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viernes, 4 de octubre de 2024

MAIRAL, Pedro: La adolescencia tardía

 

En la cola del cajero automático lo vi. Era un adolescente tardío, un empleado de banco. Una viejita lo venía arrastrando, diciéndole «Ayudame, vos que sos un angelito», y el joven demonio estaba masticando un malhumor importante, se lo ponía de colores la cara, se le notaba el esfuerzo por conservar la paciencia. A los viejos los exilian del trato humano para cobrar su jubilación con la tarjeta magnética y no les explican nada, muchos no tienen ni idea de cómo operar con un cajero automático, no están acostumbrados a máquinas interactivas; el aparato más tecnológico con el que se formaron en sus vidas fue la radio. Entonces es entendible que pidan ayuda a los empleados del banco y ahí estaba ese flaco con camisa y corbata, pelo que excedía el largo aconsejado por el memo interno de la empresa, y zapatos náuticos.
Hago hincapié en la ropa porque me vi a mí mismo hace casi veinte años. Esa cosa en vías de desarrollo hacia la adultez, ese aire desgarbado de fantasma en tránsito, la remera de Los Ramones transparentándosele por debajo de la camisa, como si se le transparentara la infancia todavía. La mezcla de vergüenza y bronca de que lo trataran de manera aniñada, con diminutivos, delante de otra gente, toda la inseguridad encendiéndole la cara achinada en una semisonrisa de ganas de morirse ahí mismo, de renunciar, de arrancarse la corbata para ir a tomar cerveza con los amigos. Era como ver ahí mismo las reacciones químicas de la maduración física en alta velocidad, las fuerzas internas luchando, asfixiando el rocanrol.
Qué momento difícil de la vida, esa etapa que después la gente extrañamente añora. Ese período en que uno es un ensayo de uno mismo, un ensayo de muchos destinos posibles, toda esa prueba y error, todo ese ruido, esa furia conducida por alguien a quien acusan de estar en la edad del pavo. Por eso los adolescentes ocupan tanto espacio, están haciendo intentos varios, van para todos lados, son fuerzas que se están probando, se testean en todos los órdenes, uno solo ya es muchos sucediendo o empezando a suceder. Por eso inquietan, incomodan, aturden. Tocan varios instrumentos, largan carreras, duermen.
Me acuerdo de cuando largué Medicina (todavía estaba en el Ciclo Básico). Las matemáticas y las biologías pudieron más que mi dudosa vocación científica que no era tanto de médico sino más bien de manosanta, porque yo quería sanar. Para el bien de mis potenciales pacientes, mi costado galeno hacía agua por todos lados y yo fui dejando de ir a las clases, iba al bar a leer, porque no me animaba a decir en mi casa que estaba largando la carrera, entonces simulaba yendo a la facultad. Ahí, en ese bar de Ciudad Universitaria, de donde se veía el camalotal de la orilla del río, leí la literatura que me ayudó a juntar mis cabos sueltos, que me convirtió de a poco en persona y me dio ganas de escribir.
Casi un año estuve en la mentira que me salvó la vida. Después se destapó la olla en mi casa, hubo problemas. Al tiempo, cuando anuncié que quería escribir y estudiar Letras, los mandé a mis padres a ver la película La sociedad de los poetas muertos, donde un chico se suicida porque no lo dejar estudiar teatro. Fue una psicopateada grande, pero funcionó. Todavía los veo a papá y mamá, recién llegados del cine, pálidos en el marco de la puerta de mi cuarto, diciendo casi al unísono que tenía que estudiar lo que yo quisiera, que era importante seguir la vocación. Después estudié Letras, empecé a escribir, a dar clases, a trabajar. Al principio, debajo de la camisa se me transparentaba la remera de Pink Floyd.

(Argentina, 1970)



martes, 20 de agosto de 2024

CARRÁ, Juan: El monstruo del lago


1


–Sebastián, ¿te acordaste de las antiparras? –Jorge no despega la mirada del camino. Lleva más de ocho horas al volante. Pararon una sola vez a cargar nafta. Ahí aprovecharon para ir al baño. Jorge se refrescó un poco: el viaje se le estaba haciendo demasiado largo. Silvia se ocupó de los chicos: Sebastián tenía hambre, Mariela también. Les compró unos alfajores y con el auto ya en la ruta les sirvió un poco del café con leche que había cargado en uno de los termos. En el otro lleva el agua caliente para el mate. Para Jorge es imposible salir a la ruta si no tiene a su mujer de copiloto cebándole unos amargos. Chupa la bombilla una, dos veces. Le pasa el mate vacío a Silvia. Mira por el retrovisor: Mariela duerme; Sebastián juega con uno de los pocketeers que le regalaron para el cumpleaños.
–Hijo, ¿trajiste las antiparras? –pregunta bajando un poco la voz, y el chico le dice que sí con la cabeza sin distraerse de lo importante: embocar la pelotita de metal en la boca de Superman para ganarse los mil puntos. Mariela la embocaba siempre, a él le es imposible. Cada vez que está cerca de lograrlo algo lo distrae y la pelotita termina en el agujero de la kriptonita. La risa de Mariela lo castiga más que la propia derrota. Por eso ahora, mientras su padre le habla, Sebastián trata de no desconcentrarse, a pesar de que lo que Jorge le pregunta es tan importante como ganarle a Mariela.
Lo único que hace Sebastián es nadar. Jorge lo lleva a la pileta tres veces por semana. Para el mismo cumpleaños en que las tías le dieron los pocketeers, él le regaló unas antiparras profesionales. Tiene nueve años, Jorge, comprale unas más baratas, le había dicho Silvia, pero él no, él quería que su hijo tuviera las mejores, se las merecía, sobre todo después de haber llegado segundo en la competición del club. Seba, podrías ser el mejor crawl de la categoría, dice el profesor cada vez que sale del agua todavía agitado por las respiraciones imperfectas. Y eso es lo que Jorge quiere corregir en las vacaciones: la respiración de Sebastián. Tiene que mejorar para alcanzar el lugar más alto del podio. Hay tiempo. Todavía faltan dos o tres meses para la próxima competición. Respirar mejor le va a dar la ventaja necesaria para quedarse con la victoria. Por eso Jorge eligió Córdoba. Villa Carlos Paz. El lago San Roque. En esas aguas su padre le había enseñado a nadar y él quiere hacer lo mismo con Sebastián.
–Nos subíamos a un bote y el abuelo remaba hasta que yo no hiciera pie. Entonces me tiraba al agua. Él me acompañaba y si veía que me iba para abajo me acercaba el remo y yo me agarraba hasta que volvía a probar. El lago no tiene bordes, o respirás bien o no llegás a la orilla –le cuenta Jorge a Sebastián mientras el Torino recorre el último tramo de ruta para entrar a la Villa.
–Pero en los lagos hay monstruos, papá –dice Sebastián y enseguida le cuenta a Jorge lo que Juan, uno de sus compañeros de escuela, le había contado: su tío decía haber visto algo así como un dinosaurio que vive en el fondo de un lago y que sale para tragarse los botes.
–Esas son pelotudeces, Seba. Seguro que el pibe ese habla del Nahuelito. No hay ninguna muestra científica de que exista ningún animal en ese lago. No te preocupes. Acá en el San Roque no hay ningún monstruo.
Jorge estaciona el auto en la puerta del hotel. Silvia se encarga de bajar a los chicos. Él, las valijas. Hace los trámites de ingreso, le dan la llave de la habitación: una cuádruple con cama de dos plazas y cucheta. Las cortinas un poco gastadas, igual el cubrecama. Jorge prende un cigarrillo. Silvia, el televisor: Andrea del Boca llora en primerísimo primer plano. Cambia de canal, en el noticiero de Córdoba hablan de un enfrentamiento en la zona del dique. Dos subversivos fueron abatidos por las fuerzas del orden, dice el presentador. Silvia se queda mirando. Jorge se prepara para pegarse una ducha. La noticia termina. El informe del clima anuncia que se espera sol radiante y buena temperatura para el día siguiente.
–¡Espectacular! –dice Jorge desde el baño–. ¿Escuchaste, Seba? Mañana, al lago. Prepará las antiparras.

