ESTE BLOG PERJUDICA SERIAMENTE A LA IGNORANCIA

SI QUIEREN GASTAR MENOS EN CÁRCELES, INVIERTAN MÁS EN EDUCACIÓN

lunes, 25 de diciembre de 2023

Iparraguirre, Sylvia: El pasajero en el comedor


-Vamos al comedor a tomar un café.
Su marido tenía la expresión que ella, malignamente, había previsto.
-Tengo sueño -respondió el hombre. Acomodó los kilos de más en el asiento-. En todo caso, andá vos.
-En todo caso. Siempre lo mismo.
La voz de la mujer apenas pudo disimular la cólera repentina. Se puso de pie, sacudió la melena pelirroja y alisó mecánicamente la falda del vestido verde oscuro, con un cuello grande, un tanto extravagante. "Al fin y al cabo", pensó, "es mejor". Tenía la revista y los cigarrillos.
Tres vagones más adelante, cruzaba la puerta del coche-comedor.
Estaba casi desierto. Un mozo parecía conversar con nadie en el fondo, al lado del bufete. A la izquierda, una pareja cuchicheaba con las manos entrelazadas. Eligió una mesa del costado derecho y se sentó junto a la ventanilla. El mozo caminó hacia ella despacio, hurgándose la boca con un escarbadientes. Pidió un café doble y sacó la revista de la cartera. Miró el reloj: la una de la madrugada. En ese momento, la pareja se levantó. Pasaron a su lado y desaparecieron. Como surgió de la nada, sentado en diagonal a ella, un hombre ocupaba la mesa posterior a la de la pareja que acababa de irse. La sorpresa la dejó envarada en la silla. Por unos segundos se quedó mirándolo. Agachado sobre el vaso y la botella de Quilmes parecía hundido en oscuras cavilaciones; la imaginación de la mujer borroneó velozmente la imagen de un convicto en una película en blanco y negro. "Demasiado bien vestido", reflexionó. El mozo capturó otra vez su atención: volvió por el pasillo, la bandeja exageradamente en alto; descolgó la servilleta del hombro y, como si azuzara a un caballo, golpeó a un lado ya otras las seis mesas que iban de la que ocupaba el hombre a la ocupada por ella. Los golpes secos, inesperados, restallaron en el aire mustio del comedor. Displicente, el mozo parecía ejecutar un ejercicio de equilibrio y malevolencia destinado a sus dos pasajeros. El hombre ni parpadeó. Permaneció inmóvil, reconcentrado en el vaso o en algún punto sobre la mesa. La mujer evitó cualquier gesto que el mozo pudiera interpretar como una respuesta a su demostración. Sacó la billetera y pagó en el momento.
Echó azúcar en la taza y revolvió el café. "Por bueno", pensó, mientras se llevaba la cucharita a la boca: "Me casé con él por bueno". Bebió despacio dejando que el café le calentara la boca y miró de reojo la otra mesa: alto, pelo negro, flaco. Se entretuvo imaginando un coqueteo sin importancia. Con gesto mecánico acomodó el pelo rojo y ondulado mientras pensaba qué pediría en el caso de que él la invitara. La cerveza le daba sueño y el whisky la alegraba demasiado. En esos casos, su marido solía decir que parecía una cualquiera. De todos modos y viéndolo bien, el hombre no le gustaba. Hacía un movimiento extraño con la boca, un violento tic nervioso. "Parece clavado a la silla", pensó la mujer, sintiendo que la alcanzaba otra vez la ola aceitosa del aburrimiento. Contuvo un bostezo. Algunos chispazos por mínimos que eran, como lo del mozo un momento atrás, la hacían esperar algo que se saliera, por fin, del carril. Era un reclamo, una sorda ansiedad. La mujer no hubiera podido precisar lo que esperaba, solo sintió que la realidad se arrastraba opaca a su alrededor. Abró la revista y pasó unas páginas humedeciéndose el dedo índice con la lengua. Con brusquedad la cerró. Decidió mirar por la ventanilla. Matorrales oscuros traspasaban su propia cara y se abalanzaban sobre el tren, súbitamente vivos a la luz del vagón-comedor. La noche no tenía luna y lejos, en el horizonte negro, descubrió un resplandor. Pegó la cara al vidrio: fuego. Fuego que se acercaba por el campo a toda velocidad. Una larga curva de fuego ondulaba perpendicular a la vía, recostando las llamas altas en la dirección del viento. La fantástica serpiente llegaba ahora a su altura lanzando chispas en todas direcciones. Su cara se mezcló con las llamas y sus manos sobre la mesa se volvieron rojas. Por un segundo vertiginoso presintió mundos extraños y amenazantes, pero el fuego ya había desaparecido. En el vidrio apagado, una cara sin rasgos se inclinaba sobre ella. Se dio vuelta.
