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jueves, 22 de julio de 2021

MAIRAL, Pedro: El extranjero


EL PUNTAPIÉ INICIAL

Esto es para agradecer a mis amigos del fútbol de los jueves. Yo juego mal al fútbol. Cosa que es bastante notoria. Ellos me dejan jugar igual, como esos grupos que tienen un amigo en silla de ruedas y lo integran a todo. En realidad, empecé por un error. Me invitaron un día en joda a dar “el puntapié inicial”, como si fuera Xuxa, o algo así. Y fui. Estaba en jeans y por suerte en zapatillas, porque faltó un jugador y mi puntapié inicial se prolongó una hora cuarenta. Al día siguiente me dolían las piernas, y a los dos días no me podía mover. Pero volví y sigo yendo, y de vez en cuando en la confusión del área meto un gol.
No podría decir que ahora después de veinte años “volví a jugar”, porque en realidad justamente lo que me pasaba es que antes no podía “jugar”. Para que se entienda lo mal que la pasaba en la infancia, va este texto que salió hace cinco años en la ya inexistente revista Latido, en un número que trataba sobre la vergüenza. Hoy ya no lo escribiría. No me quiero hacer el superado, diciendo que mis torpezas ya no me molestan, pero sí es cierto que me las tomo con otra filosofía. Y además ahora soy de Racing por adopción (pero eso es para contar en otro momento). A los amigos del fútbol de los jueves, entonces, muchas gracias.

EL EXTRANJERO

Se me ocurren varias cosas que me dan vergüenza, por ejemplo: despedirme de alguien con un gran abrazo a la salida de una fiesta y después ir caminando los dos para el mismo lado. Que un mago me elija como voluntario. Los diálogos de ascensor. Salir del cuarto oscuro y poner el voto en la urna. Ganar. Contestar preguntas sobre el oficio de escritor en los períodos en que no estoy escribiendo. El fútbol… Sí, el fútbol, que tanta alegría le da a tanta gente, para mí siempre ha sido motivo de bochorno. El desinterés por el fútbol te vuelve un poco menos argentino, un poco menos hombre. Yo padecí eso toda la vida. Me hubiese gustado ser parte de la gran hermandad futbolística, poder integrarme a la memoria colectiva de cada domingo y hablar después durante la semana, como los porteros, de vereda a vereda, como los oficinistas, de escritorio a escritorio, cargándose por derrotas y rivalidades, insultándose de esa manera tan colorida y ocurrente. Pero el fútbol siempre me expulsó.
Nunca logré ser de ningún equipo. En casa me habían regalado una camiseta de Boca. Yo me la puse un par de veces y la sentí como un disfraz. Un día me vino a visitar Gonzalo, un compañero de primer grado, y cuando vio la camiseta se rio de mí, me despreció porque él era de River. Finalmente me convenció para que me uniera a los millonarios y yo acepté. Hice un gran esfuerzo pero fue en vano, no me interesaban las formaciones, ni los resultados, ni los cantitos, y así quedé sin camiseta, condenado a revelar mi desnudez apátrida cada vez que me preguntan de qué equipo soy.
Como jugador, mi historia no es mucho mejor. En el colegio, en el recreo de las diez y diez, salíamos corriendo de la clase y los dos líderes hacían “pan y queso” en las baldosas del patio. El que le pisaba la punta del pie al otro empezaba a elegir. Iban seleccionando a los mejores, y cada elegido se unía contento a uno de los dos equipos que se iban formando. Los pataduras íbamos quedando entre los últimos. Vos veías que tu amigo buscaba un jugador entre los aspirantes y te evitaba la mirada una y otra vez, como si fueras transparente. Él sabía que vos estabas ahí, pero no te elegía porque la victoria era más importante que las sutilezas de la amistad. Yo quedaba último o anteúltimo, sin decir nada (porque suplicar era peor), hasta que me elegían porque no quedaba más remedio.
Nos poníamos a jugar en el patio de cemento, donde había dos o tres partidos simultáneos. Lo que me empezaba a pasar a mí en ese momento es difícil de explicar. Era como que te sienten en una orquesta filarmónica a tocar un instrumento con el que ensayaste apenas un par de veces. Tenés miedo de arruinar todo, miedo a equivocarte, a ser una vergüenza para la historia de la música, pifiar algo grosero en pleno concierto y que se interrumpa la función por tu culpa. Esa era la sensación que tenía. Mi equipo hacía jugadas magistrales hasta que la pelota llegaba a mis pies, que estaban totalmente fuera de tono y entonces yo pifiaba, pateaba mal o me la sacaban los contrarios y arruinaba toda la jugada, todo el esfuerzo de mis amigos. Y lo peor es que ellos, por ahí, no decían nada, o a lo sumo, mientras volvíamos a la media cancha después del gol de los contrarios, decían “Pónganse las pilas, muchachos”, y yo sabía que eso estaba dirigido enteramente a mí.
Cuando me preguntan de qué equipo soy, contesto: “De ninguno; no soy muy futbolero”. Prefiero ese baldazo de agua fría, esa confesión antipática, a intentar simular una pasión por alguna camiseta, porque si lo hago, enseguida sale a la luz mi ignorancia y es mucho peor quedar como impostor que como extranjero.
Hace poco un taxista me preguntó de qué equipo era y yo quise contestar como siempre, pero supongo que lo dije con tono de fastidio porque me preguntó si me molestaba el tema. Yo le dije: “¿A vos te gusta el ballet?” “No”, me contestó. “A mí tampoco, no me gusta nada”, le dije. “Ahora imaginate que el país entero fuera fanático del ballet y a vos no te gusta el ballet. La gente va los domingos a ver ballet a los teatros; unos son fanáticos de Maximiliano Guerra, otros de Julio Bocca; y en cada teatro compiten dos bailarines y bailarinas. Imaginate que paran el tráfico por la cantidad de gente que va a ver ballet, que los noticieros le dedican quince minutos todos los días al ballet, imaginate si hubiera siete canales de TV que pasan solo ballet.” El taxista me miraba por el espejito. Yo seguí: “Imaginate que los pasajeros que se suben al taxi te hablen de la coreografía y los saltos geniales que hizo un bailarín el domingo y vos no lo viste y no te gusta el ballet. En la calle todos hablan de ballet, las tapitas de gaseosa tienen adentro imágenes de bailarines. Cuando un chico nace ya el padre lo hace fan de un bailarín. Los chicos en la plaza ponen música y bailan. Hay barrabravas de ballet, se matan a cadenazos y balazos a la salida del Colón cuando es la gran final. Una o dos veces por mes alguien te pregunta ‘¿Vos de qué bailarín sos?’, y vos no sos de ningún bailarín. Lo decís y te miran raro. La gente en los bares mira ballet por televisión…”. A esta altura el tipo empezó a resoplar, así que no le di más ejemplos y le pregunté: “¿Me entendés?”. “Sí”, me contestó, “te entiendo”. “¿Cómo te sentirías vos si la cosa fuera así?”, le pregunté. “Y… no… claro”, contestó, después se quedó callado y al rato dijo: “Pero no vas a comparar el fútbol con el ballet”. Y yo me hundí un poco en el asiento y miré por la ventanilla con vergüenza porque pensé que él quizá tenía razón.