2

El despertador suena a las nueve. Jorge ya está levantado. Silvia abre los ojos. Los chicos no se enteran de nada.
–Levantalos, yo voy a cargar nafta.
Jorge sale de la habitación. Silvia se mete en el baño. Sebastián se pone la malla de licra que usa en la pileta y arriba un pantalón de gimnasia. Mariela sigue durmiendo. Sebastián levanta el colchón y la mira entre las tablas del elástico de la cama cucheta. Mariela está boca arriba. Él deja caer un hilo de baba que aterriza en la frente de su hermana. Silvia lo ve justo. Le grita: ¡Pendejo asqueroso! Mariela se despierta, no entiende nada. Sebastián se ríe, sabe que su madre no va a decir nada. Mejor cubrirlo que soportar la cantinela de su hermana.
Cuando Jorge vuelve, los tres están listos. Silvia le pide que en el camino frene en un almacén. Quiere comprar fiambre, un poco de pan y mayonesa para el almuerzo. Jorge le dice que no se preocupe, que lo mejor es ir directo al lago. Que para el mediodía pueden volver y comer en el hotel. Se suben al auto. Jorge le da arranque. Pone marcha atrás, mueve; primera y sale. Mira por el retrovisor. Sebastián juega con el pocketeer, Mariela lo mira temerosa, está a punto de perder el récord: la pelotita, muy cerca de entrar en la boca de Superman.
–¿Trajiste las antiparras? –pregunta Jorge. Sebastián pierde la concentración. Kriptonita. Mariela sonríe tranquila.

3

Jorge rema. Sebastián va sentado en el piso del bote. La gorra y las antiparras puestas. La piel de gallina. El aire de la mañana todavía está frío. Jorge mide con el remo la profundidad. La marca es más alta que su hijo.
–Acá está bien –dice, mientras tira un pedazo de metal y cemento bien pesado que sirve como ancla. A unos cincuenta metros, en la orilla, Silvia estira la lona. Mariela construye una gruta con las piedras que saca del lago. Sebastián las mira. No puede distinguir lo que hacen. Agita los brazos, quiere que su mamá lo vea tirarse. Pero no. Ella ya está mirando al cielo, tomando el sol de la mañana.
–Uno, dos, tres –dice Jorge y Sebastián salta del bote apenas escucha que su padre arrastra la erre de la cuenta de largada.
La cabeza entra al agua por el hueco que abrieron los brazos en punta. Las piernas no salpican. Sebastián arquea el cuerpo, lo guía hacia la superficie. Jorge mira mientras junta el peso y mueve el bote para acompañar a su hijo. Sebastián patalea: rítmico, relajado, continuo. Mueve el brazo derecho.
La mano se desliza dentro del agua en línea recta, enfrente del hombro, empuja el agua, el cuerpo avanza. El movimiento sigue con la mano que rota apenas hacia afuera, el dedo índice entra primero mientras que el codo permanece alto y la muñeca recta. La mano busca la profundidad. Empuja otra vez el agua mientras Sebastián gira el cuerpo hacia un costado.
–Bien, Seba, bien… –grita Jorge moviendo los remos, pero Sebastián no lo escucha, todavía no sacó la cabeza del agua.
Mantiene el aire del primer impulso. No lo suelta por la nariz y la boca como le explicó mil veces el profesor. Jorge espera ese movimiento de cabeza, la boca ladeada, abierta; el aire que entra en los pulmones de su hijo mientras sigue a pura brazada con el ritmo que lo hace el mejor de la clase. Pero no, no llega. Jorge no entiende por qué le cuesta tanto.
–¡Dale, Seba, respirá, carajo!
En ese momento justo, el chico saca la cabeza del agua, pierde el ritmo de las brazadas y trata de quedarse a flote a fuerza de piernas.
–¡Un monstruo! ¡Hay un monstruo! –Sebastián nada en dirección al bote. Jorge le alcanza el remo, el chico se agarra y mira a su padre a través del acrílico de las antiparras–. ¡Hay un monstruo, papá!
–Dejate de joder con eso. No seas boludo. Lo único que hay es agua y un mariconazo que no se anima respirar como Dios manda. –Jorge agita el remo. Le pide a Sebastián que se suelte, que nade. Le dice que si quiere llegar a la orilla va a tener que meter la cabeza en el agua y bracear–. ¡No al pedo te llevo tres veces por semana a ese club de mierda! –Sebastián llora. Pero Jorge no se da cuenta, las lágrimas quedan adentro de las antiparras–. Dale, ¡al agua!
El chico se sumerge. Los ojos cerrados le esconden el fondo. Cuenta hasta diez. Los brazos entran al agua desprolijos. Suelta el aire. Mueve la cabeza. Abre la boca de costado. Toma aire.
–¡Bien, carajo! ¡Bien! –grita Jorge. Sebastián no lo escucha. Piensa en la sombra que vio a lo lejos, debajo del agua cristalina. Piensa que cada brazada lo acerca un poco más a esa figura amorfa. Abre los ojos. El fondo del lago se ve lleno de piedras. Sebastián se concentra en eso. El agua es tan transparente que puede verlo todo. Nada. Un brazo primero, después el otro. Rítmico. Respira otra vez y en esa fracción de segundo escucha gritar a su padre. Hunde la cara en el agua. Los ojos abiertos. El acrílico de las antiparras un poco empañado. Mira el fondo. Las piedras se alejan. Bracea. Respira. Hunde la cara, mira hacia la orilla, lo ve y ya no puede seguir.

Los pies de cemento, la piel desgranada, los ojos abiertos.

(Argentina, 1978)



MAIRAL, Pedro: Jardín de infantes


Mamá me lleva al jardín y me da un jarabe envuelto en papel madera. Me lo da con una nota para la maestra. En el auto le digo que no quiero tomarlo; me dice que lo tengo que tomar ¿Por qué lo tengo que tomar? Porque sí. No lo quiero tomar, ¿por qué lo tengo que tomar?, mamá se harta y me dice: porque si no lo tomás te morís. Entro al jardín. Es demasiado temprano. Todavía está oscuro y no hay nadie en el patio. Me trepo a uno de esos caballetes para hacer gimnasia. Llega otro chico y también se trepa. Estamos jugando y el frasco de jarabe se me escapa de la mano, se resbala del envoltorio de papel, se va al suelo, no lo veo caer, pero escucho que se hace pedazos sobre el piso del patio. Un piso de cemento con agujeritos cuadrados. Ahí está el jarabe desparramado y los vidrios rotos. Empiezo a llorar. Una maestra me lleva para adentro y trata de calmarme y me dice que no me preocupe, pero es muy difícil calmarte o no preocuparte cuando sabés que te vas a morir porque se te rompió en el suelo el frasco del remedio que tenías que tomar para no morirte y no hay solución, un frasco de vidrio roto no se arregla y mamá ya se fue y acá estoy entre toda esta gente que me mira y no sabe que yo dentro de un rato me voy a morir.

(Argentina, 1970)



