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martes, 30 de octubre de 2018

DAUDET, Alphonse: El hombre del cerebro de oro


A la dama que me pide cuentos alegres 

Al leer su carta, señora, me ha asaltado algo así como un remordimiento. Me he recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle algo alegre, profundamente alegre. 

¿Por qué habría de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves, orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacen ¡chorolí, chorolí!; a mediodía las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas a las que se les oye reír en los viñedos… En verdad, el lugar está mal elegido para tejer fantasías tenebrosas; yo debería, más bien, enviar a las damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes… 

¡Pues bien, no! Todavía estoy demasiado cerca de París. A diario llegan hasta mis pinos las salpicaduras de sus tristezas… En este momento en el que escribo, acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa, señora, en lugar del lindo cuento festivo que había decidido escribir para usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica. 


* * * 



Había una vez un hombre que tenía el cerebro de oro; sí, señora, un cerebro completamente de oro. Cuando vino al mundo, los médicos pensaron que aquel niño no podría vivir, tan pesada era su cabeza y tan desmesurado su cráneo. Sin embargo, vivió y creció al sol como un hermoso retoño de olivo; solo que su gruesa cabeza le arrastraba siempre, y daba pena verlo tropezar con los muebles al andar… A menudo se caía. Un día rodó desde lo alto de una escalinata y vino a dar con la frente en un peldaño de mármol, donde su cráneo resonó como un lingote. Le creyeron muerto; pero, al levantarlo, solo le encontraron una leve herida con dos o tres gotitas de oro cuajadas entre sus cabellos rubios. Fue así como los padres supieron que tenía un cerebro de oro. 
No lo divulgaron; ni siquiera el niño sospechó nada. De vez en cuando este preguntaba por qué ya no le permitían correr y jugar fuera de casa con los demás niños. 

—¡Podrían robarte, mi tesoro! —decía la madre. 
Entonces el chiquillo sentía miedo de que lo raptaran y se ponía a jugar solo, sin decir palabra, vagando pesadamente de una habitación a otra. 
Solo al cumplir los dieciocho años le revelaron sus padres el don monstruoso que debía al destino; y como lo habían alimentado y educado desde que nació, le pidieron, en compensación, una parte de su oro. El chico no vaciló: en el acto —¿cómo?, ¿por qué medios?, la leyenda no lo dice— se arrancó del cráneo un buen trozo de oro macizo y lo depositó en el regazo de su madre… 
Luego, deslumbrado por los caudales que llevaba en la cabeza, abandonó la casa paterna y se fue por el mundo dilapidando su tesoro. A juzgar por el modo de vivir a lo grande, regiamente y derrochando el oro sin contarlo, habríase dicho que aquella sesera era inagotable… Pero se iba agotando y, poco a poco, su mirada se fue apagando y sus mejillas se demacraron. Un día, la mañana siguiente de una fiesta desenfrenada, el desgraciado, que se había quedado solo entre los restos del festín, se espantó al ver el enorme trozo que le faltaba a su lingote; por lo que pensó que debía detener su despilfarro. 
