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viernes, 16 de junio de 2023

DRUMMOND DE ANDRADE, Carlos: Muertos que andan


Dios mío, los muertos que caminan
que nos siguen los pasos
y no hablan.
Aparecen en el bar, en el teatro,
en la biblioteca.
No nos miran,
no nos interrogan,
no nos cobran nada.
Acompañan, vigilan

nuestro camino y modo de caminar,
nuestra incómoda sensación de estar vivos
y sentir que nos siguen, nos cercan,
imprescriptibles. Y no hablan.

(Brasil, 1902/1987)


miércoles, 14 de junio de 2023

BENEDETTI, Mario: Esa boca


.
.Su entusiasmo por el circo se venía arrastrando desde tiempo atrás. Dos meses, quizá. Pero cuando siete años son toda la vida y aún se ve el mundo de los mayores como una muchedumbre a través de un vidrio esmerilado, entonces dos meses representan un largo, insondable proceso. Sus hermanos mayores habían ido dos o tres veces e imitaban minuciosamente las graciosas desgracias de los payasos y las contorsiones y equilibrios de los forzudos. También los compañeros de la escuela lo habían visto y se reían con grandes aspavientos al recordar este golpe o aquella pirueta. Sólo que Carlos no sabía que eran exageraciones destinadas a él, a él que no iba al circo porque el padre entendía que era muy impresionable y podía conmoverse demasiado ante el riesgo inútil que corrían los trapecistas. Sin embargo, Carlos sentía algo parecido a un dolor en el pecho siempre que pensaba en los payasos. Cada día se le iba siendo más difícil soportar su curiosidad.
Entonces preparó la frase y en el momento oportuno se la dijo al padre: «¿No habría forma de que yo pudiese ir alguna vez al circo?». A los siete años, toda frase larga resulta simpática y el padre se vio obligado primero a sonreír, luego a explicarse: «No quiero que veas a los trapecistas». En cuanto oyó esto, Carlos se sintió verdaderamente a salvo, porque él no tenía interés en los trapecistas. «¿Y si me fuera cuando empieza ese número?». «Bueno», contestó el padre, «así, sí».
La madre compró dos entradas y lo llevó el sábado de noche. Apareció una mujer de malla roja que hacía equilibrio sobre un caballo blanco. Él esperaba a los payasos. Aplaudieron. Después salieron unos monos que andaban en bicicleta, pero él esperaba a los payasos. Otra vez aplaudieron y apareció un malabarista. Carlos miraba con los ojos muy abiertos, pero de pronto se encontró bostezando. Aplaudieron de nuevo y salieron -ahora sí- los payasos.
Su interés llegó a la máxima tensión. Eran cuatro, dos de ellos enanos. Uno de los grandes hizo una cabriola, de aquellas que imitaba su hermano mayor. Un enano se le metió entre las piernas y el payaso grande le pegó sonoramente en el trasero. Casi todos los espectadores se reían y algunos muchachitos empezaban a festejar el chiste mímico antes aun de que el payaso emprendiera su gesto. Los dos enanos se trenzaron en la milésima versión de una pelea absurda, mientras el menos cómico de los otros dos los alentaba para que se pegasen. Entonces el segundo payaso grande, que era sin lugar a dudas el más cómico, se acercó a la baranda que limitaba la pista, y Carlos lo vio junto a él, tan cerca que pudo distinguir la boca cansada del hombre bajo la risa pintada y fija del payaso. Por un instante el pobre diablo vio aquella carita asombrada y le sonrió, de modo imperceptible, con sus labios verdaderos. Pero los otros tres habían concluido y el payaso más cómico se unió a los demás en los porrazos y saltos finales, y todos aplaudieron, aun la madre de Carlos.
Y como después venían los trapecistas, de acuerdo a lo convenido, la madre lo tomó de un brazo y salieron a la calle. Ahora sí había visto el circo, como sus hermanos y los compañeros del colegio. Sentía el pecho vacío y no le importaba qué iba a decir mañana. Serían las once de la noche, pero la madre sospechaba algo y lo introdujo en la zona de luz de una vidriera. Le pasó despacio, como si no lo creyera, una mano por los ojos, y después le preguntó si estaba llorando. Él no dijo nada. «¿Es por los trapecistas? ¿Tenías ganas de verlos?».
Ya era demasiado. A él no le interesaban los trapecistas. Sólo para destruir el malentendido, explicó que lloraba porque los payasos no le hacían reír.




viernes, 9 de junio de 2023

GALEANO, Eduardo: Primeras letras

 


De los topos, aprendimos a hacer túneles.
De los castores, aprendimos a hacer diques.
De los pájaros, aprendimos a hacer casas.
De las arañas, aprendimos a tejer.
Del tronco que rodaba cuesta abajo, aprendimos la rueda.
Del tronco que flotaba a la deriva, aprendimos la nave.
Del viento, aprendimos la vela.

¿Quién nos habrá enseñado las malas mañas?
¿De quién aprendimos a atormentar al prójimo y a humillar al mundo?

(Uruguay, 1940/2015)



RAMOS, María Cristina: La mina

 


El hombre llegó a la casa de un solo grito: «¡Ayúdame a salvar a los niños, mujer!». Venía cubierto de polvo, lloroso, lastimado. Ella llamó a los vecinos y todos corrieron a la mina. Entraron por los huecos que había dejado el derrumbe. Con movimientos sigilosos para no provocar nuevos desprendimientos los fueron sacando. Eran siete los obreros que trabajaban esa mañana, y los tres muchachos que ayudaban al padre.
Cuando la mujer pudo abrazar a los hijos, suspiró agradecida y recién entonces tomó conciencia de que su hombre no estaba con ellos. Y que, además, no estaba con quienes habían movido las piedras muertas de la mina. Lo llamó, preguntó por él. Los demás mineros y sus mujeres la rodearon. Recién por la tarde, con una excavadora pudieron acceder al lugar donde yacía.
—¡No puede ser! Él vino a avisarme, vecinos, ¡ustedes lo vieron!
—¿Nosotros? —murmuraron. Después, se anclaron al silencio. Solo se atrevieron a hablar, nuevamente, en la oscura intimidad. Porque ellos también lo habían visto.

(Argentina, 1952)


María Cristina Ramos nació en San Rafael, Mendoza, en 1952. Reside en Neuquén y es maestra normal, profesora de literatura, guía de talleres literarios, narradora y poeta.

Texto extraído de «Leer la Argentina» (Nº 4 - Patagonia. Río Negro, Chubut, Neuquén, Santa Cruz, Tierra del Fuego). Fundación Mempo Giardinelli / Ministerio de Educaciuón, Ciencia y Tecnología de la Nación), 2004.