miércoles, 17 de julio de 2024

ALMADA, Selva: Las luces




La última vez que la vimos a la Romi fue ese fin de semana en lo del tío Daniel. La Romi no es parienta nuestra, es la hija de la novia del tío. Pero con nosotros era una más, como hubiera sido una prima si hubiésemos tenido prima. Yo y Luis somos hermanos (el burro adelante para que el de atrás no se espante). Tapita es primo nuestro y único hijo. Y Nelson también es primo y tiene hermanos pero son más grandes así que no se juntan con nosotros. El grupo cuando íbamos al campo, a lo del tío Daniel, éramos nosotros cuatro y la Romi. Que era como nosotros, pero mujer. Usaba el pelo corto, sabía jugar a las pulseadas, andaba a caballo y a veces hasta usaba nuestra ropa porque era más cómoda, decía. Mi madre, que no la quiere a la novia del tío, decía que la Romi era una machona. Igual qué sabrá ella.
A veces pienso que de haber sabido que no la veríamos más, hubiera hecho fuerzas para grabarme en la mente cada hora, cada minuto de ese fin de semana.
Cuando llegamos ella nos esperaba en la tranquera. Estaba acaballada en el borde y cuando vio venir la camioneta de mi padre empezó a revolear un pañuelo como los domadores en las jineteadas. Nosotros la vimos bien, desde lejos, porque veníamos atrás, en la caja, parados. A medida que nos acercábamos Nelson y Tapita le respondieron moviendo los brazos y yo y mi hermano golpeamos el techo de la chata con las palmas hasta que mi padre sacó la cabeza por la ventanilla y nos gritó: dejen de joder, guachos de mierda. Seguro a mamá le dolía la cabeza, como siempre, siempre con su migraña. Siempre que veníamos al campo le dolía la cabeza y se quedaba encerrada en la pieza con la persiana baja. Yo creo que era para no cruzarse con la novia del tío.
La Romi bajó de un salto y abrió la tranquera con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía una paleta medio encimada arriba de la otra, pero no le importaba, decía que ni loca se ponía los aparatos. Cerró al paso de la chata y después corrió atrás. Mi padre ni se molestó en esperarla. Luis le estiró una mano y la ayudó a subir. De esa parte me acuerdo clarito, capaz porque recién llegábamos y tenía la mente más despejada. Ayudamos a bajar los bolsos y los tiramos rápido en la pieza. Los fines de semana que veníamos al campo no queríamos perder ni un solo minuto. Afuera la Romi nos esperaba con las cañas de pescar y los mediomundo para irnos al arroyo. No me acuerdo si pescamos. Capaz que sí pero puro pescado chico y lo devolvimos al agua. De lo que sí me acuerdo, porque era la primera vez, fue que fumamos. Nelson les había robado unos puchos a los hermanos. Fósforos teníamos porque nos gustaba hacer fuego. Nelson ya había probado y la Romi dijo que también. Nosotros la miramos sospechando que mentía, de agrandada. Ella blanqueó los ojos y dijo: mi madre fuma, siempre le robo uno. Tapita, de envidioso, dijo: qué feo una mujer fumando. A mí no me parecía feo aunque ninguna mujer de mi familia fumaba. Al contrario, me parecía lindo cuando lo veía en las películas o en la calle. Nelson, haciéndose el canchero, le dijo a la Romi: a ver ya que sabés tanto prendelo vos. Y ella lo prendió y soltó el humo, sin toser, y después se lo pasó a Nelson que, aunque sabía fumar, un poco se atragantó.
Empezaba el verano. Eran las últimas semanas de escuela antes de las vacaciones, la mejor época del año. Hablamos de eso, seguro, de las vacaciones, de venirnos todos al campo si el tío Daniel quería, si nuestros padres nos dejaban. La Romi iba a estar ahí, siempre estaba ahí cada vez que íbamos. Por lo menos estaba ahí desde hacía tres o cuatro años, desde que su madre se había juntado con el tío. Yo no me acordaba cómo era el campo antes de ella. Mi hermano que es más grande terminaba séptimo y empezaba el secundario. A nosotros y a la Romi nos quedaba un año más. Seguro hablamos de lo que queríamos ser cuando fuéramos grandes. Siempre se hablaba de pavadas así. La Romi siempre decía: no sé, no me importa. Luis le decía que era una bruta, que cómo no iba a saber. Pero ella en vez de contestarle, de inventar cualquier cosa, le hacía fakiu. De verdad no le importaba ser astronauta ni famosa ni millonaria como a nosotros.
Después no me acuerdo qué hicimos el resto del día, pero a la noche nos metimos en el tanque australiano. Teníamos prohibido ir cuando no había adultos presentes. Esperamos a que todos se durmieran. Eso pasaba bastante rápido cuando estábamos en el campo: esas noches todos tomaban de más y si no empezaba alguna discusión que los ponía jetones, terminaban durmiéndose arriba de la mesa. Las tías también tomaban. Solamente una copita de sidra, decían, pero el ruido de los tapones saltando por el aire se escuchaba cada vez más seguido y ellas empezaban a reírse como tontas, de cualquier cosa. En la superficie del agua se reflejaban las estrellas, pero todo lo demás era negro. Apenas nos veíamos nosotros recortados contra los bordes de chapa. La parte de adentro del tanque siempre estaba babosa, igual que el fondo. Igual jugábamos a taparnos la nariz y tocar ese fondo resbaloso, quedarnos acurrucados abajo del agua hasta que no dábamos más.
Esa noche, cuando ya nos estábamos por ir, vimos unas luces en el cielo. Apenitas más grandes o más cerca que el resto de las estrellas. La Romi dijo que eran ovnis, que ella veía siempre. Nelson se burló y dijo que era un avión. Los demás no dijimos nada pero nos quedamos mirando fijo las luces. No sé si de tanto mirarlas o qué, nos dio la impresión de que se movían muy lentamente, en zigzag. La Romi volvió a decir que casi todas las noches aparecían esas luces y que después de un rato desaparecían en el monte. Es como si vinieran a saludar, dijo. O como si quisieran acercarse de a poquito, como los perros cuando quieren agregarse en una casa, dijo. Tapita se rio y dijo: manso bolazo. Pero todos nos dormimos un poco inquietos esa noche pensando en invasiones de marcianos. El domingo ya no me acuerdo tanto de lo que hicimos, los días en el campo eran como una copia del anterior, así que capaz fuimos de nuevo al arroyo o estuvimos nadando en el tanque australiano con las tías mientras los hombres hacían el asado, o anduvimos a caballo. O todo eso. Me da rabia no acordarme con claridad como se acuerdan los testigos o los sospechosos de un crimen en las películas. Siempre decía cómo harán para acordarse todo lo que hicieron ese día con tanto lujo de detalle. Ahora me doy cuenta de que eso es imposible, a menos que seas el asesino, entonces te acordás bien porque matar a alguien no es algo que hagas todos los días. Igual no sé por qué pienso en esas cosas. La Romi no está muerta. Yo estoy seguro de que la Romi está en algún lado, viva.
Ya está por empezar de nuevo el verano y hace un año que a la Romi la vimos por última vez, ese fin de semana. A los dos o tres días de eso, mi padre contó en la mesa que había llamado el tío Daniel, que no encontraban a la Romi por ningún lado. Preguntó si nosotros sabíamos algo, si ella nos había dicho algo el fin de semana. ¿Algo cómo?, dijo mi hermano. Algo como de irse, de escaparse de la casa, de algún noviecito, dijo mi padre con fastidio. No por la pregunta de mi hermano que era bastante normal, creo que lo que le molestaba era tener que ocuparse de alguien que ni siquiera era de la familia. Mirá si la Romi va a tener novio -dije yo- y mi madre que hasta ese momento no había dicho nada me dio la razón. La cosa es que la gurisa no aparece, dijo mi padre y dio por terminada la conversación. A mí se me cerró la panza y crucé los cubiertos sobre el plato.
Ese domingo cuando volvíamos del campo pasó algo. Yo enseguida no lo conecté con la Romi pero después hablando con Nelson, Tapita y mi hermano pensamos que sí, que capaz algo tiene que ver una cosa con la otra. Veníamos de nuevo los cuatro atrás, pero estaba oscuro. La noche nos había agarrado en el campo porque los grandes se habían puesto a jugar a las cartas y se había hecho tarde. Nosotros ya veníamos medio cabeceando de sueño. Al otro día teníamos escuela, por suerte eran los últimos días y no hacíamos casi nada. El camino estaba bastante fulero así que cada vez que nos dormíamos nos despertaba algún sacudón que pegaba la chata. En una de esas vimos una luz, parecida a las que habíamos visto la noche anterior, pero esta era una sola y se movía hacia adelante, viniendo hacia nosotros, agrandándose hasta ser una esfera brillante que nos dejó encandilados, ciegos por unos segundos. Todo duró nada, pero el motor de la camioneta se paró y por un momento esa luz como un refucilo puso todo como si fuese de día. Como digo: no duró nada. Fue todo tan rápido que hasta dudamos de que hubiera pasado. Mi padre puteó y volvió a girar la llave de la camioneta, el motor hizo unos ruidos raros y arrancó otra vez, como si nada. Mis padres hasta el día de hoy nunca hablaron de eso, creo que prefieren hacer como que no pasó nada, como hacen con el resto de las cosas. Pero nosotros cuatro sí nos acordamos y casi que no hablamos de otra cosa todo este tiempo. Esa noche en lo primero que pensamos fue en la Romi, en las luces de la Romi como empezamos a llamarlas. Y después no va que ella se pierde. Nosotros pensamos que una cosa llevó a la otra, por eso sabemos que la Romi no está muerta como piensan los demás. Mi madre, que antes no la podía ni ver, ahora le prende velas y le pone flores a una foto de ella que le dio la novia de mi tío. A mí me da bronca y cada vez que paso al lado de la mesita donde tiene el portarretrato le soplo las velas. La policía interrogó a todo el mundo menos a nosotros porque somos chicos. Por eso yo repaso todos los días lo que pasó ese fin de semana, para no olvidarme de lo poco que me acuerdo, para seguir acordándome cuando sea grande y me pregunten.
Fue un fin de semana común y corriente, excepto por las luces. Y la Romi fue la mejor amiga que tuvimos aunque nunca llegamos a decírselo.

(Argentina, 1973)



martes, 16 de julio de 2024

LAMBERTI, Luciano: La canción que cantábamos todos los días


Me llamo Tomás, tengo treinta años, vivo con mi padre. Somos dos solitarios en una casa grande que se cruzan a horas insólitas y se tratan con respeto, pero podemos pasar días enteros sin vernos. Los jueves viene una señora que barre los pisos, lava los platos acumulados y deja brillantes los muebles. Tengo un hermano mayor, ingeniero en sistemas, que vive en las sierras con su familia, y a veces los vamos a visitar. Nos turnamos al volante, porque a mi padre se le cansa la vista. Salimos el sábado temprano y volvemos el domingo después del almuerzo, para no agarrar la ruta congestionada.

