Por fin el hombre vendría a buscarlo. Sentado contra la pared de la galería, apoyado en sus propias rodillas, esperaba. La tarde estaba fría. Entre los pantalones demasiado cortos y las medias temblaba un breve tramo de carne rosada, aterida. Metió las manos entre las piernas para calentarse. A un lado un paquete de ropa yacía como un animal indolente. Esa mañana con la que iniciaba el día de su partida, le habían lavado toda la ropa, hasta unas prendas olvidadas que sacaron del fondo de un baúl. En la pieza el viejo y Julia no hablaban. Podía oír el ruido casi imperceptible del ir y venir de la plancha sobre la ropa húmeda. El silencio y el ruido de la plancha sucedían a sus espaldas, mientras él miraba en el camino que tenía ante sí el lugar por donde pronto aparecería la figura azul de Pedro, su mameluco, su olor a grasa y su silencio, ese silencio en su boca que lo convertía en una simple repetición del viejo, en otra especie de viejo sin barbas, ni bigotes pero igual al otro en todo lo demás. Pedro parecía estar en ese lugar del camino, aunque todavía no hubiesen sonado las sirenas de las fábricas indicando que enseguida aparecería por el camino como una gran mancha azul. Estaba también a sus espaldas, ante una gran taza de leche, moviendo rítmicamente las mandíbulas como dos engranajes bien engrasados. Quizás Pedro no estuviese bien enterado de lo ocurrido, de modo que todavía debería oír sus reproches. Hablaría con su voz baja y tranquila, no la alzaría como lo habían hecho Julia y el viejo, pero sin duda con un simple movimiento más fuerte de las mandíbulas, cuando masticase, le indicaría su reprobación.
Llevaba un buen rato sentado allí. Como sintió frío en la espalda, sin levantarse, estirando las piernas y apoyando las manos en el suelo, se corrió hasta una columna metálica de la galería y se apoyó en ella. El paquete quedó contra la pared. Alzó los ojos y vio la estatua, es decir, un pedazo del jinete y apenas una parte del caballo. Una torre tapaba el resto. No sabía exactamente quién era el jinete, pero seguía creyendo que se trataba de Alvear aun cuando muchos sonrieran cuando lo afirmaba. Al ver el pedazo del caballo y el trozo del jinete con su enorme mano levantada hacia la probable cordillera, pensó otra vez en el hombre. Pero al mismo tiempo se acordaba de aquella vez que pudo ver toda la estatua, hacía mucho tiempo, cuando fue con Julia a la Asistencia Pública para vacunarse y se deleitó oyendo el ruido de los tacos de sus zapatos sobre el pavimento de la plaza. Hubiera querido entonces dar varias vueltas alrededor del monumento y tocar las gruesas cadenas que lo protegían pero Julia lo tomó de un brazo y lo alejó de la estatua hacia una calle estrecha.
Bajó los ojos y vio la calle corta que terminaba en el río, pero que se ramificaba antes en una brusca curva hacia la izquierda, que no podía ver. Esa curva sin duda llevaba al monumento. Ahora no sabía si más allá del monumento había cosas, si había más ciudad, porque no recordaba haber visto nada más allá. Quizás la ciudad terminara al pie de la estatua. En el extremo de la calle, donde esta se unía con el río bordeado por un gran murallón de ladrillos gastados, se había visto por primera vez con el hombre que ahora vendría para llevarlo.
En eso apareció por el camino la mancha azul de Pedro y solo por eso advirtió que ya habían sonado las sirenas de las fábricas. Enseguida empezaría el espectáculo diario de ver comer a Pedro, las mandíbulas cerrándose violentamente sobre el pan como si este fuese muy duro. Sin duda lo miraría a él apretándolas más fuerte todavía. La mancha azul, tapada de vez en cuando por un automóvil se acercaba rápidamente.
