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sábado, 12 de diciembre de 2020

MOYANO, Daniel: La columna



El niño trepó por la columna de la galería y sintió otra vez aquella sensación. Había advertido que a medida que subía, trepando como si sus manos y sus piernas fuesen una gran mano que se abre y se cierra la sensación aumentaba. La había descubierto hacía pocos días, y era una sensación nueva fuerte y desconocida. No se animaba a subir más allá de la mitad de la columna, dividida por un anillo metálico, porque, según aumentaba la sensación a medida que trepaba, allá arriba sería insoportable. Nacía en un punto fijo, entre las piernas, pero en realidad se extendía por todo el cuerpo como un temblor interno. 
Ahora trepaba por la columna, un poco para provocar la sensación aquella y otro poco para ver algo de la calle por encima de la tapia porque le habían prohibido salir a causa del peligro de los vehículos. Desde la mitad de la columna veía una parte de la calle, los automóviles de distintos colores, la esquina donde había una torre con un pararrayos. Desde el patio, en cambio, podía ver perfectamente el pararrayos pero no la torre que lo sustentaba. Y suponía que trepando hasta el cielorraso de la galería vería incluso el monumento de la plaza cercana, el caballo y el hombre saltando hacia la cordillera. Pero había trepado también para olvidarse de la cara de Isidro y de los ojos huidizos de la madre. 
Cuando sintió aquello por primera vez le hubiera preguntado a su madre para que le explicase qué era y por qué lo sentía, pero desde hacía un tiempo, desde la aparición de Isidro, la madre, cuando él le preguntaba alguna cosa, huía con los ojos. Quizás el talabartero que ocupaba el cuarto vecino pudiera revelarle el secreto pero el hombre escondía siempre, cuando hablaba con él, detrás de una sonrisa siempre idéntica, todo lo que sin duda sabía. Isidro era adulto y sabía todas las cosas; pero jamás le hubiera preguntado nada a él. 
Los ojos de la madre, cuando huían, se parecían a los de Isidro. Isidro no era un tío ni nada que se le pareciese; había aparecido no se sabía de dónde y, de vez en cuando, entraba en la pieza de la madre. Lo había visto entrar una vez. Isidro cerró la puerta y lo miró a él, que estaba en la galería, con los mismos ojos de su madre. Él se apoyó contra la columna. Era la siesta y había mucho silencio en la casa. El talabartero, que pasaba, lo miró un instante, no sonrió y su cara tuvo el aspecto de sus manos. Sabía que también el talabartero había visto entrar a Isidro. Miró un rato la puerta hasta que se abrió para mostrar solo la mitad de su madre. Ella lo miró, aunque sus ojos parecían dirigidos a un punto fijo de la tapia de enfrente y le dijo que si quería podía ir a la vereda, pero que no bajase a la calle. Desde el cuarto venía el rumor de un ventilador. La madre cerró otra vez la puerta y dio una vuelta a la llave. 
Desde que Isidro empezó a entrar, él tuvo libertad para ir a la vereda a ver pasar los autos. Pero no lo hizo nunca porque tenía miedo de que los autos lo aplastaran como al perro del talabartero. Solamente la cabeza, con la boca abierta, coincidía con la imagen anterior del animal. El resto había mudado bruscamente descubriendo para él las cosas que hay adentro, sangre, huesos y vísceras. «Es el estómago», le dijo el talabartero cuando él le preguntó por esa especie de bolsa que parecía inflada. El basurero no pasaría hasta el lunes y el estómago se había inflado en el tacho. La cabeza identificable había quedado en el fondo del mismo, tapada con hojas y papeles, y los restos de las patas sobresalían por los bordes. El temor que sentía no era tanto por él sino por el perro. Si salía a la calle, el estómago del animal quedaría otra vez al aire libre, indefenso en medio del día hasta que lo llevase el basurero. 
Cuando la madre cerró la puerta dejó de oír el rumor del ventilador y se paseó por la galería. No iría a la calle, el patio estaba desierto y la casa silenciosa. Caminó mucho, contó las baldosas y subió luego a la pileta de lavar para ver hacia la calle. Desde allí vio el dedo extendido del jinete del monumento y se dijo que trepando por la columna quizás pudiese ver mucho más. Cuando lo hizo descubrió la sensación. 