A partir de entonces su existencia cambió. Se retiró y empezó a vivir del trabajo de sus manos, atemorizado y receloso como un avaro, huyendo de las tentaciones, procurando olvidar las fatales riquezas a las que no quería tocar… Por desdicha, un amigo le había seguido en su soledad y este amigo conocía su secreto. Una noche, el desventurado fue despertado súbitamente por un intenso dolor de cabeza; se incorporó desatinado, y vio a la luz de la luna a su amigo que escapaba ocultando algo bajo su capa… ¡Un trozo más de sesera que le quitaban! 
Poco después se enamoró, y esta vez se acabó todo. Amaba a una mujercita rubia, que también lo amaba, pero que amaba más aún las plumas, los lazos, los pompones, los bordados y pasamanerías. Entre las manos de aquella gentil criatura —mitad pájaro, mitad muñeca— las monedas de oro se fundían sin sentir. Era caprichosa a más no poder; y él no sabía decir no. Por no contrariarla llegó incluso a ocultarle el origen de su fortuna. 
—¿Así que somos muy ricos? —decía ella. 
El pobre hombre respondía: 
—¡Oh, sí!… ¡Muy ricos! —Y sonreía con amor al pajarito azul que, inocentemente, le iba devorando el cráneo. 
Pese a todo, a veces le entraba miedo y le daban ganas de volverse avaro, pero entonces llegaba su mujercita mimosa y le rogaba: 
—Cariño, tú que eres tan rico… ¡Cómprame algo que sea muy caro! 
Y él le compraba algo muy caro. Así pasaron dos años, hasta que una mañana la mujercita, sin saber por qué, se murió como un pajarito… El tesoro tocaba a su fin, pero con lo que le quedaba, el viudo encargó un hermoso entierro para su amada muerta. Campanas al vuelo, carroza tapizada de negro, caballos empenachados, lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado suntuoso. Ahora ya ¿qué le importaba su oro? Lo prodigó: le dio a la iglesia, a los sepultureros, a las vendedoras de siemprevivas; por todas partes lo repartió sin regatear… Por eso, al salir del cementerio ya no la quedaba casi nada de su maravillosa sesera; tan solo unos trocitos pegados a las paredes del cráneo. 
Entonces lo vieron irse por las calles con aspecto extraviado y las manos por delante, tropezando como un beodo. Al anochecer, a la hora en que se encienden los bazares, se detuvo ante un amplio escaparate en el que todo un amasijo de lujosas telas y pedrerías espejeaba bajo las lámparas; y permaneció allí un buen rato contemplando un par de chinelas de raso azul con ribetes de plumas de cisne. «Sé de alguien a quien estos escarpines le darán una gran alegría», se decía sonriendo; y, sin recordar que su esposa estaba muerta, entró para comprarlos. Desde el fondo de la trastienda la tendera oyó un grito agudo; acudió y retrocedió espantada al ver al hombre de pie, recostado sobre el mostrador, mirándola angustiosamente. Tenía en una mano los escarpines y en la otra, ensangrentada, unas cuantas partículas de oro en las uñas. 