Le hubiera gustado, ahora que tenía que esperar, ver todo el monumento, pero sabía que desde ningún rincón del patio podría hacerlo. Ni siquiera desde el borde del río, ni subiéndose al murallón, hubiera podido verlo. Para eso lo único que podía hacer era doblar por la calle que se evadía del río, por donde había venido la mancha azul de Pedro antes de aparecer, y entrar en la ciudad. No podía recordar desde qué instante, desde qué punto entrando por esta calle, empezaba a verse entero.
Pedro había entrado. Julia salía con una botella de leche vacía. Él la miró y ella fijó en él sus ojos y le dijo despacio, pero con fuerza, como si se lo dijera al oído, le dijo desagradecido y salió hacia el borde de tierra gredosa que se confundía con la calle y el resto de la ciudad.
Se levantó para no estar allí cuando volviera Julia, se fue a un rincón del patio y se sentó contra el alambrado que daba a la casa vecina. Una mujer, en el centro del patio lavaba ropa en una gran tina de madera elevada sobre dos pilares de ladrillos. Miró hacia el monumento y vio el caballo mutilado, la cabeza y el pecho del jinete con su mano levantada. Ahora estaba seguro de que la ciudad, que sabía enorme, terminaba allí mismo. Más allá del monumento no había nada y solo el aire se extendía, por encima de la estatua, quién sabe hasta dónde. Julia volvió y entró sin mirarlo, y él volvió a la columna, desde donde podía ver bien el río y la curva de la calle que conducía a la ciudad y al monumento.
Se acordó del paquete que había dejado contra la pared y se levantó para alzarlo, oyendo que crujían los huesos de las piernas. El movimiento lo obligó a mirar hacia adentro, donde vio la escena que había presentido, con la mancha no ya azul sino gris de Pedro en la cabecera de la mesa, que masticaba su pan ante la taza de leche. Tenía las manos blanquísimas, recién lavadas en la palangana con un jabón muy duro, y las puntas de las uñas llenas de grasa. Pedro dejó de mascar un instante y mirándolo con sus ojos pequeños le dijo duramente venga, como si fuese a hablar a través del viejo, que yacía sobre una silla en un rincón de la pieza. Más allá Julia buscaba algo en el fondo de un cesto. Cerca de la puerta estaba la palangana, sobre un aparato metálico que terminaba en un círculo donde esta encajaba perfectamente, y vio en ella el agua llena de minúsculos trozos de jabón y de grasa, donde Pedro se había lavado las manos. Cerca de la mesa estaba su cama sin respaldos, con el colchón arrollado. Ya no la usaría más y sin duda la sacarían de allí para dar más espacio a las otras tres camas que había en la pieza. Pedro lo miró y le dijo ¿así que se va con su padre? y él, sin dejar de mirarlo, oyó las palabras, pero le pareció que Pedro jamás había abierto la boca, le pareció que había hablado con el estómago, como, según le habían dicho, hacían los ventrílocuos. Él no respondió nada y, por otra parte, Pedro no esperaba ninguna respuesta, así que miró a Julia, que había empezado a lavar en la palangana, en la misma agua de Pedro, el tubo de la lámpara de querosén que siempre se manchaba en el mismo lugar.