Ahora la madre había cerrado otra vez la puerta y él tenía otra vez la posibilidad de ir a la vereda pero el miedo lo detenía. Sin embargo, su temor no era ahora por el perro sino por Isidro. Menos mal que el fantasma del hombre podía borrarse trepando a la columna para sentir aquello que aumentaba hacia arriba. Pensaba que Isidro, allá adentro le estaba hablando a su madre con la frente. No le gustaban los ojos de Isidro, pero no porque fuesen huidizos como los de la madre sino por la frente. Era una frente ancha, con un brillo opaco hacia la parte en que nacía el cabello. Tenía unas arrugas profundas, como labios, en el medio y cerca de las sienes. Pocas veces había oído hablar a Isidro, pero se le ocurría, recordando las palabras, que la voz brotaba de la frente, de las arrugas mientras la boca permanecía cerrada. El hombre tenía los ojos altos y costaba llegar a ellos porque parecía que allá los ojos tenían resplandores súbitos y desconocidos, quizás como la sensación multiplicada en lo alto de la columna. Hasta el anillo metálico, la sensación era más bien dulce, pero allá, creciendo, se volvía intolerable. Los ojos de Isidro también crecían. 
Miró la puerta cerrada, detrás de la cual sin duda, estaba la frente de Isidro. El recuerdo de la sensación aquella volvió otra vez y tomó la columna con ambas manos, como vacilando. Se dijo, para evitar la certeza de que trepaba solamente en procura de aquella sensación, que aunque contase con la autorización de la madre para salir a la vereda y ver la calle, prefería hacerlo desde la mitad de la columna, como otras veces, para salvar al perro del tarro de la basura y permitir que su estómago siguiese tibio y abrigado debajo de la piel salvadora. Alzó los pies y comenzó a trepar dejando que la columna, presionada, se deslizase entre sus piernas. La sensación llegó como un viento cálido al lugar que se sabía y él tuvo miedo de sentirla, con ese miedo morosamente perseguido, buscado, acosado. La sensación aumentó hasta la mitad de la columna. Allí se detuvo, para que no creciera. En ese instante apareció el talabartero con su delantal de cuero y sus manos como inútiles, parecidas por el color al cuero del delantal. Él permanecía aferrado a la columna, objeto de su secreto placer, y se avergonzaba de que el hombre lo mirase y descubriese lo que estaba sintiendo. «Estoy mirando la calle», dijo, y el hombre sonrió y él vio que en su sonrisa no había conocimiento de lo que él sentía, porque si lo hubiera sabido sin duda se lo habría reprobado según la vieja costumbre de los adultos, que por razones incomprensibles prohibían todo lo que significase placer. Bajó en un solo deslizamiento y mirando al talabartero le dijo que no tenía la frente como Isidro. El hombre sonrió, hizo un guiño y le dijo que tenía que quererlo a Isidro. Cuando él dijo que jamás lo haría, el hombre afirmó que de todos modos tendría que quererlo porque desde ahora el hombre era el padre. El niño sonrió ante la ingenuidad del talabartero, que creía que un hombre salido hacía poco de la multitud podía ser su padre. Él había oído decir un día que su padre no valía nada, que estaba muy lejos afortunadamente y que lo mejor que podían hacer con él, si volvía, era tirarlo al tarro de la basura. Entonces el talabartero antes de que la sonrisa del niño cesase en su rostro, le dijo que sabía perfectamente que no era su padre, pero que en todo caso era como su padre. Cuando cesó la sonrisa, el talabartero había desaparecido por la puerta que daba a la calle. 
Miró otra vez la puerta de la pieza de la madre y no supo en qué pensó primero: si en la sensación interrumpida por el talabartero o en el dedo del jinete extendido hacia las nieves lejanas. Tomó otra vez la columna y trepó hasta la mitad. La sensación fue dulce y violenta. Se dijo que si alcanzaba a ver al caballo y al jinete plenamente, desde lo más alto, la sensación lo destrozaría. Pasó sobre el anillo metálico que dividía la columna y trepó un poco más. La sensación se hizo más violenta y se sintió desfallecer. Cuando viera al jinete, sin duda moriría. Hizo un nuevo esfuerzo y alcanzó la parte final de la columna, sintiendo sobre su cabeza la proximidad del cielorraso de madera. Vio los increíbles dibujos de las vetas y el paso fugaz de una araña. Se aferró fuertemente a la columna poniendo todo su cuerpo contra ella para apurar quién sabe hasta dónde aquella horrible e inevitable sensación. Y en vez de mirar hacia la estatua, que había comenzado ya a mostrarle el caballo y parte del jinete, miró hacia la habitación de la madre por la banderola abierta. El ventilador giraba enloquecido. Ella estaba desnuda, boca arriba, con los ojos cerrados y un sudor en la frente que le daba un brillo similar a la frente de Isidro. Este, con los ojos abiertos, a su lado y desnudo también, parecía estar mirando hacia la banderola. 
La visión duró un instante. Sus manos y sus piernas abandonaron súbitamente la columna. Se deslizaba hacia el suelo viendo que se agrandaban los cuadros de las baldosas. El caballo y el jinete habían desaparecido. El estómago del perro volvió a la memoria y parecía inflarse, una y otra vez dentro de su cabeza. 