Pero lo que quiero contar es otra cosa. Algo que no le conté nunca a nadie.

Mi hermano, el de las sierras, no es el original. Es algo en el cuerpo de mi hermano, algo que lo reemplazó. Hace muchos años desapareció en el “bosquecito” y nunca volvió. Quiero decir: volvió, pero ya no era él. No es que estuviera distinto, o cambiado. Era otro, directamente. Otro que se metió en nuestra familia y la devoró por dentro.
Fue un 13 de abril. Me acuerdo bien de la fecha porque coincide con el cumpleaños de mi madre. Esa vez cayó domingo y comimos un asado en un parador, al borde de la ruta 9, yendo para Zenón Pereyra. Los domingos los asadores se llenaban de gente que estacionaba bajo los árboles y se pasaba el día entero ahí, oyendo el partido con la puerta del auto abierta, pero en ese domingo en particular no había casi nadie. Una pareja sola, que comió y se fue temprano.
Bueno, detrás de los asadores, cruzando un alambrado, estaba el bosquecito. Era un monte de esos árboles que se llaman siempreverdes, que habían nacido regados por la desembocadura del canal y cuyas hojas podridas formaban un colchón en el piso. Si uno se metía cien metros el lugar se ponía feo, con pedazos de vidrio emergiendo del barro, chapas podridas, perros muertos inflados por la descomposición y ratas del tamaño de un gato saliendo entre los escombros. De ahí vino lo que ocupó el cuerpo de mi hermano.
Hay una foto de esa tarde. La tengo cerca mientras escribo, porque marca el momento exacto en el que todo comenzó a deteriorarse. Ahí estamos los cuatro, frente los árboles, a un costado asoma la cola celeste del Dodge. Mi madre todavía es joven y tiene un ojo cerrado porque el sol le da en la cara. Un cigarrillo humea entre los dedos de mi padre. Mi hermano sonríe, con los auriculares del walkman colgados del cuello. Es una sonrisa maravillosa, una sonrisa que dice: mírenme, tengo diecisiete años, soy nuevo en el mundo, estoy lleno de brasas. Su sonrisa está congelada en esa foto: es la última vez que la vamos a ver.
Después de esa foto comimos la torta y mis padres se tiraron en las reposeras y se quedaron dormidos. Yo me senté contra un árbol y me puse a leer una revista de historietas. No vi lo que hacía mi hermano. Pasaron, no sé, diez o quince minutos. Entonces mi madre abrió los ojos y me preguntó por él, con las cejas fruncidas por la preocupación. A lo mejor había tenido una pesadilla, uno de sus “pálpitos”. Levanté los hombros: no sabía. Mi madre se acercó al alambrado y lo llamó. Gritó varias veces su nombre. Despertó a mi padre y lo llamamos entre los tres. Después oímos el chasquido de una rama al quebrarse y mi hermano salió de entre los árboles con los walkmans puestos. Se quedó mirándonos. Recuerdo esa expresión y me da frío.
­Sacate eso de las orejas haceme el favor,­ lo retó mi madre.
Mi hermano tardó en reaccionar. Cuando lo hizo, movió la mano para sacarse los auriculares con un gesto que no era para nada suyo. Entonces sospeché que algo andaba mal, algo difícil de definir. Pero no dije nada, ¿qué iba a decir? Nos subimos al auto y volvimos a casa.
Al mes lo llevaron a un médico, el primero: el doctor Ferro. Le hizo radiografías de la cabeza y algunos exámenes, después habló con mis padres. Físicamente, dijo, mi hermano estaba bien, a lo mejor el problema tenía que ver con la adolescencia, la efervescencia hormonal, el rechazo del mundo, incluso la depresión, ¿quién no se deprime a los diecisiete años?
Así que les dio el número de un sicólogo, que habló con mi hermano y les repitió a mis padres el diagnóstico de Ferro: era un chico sano, perfectamente sano. Un poco callado, un poco retraído, pero sano.
Usted no entiende ­ dijo mi madre. ­ Ese chico es otra persona. No es mi hijo. El sicólogo levantó los hombros.
La personalidad de su hijo está fluctuando por la edad. Va a tener que aceptarlo así.
Pero mi madre no lo aceptó. Lo llevó a otros médicos, a un homeópata, a un parasicólogo, a curanderas. La idea la obsesionaba. Con el tiempo comenzaría a perder el control de su vida: a fumar en exceso, a descuidar su aspecto personal, a sufrir largos períodos de insomnio en los que la idea rebotaba en su cabeza como una pelotita de pinball. Mi hermano era otro y ella no podía estar cerca. No soportaba su presencia. Antes era una pesada que lo despeinaba y le decía que estaba cada día más churro, cosas que hacen las madres con sus hijos, pero desde la tarde en el bosquecito no lo tocaba. Incluso le costaba estar cerca suyo: enseguida se ponía nerviosa. Lo mismo nos pasaba a mi padre y a mí: una parte de tu cuerpo sentía una repulsión instintiva hacia él. Ganas de irse lejos y no volver nunca.
No hablamos mucho del tema. Con mi padre recuerdo haberlo hablado una sola vez. Estábamos sentados en el auto, frente al pabellón de deportes donde yo tenía mi hora de gimnasia. Él había insistido en llevarme, aunque siempre me iba caminando o en bicicleta, y cuando me estaba por bajar me dijo que quería preguntarme algo. Pensó un rato:
­¿Vos te diste cuenta? Hice que sí con la cabeza. ­Respira distinto,­ dije.
Yo compartía habitación con él y lo oía de noche. ­¿Cómo distinto?
­Distinto, raro. Respira como si fuera otra persona. Y a veces prendo la luz y está sentado en la cama, con los ojos abiertos. Me da miedo.
Mi padre se quedó callado un rato y al final dijo:
Tu mamá está deprimida. Ayudala, no la hagas renegar, portate bien, ¿sí? Estuve a punto de contarle de los sueños. Del sueño que había tenido la noche anterior. Pero preferí no hacerlo.
­Sí,­ le dije, y me bajé del auto.
Los sueños eran todos más o menos parecidos. Mi hermano andaba por la casa sin prender la luz ni hacer ruido. Se acercaba a las fotos colgadas en la pared y las miraba. Se acercaba a mi cama, se acercaba a la cama de mis padres, nos miraba. Sus ojos eran completamente negros. Después volvía a acostarse.
Mi madre también soñaba, pero no lo supe hasta mucho después. Soñaba con ­como lo llamó­ tu “verdadero hermano”. Mi verdadero hermano, me dijo, estaba en el interior de un pozo, en la tierra. Era un pozo muy profundo, la salida se veía como una moneda de luz en lo alto, y él se había roto las uñas tratando de trepar. Estaba flaco, se le notaban las costillas. Gritaba y gritaba.
­Me despierto angustiada y le pido a Dios no soñar de nuevo con eso, me contó mi madre. ­A veces Dios me escucha.
Un día mi madre lo miró y le dijo: ­¿Por qué no te vas?
­Tranquila­ dijo mi padre.
Estábamos almorzando con la televisión prendida, era un sábado o un domingo. Mi hermano pinchó un raviol, se lo llevó a la boca y masticó sin quitar los ojos de la televisión.
­Yo sé quien sos. Lo sé muy bien,­ dijo mi madre, asintiendo. Tranquila,­ repitió mi padre.
Mi madre se levantó y fue a fumar al patio.
En ese entonces ya éramos una familia solitaria. Unos meses después del incidente del bosquecito los amigos de mi hermano dejaron de venir. No dieron explicaciones. Después mi madre se encontró con uno en la calle, que le dijo que quedarse solo con él le ponía la piel de gallina, y le mostró el brazo: recordarlo también le ponía la piel de gallina. Con los parientes pasó lo mismo. Incluso con algunos vecinos que antes siempre andaban dando vueltas por casa. Mi hermano los incomodaba. Así que también ellos dejaron de venir.
Yo me despertaba gritando por las noches y mi padre prendía la luz. ¿Le hiciste algo?,­ le preguntaba a mi hermano.
Hablaba con violencia, como si estuviera a punto de pegarle una trompada.
Mi hermano se daba vuelta y se hacía el dormido.
No sé cuánto duró esta situación. Meses probablemente. Meses de comidas tensas, meses de mi madre llorando a escondidas en el lavadero, meses en los que todos preferíamos estar en cualquier parte menos en casa. Una mañana la portera vino al aula y habló con la maestra en voz baja, mirándome. Después la maestra me pidió que guardara los útiles. Mi padre me esperaba en la entrada. En su cara advertí que algo había pasado, algo feo.
­Tu mamá tuvo un ataque de nervios,­ me explicó en el auto, negando con la cabeza. ­Quiso cortar a tu hermano con un cuchillo.
Después supe que mi madre había cometido el error de contarles, primero a la policía y después a un sicólogo su teoría sobre el cambio de mi hermano. Les explicó que había sido reemplazado por un espíritu que vive en la madera de los árboles, algo que había leído en alguna revista. El espíritu viviría en su cuerpo hasta desgastarlo, y luego saltaría a otro, y a otro, y a otro. Era como un parásito. Y lo que ella había hecho fue intentar liberarlo. Eso les dijo.
La llevaron a un hospital siquiátrico y por quince días no nos dejaron verla. Se estaba estabilizando, le explicó el siquiatra a mi padre. Fuimos por primera vez un domingo a la tarde. Mi hermano tenía gasas pegadas con cinta en la cara y los brazos, porque en algunos cortes debieron hacerle puntos. Nos sentamos en una mesa de cemento, en el patio, mirando a las internas que recibían las visitas de sus familias.
Al rato una enfermera la trajo. Era una mujer corpulenta y llevaba a mi madre del brazo. Mi madre caminaba arrastrando los pies, con un equipo de jogging celeste y las manos extendidas, como si estuviera ciega. Cuando reconoció a mi hermano, a lo lejos, empezó a gritar y luchar en los brazos de la mujer. Tuvo que acercarse otra y entre las dos la sujetaron y le pusieron una inyección.
Desde entonces, solo vamos mi padre y yo.
Vamos los domingos, y hace más de veinte años que repetimos el ritual. Le llevamos cigarrillos, chocolate, revistas. Mi madre está cada vez más ausente, más abandonada: cuando se inclina para hablarme al oído puedo oler la fetidez de su aliento, un olor denso, pesado. Siempre me dice lo mismo.
No te vayas a quedar solo con ese. Es malo, está lleno de odio. Nos odia a los tres. Nos odia porque somos distintos. ¿Vos me entendés, mi amor?
Yo le digo que sí. Que entiendo.
Cada familia tiene su canción, la canción que canta todos los días. Una canción hecha de pequeños gestos que les permite vivir juntos, dejar pasar el tiempo, no pensar. Mientras se canta esa canción, el fuego arderá en alguna parte. Y si la canción se calla, la familia explota como una gran bomba y sus miembros son esparcidos como esquirlas en cualquier dirección. Por eso cantamos todos los días lo mismo: para permanecer juntos. Para que el fuego siga encendido.
Hace unos meses tuve que hacer un viaje en uno de esos colectivos lecheros. Fue desastroso: las luces individuales estaban rotas, el asiento no se inclinaba, la calefacción era excesiva. En algún momento desperté, ofuscado: el ómnibus estaba detenido en la terminal de un pequeño pueblo. Tenía tres plataformas y estaba casi a oscuras. En el piso grasiento había un perro dormido, y contra una columna un hombre de pie, con un gran bolso Adidas al hombro. Me acuerdo que pensé: qué deprimente vivir en un pueblo así. Y entonces volví a mirar al tipo y era mi hermano. Sentí una aguja helada en la columna vertebral: era mi hermano, era mi hermano, era el verdadero, con algunas hebras grises en el pelo y algunos kilos extra, pero era él, Dios y la Virgen Santa. Tendría que haberme puesto de pie, haber detenido el colectivo, haber gritado como loco, pero la verdad es que me quedé clavado al asiento. El colectivo empezó a retirarse de las plataformas y no pude hacer nada. Me tapé la cara y estuve así un buen rato, hasta que las luces del pueblo quedaron atrás y nos sumergimos en la oscuridad monstruosa de la ruta.
Ahora estamos sentados en el patio de su casa de las sierras, mi hermano y yo. Es un domingo cualquiera, un domingo cálido que anuncia la cercanía del verano. Hace un rato que mi padre, la mujer de mi hermano y su hijo duermen la siesta adentro. Pero nosotros nos quedamos acá, bajo los árboles, mirando las montañas y oyendo el rumor de un arroyo que pasa cerca. Disfrutando de la tranquilidad. No hemos dicho una palabra en veinte minutos.
Miro a mi hermano. Él me mira.
¿Quién sos?, tendría que preguntarle. ¿Qué sos?
Pero prefiero no saberlo. Después de todo, es mi familia.