Pedro comenzó a hablar lentamente, como si le costara mucho decir las cosas, pero su voz era segura y grave. Le dijo cosas duras pero no como aquellas que él oyó una noche desde su cama, cuando le contaron que el padre era un criminal y que algún día lo mataría a él también. Sobre todo el viejo, que al parecer era el único que conocía a su padre, le había inculcado la imagen terrible de un hombre que no había visto nunca o que por lo menos no recordaba. «Vos eras muy chico entonces y te recogimos cuando a él lo llevaron a la cárcel». Y agregaba: «no deberían soltarlo más, nunca más». Él había oído eso como si no se lo hubieran dicho a él y solo se hubiera tratado de alguna de las conversaciones de ellos, en las que jamás participaba. Pero el viejo lo había mirado a él mientras contaba, y Julia de vez en cuando, lo había mirado de reojo indicándole que atendiera bien porque sin duda eso era un mal y él también era culpable. El único que no le decía nada entonces era Pedro, pero solo porque estaba hablando el viejo, y era como si hablara él mismo. Y al siguiente día lo que el viejo le había dicho se mezclaba extrañamente con los cuentos o narraciones de princesas y fantasmas que había oído, y de esa manera los relatos perdían el valor real que el viejo había querido darles. Claro que al final pudo más la persistencia del viejo y muchas veces, después de oírlo, lloró silenciosamente en su cama. La figura del padre que no conocía se mezclaba entonces con hechos delictuosos, crímenes, alcoholes y sangre. Pero esos hechos después se perdían y lo que quedaba en claro solo era una figura triste y decadente que él no olvidaría jamás desde que la vio aquella tarde en carne y hueso junto al murallón del río y le habló por primera vez, sin decirle todavía que era su padre (nunca se lo dijo, por lo demás, y eso que iba a llevarlo), que era ese hombre, ese personaje de quien había oído hablar de noche cuando se acostaba y el viejo esgrimía sus palabras admonitorias como fotografías amarillas de tiempos que él no alcanzaba a percibir, donde aparecía la figura principal, el padre, pecando entre hipos, cuchillos y botellas rotas, todo lavado al fin con una gran sábana de sangre iracunda. Y él hubiera creído las admoniciones finales de los relatos del viejo, la de que él era todavía muy chico y aquella otra de que al salir de la cárcel a él también lo mataría, si no hubiese visto, aquella vez, la propia figura en carne y hueso junto al murallón del río, como un rostro lacerado y puro gastado por las historias que de él le habían contado.
Pedro seguía hablando, censurándolo gravemente por no haberles dicho antes que se entrevistaba con el padre, y le volvía a imponer, como si no lo supiera, el castigo que el viejo le había dado el día anterior, cuando el hombre que era su padre apareció y le contó al viejo lo de las entrevistas: que se fuera de allí, que se fuera a vivir con su padre o con cualquiera para siempre. Después, como si él mismo hubiese elegido su castigo, volvió a decirle, dando por terminada la conversación, así que se va con su padre. Sin embargo era un castigo que él hubiese elegido.
La palabra padre parecía extraña para él porque hasta hacía muy pocos días solo había sido un hombre que había visto por primera vez junto al murallón del río, donde siguieron viéndose siempre y donde le prometió llevarlo alguna vez a ver el monumento de la plaza. Además, el día que fue a la casa para anunciar que había salido de la cárcel y que se lo llevaría, casi no habló con él ni le dijo personalmente que era su padre. La paternidad parecía ser un asunto entre el hombre y el viejo, como un pecado común que ahora debía expiar. El hombre, pues, le había ocultado su identidad hasta el día que fue allí y le dijo al viejo que se lo llevaría apenas consiguiera trabajo. Pero él de algún modo lo sabía porque el hombre solía apretar los dientes y, al hacerlo, hacía ver un huesito en un costado de la cara que le daba un aspecto extraño y un día, viéndose en el espejo, vio que a él también, cuando apretaba los dientes, le brotaba ese huesito. Pero aunque el hecho no dejó de asombrarlo, solo percibió tibiamente que entre él y el hombre ocurría algún suceso importante. Ahora el hombre lo había aclarado todo y el viejo lo había corroborado diciendo esas palabras que él no oía porque ya restallaban dentro de sí: este es su padre, ahora vivirá con él. El viejo en los momentos solemnes, o cuando lo retaba jamás lo tuteaba. El tuteo pertenecía al orden de los relatos sobre el padre.