(Argentina, 1930/1992)



UCEDA VALIENTE, Julia: La extraña



Me levanté sin que se dieran cuenta 
y salí sin hacerme notar. 
Había estado todo el día 
entre ellos, intentando 
hacerme oír, 
procurando decirles 
lo que me habían encargado. 
Pero el recado que me dieron 
no era preciso. El humo, 
la música, el ruido de las risas 
y de los besos —estallaban 
como las rosas en el aire—, 
eran más fuertes que mi voz. Cansada 
de mi trabajo inútil, 
me levanté, 
abrí la puerta 
y salí del hermoso lugar. 
Desde la calle 
miré por la ventana: nadie había 
advertido mi ausencia. 
Caminé. Volví el rostro: 
ninguno me seguía. 

Sevilla (España), 1925


CASTILLO, Abelardo: Fermín




Fermín no era mejor que nadie, al contrario, tal vez fuera peor que muchos. No necesitaba estar muy borracho para romperle las costillas a su mujer, y prefería ir a gastarse la plata al quilombo en vez de comprarle alpargatas al chico. Era sucio, pendenciero y analfabeto. Opinaba que no se precisa ir al colegio para aprender a juntar fruta. 
Sí, indudablemente Fermín no era una excepción en los montes del francés. Según contaban los juntadores, debía una muerte. Había sido en Santa Lucía, en un baile. Al otro le decían el chileno. Fermín, en pedo, le manoseó la mujer, y el chileno cuando quiso echar mano ya tenía medio metro de tripa por el piso. Claro que esa no era la única historia fea que corría por los montes, varios había con asuntos parecidos. Por eso, cuando para las elecciones vino ese político y gritó ustedes los trabajadores son la esperanza de la patria porque en ustedes todo es puro, auténtico, porque ustedes todavía no están corrompidos, Fermín no pudo reprimir una sonrisita maliciosa. Y no solo a él le dio risa. 
—Ni en las casas me piropean tanto —comentó bajito. 
Y era cierto. En su casa también sospechaban que Fermín no era, del todo, un varón ejemplar. Borracho putañero, eso sí le decían. El día menos pensado me lo agarro a mi hijo y no nos ves más el pelo. Eso sí le decían. Eso sí que sonaba auténtico. Pero la Paula no era capaz de irse, por qué se iba a ir, si el Fermín la quería. Además, unos cuantos garrotazos por el lomo y la mujer se calma. Desde que había hablado el político, sin embargo, Fermín no les pegaba, ni a la Paula ni al malandrín de su hijo. Al fin de cuentas, cosas que dijo el hombre no daban risa, sobre todo cuando Cardozo el más chico medio lo provocó y él, de ahí nomás de la tribuna, vea, le dijo, eso no es ser guapo, amigo, seguro que si el francés los grita no hacen la pata ancha. Y que la hombría se les despertaba en casa, con la mujer. Esa parte le había gustado, porque no era del discurso; le había gustado que dijera pata ancha. Y además tenía razón. Claro que en todo no tenía razón. A veces es un desahogo dar vuelta la mesa de una patada, o reventar un plato contra la pared. 
El siete y medio también es un desahogo. Porque a Fermín, como a cualquiera, le gustaba el siete y medio. De noche, en el almacén del zarateño se armaban lindas tenidas. El tallador era un chinón, clinudo, que imitaba los modales de los compadres puebleros, rápido para la baraja casi tanto como para el chumbo. Una sola vez lo habían visto actuar; el finado Ortega le gritó aquella noche: “¡Dame mi plata! Yo sé que estás acomodado con el francés pero, lo que es a mí, no me volvés a robar.” Y no volvió a robarle. El otro lo mató ahí nomás, en defensa propia: Ortega tenía el cuchillo en la mano cuando se refaló junto a la mesa. El comisario de San Pedro tomó cartas en el asunto, se lo vio conversando con el francés: a partir de esa noche quedó prohibido entrar en la trastienda del boliche, con cuchillo. 
El político también habló de eso. Según dijo, venía a tener razón el finado Ortega. Claro que el político era del pueblo (veinte kilómetros hasta el monte más cercano) y que en el pueblo uno podía divertirse de otra manera; dos cines, dicen que había. 
Sea como sea, de una semana atrás que Fermín andaba pensativo. Y esa tarde, al cobrar, se quedó un rato con la plata en la mano, mirándola. ¿Venís a lo del zarateño?, oyó a la pasada y no supo qué contestar, se le atragantó una especie de gruñido. En el almacén de Ramos Generales había visto un vestido colorado, a lunares grandes. Lindo. 
—A que se lo llevo a la Paula —decidió de golpe. 
Y entró, y salió con el paquete bajo el brazo, y no compró alpargatas para el chico de casualidad. Iba a pedirlas pero le dio risa. Cha, qué bárbaro, se escuchó decir. 
—Ni sé el número —dijo. 
Cha que bárbaro, realmente. Ahora, en el camino hacia su casa, arrastrando el paso, mirándose fascinado el dedo que asomaba abajo, en la punta de la zapatilla, Fermín pensaba. 
—¿Andás enfermo, Fermín? 
—Eh, no. ¿Por? 
—Digo. Por el tranco —el otro lo miraba, con intención—. Y como te volvías tan temprano. 
Era cierto, gran siete. Desde el otro sábado que le debía un trago al Ramón. Entonces lo convidó al boliche. Y Ramón dijo que sí, después dijo: 
—¿Y ese paquete? 
—El qué —Fermín se encogió de hombros y sacó el labio inferior hacia afuera, medio sonriendo—. Nada. 