-Dame fuego.
Sintió una alarma instintiva y le alcanzó el encendedor con la punta de los dedos. Desde el fondo, el mozo los miró. En realidad, no había imaginado que el hombre pudiera levantarse de su silla y caminar. Los ojos fijos, opacos, dominaban una cara alargada y cadavérica donde la boca húmeda era lo único que tenía color. Encendió el cigarrillo y empujó el encendedor que se deslizó hasta chocar con la taza de café; con el mismo impulso se sentó frente a ella como si pretendiera quedarse allí toda la noche. Cruzó las manos sobre la mesa; eran unas manos inesperadamente finas y hermosas. Giró la cara hacia la ventanilla pero no miraba nada. Lo único expresivo en la cara del hombre era el tic: el labio superior bajaba acuciado por una picazón de la nariz y allí producía un resuello corto, feroz. Un segundo después la cara volvió a la impasibilidad. Ella asimiló todo esto de golpe.
-Escuche... -empezó a decir pero el hombre la interrumpió con el ademán de espantar una mosca.
-Traigo la Quilmes y te escucho -habló en voz baja, sin sacarse el cigarrillo de los labios.
No la miró ni se movió. Los ojos fijos como los de un muñeco mecánico, estaban clavados en los pechos de la mujer. Ella se empujó hacia atrás.
-Vuelva a su mesa -dijo-. Quiero estar sola. No me interesa hablar con usted. Su instinto de coqueteo de hacía un momento fue sofocado por un florecimiento de pánico y las palabras le salieron roncas desde el fondo de la garganta. El hombre la miraba ahora a la cara. Mostró los dientes, largos y amarillos, en una especie de sonrisa. No parpadeaba.
-Vamos -dijo y se inclinó un poco hacia adelante-. Ya sabemos cómo son, pobres animales. Andan buscando siempre un poco de fiesta, algo de alegría -la mueca se amplió como si fuera a reírse pero no lo hizo-. Te dejo ser por un rato lo que de verdad sos. No es un juego, es una oportunidad.
-Váyase de mi mesa o llamo al mozo -la voz de ella sonó tensa, todavía con cierta autoridad. Él se había quedado otra vez inmóvil, con la mirada fija en el pocillo de café.
-Nadie quiere ser lo que en realidad es. Por eso el tedio. Vos te aburrís -dijo-. Podemos hacer un viaje entretenido -consideró un momento el borde de la ventanilla. El tic volvió a desfigurarle la cara. Los hombres quieren ser violadores, las mujeres quieren ser violadas. Alguna vez quiero decir.
La mujer echó hacia atrás la melena pelirroja. Se había puesto pálida. Esto pareció complacerlo porque se veían otra vez los dientes.
-Nos juntó la casualidad y ya se sabe que la casualidad es una forma de la necesidad -extendió una mano y tocó apenas el borde del cuello del vestido-. El viaje es largo, podemos entretenernos.
-Váyase - repitió ella con voz débil.
-Todo se sabe -dijo el hombre-, pero ellas... -con el índice se cruzó la boca-...silencio. Sí señor, silencio. No quieren mostrar cómo son.
De repente se levantó como si se tratara de cambiar de lugar o como si hubiera estado hablando solo. Caminó erguido hasta su mesa y, sin vacilar, se sentó. Al cabo de un minuto o dos, la mujer pudo aflojarse y respirar otra vez con normalidad. Volvió a percibir el traqueteo del tren, como si el momento que el hombre había pasado en su mesa hubiera estado bajo una campana de vidrio. Su cabeza giraba locamente buscando insultos. Se daba cuenta de que la estaba mirando. Las luces del vagón se le volvieron crudas, como de quirófano. La mujer comprometida quirófano con cuchillo. "Los tipos así son capaces de llevar una navaja", pensó. Abrí la revista pero las fotos le bailaron delante de los ojos. Por hacer algo, prendió un cigarrillo. Asociación cuchillo con loco.
Decidió levantarse e irse; pero muy despacio, para no demostrarle que la había asustado. Miró el reloj. La una y cuarenta. Recordó que a la una apagaban las luces del tren y que le quedaban tres vagones hasta su asiento.
Enroscaba y desenroscaba del índice la cinta de celofán del atado de cigarrillos. Estaba rígido; como si esa mirada tuviera el poder de galvanizarla.