Mientras Pedro le decía las últimas palabras anunciando el castigo que ya le habían impuesto pero que él hubiera elegido previamente, miró al viejo, que liaba pacientemente un cigarrillo, dejando caer gran parte del tabaco. Julia ya había secado el tubo y lo colocaba con precaución en las aletas metálicas de la lámpara. Le causó repugnancia evocar los recuerdos que tenía del viejo. Al ver cómo se le marcaban aún más los huesos salientes de las manos al liar el cigarrillo, se acordaba de cuando lo llevaron allí y tuvo que dormir con el viejo durante un invierno entero. Él no quería tocarlo con su cuerpo y se corría al extremo de la cama, pegado a la pared, para no hacerlo. Pero el viejo daba vueltas interminables poniéndole ya una pierna o ya un brazo encima, o el codo o la cabeza misma, y él sentía el contacto casi cálido de esos huesos duros y descarnados y el olor a orina de la faja que nunca se sacaba. Y sobre todo le causaba repugnancia porque el viejo, que jamás le dirigía la palabra si no era para decirle «bueno amigo, vaya afuera», o «bueno amigo, puede entrar», o para hablarle del padre con las admoniciones finales de «vos eras muy chico entonces, a vos también te va a matar cuando salga», se tomaba la confianza de tocarlo de noche con su cuerpo maloliente. Nunca lo había odiado, pero ahora sentía que lo odiaba ahora que sabía que amaba al hombre que vendría a llevarlo por fin, al hombre que el viejo había pintado tan terrible. Por supuesto que no creía una palabra, a no ser lo del alcohol y las botellas rotas, ya que en la primera entrevista que tuvo con el hombre que era su padre y que ahora amaba, había percibido el inconfundible olor del vino.
Con las palabras del castigo Pedro había terminado de hablar y él notó que no había dureza en sus palabras. Simplemente las decía porque él también estaba en esa casa signada por situaciones de ese tipo, pero en el fondo le interesaba muy poco que se fuera o se quedara. El viejo encendió al fin su cigarrillo. Pedro seguía ahora triturando su pan y bebiendo los últimos sorbos de la taza. Julia puso la lámpara sobre la mesa, con su tubo reluciente. Ese era el lugar donde la ponían siempre, y en esa dirección en el techo, había un círculo de hollín casi morado. Lo vio, salió despacio, alzó el paquete y se sentó contra la columna descascarada.
El primer recuerdo que tenía del hombre era una brusca pendiente pedregosa descendiendo hacia el río, que él tuvo que subir de mala gana mientras el hombre que lo había llamado lo esperaba allá arriba, junto al murallón de ladrillos, subiéndose las solapas del sobretodo y tirando hacia atrás los flecos de la bufanda que el viento le sacaba una y otra vez. Se acordaba de que él subió allí trabajosamente (lo dejaban ir allí una vez por semana para que juntase caracoles), resbalándose y levantándose el cuello demasiado grande de la tricota. Cuando era nueva, la tricota le ajustaba bien el cuello, pero ya se había agrandado tomando el tamaño de la cabeza de manera que le bailaba en el cuello. Cuando él llegó arriba, el hombre, en vez de apartarse de la estrecha abertura del murallón para que él pudiera pasar y llegar al suelo plano, a la vereda, se quedó allí mismo impidiéndole salir, y él tuvo que quedarse en el declive, de manera que el hombre le parecía mucho más grande de lo que era. Al fin el hombre habló y en el acto se sintió un fuerte olor a vino. Entre palabra y palabra apretaba los dientes rechinándolos, y debajo de la mejilla derecha le brotaba un hueso pequeño y duro que se movía como un nervio cada vez que apretaba los dientes. El hombre le preguntó cómo se llamaba. Él esperaba algo más, algo más importante, dada la forma extraña en que lo llamó y lo hizo subir hasta el murallón. Dijo entonces su nombre y el hombre no se movió ni hizo gesto alguno, como si no hubiese oído. Ahora apretaba los dientes y articulaba el extremo de su maxilar debajo de la mejilla como si fuese un nervio ese huesito y estuviese brotando poco a poco. El hombre después giró la cabeza hacia la calle, y él estiró la suya lo más que pudo para ver lo que veía el hombre y vio la ciudad, los autos y la gente y un pedazo del caballo de la plaza con su extraño jinete, cuya identidad ignoraba. Lo mismo que desde su casa, una gran torre tapaba el resto, y para verlo había que caminar mucho por la calle que doblaba bruscamente antes de llegar al río.