jueves, 20 de junio de 2024

DISCÉPOLO, Enrique Santos

"Hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida, sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades grandes no tienen tiempo para mirar el cielo... El hombre de las grandes ciudades caza mariposas de chico. De grande, no. Las pisa... No las ve. No lo conmueven".
.
Enrique Santos Discépolo
Poeta, compositor, actor y autor teatral argentino
(27 de marzo de 1901 – 23 de diciembre de 1951)

NERUDA, Pablo: Las masacres


Pero entonces la sangre fue escondida
detrás de las raíces, fue lavada
y negada
(fue tan lejos), la lluvia del Sur la borró
                    de la tierra
(tan lejos fue), el salitre la devoró en la
                    pampa:
y la muerte del pueblo fue como siempre
                    ha sido:
como si no muriera nadie, nada,
como si fueran piedras las que caen
sobre la tierra, o agua sobre el agua.

De Norte a Sur, adonde trituraron
o quemaron los muertos,
fueron en las tinieblas sepultados,
o en la noche quemados en silencio,
acumulados en un pique
o escupidos al mar sus huesos:
nadie sabe dónde están ahora,
no tienen tumba, están dispersos
en las raíces de la patria
sus martirizados dedos:
sus fusilados corazones:
la sonrisa de los chilenos:
los valerosos de la pampa:
los capitanes del silencio.

Nadie sabe dónde enterraron
los asesinos estos cuerpos,
pero ellos saldrán de la tierra
a cobrar la sangre caída
en la resurrección del pueblo.

En medio de la Plaza fue este crimen.

No escondió el matorral la sangre
pura
del pueblo, ni la tragó la arena de la
pampa.

Nadie escondió este crimen.

Este crimen fue en medio de la Patria.

(Chile, 1904/1973)



MOYANO, Daniel: La espera

 