* * * 
Pese a su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es cierta por los cuatro costados… Hay en el mundo personas condenadas a vivir de su cerebro, y pagan con oro de ley, con su médula y su propia sustancia, las más ínfimas cosas de la existencia. Cada día es para ellos un sufrimiento, y luego, cuando están hartas de sufrir… 


(Francia, 1840/1897)


lunes, 15 de octubre de 2018

LÓPEZ, Julián: Las palabras hacen cosas


Mi mamá trabaja cama adentro, mi papá es albañil, como mi abuelo, mi papá está en Marcos Paz, mi mamá, mi papá y mis tíos trabajan en el taller y hacen pantalones, mi papá vende en un kiosco, mi papá tiene la verdulería, mi papá está en la Bonaerense, mi mamá es enfermera, mi mamá está en la biblioteca pero no sé lo que hace. 
Y entonces le tocó a Jonás y Jonás habló y yo no sé qué fue lo que pasó. Yo no sé si las palabras hacen cosas, o si también son como una cornisa alta que te da vértigo, o como un golpe sin querer en la panza que te corta la respiración. Yo no sé lo que pasó pero Jonás habló y dijo: Mi mamá trabaja de prostituta y nadie tiene que decir nada de eso. 
La cara se le había puesto rara, no como la cara de cuando le decimos que parece un enano ni como la cara de cuando quiere cantar y la sale la voz finita y todos nos reímos y a él le parece que se le metieran los dientes para adentro y los ojos se le ponen furiosos. A Jonás le tocaba hablar y Jonás habló así, raro, como con una tranquilidad que nadie le conocía. Yo no sé lo que pasó ese día pero ese día algo pasó y lo que me pregunto es si alguien se dio cuenta, si alguien sabe cuándo las cosas pasan, si hay cosas que pasan igual aunque uno no se dé cuenta, o a uno no le importe, o uno no sepa, o las palabras a uno se le vayan lejos. 
Mi mamá trabaja de prostituta y nadie tiene que decir nada de eso, dijo Jonás y a mí me empezó a temblar debajo del ojo y me parece que me perdí adentro mío y que no me puedo acordar qué fue lo que siguió, ni qué hizo la señorita, ni si todos hablaron o si alguien se puso a decir algo o a llorar. 
Mi mamá cartonea, mi mamá trabaja por horas, mi papá hace changas y corta el pasto en las casas de El Jagüel, mi mamá anda sin trabajo. Y entonces le tocó a Jonás y Jonás habló y yo no sé qué fue lo que pasó, si esas palabras que dijo hicieron algo, no sé. 
Y me acordé de cuando mi papá se saca la remera y anda así por la casilla, todo suelto, raro también y tranquilo y se sienta en la ventana y se toma la botella de cerveza y a mí me parece que no lo conozco y él se pone a decir cosas en un idioma que no entiendo y habla solo y después me dice que tengo un montón de primos allá y uno de dieciocho y que allá está mi abuela y que un día vamos a viajar y vamos a conocernos todos y que él se va a traer a su mamá para que viva con nosotros en la casilla, que son muchos hermanos y que está bien pero que ellos la tienen siempre y que él la extraña y se la quiere traer acá, para que viva con nosotros, y esté sentada en el pasillo y hable con las vecinas y vea cómo es acá, cómo se vive, que hay muy pocas papas y muy poco maíz y muy poco gusto y que después de los pasillos está el asfalto y están los colectivos. 
Pero a mí desde ese día en la escuela adentro de la cabeza me quedó Jonás, tranquilo y hablando, y también me quedó la cara de su mamá con esa sonrisa y que una vez nos fuimos a su casa y comimos tortillas calentitas con el mate cocido y ella estaba en la cocina con unas amigas y hablaban y le daban a la bombilla y a la pava le daban y nos hacían chistes y amasaban más tortillas y se reían fuerte. 
Qué fue lo que pasó ese día. Todos contábamos y había ruido, mientras hablábamos había ruido y todo era normal, como son los días en la escuela, aburridos y divertidos y todo a la vez y como cuando una de nosotras llora o hay otra que se está riendo por una cosa y otro que se duerme y otra que se come un pan que se guardó sin que nadie la vea. Ese día había ruido normal y todos hablábamos porque la señorita nos había dicho que teníamos que decir de qué trabajaban nuestros padres y cada uno contaba un poco lo que sabía, o decía en el supermercado y listo, o en la fábrica y listo, o de seguridad y listo. 
Pero Jonás habló y dijo: Mi mamá trabaja de prostituta y nadie tiene que decir nada de eso. Y nadie dijo nada porque algo pasó, no sé qué fue y no sé si fue esa manera tan tranquila de Jonás o la sonrisa de su mamá que también se me quedó adentro, o esa vez en la casa, no sé. 
Pero yo me quedé ahí sin ganas de decir nada porque me parece que adentro mío se estaban haciendo otras palabras, unas palabras nuevas que todavía no estaban en el mundo y que yo ni conocía y que se me empezaban a hacer en la panza y en la cabeza como un murmullo que crece y que a mí me daban ganas de llorar y de reírme.

(Bs. As., 1965)