El hombre volvió a mirar hacia el río, hacia abajo y de paso lo miró a él, que en vista del silencio reinante estaba por decir de nuevo su nombre, pero esperando que volviera a preguntárselo. El hombre sacó entonces una gruesa mano del bolsillo y le tocó la cabeza, pero ahora él no recordaba si en realidad quiso tocarle la cabeza o solo se la tocó para apoyarse y no caer. Finalmente levantó la mano y volvió a guardarla en el bolsillo, y acto seguido se fue tambaleando y lo dejó a él parado allí, mirando al caballo con su jinete innominado.
A esa entrevista siguieron otras, durante mucho tiempo, en las que el hombre ya no tenía olor a vino y le hablaba paternalmente prometiéndole siempre llevarlo algún día a ver el monumento. Al despedirse solía dejarle entre las manos unos billetes tibios y arrugados que tenían el calor que parecía manar de aquel cuerpo. Entonces él ya había advertido lo del huesito que él también tenía, y eso lo acercaba mucho más al hombre. «Esto es un secreto entre los dos», le había dicho una vez, y él no lo había revelado a nadie y sentía en cambio, que los cuentos que el viejo le había contado sobre su padre, y la presencia del hombre, se confundían en una sola figura inocente, castigada, purificada y buena. Y esa imagen del padre que hubiera querido olvidar, esa imagen lo acompañaría setenta años después en el lecho donde tuviera que esperar conscientemente a la muerte pensando que el padre bueno que esperó un día y que no vino jamás, le había enseñado precediéndolo en la muerte, cómo se entraba silenciosamente y sin lágrimas en la misericordia del polvo.
La columna donde estaba apoyado era quizás el punto ideal para mirar el jinete truncado e imaginárselo entero. Dos días antes, en esa misma galería, había estado su padre, que ya no era «el hombre», despojado de las historias del viejo y de su propia imaginación. Unas palabras oídas como en sueños dichas entre Julia y el viejo, caían serenamente sobre su esperanza. «¿Y vos creés que vendrá? No creo que la cárcel lo haya cambiado. Siempre fue así para todo, lo habrán puesto preso de nuevo. Ese hombre no puede andar suelto». Miró a la puerta de la pieza, ya cerrada, y recordó que el viejo, para cambiarse, siempre lo mandaba afuera, y que después lo llamaba, concluido el rito misterioso que realizaba adentro. A él le parecía que durante los minutos de encierro el viejo se convertía en una mujer, con un cuerpo largo como el de Julia pero conservando su cara decrépita y torturada. Julia en cambio solía desvestirse en presencia suya, como si él no existiera.
Estiró las medias lo más que pudo y corrió las ligas un poco más arriba y los pantalones más abajo para reducir el trozo floreciente de carne donde el frío se ensañaba como una persistente mosca de hielo. Miró hacia el monumento, un poco borroso por la penumbra de la hora vespertina, y sintió de nuevo que la ciudad terminaba allí mismo, de modo que el padre, que estaba en la ciudad, no podía estar muy lejos de él. Y pensó que en todo caso lo hubiera visto si no fuera por las líneas de las casas y los huecos mellados de las calles. Allá, muy lejos hacia la derecha, en el cuarto o quinto puente pasaba un tranvía con las luces encendidas. Al rato oyó que Julia levantaba el tubo de la lámpara y encendía la mecha. El silencio en la pieza era total. Él no podía ver nada porque estaba dando la espalda. Dentro de la pieza, lo sabía, estaba oscuro, atenuada la semioscuridad por la semiluz de la lámpara. Afuera, en cambio, el aire todavía era claro, salvo a lo lejos, más allá del monumento, que pronto se convertiría, como todas las noches, en una gran mancha negra contra el aire lejano.
Se quedó un rato largo mirando hacia la casa vecina, a través del tejido de alambre, donde estaba la tina sombría sobre la pila de ladrillos, entrevista apenas entre sábanas húmedas tendidas en una larga cuerda levantada en un punto con un palo. La mujer no se veía por ninguna parte y la pieza parecía ausente, como un gran hueco oscuro; pero a poco vio surgir de la sombra la luz amarilla de la lámpara.