Por fin el hombre vendría a buscarlo. Sentado contra la pared de la galería, apoyado en sus propias rodillas, esperaba. La tarde estaba fría. Entre los pantalones demasiado cortos y las medias temblaba un breve tramo de carne rosada, aterida. Metió las manos entre las piernas para calentarse. A un lado un paquete de ropa yacía como un animal indolente. Esa mañana con la que iniciaba el día de su partida, le habían lavado toda la ropa, hasta unas prendas olvidadas que sacaron del fondo de un baúl. En la pieza el viejo y Julia no hablaban. Podía oír el ruido casi imperceptible del ir y venir de la plancha sobre la ropa húmeda. El silencio y el ruido de la plancha sucedían a sus espaldas, mientras él miraba en el camino que tenía ante sí el lugar por donde pronto aparecería la figura azul de Pedro, su mameluco, su olor a grasa y su silencio, ese silencio en su boca que lo convertía en una simple repetición del viejo, en otra especie de viejo sin barbas, ni bigotes pero igual al otro en todo lo demás. Pedro parecía estar en ese lugar del camino, aunque todavía no hubiesen sonado las sirenas de las fábricas indicando que enseguida aparecería por el camino como una gran mancha azul. Estaba también a sus espaldas, ante una gran taza de leche, moviendo rítmicamente las mandíbulas como dos engranajes bien engrasados. Quizás Pedro no estuviese bien enterado de lo ocurrido, de modo que todavía debería oír sus reproches. Hablaría con su voz baja y tranquila, no la alzaría como lo habían hecho Julia y el viejo, pero sin duda con un simple movimiento más fuerte de las mandíbulas, cuando masticase, le indicaría su reprobación.
Llevaba un buen rato sentado allí. Como sintió frío en la espalda, sin levantarse, estirando las piernas y apoyando las manos en el suelo, se corrió hasta una columna metálica de la galería y se apoyó en ella. El paquete quedó contra la pared. Alzó los ojos y vio la estatua, es decir, un pedazo del jinete y apenas una parte del caballo. Una torre tapaba el resto. No sabía exactamente quién era el jinete, pero seguía creyendo que se trataba de Alvear aun cuando muchos sonrieran cuando lo afirmaba. Al ver el pedazo del caballo y el trozo del jinete con su enorme mano levantada hacia la probable cordillera, pensó otra vez en el hombre. Pero al mismo tiempo se acordaba de aquella vez que pudo ver toda la estatua, hacía mucho tiempo, cuando fue con Julia a la Asistencia Pública para vacunarse y se deleitó oyendo el ruido de los tacos de sus zapatos sobre el pavimento de la plaza. Hubiera querido entonces dar varias vueltas alrededor del monumento y tocar las gruesas cadenas que lo protegían pero Julia lo tomó de un brazo y lo alejó de la estatua hacia una calle estrecha.
Bajó los ojos y vio la calle corta que terminaba en el río, pero que se ramificaba antes en una brusca curva hacia la izquierda, que no podía ver. Esa curva sin duda llevaba al monumento. Ahora no sabía si más allá del monumento había cosas, si había más ciudad, porque no recordaba haber visto nada más allá. Quizás la ciudad terminara al pie de la estatua. En el extremo de la calle, donde esta se unía con el río bordeado por un gran murallón de ladrillos gastados, se había visto por primera vez con el hombre que ahora vendría para llevarlo.
En eso apareció por el camino la mancha azul de Pedro y solo por eso advirtió que ya habían sonado las sirenas de las fábricas. Enseguida empezaría el espectáculo diario de ver comer a Pedro, las mandíbulas cerrándose violentamente sobre el pan como si este fuese muy duro. Sin duda lo miraría a él apretándolas más fuerte todavía. La mancha azul, tapada de vez en cuando por un automóvil se acercaba rápidamente.
Le hubiera gustado, ahora que tenía que esperar, ver todo el monumento, pero sabía que desde ningún rincón del patio podría hacerlo. Ni siquiera desde el borde del río, ni subiéndose al murallón, hubiera podido verlo. Para eso lo único que podía hacer era doblar por la calle que se evadía del río, por donde había venido la mancha azul de Pedro antes de aparecer, y entrar en la ciudad. No podía recordar desde qué instante, desde qué punto entrando por esta calle, empezaba a verse entero.
Pedro había entrado. Julia salía con una botella de leche vacía. Él la miró y ella fijó en él sus ojos y le dijo despacio, pero con fuerza, como si se lo dijera al oído, le dijo desagradecido y salió hacia el borde de tierra gredosa que se confundía con la calle y el resto de la ciudad.
Se levantó para no estar allí cuando volviera Julia, se fue a un rincón del patio y se sentó contra el alambrado que daba a la casa vecina. Una mujer, en el centro del patio lavaba ropa en una gran tina de madera elevada sobre dos pilares de ladrillos. Miró hacia el monumento y vio el caballo mutilado, la cabeza y el pecho del jinete con su mano levantada. Ahora estaba seguro de que la ciudad, que sabía enorme, terminaba allí mismo. Más allá del monumento no había nada y solo el aire se extendía, por encima de la estatua, quién sabe hasta dónde. Julia volvió y entró sin mirarlo, y él volvió a la columna, desde donde podía ver bien el río y la curva de la calle que conducía a la ciudad y al monumento.
Se acordó del paquete que había dejado contra la pared y se levantó para alzarlo, oyendo que crujían los huesos de las piernas. El movimiento lo obligó a mirar hacia adentro, donde vio la escena que había presentido, con la mancha no ya azul sino gris de Pedro en la cabecera de la mesa, que masticaba su pan ante la taza de leche. Tenía las manos blanquísimas, recién lavadas en la palangana con un jabón muy duro, y las puntas de las uñas llenas de grasa. Pedro dejó de mascar un instante y mirándolo con sus ojos pequeños le dijo duramente venga, como si fuese a hablar a través del viejo, que yacía sobre una silla en un rincón de la pieza. Más allá Julia buscaba algo en el fondo de un cesto. Cerca de la puerta estaba la palangana, sobre un aparato metálico que terminaba en un círculo donde esta encajaba perfectamente, y vio en ella el agua llena de minúsculos trozos de jabón y de grasa, donde Pedro se había lavado las manos. Cerca de la mesa estaba su cama sin respaldos, con el colchón arrollado. Ya no la usaría más y sin duda la sacarían de allí para dar más espacio a las otras tres camas que había en la pieza. Pedro lo miró y le dijo ¿así que se va con su padre? y él, sin dejar de mirarlo, oyó las palabras, pero le pareció que Pedro jamás había abierto la boca, le pareció que había hablado con el estómago, como, según le habían dicho, hacían los ventrílocuos. Él no respondió nada y, por otra parte, Pedro no esperaba ninguna respuesta, así que miró a Julia, que había empezado a lavar en la palangana, en la misma agua de Pedro, el tubo de la lámpara de querosén que siempre se manchaba en el mismo lugar.
Pedro comenzó a hablar lentamente, como si le costara mucho decir las cosas, pero su voz era segura y grave. Le dijo cosas duras pero no como aquellas que él oyó una noche desde su cama, cuando le contaron que el padre era un criminal y que algún día lo mataría a él también. Sobre todo el viejo, que al parecer era el único que conocía a su padre, le había inculcado la imagen terrible de un hombre que no había visto nunca o que por lo menos no recordaba. «Vos eras muy chico entonces y te recogimos cuando a él lo llevaron a la cárcel». Y agregaba: «no deberían soltarlo más, nunca más». Él había oído eso como si no se lo hubieran dicho a él y solo se hubiera tratado de alguna de las conversaciones de ellos, en las que jamás participaba. Pero el viejo lo había mirado a él mientras contaba, y Julia de vez en cuando, lo había mirado de reojo indicándole que atendiera bien porque sin duda eso era un mal y él también era culpable. El único que no le decía nada entonces era Pedro, pero solo porque estaba hablando el viejo, y era como si hablara él mismo. Y al siguiente día lo que el viejo le había dicho se mezclaba extrañamente con los cuentos o narraciones de princesas y fantasmas que había oído, y de esa manera los relatos perdían el valor real que el viejo había querido darles. Claro que al final pudo más la persistencia del viejo y muchas veces, después de oírlo, lloró silenciosamente en su cama. La figura del padre que no conocía se mezclaba entonces con hechos delictuosos, crímenes, alcoholes y sangre. Pero esos hechos después se perdían y lo que quedaba en claro solo era una figura triste y decadente que él no olvidaría jamás desde que la vio aquella tarde en carne y hueso junto al murallón del río y le habló por primera vez, sin decirle todavía que era su padre (nunca se lo dijo, por lo demás, y eso que iba a llevarlo), que era ese hombre, ese personaje de quien había oído hablar de noche cuando se acostaba y el viejo esgrimía sus palabras admonitorias como fotografías amarillas de tiempos que él no alcanzaba a percibir, donde aparecía la figura principal, el padre, pecando entre hipos, cuchillos y botellas rotas, todo lavado al fin con una gran sábana de sangre iracunda. Y él hubiera creído las admoniciones finales de los relatos del viejo, la de que él era todavía muy chico y aquella otra de que al salir de la cárcel a él también lo mataría, si no hubiese visto, aquella vez, la propia figura en carne y hueso junto al murallón del río, como un rostro lacerado y puro gastado por las historias que de él le habían contado.
Pedro seguía hablando, censurándolo gravemente por no haberles dicho antes que se entrevistaba con el padre, y le volvía a imponer, como si no lo supiera, el castigo que el viejo le había dado el día anterior, cuando el hombre que era su padre apareció y le contó al viejo lo de las entrevistas: que se fuera de allí, que se fuera a vivir con su padre o con cualquiera para siempre. Después, como si él mismo hubiese elegido su castigo, volvió a decirle, dando por terminada la conversación, así que se va con su padre. Sin embargo era un castigo que él hubiese elegido.
La palabra padre parecía extraña para él porque hasta hacía muy pocos días solo había sido un hombre que había visto por primera vez junto al murallón del río, donde siguieron viéndose siempre y donde le prometió llevarlo alguna vez a ver el monumento de la plaza. Además, el día que fue a la casa para anunciar que había salido de la cárcel y que se lo llevaría, casi no habló con él ni le dijo personalmente que era su padre. La paternidad parecía ser un asunto entre el hombre y el viejo, como un pecado común que ahora debía expiar. El hombre, pues, le había ocultado su identidad hasta el día que fue allí y le dijo al viejo que se lo llevaría apenas consiguiera trabajo. Pero él de algún modo lo sabía porque el hombre solía apretar los dientes y, al hacerlo, hacía ver un huesito en un costado de la cara que le daba un aspecto extraño y un día, viéndose en el espejo, vio que a él también, cuando apretaba los dientes, le brotaba ese huesito. Pero aunque el hecho no dejó de asombrarlo, solo percibió tibiamente que entre él y el hombre ocurría algún suceso importante. Ahora el hombre lo había aclarado todo y el viejo lo había corroborado diciendo esas palabras que él no oía porque ya restallaban dentro de sí: este es su padre, ahora vivirá con él. El viejo en los momentos solemnes, o cuando lo retaba jamás lo tuteaba. El tuteo pertenecía al orden de los relatos sobre el padre.
