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domingo, 20 de agosto de 2023

MANGUEL, Alberto: Una historia de la lectura (Fragmentos)

La verdad es que nuestro poder, como lectores, es universal, y es universalmente temido, porque se sabe que la lectura puede, en el mejor de los casos, convertir a dóciles ciudadanos en seres racionales, capaces de oponerse a la injusticia, a la miseria, al abuso de quienes nos gobiernan. Cuando estos seres se rebelan, nuestras sociedades los llaman locos o neuróticos (como a Don Quijote o a Madame Bovary), brujos o misántropos, subversivos o intelectuales, ya que este último término ha adquirido hoy en día la calidad de un insulto.

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Desde siempre, el poder del lector ha suscitado toda clase de temores: temor al arte mágico de resucitar en la página un mensaje del pasado; temor al espacio secreto creado entre un lector y su libro, y de los pensamientos allí engendrados; temor al lector individual que puede, a partir de un texto, redefinir el universo y rebelarse contra sus injusticias. De estos milagros somos capaces, nosotros los lectores, y estos milagros podrán quizá rescatarnos de la abyección y la estupidez a las que parecemos condenados.

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Quienes hoy oponen la tecnología electrónica a la de la imprenta perpetúan la falacia de Frollo. Quieren hacernos creer que el libro —esa herramienta ideal para la lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo, permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en las márgenes, darle el ritmo que queramos— ha de ser reemplazado por otra herramienta de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere. La tecnología electrónica es superficial y, como dice la publicidad para un powerbook, “más veloz que el pensamiento”, permitiéndonos el acceso a una infinitud de datos sin exigirnos ni memoria propia ni entendimiento; la lectura tradicional es lenta, profunda, individual, exige reflexión. La electrónica es altamente eficaz para cierta búsqueda de información (proceso que torpemente también llamamos lectura) y para ciertas formas de correspondencia y conversación; no así para recorrer una obra literaria, actividad que requiere su propio tiempo y espacio. Entre las dos lecturas no hay rivalidad porque sus campos de acción son diferentes. En un mundo ideal, computadora y libro comparten nuestras mesas de trabajo. La amenaza es otra. Mientras seamos responsables, individualmente, del uso que hacemos de una tecnología, ésta será nuestra herramienta, eficaz en nuestras manos según nuestras necesidades. Pero cuando esa tecnología nos es impuesta por razones comerciales, cuando intereses multinacionales quieren hacernos creer que la electrónica es indispensable para cada momento de nuestra vida, cuando nos dicen que, en lugar de libros, los niños necesitan computadoras para aprender y los adultos videojuegos para entretenerse, cuando nos sentimos obligados a utilizar la electrónica en cada una de nuestras actividades sin saber exactamente por qué ni para qué, corremos el riesgo de ser utilizados por ella y no al revés, el riesgo de convertirnos nosotros en su herramienta.

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Al principio guardaba mis libros en un estricto orden alfabético, por autores. Más tarde empecé a clasificarlos por géneros: novelas, ensayos, obras teatrales, poemas. Más adelante intenté agruparlos por idiomas y cuando, por causa de mis viajes, me veía obligado a conservar solo unos pocos, separaba los que apenas leía de los que leía todo el tiempo y, por último, de los que quería leer.

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Pero no sólo los gobiernos totalitarios le temen a la lectura. En los patios de las escuelas y en los vestuarios de los clubes deportivos se intimida a los lectores tanto como en los despachos gubernamentales y en las prisiones. En casi todas partes, la comunidad de lectores tiene una reputación ambigua que proviene de la autoridad inherente a la lectura y el poder que se le atribuye. Hay algo en la relación entre el lector y el libro que se reconoce como sabio y fructífero, pero también como desdeñoso, exclusivo y excluyente, tal vez porque la imagen de una persona acurrucada en un rincón, aparentemente aislado del “mundanal ruido”, sugiere una independencia impenetrable, una mirada egoísta y una actividad singular y sigilosa. (“¡Andá y viví un poco!”, me decía mi abuela cuando me veía leyendo, como si mi silenciosa actividad contradijera su idea de lo que significaba estar vivo.)

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Los que detentan el poder impulsan activamente la artificial dicotomía entre vida y lectura. Los regímenes demagógicos exigen que olvidemos y, por lo tanto, estigmatizan los libros como un lujo superfluo; los regímenes totalitarios quieren que no pensemos y, por consiguiente, prohíben y amenazan y censuran; ambos, en general, necesitan que nos volvamos estúpidos y que aceptemos mansamente nuestra degradación y por eso alientan el consumo de productos vacuos. En circunstancias como esas, los lectores no pueden más que ser subversivos.