Oyó a sus espaldas que Julia preparaba la mesa. Era un rito que se repetía siempre con rumores de platos y botellas, sin voces, hasta que el viejo se sentaba y colgaba el sombrero en la silla de Pedro, que comía como si comer fuese un acto de máxima severidad. Julia y el viejo conversaban pero él enmudecía y no abandonaba su expresión adusta hasta que terminaba de comer y hacía cesar el movimiento metálico de sus mandíbulas.
Julia se asomó a la puerta y lo llamó a comer. Él no respondió y ella volvió a entrar. Al rato salió con una botella. Ordinariamente era él quien iba a comprar el vino, pero esta vez no se lo exigieron. Se consideró obligado sin embargo, y tímidamente le dijo a Julia que podía ir él, pero ella le dijo que no con la misma voz de antes, apagada y fría, como si se lo gritara, despacio al oído.
Esa seguridad de Julia lo atemorizó. ¿Y si su padre no viniera, como ella aseguraba? ¿Y si todos lo hubiesen engañado? La sensación duró un instante. Enseguida experimentó una suave tranquilidad, después de haberlo supuesto, sabiendo de algún modo que no podía ser. Y a esa tranquilidad se sumó un grato calor que él mismo se había infundido metiendo las manos entre las piernas y abrazándose las rodillas alternativamente. Al rato los párpados empezaron a pesarle y poco después sentía que se dormía, pensando que si no fuera por las casas y las calles el padre lo vería y le haría alguna seña. Cuando despertó miró bruscamente hacia atrás.
Tenía las mejillas heladas y las manos ardientes. La puerta estaba cerrada y oscura. Se paró y se acercó a la puerta y a través de las tablas percibió la débil claridad de la lámpara. Tendió el oído y oyó un rumor de voces bajas, pero era la voz del viejo solamente. Después percibió el chirrido de la plancha sobre la ropa húmeda. El corazón le latía fuerte, no sabía si de miedo o por haberse despertado súbitamente, cosa que solía ocurrirle. Se subió las medias ya caídas y volvió a sentarse contra la columna. Miró hacia la ciudad, el negro monumento con su caballo mutilado y las innumerables luces de las avenidas que durante el día parecían no existir. Era como si toda la ciudad se hubiera inclinado como un gran plato para que él la viera toda y descubriera al padre, para que la viera con sus innumerables calles cruzadas en perpetua tortura y sus autos polvorientos. El aire estaba negro salvo la gran masa de claridad que dilataban las luces de la calle por encima de los edificios, y más allá del monumento, donde una lejana claridad de poniente restallaba como una bandera.
Volvió a pararse y dio unos pasos por la galería; después se apoyó contra el alambrado. En la casa vecina habían apagado la luz, y la tina de madera, en medio del patio, goteaba persistente sobre un pequeño charco. Entonces, solo entonces, se sintió solo y tuvo ganas de llorar. El gran plato de la ciudad parecía abalanzarse sobre él.
Ahora que el padre era una figura despojada e inocente, ahora que sus recuerdos nacían de él como una gran luz purificada, el padre no venía. Y esa imagen, esos recuerdos, lo sustituían tristemente, valían de algún modo por el padre mismo. Dio unos pasos por el patio, pensando que si el padre no venía tendría que golpear la puerta y pedirles perdón. Pero ahora los poseía de algún modo, había rescatado de las tinieblas el rostro bueno y castigado y los labios resecos por el alcohol. Lo aterraba la idea de tener que enfrentar al viejo, de golpear la puerta y decir no sabía qué, de mirar alternativamente a Pedro y a Julia, de humillarse ante ellos y oír después nuevas y terribles historias sobre su padre. Se sentó de nuevo contra la columna y miró hacia el monumento, casi borroso. Y como lloraba, todas las luces convergían hacia sus ojos con largas líneas extendidas desde el centro de la luz hacia él como inconmovibles espinas de lágrimas. Todo se mutilaba, todo se le daba en horribles mitades inconclusas. «Si viniera, si viniera», se dijo muchas veces, y miró hacia la ciudad que en cambio lo miraba a él con sus miles de luces.
(Argentina, 1930/1992)