Guardó la revista y los cigarrillos en la cartera con deliberada lentitud que se convirtió en torpeza. Antes de levantarse lo iba a mirar con asco, de arriba a abajo; ella lo iba a mirar. Con enorme esfuerzo, colgó la correa del hombro y levantó la cara. El hombre la miraba con la mueca horrible que le descubría los dientes. Se puso de pie y caminó hasta la salida del vagón; de un tirón abrió la puerta, pasó al otro lado y cerró.
El estruendo de la marcha del tren la ensordeció y quedó un momento aturdida en medio del viento que le voló el pelo y la envolvió en el olor acre del campo nocturno. El tren corría en la noche con desaforado alborozo.
Cruzó el enganche de los vagones y abrió la puerta del siguiente. En el fondo del túnel, la luz de la otra puerta. Atravesó el vagón tanteando a ciegas los respaldos de los asientos. Distinguía apenas formas oscuras de cuerpos que dormían. La puerta del segundo vagón estaba atascada. Con una explosión de ansiedad, la mujer se obligó hasta quebrarse las uñas. Al fin, la puerta se abrió, pero no terminaba nunca de empujarla. Enfrentó el segundo vagón azuzada por un escozor en la espalda que la hacía adelantar el cuerpo como un nadador buscando aire. Hacia la mitad del coche una luz individual perforaba la oscuridad. El alivio casi la hace gritar. "Alguien despierto por fin en este tren", pensó la mujer. Miró hacia atrás. La cara y la mano del hombre se adherían al vidrio redondo de la puerta en un gesto de ahogado aferrado al ojo de buey. Corrió. El asiento iluminado estaba vacío. Un hormigueo de calambre le subió por las piernas. Reaccionó y avanzó aferrándose a los respaldos de los asientos. Se estiró sobre la anteúltima puerta y la cruzó como si fuera un puente; al llegar a la de su vagón, el hombre la había alcanzado y estaba detrás de ella. La mano la sujetó por la mata de pelo tirándola brutalmente hacia atrás.
La cartera voló por el aire. La mujer gritó, pero como en las pesadillas, su grito quedó sepultado bajo el fragor indiferente del tren. Con un violento empellón el hombre la empujó dentro del baño. Permanecieron jadeantes bajo la cruda luz cenital, las palmas de ella presionando el cuerpo del hombre que la inmovilizaba. Durante unos segundos, frente a frente, sus cuerpos siguieron por inercia el vaivén de las ruedas en las vías. El hombre le aferró una muñeca y, despacio, le fue bajando la mano. La garganta de la mujer produjo un ruido ahogado, trunco. Tenía los ojos muy abiertos fijos en los ojos del hombre.
Intentó zafarse pero él se lo impidió. El hombre mostró los dientes.
-Te dije que no era un juego -susurró-. Era una oportunidad. Con el índice le rozó lentamente la boca de un lado al otro.
-Silencio -dijo. La otra mano del hombre rodeaba con firmeza el cuello de la mujer.
-La señora acaba de perder su oportunidad, por farsante -enarcó exageradamente las cejas como si se le hubiera ocurrido algo muy gracioso-. Sí -dijo-, por farsante y embustera. Presionó más el cuello. La cara se le arrugó en un gesto parecido a la risa.
De repente, como si la escena hubiera perdido total interés, cayeron los brazos, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Con mano insegura, la mujer reconoció las cosas de la cartera; casi sin verso, se acomodó la ropa y el pelo en el espejo sucio de los lavabos. El vagón olía a lana mojada y al aliento concentrado de personas durmiendo. Contó siete respaldos y se sentó. Temblaba, la mano derecha agarrotada sobre la cartera. Su marido se movió en el asiento. Pasaron unos segundos interminables en los que la mujer fue calmando la respiración.
-¿Qué hora es? -murmuró su marido mientras estiraba la mano hacia la luz individual. Ella expandiendo la suya para impedirlo.
-Tardaste -dijo él en la oscuridad, un poco más despierto. La mujer se recostó en el asiento abandonándose al traqueteo del tren. En ese momento él subió la luz. Se incorporó y la miró:
-¿Pasa algo?
La mujer estaba pálida y tenía los ojos abiertos. Tardó un momento en contestar.
-Nada -dijo. El tono volvió a tener algo de apático-. Qué va a pasar.