Mientras Pedro le decía las últimas palabras anunciando el castigo que ya le habían impuesto pero que él hubiera elegido previamente, miró al viejo, que liaba pacientemente un cigarrillo, dejando caer gran parte del tabaco. Julia ya había secado el tubo y lo colocaba con precaución en las aletas metálicas de la lámpara. Le causó repugnancia evocar los recuerdos que tenía del viejo. Al ver cómo se le marcaban aún más los huesos salientes de las manos al liar el cigarrillo, se acordaba de cuando lo llevaron allí y tuvo que dormir con el viejo durante un invierno entero. Él no quería tocarlo con su cuerpo y se corría al extremo de la cama, pegado a la pared, para no hacerlo. Pero el viejo daba vueltas interminables poniéndole ya una pierna o ya un brazo encima, o el codo o la cabeza misma, y él sentía el contacto casi cálido de esos huesos duros y descarnados y el olor a orina de la faja que nunca se sacaba. Y sobre todo le causaba repugnancia porque el viejo, que jamás le dirigía la palabra si no era para decirle «bueno amigo, vaya afuera», o «bueno amigo, puede entrar», o para hablarle del padre con las admoniciones finales de «vos eras muy chico entonces, a vos también te va a matar cuando salga», se tomaba la confianza de tocarlo de noche con su cuerpo maloliente. Nunca lo había odiado, pero ahora sentía que lo odiaba ahora que sabía que amaba al hombre que vendría a llevarlo por fin, al hombre que el viejo había pintado tan terrible. Por supuesto que no creía una palabra, a no ser lo del alcohol y las botellas rotas, ya que en la primera entrevista que tuvo con el hombre que era su padre y que ahora amaba, había percibido el inconfundible olor del vino.
Con las palabras del castigo Pedro había terminado de hablar y él notó que no había dureza en sus palabras. Simplemente las decía porque él también estaba en esa casa signada por situaciones de ese tipo, pero en el fondo le interesaba muy poco que se fuera o se quedara. El viejo encendió al fin su cigarrillo. Pedro seguía ahora triturando su pan y bebiendo los últimos sorbos de la taza. Julia puso la lámpara sobre la mesa, con su tubo reluciente. Ese era el lugar donde la ponían siempre, y en esa dirección en el techo, había un círculo de hollín casi morado. Lo vio, salió despacio, alzó el paquete y se sentó contra la columna descascarada.
El primer recuerdo que tenía del hombre era una brusca pendiente pedregosa descendiendo hacia el río, que él tuvo que subir de mala gana mientras el hombre que lo había llamado lo esperaba allá arriba, junto al murallón de ladrillos, subiéndose las solapas del sobretodo y tirando hacia atrás los flecos de la bufanda que el viento le sacaba una y otra vez. Se acordaba de que él subió allí trabajosamente (lo dejaban ir allí una vez por semana para que juntase caracoles), resbalándose y levantándose el cuello demasiado grande de la tricota. Cuando era nueva, la tricota le ajustaba bien el cuello, pero ya se había agrandado tomando el tamaño de la cabeza de manera que le bailaba en el cuello. Cuando él llegó arriba, el hombre, en vez de apartarse de la estrecha abertura del murallón para que él pudiera pasar y llegar al suelo plano, a la vereda, se quedó allí mismo impidiéndole salir, y él tuvo que quedarse en el declive, de manera que el hombre le parecía mucho más grande de lo que era. Al fin el hombre habló y en el acto se sintió un fuerte olor a vino. Entre palabra y palabra apretaba los dientes rechinándolos, y debajo de la mejilla derecha le brotaba un hueso pequeño y duro que se movía como un nervio cada vez que apretaba los dientes. El hombre le preguntó cómo se llamaba. Él esperaba algo más, algo más importante, dada la forma extraña en que lo llamó y lo hizo subir hasta el murallón. Dijo entonces su nombre y el hombre no se movió ni hizo gesto alguno, como si no hubiese oído. Ahora apretaba los dientes y articulaba el extremo de su maxilar debajo de la mejilla como si fuese un nervio ese huesito y estuviese brotando poco a poco. El hombre después giró la cabeza hacia la calle, y él estiró la suya lo más que pudo para ver lo que veía el hombre y vio la ciudad, los autos y la gente y un pedazo del caballo de la plaza con su extraño jinete, cuya identidad ignoraba. Lo mismo que desde su casa, una gran torre tapaba el resto, y para verlo había que caminar mucho por la calle que doblaba bruscamente antes de llegar al río.
El hombre volvió a mirar hacia el río, hacia abajo y de paso lo miró a él, que en vista del silencio reinante estaba por decir de nuevo su nombre, pero esperando que volviera a preguntárselo. El hombre sacó entonces una gruesa mano del bolsillo y le tocó la cabeza, pero ahora él no recordaba si en realidad quiso tocarle la cabeza o solo se la tocó para apoyarse y no caer. Finalmente levantó la mano y volvió a guardarla en el bolsillo, y acto seguido se fue tambaleando y lo dejó a él parado allí, mirando al caballo con su jinete innominado.
A esa entrevista siguieron otras, durante mucho tiempo, en las que el hombre ya no tenía olor a vino y le hablaba paternalmente prometiéndole siempre llevarlo algún día a ver el monumento. Al despedirse solía dejarle entre las manos unos billetes tibios y arrugados que tenían el calor que parecía manar de aquel cuerpo. Entonces él ya había advertido lo del huesito que él también tenía, y eso lo acercaba mucho más al hombre. «Esto es un secreto entre los dos», le había dicho una vez, y él no lo había revelado a nadie y sentía en cambio, que los cuentos que el viejo le había contado sobre su padre, y la presencia del hombre, se confundían en una sola figura inocente, castigada, purificada y buena. Y esa imagen del padre que hubiera querido olvidar, esa imagen lo acompañaría setenta años después en el lecho donde tuviera que esperar conscientemente a la muerte pensando que el padre bueno que esperó un día y que no vino jamás, le había enseñado precediéndolo en la muerte, cómo se entraba silenciosamente y sin lágrimas en la misericordia del polvo.
La columna donde estaba apoyado era quizás el punto ideal para mirar el jinete truncado e imaginárselo entero. Dos días antes, en esa misma galería, había estado su padre, que ya no era «el hombre», despojado de las historias del viejo y de su propia imaginación. Unas palabras oídas como en sueños dichas entre Julia y el viejo, caían serenamente sobre su esperanza. «¿Y vos creés que vendrá? No creo que la cárcel lo haya cambiado. Siempre fue así para todo, lo habrán puesto preso de nuevo. Ese hombre no puede andar suelto». Miró a la puerta de la pieza, ya cerrada, y recordó que el viejo, para cambiarse, siempre lo mandaba afuera, y que después lo llamaba, concluido el rito misterioso que realizaba adentro. A él le parecía que durante los minutos de encierro el viejo se convertía en una mujer, con un cuerpo largo como el de Julia pero conservando su cara decrépita y torturada. Julia en cambio solía desvestirse en presencia suya, como si él no existiera.
Estiró las medias lo más que pudo y corrió las ligas un poco más arriba y los pantalones más abajo para reducir el trozo floreciente de carne donde el frío se ensañaba como una persistente mosca de hielo. Miró hacia el monumento, un poco borroso por la penumbra de la hora vespertina, y sintió de nuevo que la ciudad terminaba allí mismo, de modo que el padre, que estaba en la ciudad, no podía estar muy lejos de él. Y pensó que en todo caso lo hubiera visto si no fuera por las líneas de las casas y los huecos mellados de las calles. Allá, muy lejos hacia la derecha, en el cuarto o quinto puente pasaba un tranvía con las luces encendidas. Al rato oyó que Julia levantaba el tubo de la lámpara y encendía la mecha. El silencio en la pieza era total. Él no podía ver nada porque estaba dando la espalda. Dentro de la pieza, lo sabía, estaba oscuro, atenuada la semioscuridad por la semiluz de la lámpara. Afuera, en cambio, el aire todavía era claro, salvo a lo lejos, más allá del monumento, que pronto se convertiría, como todas las noches, en una gran mancha negra contra el aire lejano.
Se quedó un rato largo mirando hacia la casa vecina, a través del tejido de alambre, donde estaba la tina sombría sobre la pila de ladrillos, entrevista apenas entre sábanas húmedas tendidas en una larga cuerda levantada en un punto con un palo. La mujer no se veía por ninguna parte y la pieza parecía ausente, como un gran hueco oscuro; pero a poco vio surgir de la sombra la luz amarilla de la lámpara.
Oyó a sus espaldas que Julia preparaba la mesa. Era un rito que se repetía siempre con rumores de platos y botellas, sin voces, hasta que el viejo se sentaba y colgaba el sombrero en la silla de Pedro, que comía como si comer fuese un acto de máxima severidad. Julia y el viejo conversaban pero él enmudecía y no abandonaba su expresión adusta hasta que terminaba de comer y hacía cesar el movimiento metálico de sus mandíbulas.
Julia se asomó a la puerta y lo llamó a comer. Él no respondió y ella volvió a entrar. Al rato salió con una botella. Ordinariamente era él quien iba a comprar el vino, pero esta vez no se lo exigieron. Se consideró obligado sin embargo, y tímidamente le dijo a Julia que podía ir él, pero ella le dijo que no con la misma voz de antes, apagada y fría, como si se lo gritara, despacio al oído.
Esa seguridad de Julia lo atemorizó. ¿Y si su padre no viniera, como ella aseguraba? ¿Y si todos lo hubiesen engañado? La sensación duró un instante. Enseguida experimentó una suave tranquilidad, después de haberlo supuesto, sabiendo de algún modo que no podía ser. Y a esa tranquilidad se sumó un grato calor que él mismo se había infundido metiendo las manos entre las piernas y abrazándose las rodillas alternativamente. Al rato los párpados empezaron a pesarle y poco después sentía que se dormía, pensando que si no fuera por las casas y las calles el padre lo vería y le haría alguna seña. Cuando despertó miró bruscamente hacia atrás.
Tenía las mejillas heladas y las manos ardientes. La puerta estaba cerrada y oscura. Se paró y se acercó a la puerta y a través de las tablas percibió la débil claridad de la lámpara. Tendió el oído y oyó un rumor de voces bajas, pero era la voz del viejo solamente. Después percibió el chirrido de la plancha sobre la ropa húmeda. El corazón le latía fuerte, no sabía si de miedo o por haberse despertado súbitamente, cosa que solía ocurrirle. Se subió las medias ya caídas y volvió a sentarse contra la columna. Miró hacia la ciudad, el negro monumento con su caballo mutilado y las innumerables luces de las avenidas que durante el día parecían no existir. Era como si toda la ciudad se hubiera inclinado como un gran plato para que él la viera toda y descubriera al padre, para que la viera con sus innumerables calles cruzadas en perpetua tortura y sus autos polvorientos. El aire estaba negro salvo la gran masa de claridad que dilataban las luces de la calle por encima de los edificios, y más allá del monumento, donde una lejana claridad de poniente restallaba como una bandera.
Volvió a pararse y dio unos pasos por la galería; después se apoyó contra el alambrado. En la casa vecina habían apagado la luz, y la tina de madera, en medio del patio, goteaba persistente sobre un pequeño charco. Entonces, solo entonces, se sintió solo y tuvo ganas de llorar. El gran plato de la ciudad parecía abalanzarse sobre él.
Ahora que el padre era una figura despojada e inocente, ahora que sus recuerdos nacían de él como una gran luz purificada, el padre no venía. Y esa imagen, esos recuerdos, lo sustituían tristemente, valían de algún modo por el padre mismo. Dio unos pasos por el patio, pensando que si el padre no venía tendría que golpear la puerta y pedirles perdón. Pero ahora los poseía de algún modo, había rescatado de las tinieblas el rostro bueno y castigado y los labios resecos por el alcohol. Lo aterraba la idea de tener que enfrentar al viejo, de golpear la puerta y decir no sabía qué, de mirar alternativamente a Pedro y a Julia, de humillarse ante ellos y oír después nuevas y terribles historias sobre su padre. Se sentó de nuevo contra la columna y miró hacia el monumento, casi borroso. Y como lloraba, todas las luces convergían hacia sus ojos con largas líneas extendidas desde el centro de la luz hacia él como inconmovibles espinas de lágrimas. Todo se mutilaba, todo se le daba en horribles mitades inconclusas. «Si viniera, si viniera», se dijo muchas veces, y miró hacia la ciudad que en cambio lo miraba a él con sus miles de luces.