(Octubre de 2001, Revista Latido, nº 28 – Maniobras de Evasión, Ed. Emecé, 2015)

(Argentina, 1970)



sábado, 17 de julio de 2021

PAZ, Octavio: El ramo azul


Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó: —¿Ónde va señor? —A dar una vuelta. Hace mucho calor. —Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse. Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes después percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce: —No se mueva , señor, o se lo entierro. Sin volver la cara pregunté: —¿Qué quieres? —Sus ojos, señor —contestó la voz suave, casi apenada. —¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme. —No tenga miedo señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos. —Pero, ¿para qué quieres mis ojos? —Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan. —Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos. —Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules. —No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa. —No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta. Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma la cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna. —Alúmbrese la cara. Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. Él apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso. —¿Ya te convenciste? No los tengo azules. -—Ah, qué mañoso es usted! —respondió— A ver, encienda otra vez. Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó. —Arrodíllese. Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos. —Ábralos bien —ordenó. Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso. —Pues no son azules, señor. Dispense. Y desapareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente hui de aquel pueblo.

  

martes, 13 de julio de 2021

CASTILLO, Abelardo: Ser escritor (fragmentos)



POR QUÉ SE ESCRIBE

La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos solo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que esas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Recuerdo una serie de televisión inglesa sobre la vida de Shakespeare, en la que hay una escena memorable. Se sabe que Shakespeare tuvo un gran amor, la famosa dama morena de los sonetos. En esa escena, ella le pide que por favor le diga palabras hermosas, como las que escribe en sus dramas, y no que meramente quiera arrastrarla a la cama. Shakespeare, que ha escrito los diálogos de Romeo, debe recurrir a uno de sus actores para que le explique cómo se habla con las mujeres reales. Al ver esa obra, yo pensé: Shakespeare debió de haber sido realmente así.