II 

Lo del zarateño estaba lindo. Al fin de cuentas la Paula no lo esperaba hasta mucho más tarde y no era cosa de darle un susto, y una ginebra no le hace mal a nadie, ¿no? 
Iban tres vueltas. Entonces Fermín se dio cuenta de que, de este modo, seguía debiendo una copa. 
—Ginebra, zarateño, pa mí y pal hombre. Con el dedo índice tocó al hombre en el pecho y, echándose hacia adelante, agregó: 
—Porque yo soy de ley, amigo. 
La ginebra es áspera. Por eso, después del cuarto trago, la voz de Ramón era un poco más solemne que de costumbre: 
—Yo también soy de ley, Fermín… ¡A ver, patrón!: dos ginebras. 
—Ta bien, hermano; los dos somos de ley. Pero, la próxima, yo pago, y quedamos hechos. 
—Ta bien. 
Fermín tenía los ojos clavados en la cortina de la trastienda; vio en seguida cuando los hermanos Peralta salieron del interior. Eso significaba: dos sitios. 
—¿Probamos? 
—Probemos... 

III 

—Al siete y medio, pago. 
La mano del tallador, morena y flaca, con una uña agresivamente larga en el meñique, levantó de la mesa los mugrientos pesos que se apelotonaban junto a los naipes. 
Se le achicaron, amarillos, los ojitos a Fermín. Ya hacía rato que el aire estaba caliente bajo la lámpara, espeso de humo y de ginebra. Fermín agachó la cabeza. Después, mirando al morocho por entre las cejas, preguntó, pausadamente: 
—¿Qué era lo que decía Ortega? 
En la mesa hubo como un sacudón. 
El chinón, despacito, se abrió la camisa hasta la altura del cinto. Luego, también despacito, comenzó a pasarse un pañuelo por el pecho sudoroso. Junto al ombligo, ingenuamente asomaba la culata del Smith & Wesson. 
—¿Andas con ganas de ir a preguntárselo? 
El morocho era filoso. Fermín sintió que la cara le ardía como si le hubieran pegado un tajo. Miró alrededor. Los hombres —Ramón también— rehuyeron sus ojos. A todos los había cacheteado la fanfarronada del moreno. 
—Ta bien —murmuró Fermín—. Ta bien, me vuelvo a casa. Vos, Ramón, ¿venís? No, mejor quédate. Todavía no te robaron todo. 
Dio la espalda a la mesa y, arreglándose el pantalón a dos manos, encaró la cortina. Lo paró en seco la voz del morocho: 
—¡Che! 
Fermín se dio vuelta como tiro, buscando en la cintura el cuchillo que no tenía. Al otro le había aparecido el revólver en la mano. Sonrió: 
—Te olvidas de algo —dijo, señalando con el caño hacia un rincón. 
Fermín se agachó a recoger el paquete de la Paula. 