(Argentina, 1930/1992)



jueves, 14 de marzo de 2024

GOUIRIC. Marie: "...Tu única llave para tu libertad"


Mi padre insistió, estudiá, hacete un oficio. Eso nadie te podrá sacarlo. Y puso el estudio y el oficio como misma cosa. Vos podés tener un trabajo, decía, pero mañana vienen y te dicen no servís más estás viejo, contratan a uno más joven, pero el estudio te lo llevás con vos y va a ser tu herramienta para defenderte. Casate, pero estudiá que mañana tu hombre se va con otra mujer más joven que vos y va a parecer que no tenés a quién abrazarte, pero tendrás tu oficio que nunca te soltará ni te dejará sola. No te confiés en los hombres, hoy te aman y mañana te dejan de querer o se mueren. No te cases con uno que no trabaje porque será una carga y tendrás que trabajar para él. Tu estudio te servirá de arma y hará que ningún ladrón toque tu casa. El día que mueras de hambre, vos y tus hijos, batirás puertas y siempre alguien te abrirá. Elegirán a vos aunque sea para limpiar porque dirán tiene estudio, y eso te dará una oportunidad. La mano es dura para los que nacen como nosotros. Ha sido difícil y ha de ser peor. Habrá épocas buenas, y lo bueno de todo lo malo que nos ha pasado es que cuando subas con el estudio subirás con humildad y cuando te toque bajar, bajarás la cabeza y comerás lo que puedas y harás el trabajo que sea y estarás tranquila.Vos sos mi mayor inversión, me decía. No pude comprar casas, ni autos, ni terrenos. No voy a dejarte nada, pero quisiera dejarte estudio. Y por eso también te pido que estudies y que te cuides, porque todo lo poco lo invertí en vos y si algo te pasara, a mí no me queda nada tampoco. En cambio si vos te formás y prosperás, serás la tierra al sol brotada llena de trigo para hacer harina, con ella amasar la masa para el pan sobre la mesa bajo la sombra de un eucalipto.
No te preocupes ahora por trabajar y ganar dinero, yo en lo que pueda te daré que no es muy mucho, no tendrás las mejores zapatillas, ni la ropa, pero para estudiar lo necesario. Contá conmigo para en lo mínimo tener todo y con eso ganar un estudio o un oficio que será una llave siempre, tu única llave para tu libertad.


Bahía Blanca, 1985



viernes, 23 de febrero de 2024

CHÉJOV, Antón: Un viaje de novios

 


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fu madores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Se abre la portezuela y penetra un individuo alto, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo se detiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí… ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible…; no, no es este el coche».
Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:
-¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?
Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.
-¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!
-¿Y cómo va su salud?
-No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.
Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies y ríe constantemente. Luego añade:
-La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?
-Noto que está usted un poco alegre -dice Petro Petrovitch-. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.
-No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!
-No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.
Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla agitado y se encuentra como sobre alfileres.
-¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?
-Yo, al fin del mundo… Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo… Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?
-Noto solamente que está un poquito…
-Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?
-¿Cómo? ¿Usted se ha casado?
-Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.
Todos los viajeros lo felicitan y le dirigen mil preguntas.
-¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch-. Por eso está usted tan elegante.
-Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Solo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí tan feliz.
Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:
-Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casarse, ya se acordarán de mí. Entonces se preguntarán: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro…
Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.
-Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que lo abrace.
-Como usted guste.
Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:
-Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.
Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.
-Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!
En esto, el conductor pasa.
-Amigo mío -le dice el recién casado-, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.
-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.
Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:
-Marido…, señora. ¿Desde cuándo?… Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes… ¡Qué idiota!… Ella, ayer, todavía era una niña…
-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo; ello está en sus manos, sin embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.
-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.
-Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ese, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.
-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación…
-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A Moscú, o más al Sur?
-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?
-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice Iván Alexievitch.
-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
-¿Para dónde tomó usted el billete?
-Para Petersburgo.
-En tal caso lo felicito. Usted se equivocó de tren.
Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
-Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.
Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.
-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!
El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el asiento y se revuelve cual si le hubieran pisado un callo.
-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!…
-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarlo-. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
-El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

(Rusia, 1860/1904)