LUGAR DEL ESCRITOR

Me preguntan cuál es el lugar del escritor en el mundo actual. La pregunta sería más fácil de responder —y la respuesta, más desalentadora— si nos preguntáramos por el lugar del arte en general. Si “lugar” significa influencia o importancia práctica, el arte no ocupa ningún lugar.
En los años sesenta, o hasta los años sesenta, podía hablarse de la misión del escritor, de su destino, de su compromiso histórico. Se hablaba de la literatura como arma, como modo del conocimiento, como una especie de artefacto estético, en suma, destinado, aunque fuese a largo plazo, a influir sobre la gente o a cambiar el mundo. No importa que estas ideas fueran falsas, incluso estúpidas; importa que permitían escribir y, sobre todo, que podían pensarse. Creo que ningún escritor se pregunta hoy para qué sirve la literatura, por miedo a la respuesta. Siendo escritor, no puedo reflexionar sobre la literatura en general sin reflexionar sobre mi literatura en particular, y a nadie le gusta descubrir que lo que hace carece de importancia.
Hacer poemas, hacer novelas, siempre fue un oficio secretamente vergonzante. El escritor tradicional resolvía el problema imaginando que, por lo menos, era un ser necesario. Una suerte de trabajador marginal, pero, a fin de cuentas, necesario. Hoy sospecha que esta coartada es falsa y, con simulada humildad, se vuelve pragmático: se ve a sí mismo como un mero objeto de la economía de mercado. Un libro es algo que se vende, por lo tanto su autor es un productor de bienes de servicio. La finalidad de una novela no es perdurar ni testimoniar el mundo, ni siquiera ser leída: la finalidad de una novela es ser vendida. Los editores y los suplementos culturales nos acostumbraron a ese modo de pensar. No hay listas de mejores libros, hay listas de libros más vendidos.
El problema es que esta coartada también es falsa, al menos si se es argentino. En un país donde los libros de ficción —no hablemos de la poesía— no venden más de dos o tres mil ejemplares, y esto cuando son un acontecimiento, es difícil, siendo escritor, sentir que se ocupa algún lugar. ¿Quién tiene la culpa de esto? Confieso que no sé, y confieso que el problema no me importa demasiado.
Estamos atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido. La religión, la ciencia, el arte, ya no dan respuestas a nadie. El final de la historia, el fin de las ideologías, la muerte de las utopías, quieren decir sencillamente que no le vemos un sentido al mundo. La pregunta, entonces, sería: ¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe. En esto, el escritor de los noventa me parece idéntico al de los sesenta, al de los treinta, al del siglo XXI.
Empecé diciendo que el arte no ocupa ningún lugar. Esa también me parece una buena respuesta metafórica y, por lo tanto, literaria. Todos sabemos que “utopía” significa precisamente eso: no lugar, ningún lugar.
Un escritor no es solo un señor que publica libros y firma contratos y aparece en televisión. Un escritor es, tal vez, un hombre que establece su lugar en la utopía.

PSICOANÁLISIS POÉTICO

La literatura es, entre muchas otras cosas, una especie de autoanálisis inconsciente. Tal vez yo no pueda saber cómo soy ni pueda explicarlo, pero, en mis libros, mis personajes son quienes me dicen cómo soy. Sobre todo cuando actúan de una manera en que yo no actuaría, están, de algún modo, denunciándome.
Dicho sea de paso, Pablo Neruda lo expresó mucho mejor: “Si me preguntan qué es mi poesía debo decirles: no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo”.

LITERATURA Y FELICIDAD

La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza. ¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor. Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y se escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos.

LA HISTORIA SUBTERRÁNEA

Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción.

POESÍA Y PROSA

Desconfío de los escritores que no empezaron haciendo versos. Leopoldo Marechal solía recordar que, para Aristóteles, todos los géneros de la literatura son géneros de la poesía, y Ray Bradbury aconseja leer todos los días un poema antes de ponerse a escribir un cuento o una novela. Todo escritor verdadero es esencialmente un poeta. Ser poeta no significa escribir en verso; ni el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía.
Cuando uno dice “poeta” piensa en Góngora, en Machado, en Lorca, en Neruda, en Vallejo. Son, digamos, poetas en estado puro. Pero hay otro tipo de escritor que llega a los versos a través de la prosa, como Borges, como Quevedo, incluso como Poe. Y hay todavía un tercer tipo, el gran prosista, que no puede escribir versos, aunque seguramente empezó haciéndolo en su adolescencia. William Faulkner le confesaba a Jean Steen: “Soy un poeta malogrado. Quizá todo novelista quiere escribir primero poesía, y descubre que no puede, y entonces intenta escribir cuentos, que es la forma más exigente después de la poesía, y, al fracasar, solo entonces se dedica a escribir novelas”.
La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo.

(Argentina, 1935/2017)

(Fragmentos de su libro de ensayo Ser escritor, Bs. As., Seix Barral, 2007)