(Argentina, 1947)



lunes, 18 de diciembre de 2023

CONTI, Haroldo: Cinegética



Apartó la chapa con cuidado y metió la cabeza a través de la abertura.
Al principio vio solamente la claridad mugrienta de la ventana que flotaba a una distancia imprecisa pero después de un rato comenzaron a brillar los agujeritos de las chapas. Había un millón por lo menos y parecían llenos de vida. No tenía por qué compararlo con nada, pero en todo caso sentía la misma impresión que si metiera la cabeza en medio de la noche. Cuando era chico se paraba a veces en el baldío lleno de sombras, de espaldas a la casilla, y miraba todo el montón de estrellas que tenía por encima hasta que empezaban a saltar de un lado a otro del cielo y le entraba miedo.
Los agujeritos temblaban o cambiaban de posición a cada movimiento de su cabeza. Entretanto, el olor a humedad y a orina se le iba metiendo hasta los sesos.
Sacó la cabeza y tragó aire.
El auto había quedado detrás de la última joroba de tierra. Era una tierra de color de cartón, dura y pelada. Entre el auto y el galpón, es decir, entre el galpón y la calle había una punta de aquellas jorobas que brotaban en medio de las latas vacías, las cubiertas podridas y los recortes de hojalata de la fábrica de menaje que emergía a la izquierda. A la derecha estaba el pozo que habían abierto durante la guerra para sacar la greda con la que hacían los caños de desagüe en lugar de cemento. Tenía las paredes cubiertas de yuyos y el fondo de agua y en verano se llenaba de pibes que corrían de un lado a otro con el culito al aire.
A veces se sentaba en una de las jorobas y mientras fumaba un cigarrillo echaba un vistazo a todo aquello. En otra forma, se entiende, como si estuviera al principio de las cosas. Entonces el tiempo se volvía lento y perezoso y le parecía oír a la vieja que lo llamaba a los gritos mientras él estaba echado en el fondo del pozo con el barro seco sobre la piel chupando un pucho, tres pitadas por vez, con el Beto y el Gordo y el Andresito, al que lo reventó un 403 cuando cruzaba la calle precisamente por hacerle caso a la vieja.
Maldonado le hizo una seña desde el coche y él movió la cabeza con fastidio. Después la volvió a meter por el boquete y llamó por lo bajo, apuntando la voz hacia el rincón de la izquierda.
—¡Pichón!
La voz se alargó en el galpón y se perdió un poco por encima de su cabeza.
—Pichón, ¿estás ahí? Soy yo, Rivera.
Esperó un rato y aunque solo alcanzaba a oír los crujidos y reventones de las chapas sintió que el tipo estaba ahí.
Entonces apartó la chapa del todo y pasó el resto del cuerpo.
Avanzó a tientas hasta el medio del galpón con los agujeritos que subían y bajaban a cada paso suyo. La luz de la ventana, en cambio, seguía inmóvil y si uno la miraba con demasiada fijeza parecía nada más que un brillo en el aire.
Dio una vuelta sobre sí mismo en la oscuridad y los agujeritos giraron todos a un mismo tiempo. El olor lo cubría de pies a cabeza y el rumor de las chapas semejaba el de un fuego invisible o el de un gran mecanismo que rodaba lenta y delica­damente.
El tipo estaba en algún rincón de aquella oscuridad. Podía sentirlo. Sentía la forma agazapada de su cuerpo y el olor ácido de su miedo. Tenía un olfato especial para esas cosas.
—Pichón... soy yo, Rivera. No tengas miedo.
Maldonado no servía para eso. Todos los malditos ascen­sos no servían para nada. Se ponía nervioso y echaba a perder las cosas. Maldonado también tenía un olor especial en estos casos. Le comenzaba a temblar la nariz, se ponía duro y enton­ces olía de esa forma.
Dejó de pensar en Maldonado porque su cara de negro colgada del aire le hacía perder la noción de las cosas. Dio otra vuelta sobre sí mismo y en mitad de la vuelta supo exactamente dónde estaba el tipo.
Se acercó unos pasos sin forzar la vista, dejándose llevar nada más que por la piel.
Ahora lo tenía justo delante.
Sacó la cajita de fósforos y la sacudió. Entonces oyó la voz de Pichón que venía desde abajo.
—¡No prendas, por favor!
—No tengas miedo. No hay nadie.
Encendió un fósforo. Los agujeritos desaparecieron de golpe.
Cuando reventó el chispazo alcanzó a ver las chapas de la pared. Después el círculo amarillento se redujo.
El tipo estaba recostado contra un cajón de embalar con el pelo revuelto y la cara desencajada. Apuntaba el fósforo con la Browning 9 mm con cachas de nogal francés segriñadas. Maldonado le iba a poner los ojos encima. Era un negro codicioso y en eso justamente mostraba su alma de grasa.
El fósforo boqueó, pero antes de tirarlo levantó un pedazo de vela y alcanzó a encenderlo.
—¿Cómo estás?
—¿Qué te parece?
Sacó de debajo de la campera un pañuelo empapado en sangre. El sudor le brotaba a chorros como si tuviera fiebre.
Bajó la Browning, cerró los ojos y pareció a punto de desmayar­se.
—No van a tardar —dijo casi en un sollozo.
—No te apures.