viernes, 5 de octubre de 2018

GARLAND, Inés: La zorra de la calle


En esa época no había tanta gente en la calle. No se le había ganado terreno al río y se podía bajar hasta la costa, caminar entre las casas cerca de la orilla, saludar a los ribereños. No era peligroso. Los Aranguren les habían soltado la correa a los hijos mayores hacía algunos años, pero no habían tenido la necesidad de estarles detrás para saber adónde iban o qué hacían a la tarde cuando volvían del colegio. Esos hijos ya estaban en la facultad. Lorenzo era el cuarto de nueve hermanos y acababa de cumplir catorce años. Volvía a la casa en tren desde los ocho porque nadie tenía tiempo ni ganas de buscarlo a la salida del colegio, y habría sido peor que se quedara esperando tardes enteras en las escaleras porque sus hermanos se olvidaban de él. A él le gustaba volver en tren. A veces, en los primeros años, se quedaba dormido y se despertaba en la estación de Tigre, pero también eso había dejado de importarle. Se acostumbraba a todo. Le gustaba mirar a la gente, les inventaba historias, se imaginaba que les hablaba, que las mujeres lo dejaban sentarse cerca de ellas o hasta le pasaban un brazo sobre el hombro, como si lo conocieran. 

La mujer de la esquina de la estación era fea. Una mujer como una maza, con piernas fuertes y espalda ancha, sin cintura. Estaba parada siempre ahí, a tres cuadras de la casa de los Aranguren, en la calle por donde pasaba Lorenzo cuando volvía del colegio. 
La primera vez que la vio, no la saludó. Algo en la mirada de ella lo obligó a bajar los ojos, y casi sin pensarlo cruzó la calle. Le pareció que ella lo seguía con la vista, y dio vuelta en la primera esquina, tomando un camino que no le convenía, solo para quitarse de encima la sensación de que lo seguía mirando. 
Pero también a ella se acostumbró. Él terminó por saludarla, primero con la mano, desde la vereda de enfrente, y un día no cruzó y se acercó y se quedó parado ahí, sin saber qué hacer, sonriéndole. 
—Es un lindo nombre Lorenzo —es lo único que se iba a acordar de lo que le dijo ella la primera vez que hablaron. 
Algo más le debe haber dicho porque terminaron en una casa vieja con muchos cuartos y olor a lavandina y a perfume muy dulce; una casa húmeda, cerca del río, con las persianas siempre cerradas. 
Se imagina que ya esa primera vez le pagó. 
Los recuerdos solo se ordenan para poder contarlos. La mujer se llamaba Sheila. Nunca la llegó a ver hermosa, eso sería demasiado. Pero le gustaba acariciarla, sobre todo en esos primeros tiempos, cuando él acababa muy pronto y le sobraba turno. La piel de Sheila era fresca y tirante, y muy suave. Y a veces, cuando el día del colegio había sido difícil o había tenido deportes, se quedaba dormido, y ella se sentaba en la cama, a su lado, pintándose las uñas o mirando la pared en silencio. Cuando él se despertaba y la encontraba en la penumbra, tan callada y cercana, la veía casi hermosa. Aunque no, no era eso, era otra cosa, algo que sentía en el pecho, uno nudo que se desataba. 
—A las lindas las tenés que tratar como si fueran feas. Los hombres creen que las lindas no les van a dar pelota. A algunos eso les da rabia y se hacen los interesantes o las tratan mal. Los otros se babean. ¿Vos conocés el dicho? ¿”La suerte de la fea, la linda la desea”? Las lindas no quieren que las trates distinto. La pasan mal. Vos a Macarena te le acercás así como te acercaste a mí. La saludás, le hablás normal. La mirás con esos ojitos que tenés, y cuando puedas le das un beso. 
Lo hacía sonar fácil. También le ensañaba otras cosas, del cuerpo de las mujeres, o del suyo. Eso no era hablando. Era metiéndose en unos lugares donde él se perdía. Al principio se asustó. Estaba seguro de que su madre se iba a dar cuenta. O sus hermanas mayores. Era imposible que no lo vieran. Él mismo se lo veía en el espejo de su casa. No podría haber dicho exactamente qué era, pero hasta la voz le había cambiado, la forma de moverse. Él lo sentía, sentía su cuerpo, las maneras de su cuerpo. Todo el tiempo. En el viaje en tren apenas podía disimular lo que le pasaba. Se tapaba con la valija, asustado de que las otras mujeres pensaran que era un degenerado. Sheila estaba ahí todas las tardes. 
