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes solo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo, el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe.
Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar "el país", han sido ustedes más afortunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia.
Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentína donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.

6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta solo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S. Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete.
Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: "Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos".
El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el "festín de los corruptos".
Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideología que amenaza al ser nacional.
Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.
Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.

Rodolfo Walsh, C. I. 2845022

Buenos Aires, 24 de marzo de 1977.

Un día después...




lunes, 8 de marzo de 2021

GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: Algo muy grave va a suceder en este pueblo


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde: “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.
El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Y él contesta: “Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo”.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá, o una nieta o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta:
—Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
—¿Y por qué es un tonto?
—Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice:
—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen...
Una pariente oye esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: “Deme un kilo de carne”, y en el momento que la está cortando, le dice: “Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar su kilo de carne, le dice: “Mejor lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas”. Entonces la vieja responde: “Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos...”. Se lleva los cuatro kilos, y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde, alguien dice:
—¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
—¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.
—Sin embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
—Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
—Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: “Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
—Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
—Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
—Yo sí soy muy macho –grita uno–. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: “Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos”. Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice: “Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa”, y entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio que le dice a su hijo que está a su lado: “¿Viste, mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?”

GABRIEL GARCÍAMÁRQUEZ

(Colombia, 1927/2014)