Pichón abrió los ojos y trató de mirarlo a través del resplandor de la vela. Las pupilas se le hincharon silenciosa­mente y un vórtice de estrías amarillas apuntaron hacia él. Tenía la cabeza metida en el miedo de manera que necesitaba hacer un verdadero esfuerzo para ver otra cosa. Apretó la frente y se quedó pensando en algo.
Él conocía todo eso. Había tenido oportunidad de obser­varlos una punta de veces, sin pasión y con calma, que es como se aprende. Primero el miedo que les hincha las venas y les corta el aire. Después la desesperación. Por último un frío abandono. Entonces no hay más que tomarlos de los pelos y descargar el golpe.
—¿Cómo estás aquí? —preguntó al fin, sin cambiar de expresión.
—Salté del camión y corrí todo lo que pude.
El rostro se le animó un poco.
—¿Se salvó algún otro?
—Vera. Escapó, por lo menos.
Efectivamente, Vera había saltado detrás de él pero corrió unos pasos y lo reventaron.
Cerró los ojos y volvió a desinflarse.
—¿Te das cuenta que estamos listos? —gimoteó por lo bajo.
—No te apures. ¿Te duele?
—Claro que sí.
—Déjame ver.
—¿De qué sirve?
Sacó el pañuelo y lo miró estúpidamente, sin comprender.
—Parecía otra cosa... ¿Qué fue lo que pasó?
—Algún tira —dijo él con naturalidad.
—¿Quién se te ocurre?
—No sé, pero hay que contar con eso.
Al tipo no le entraba. Quería pensar pero no le entraba.
Crujió una chapa y se encogió entero.
Él no dijo nada, adrede. Se lo quedó mirando.
Casi daba lástima. Casi le había tomado aprecio o por lo menos se había acostumbrado a él en todos esos meses que estuvieron preparando el golpe. Maldonado o cualquiera de los otros negros no tenía nada que hacer al lado del tipo.
Pero ese era el peligro, encariñarse con los tipos. Por dentro eran distin­tos. No era la apariencia lo que contaba sino las ideas podridas que tenían. En ningún momento había que perder de vista la figura interior, por así decir, esa especie de forma oscura y escamosa que ocultaban debajo de la piel. Maldonado con todo lo hijo de puta que resultaba cuando se lo proponía, y a veces aunque no se lo propusiera, era de su misma madera. Tenía esa forma aceitosa de hablar y todos esos prolijos ademanes de negro encumbrado, pero en el fondo funcionaba igual que él. Sucedía lo mismo que con el Gordo o el Andresito que cuando pensaban demasiado fuerte en una cosa se les torcían los ojos. Pero eran de la misma madera.
—Son las chapas —alargó la mano y lo palmeó—. Las chapas, no te asustes.
El contacto de la mano pareció devolverle la vida.
—Rivera... ¿te parece que podemos salir de esta?
—Claro que sí.
—¿Estás seguro?
Iba a desarmarse otra vez pero volvió a tocarlo con la mano.
—¿Querés fumar?
Le pasó un cigarrillo que agarró con avidez y casi rompe entre los dedos.
—Vamos a salir, por supuesto —dijo arrimándole la vela, nada más que por decir.
—No se puede con ellos.
—Es grupo.
—Una vez que te marcan no se puede.
Había un boquetito más grande que los otros justo sobre su cabeza. Se movió apenas dos dedos y desapareció.
—Termino el cigarrillo y me voy.
Pichón volvió a encogerse. Abrió muy grandes los ojos y tragó saliva.
—¿No es mejor que te quedes?
El cigarrillo colgaba delante de su cara sostenido por una mano blanca y afilada que temblaba ligeramente.
—Tengo que moverme si quiero sacarte de aquí.
Se corrió y reapareció el boquetito.
—No te pongas nervioso, no se gana nada.
Maldonado se estaría preguntando qué pasaba ahí adentro. Era un grasa, no hay caso. No tenía estilo.
—Apago la vela.
Alargó la mano y antes de apagarla lo miró fijamente. Estaba a punto.
Apagó.
Terminó el cigarrillo en la oscuridad.
—¿Estás mejor?
—Sí...
Era curioso ver cómo la brasa se hinchaba a cada chupada y después empalidecía suavemente. Igual que las pupilas de Pichón.
Aplastó el cigarrillo contra la tierra y se alejó unos pasos.
—Pichón...
—No tardes.
Caminó hacia la abertura entre el bailoteo de los agujeritos. Antes de salir se volvió y miró hacia la oscuridad. Allí debía estar con los ojos bien abiertos y la Browning apre­tada a la altura del pecho.
Se agachó y salió.
La luz lo encegueció por un momento. Luego aparecieron las jorobas de tierra, las latas y las cubiertas.
Los negros esperaban al lado del coche revolviéndose dentro de los uniformes. El sudor les brotaba a chorros por debajo de la gorra. Maldonado agitó un brazo con impaciencia.
Pasó junto al pozo y volvió a acordarse del Gordo y del Andresito y hasta le pareció que los veía echados en el fondo con la panza al sol.
La porra de Maldonado brillaba como si fuera de lata. Después de todo resultaba un tipo gracioso.
—¿Por qué tardaste?
Le temblaba la nariz y había comenzado a echar aquel olor.
—¿Qué apuro hay?
Maldonado estiró el pescuezo y se acomodó la corbata, cosa bien de grasa.
—Bueno, ¿qué pasa?
—Está ahí adentro.
Maldonado hizo sonar los dedos y los negros echaron a andar hacia el galpón. Luego con un movimiento rápido calzó la primera bala en la recámara y los siguió a los saltitos.