Los ahorros se le acabaron pronto. Sheila le fio. Pero una semana o dos más tarde, un jueves, no estaba en la vereda esperándolo. Él pensó en volver a su casa, ya la veía al día siguiente. Pero con cada cuadra que lo alejaba de la casa de las persianas cerradas, la idea de entrar en la suya, pre prepararse algo de comer y empezar a dar vueltas, porque qué otra cosa iba a hacer con el nudo que tenía en el estómago, y en la garganta, jugaría a la pelota en el jardín, se pondría a lijar el portón, saldría a caminar por el río, no, se desarmaba. Se estaba desarmando. 
Llegó corriendo a la casa de las persianas cerradas y otra de las chicas lo dejó entrar. 
—Sheila está ocupada —dijo. 
Podía esperarla. Podía esperarla sentado. Pero cuando la chica se fue, él quiso pararse en el pasillo frente a la puerta. Era amarilla la puerta. Él nunca había visto que la puerta fuera amarilla. 
Tenía hambre. Los gruñidos de su estómago parecían magnificarse en la oscuridad del pasillo. Se escuchaban voces detrás de las puertas, pasos, crujidos. Se fue tranquilizando porque sabía que Sheila iba a abrir la puerta y lo iba a tomar de la mano y lo iba a llevar a la cama. A lo mejor le fiaba dos turnos. 
La puerta se abrió. El hombre que salía se dio vuelta para mirar a Sheila. 
—Hola, perrito —le dijo ella. 
Nunca le había dicho perrito. 
El hombre era flaco y viejo. Tenía un dejo de desprecio en la boca, tal vez por encontrarse con él parado ahí con esa cara de hambre. 
Sheila le dijo, después, antes de acompañarlo a la puerta, que ya no podía fiarle más. Ese había sido el último turno que podía darle. No era decisión de ella, dijo. Él no pudo imaginarse quién más podía haber tomado una decisión así, pero sabía que tenía razón. No tenía forma de pagarle. Hacía unos meses el padre le había suspendido la mensualidad. 
Pensó en volver caminando del colegio y ahorrar la plata del boleto, pero desde el centro había un trecho larguísimo. No tenía dudas de que lo podía hacer, pero no le alcanzaría el tiempo antes de volver a su casa a la hora de la cena. 
Entonces pensó en robar. Su madre era desordenada con la plata y dejaba la billetera en cualquier parte. Lo iba a hacer de a poco. Nadie se iba a dar cuenta. A los quince años era injusto no tener un peso partido al medio, nadie le había explicado por qué. Todos sus amigos recibían mensualidad. 
Le faltaban dos meses para cumplir dieciséis cuando la madre finalmente se dio cuenta de que alguien le sacaba plata de la billetera. Lo comentó en la mesa del domingo al mediodía, después de misa. 
—No lo puedo creer —dijo. 
Lo que no podía creer era que Isolina —nuestra mucama de toda la vida, como le dijo esa noche, como le decía siempre, pero a él esa noche la frase le pareció rara aunque era cierto para él, Isolina había estado ahí desde antes de que él naciera, había estado ahí toda su vida, pero no toda la vida de su mamá o de su papá, ni siquiera de sus hermanos mayores— que Isolina fuera capaz. 
—Hay que echarla —dijo el padre. 
Él quiso decir que era él el que sacaba la plata de la billetera, quiso decirlo pero no lo dijo. No lo dijo ahí, frente a sus hermanos y a su padre, porque pensó que se lo iba a decir después a su madre, más tarde, antes de irse a dormir, al día siguiente, antes de irse al colegio, a la tarde, cuando volviera directamente sin irse con Sheila. Pero se fue con Sheila. Y le pagó con la plata robada. Y escuchó detrás de la puerta los sollozos de Isolina y a su madre que le decía que el robo era lo único que no se podía tolerar, y el llanto de Isolina cuando decía yo no fui, señora, le juro que yo no fui. 
Escuchó con la mano en el bolsillo, el puño cerrado alrededor de los billetes arrugados, húmedos de sudor. 

(Argentina, 1960)