sábado, 19 de agosto de 2023

OCAMPO, Silvina: El crimen perfecto


Gilberta Pax quería vivir tranquila. Cuando me enamoré de ella, yo creía lo contrario y lo ofrecí todo lo que un hombre de mi posición puede ofrecer a una mujer para que se viniera a vivir conmigo, ya que no podíamos casarnos. Durante uno o dos años nos vimos en lugares incómodos y caros. Primero en automóviles, después en cafés, después en cines de mala reputación, después en hoteles un poco sucios. Cuando no le rogué sino exigí que viviera conmigo, me respondió:
—¡No puedo!
—¿Por qué? —interrogué— ¿Por tu marido?
—Por el cocinero —susurró y salió corriendo.
Con ira, al día siguiente, le pedí una explicación. Me la dio.
—No conoces mi casa, parece un hotel —me dijo—. Cinco personas viven en ella; a más de mi marido, mi tío, una de sus hermanas y sus dos hijos. Todo lo quieren perfecto, especialmente la comida; pero Tomás Mangorsino, el cocinero —desde hace ocho años está en la casa— se burlaba de nosotros. Aunque la presentación de cada plato fuera decorativa, cada día cocinaba peor. Con el pelo oliendo a grasa, porque me olvidaba de cubrirlo con un pañuelo, yo pasaba la mañana pidiéndole que cocinara como en sus buenos tiempos. Mangorsino me miraba con cierta compasión, pero jamás me obedecía. Una mañana que lo visité con una salida de baño rosada y con una gorra de material plástico verde, de esas con las cuales uno podría ir a un baile, me miró con tanta insistencia, que le pregunté:
—¿Qué le sucede, Mangorsino?
—¿Qué me sucede? Que la señora está tan linda esta mañana que no se reconoce.
Fue entonces cuando me vino la idea de sacrificarme por mi deber de ama de casa, y seducirlo. Como si él lo hubiera adivinado, cambió de conducta, pero solo para mí. Cuando me hablaba, en la entonación de su voz yo adivinaba reprimida ternura.
—Va a hacer unos tallarines con una masa liviana.
—La voy a amasar muy bien —me decía, mirándome en los ojos.
O si no:
—¿Y la empanada que me gusta?
—La doraré. Sé que le agrada.
—Y para el té ¿qué hará?
—Besitos de Venus.
Todo lo decía comiéndome con sus ojos de lobo.
Accedí a sus requerimientos, pero las cosas no cambiaron mucho. Me mandaba un plato para mí, con la prohibición de comer lo que rellenaba la fuente, la parte de los otros, más barata y menos fresca. La sirvienta me susurraba, al colocar el plato sobre la mesa, frente a mi asiento:
—Esto para la señora, que está un poco delicada del estómago.
La situación se prolongó angustiosamente. Mientras el resto de la familia se retorcía de dolor de barriga, yo comía manjares suculentos, que si no hubieran puesto en peligro mi esbeltez, me hubieran deleitado.
—Mi marido quiere comer hongos (yo los odio, no los como ni por un pastel) y pavita, mis hijos —le dije un día.
Casi me estrangula.
—Son muy caros —respondió.
Simultáneamente los malentendidos comenzaron a traer disturbios en nuestra relación. Mientras afila los cuchillos mira mi cuello con insistencia. Yo le tengo miedo ¿por qué negarlo? Cuando retuerce un trapo rejilla, sé que está retorciendo mi cuello; cuando corta la carne, corta la mía. De noche no duermo. Soy esclava de sus caprichos.
—No te aflijas —dije a Gilberta—. ¿Dónde compra la carne y las verduras?
—Tengo la dirección en mi libreta —me dijo— Junín 1000. ¿Piensas matarlo?
—Algo mejor —le respondí.
Era pleno invierno y fui al campo a juntar hongos. Los traje en una bolsa. Pedí a Gilberta una fotografía de Tomás Mangorsino.
—¿Para qué la quieres? —preguntó.
—Yo también tengo caprichos —respondí, y me la trajo.
Para llevar a cabo mi plan, tenía que saber cómo era Mangorsino. Después de averiguar a qué horas iba al mercado, me aposté en la esquina donde sabía que pasaba a las siete de la mañana. Un hombre pasó con un impecable traje gris y una bufanda marrón. Consulté la fotografía: era Mangorsino.
—Hongos regalados —grité, con voz de mercachifle—, fresquitos.
Mangorsino se detuvo, miró mis guantes. No quiero dejar mis impresiones digitales, por precaución.
—¿Cuánto valen?
—Cinco pesos —dije con pronunciación extranjera.
—Démelos —dijo, sacando plata de un bolsillo interminable.
Al día siguiente, en el diario de la tarde, leí la noticia. Murió una familia entera, envenenada por hongos comprados en la calle por el cocinero Mangorsino. La única sobreviviente es la señora Gilberta Pax.
Acudí a la casa, donde Gilberta me esperaba. Nada le dije de lo que yo había hecho. Un crimen tan complicado y sutil no se confía al ser que uno más ama en el mundo, ni a la almohada.
Me contó que la familia indignada y moribunda no perdió la cabeza: al sentir los primeros síntomas de envenenamiento había corrido con tenedores a la cocina para obligar por la fuerza a Mangorsino a comer los hongos venenosos, por lo que el pobre también murió. Mi crimen fue pasional y lo que es más raro, perfecto.



«Las invitadas», 1961