«Cinegética»: La caza o cacería (también, actividad cinegética) es la actividad o acción en la que se captura o abate un animal en estado salvaje o silvestre, tras su pisteo y persecución.



domingo, 17 de diciembre de 2023

DI BERNARDO, Alfredo: El largo viaje de "La generación de la Bidú"

SÁBADO, 31 DE OCTUBRE DE 2009

Alfredo Di Bernardo: El largo viaje de "La generación de la Bidú"



EL LARGO VIAJE DE "LA GENERACIÓN DE LA BIDÚ"


A comienzos de 1984, influido por el entusiasmo generalizado que despertaba el flamante renacimiento de la democracia en el país, decidí comprar un ejemplar de la revista Humor. Nunca en mi despolitizada adolescencia, vivida en pleno Proceso, había tenido uno entre mis manos, pero a pesar de ello conocía por comentarios ajenos el prestigio que esa publicación había sabido ganarse durante la dictadura militar a fuerza de talento y coraje. Así que una mañana me encaminé muy resuelto al kiosco de don Levy y, cuando salí de allí con la revista en mi poder, sentí que estaba empezando a saldar una de mis tantas deudas con la historia cultural argentina más reciente. Eran tiempos de descubrir a Anacrusa y de volver a escuchar a Víctor Heredia. Tiempos de conocer "Quebracho" y "La Patagonia rebelde". Tiempos de construirse como ciudadano por fuera de los márgenes pautados en los libros de Formación Cívica.
Por aquel entonces, la revista traía una sección llamada "Humor Interior", cuyas ocho páginas se distinguían por la infrecuente concepción federal que las animaba: ninguno de los periodistas, columnistas y dibujantes que participaban en ellas era porteño. Todos pertenecían a esa vasta entelequia geográfica que suele denominarse "el interior del país".
De aquel primer encuentro con "Humor Interior" recuerdo que su Correo de Lectores ("Llorando la carta", creo que se llamaba) estaba monopolizado por la notable repercusión que había tenido una nota publicada en el número anterior, escrita por la periodista cordobesa María Rosa Grotti con el título de "La Generación de la Bidú". El tenor de las cartas resultaba muy útil para comprender de qué hablaba el artículo en cuestión. Todo indicaba que "La Generación de la Bidú" era un acertado retrato colectivo de aquella "juventud maravillosa" que, llegada a la treintena, evocaba ahora la década anterior y contemplaba, con horror y melancolía, los restos del sueño naufragado. Era evidente que la autora había hecho blanco en zonas muy sensibles, despertando en los lectores ecos emocionales muy profundos que habían permanecido reprimidos durante demasiado tiempo.
La onda expansiva provocada por el artículo se prolongó todavía durante varios números más y lo transformó casi en un texto de culto para los seguidores de "Humor Interior". Motivo más que suficiente para potenciar mi frustración por no haberlo leído.

* * *

Mi entusiasmo juvenil de entonces -por no decir mi inconsciencia- me llevó a mandar un escrito de mi autoría a "Humor Interior" con la esperanza de que me lo publicaran. Si bien eso no ocurrió (afortunadamente, porque el artículo era bastante malo), los integrantes de la redacción me obsequiaron con un acuse de recibo que salió publicado en el Correo de Lectores del número siguiente, y en el cual me instaban a seguir insistiendo. Creo que literalmente salté de la alegría al descubrirlo. Ahora puede sonar pueril pero a mis 19 años no era común ver mi nombre impreso, y menos en una revista de circulación nacional. El sólo hecho de estar mencionado allí me parecía todo un logro que me auguraba un futuro auspicioso.. Por supuesto, aquel ejemplar de Humor fue debidamente guardado en mi archivo como un tesoro.
Si aún conservo aquella página entre mis papeles, inexorablemente amarilleada por el correr de los años, no es tanto por las razones ya apuntadas, sino más bien porque la vida vino a otorgarle, con retroactividad, una significación inesperada. Sucede que, inmediatamente a continuación del acuse de recibo de mi nota, había otro referido a una carta en la que un tal Horacio Rossi, también santafesino, derramaba halagos sobre la autora de "La Generación de la Bidú". La facilidad para retener nombres que me caracteriza me permitió registrar sin problemas el de aquel conciudadano desconocido que, por obra del azar, se había transformado en vecino ocasional de mis quince milímetros de fama.
Tuvieron que pasar tres años para que ese nombre se uniera a una persona de carne y hueso y yo descubriera que el tal Horacio Rossi era poeta. Y debieron pasar todavía dos años más para llegar a tener trato directo con él. Después -las vueltas de la vida, suele decir la gente- el tiempo hizo su trabajo de tejedor artesanal y terminamos siendo amigos. Compañeros de ruta en esto de la escritura y la difusión cultural, compartí con él numerosos encuentros, de los artísticos y de los que fluyen serenos alrededor de una botella de vino. Alguna vez le referí el episodio de los acuses de recibo contiguos en "Humor Interior" y hablamos sobre el dichoso artículo de la Grotti. Sabedor de que Horacio era de acumular infinidad de papeles en su biblioteca, le pregunté como al descuido si por casualidad no había conservado aquella revista. Me contestó que no y acabó así con mis modestas esperanzas al respecto.

* * *

Hace unos meses, mi amigo Mario recibió un mail enviado desde la ciudad de Rafaela por un remitente desconocido: el Taller "Leer porque sí". Vano sería, por supuesto, tratar de entender cómo fue que la dirección electrónica de Mario quedó integrada a la lista de destinatarios de aquel mensaje; Internet, ya se sabe, está atravesada por sorpresas de este tipo. Lo cierto es que, apenas comprobó que se trataba de una cuestión literaria, Mario me reenvió el mail. Lo hizo, claro, sin poder siquiera sospechar la puntada de excitación que habría de alojarse en la boca de mi estómago cuando, al revisar mi correo, encontré en mi bandeja de entrada un mail cuyo asunto rezaba, ni más ni menos: "La Generación del Bidú". Me quedé petrificado frente al monitor mientras en mi cabeza, a pesar de la vocal ausente, repicaba la pregunta obvia: ¿sería ese mail lo que estaba pensando?
Era.

* * *

Fue una sensación extraña la de leer el artículo después de tanto tiempo. Es indudable que no ha perdido su vigencia -lo cual habla bien de su valor testimonial y muy mal de nosotros como sociedad- pero también es innegable, abrumadoramente innegable que el contexto histórico y personal reinante en 1984 poco tiene que ver con el actual. Humor ya no existe, Horacio se murió, los perfumes primaverales de la democracia se marchitaron, la creencia masiva en un futuro inmediato mejor ya no flota en el ambiente y mi adolescencia es una costa que se divisa lejana ahora que navego mar adentro las aguas de la adultez. Resulta imposible, entonces, no ceder a cierta impresión de desajuste temporal, como si uno encontrara en la calle, volviendo del trabajo, la figurita difícil que nunca pudo conseguir en la infancia.
Han pasado veinticinco años, claro.. Que en la existencia de cualquier mortal es como decir la eternidad. Sin embargo, rescatado del silencio vaya uno a saber cómo y por quién, "La generación de la Bidú" se resiste a desvanecerse en el olvido y sale en busca de nuevos lectores, incluso de algunos tardíos como yo. Y son tantos los recuerdos que remueve su irrupción extemporánea, que me resulta fascinante la reconstrucción de su larga travesía, el juego de imaginar la intrincada trama de causas y azares que debieron confabularse para que yo pudiera llegar a leerlo.
El Taller "Leer porque sí" me tiene ahora entre los receptores habituales de sus envíos. María Rosa me ha confesado que la hice emocionar contándole esta historia. Yo he redactado una crónica hablando sobre ellos. El tiempo sigue labrando sus urdimbres secretas.
Las vueltas de la vida, suele decir la gente.



APOSTILLA TRISTE
(Crónica -casi inverosímil- de la crónica anterior)


Apenas terminé de leer el artículo de María Rosa, y viendo que por suerte la gente de Rafaela había tenido la buena idea de incluir en el mismo su dirección electrónica, sentí que era necesario ponerla en conocimiento de lo que había pasado y le escribí un mail contándole esta historia. Me lo contestó al día siguiente, confesándome que se había emocionado, que le parecía increíble que un texto suyo escrito hace tanto pudiera seguir generando interés. Me dijo también que hasta le daban ganas de escribir un cuento sobre el tema. "Dale", la animé, "vos escribí el cuento, yo escribo una crónica y después intercambiamos figuritas".
Empecé a escribir "El largo viaje..." a mediados de septiembre. En líneas generales, la crónica estuvo lista con bastante rapidez. Sin embargo, para gran ansiedad, decepción y hasta enojo de mi parte, no podía cerrarla. Tenía decidida la última frase, pero no conseguía hacerla coordinar con el párrafo anterior. Había algo en la parte donde menciono a María Rosa que hacía ruido y desentonaba, algo que fallaba y no sabía por qué.
El lunes 19 pasé en limpio lo que había garabateado el fin de semana y no quedé muy conforme. Para escapar de la sensación de estar empantanado sin remedio, decidí leer el artículo de nuevo. Al rastrearlo en Google, descubrí con un asombro descomunal que ese mismo día lo habían publicado en el diario "La Mañana" de Córdoba. La cosa violentaba toda lógica: ¿cómo podía ser que publicaran un artículo escrito veinticinco años atrás el mismo día que yo estaba terminando una crónica que hablaba justamente sobre ese mismo artículo? Le escribí un mail a María Rosa contándoselo para compartir con ella mi incredulidad. No me contestó. Tuve un mal presentimiento. Volví a meterme en el Google al día siguiente y entonces apareció, en un diario del domingo 18, la noticia que no quería leer: "Falleció ayer la periodista María Rosa Grotti".
Por lo general, soy de buscar señales en lo cotidiano, mensajes que el universo podría estar poniendo a nuestro alcance para decirnos algo. Es probable que a veces exagere con esas búsquedas y las cosas sean así de simples, así de frágiles. Pero en ocasiones como ésta la palabra "coincidencia" me resulta de una estrechez inaceptable. "El largo viaje..." habla del destino, especula sobre la aparente inevitabilidad de ciertos acontecimientos y encuentros. ¿Cómo no preguntarse, entonces, por qué escribí esta crónica ahora y no en agosto? ¿Cómo no dudar acerca de las verdaderas causas por las que no podía terminarla?
Ahora mi crónica encontró un final. Lástima. Es el que menos me gusta. Hubiera preferido uno en el que María Rosa se volvía a emocionar.
Las vueltas de la vida, suele decir la gente.

Alfredo Di Bernardo
(De "Crónicas del hombre alto" Nº 55)


Ver LEER PORQUE SÍ: GROTTI, María Rosa: La generación de Bidú sigue de pie (leerporquesi-1007.blogspot.com)

CORTÁZAR, Julio: Axolotl



Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (solo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Solo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Solo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, solo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es solo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

(Argentina, 1914/1984)