IV 

Me han basureao gran puta el político de mierda ese tenía razón somos guapos en las casas nos roban la plata y tamos contentos. Fermín estaba parado en la puerta del prostíbulo. 
Llamó de nuevo. 
—Che, ¿te crees que nosotras no dormimos? —la voz opaca de doña María precedió a su rostro que, hinchado, asomó detrás de la puerta a medio abrir: 
—¿A quién buscas? 
—A la pueblera. 
—No se puede, ya no atiende. Está acostada. 
—Mejor si está acostada… 
La mujer frunció la boca, dubitativa; luego, repentinamente desconfiada, preguntó: 
—¿Traés plata? 
—No. 
—¡Ah, no m’hijito! A esta hora y con libreta, no. 
Fermín puso el pie antes de que la puerta se cerrara: 
—Oí… Traigo esto. Si te va apretao, lo cambias mañana. 
Y le alcanzó el paquete. 

(Argentina, 1935/2017)



MARTÍ, José: Cultivo una rosa blanca...



XXXIX 

Cultivo una rosa blanca 
en julio como en enero 
para el amigo sincero 
que me da su mano franca. 

Y para el cruel que me arranca 
el corazón con que vivo, 
cardo ni ortiga cultivo, 
cultivo una rosa blanca.

(Cuba, 1853/1895)


Martí es muy lúcido al no confundir la tierra con la patria. La tierra es la que pisan nuestros pies. La patria es algo que está dentro de nuestros sentimientos, que está en el odio a quien la ataca, en la furia de quien quiere ultrajarla. La patria es —para Martí— un compromiso que él asume con Cuba de dar la vida para liberarla.
...
Martí queda así en nuestros corazones como el ejemplo del intelectual que no solamente escribe sino que escribe para algo, escribe para una causa social. No es necesario que todos los intelectuales escriban para una causa social, pero sí es deseable que todos sientan la causa de la libertad como la causa primera que permite escribir. No hay literatura libre sin una tierra libre. Y esto Martí lo entendió mejor que nadie.

FEINMANN, José Pablo. Una filosofía para América

MARTÍ, José: Yo quiero salir del mundo...

 


XXIII 

Yo quiero salir del mundo 
por la puerta natural, 
en un carro de hojas verdes 
a morir me han de llevar. 

No me dejen en lo oscuro 
a morir como un traidor; 
yo soy bueno, y como bueno, 
moriré de cara al sol.

(Cuba, 1853/1985)



“José Martí es un hombre complejísimo y completísimo: es poeta, prosista, revolucionario, hombre de acción y hombre de letras. José Martí es una de las personalidades más grandes de América Latina, es un hombre que ha escrito muchísimos libros porque también escribió muchísima prosa periodística ya que viajó mucho y en Estados Unidos y en Europa escribió tal como escribe un intelectual comprometido: mucho. Porque quiere dar su testimonio y cuando uno quiere dar su testimonio la compulsión a escribir es muy grande. A veces lo lleva incluso a la desesperación. A la desesperación de dar su testimonio y aun así las cosas no cambien”. 

FEINMANN, José Pablo. Una filosofía para América

miércoles, 2 de diciembre de 2020

INCARDONA, Juan Diego: Los monstruos


Eran los años del Hombre Gato y el Enano de Cruz, del Ahorcado del Tanque y los lobizones del campito. Igual que otros barrios del conurbano bonaerense, Villa Celina también estaba rodeada de potreros y campos. Por las noches, estos terrenos se convertían en una masa negra amenazante, donde brillaban, de pronto, luces y rayos misteriosos, y se oían –quién sabe de dónde– voces y ruidos extraños. Para mis amigos y yo, que teníamos once, doce años, aquella oscuridad local nos proveía todo el material que nuestra imaginación necesitaba, pero a cambio cada uno debía pagar, íntimamente, un precio. 
Un día después de la escuela, nos juntamos con Martín y el cabezón Adrián en la esquina de Giribone y San Pedrito. Sentados en la vereda del gomero, fuimos viendo caer la noche enfrente nuestro, sobre los potreros que se alargaban hacia el Riachuelo. A medida que arriba el cielo se ponía negro, abajo nuestras mentes buscaban espejismos y apariciones. Quizá discutíamos si eso que se escuchaba eran ladridos de perros o aullidos de lobizones, si eso que olíamos era basura quemada o el cuerpo de un muerto, cuando de pronto vimos una luminosidad flotando en la cancha de “nueve pescador”, una luz entre amarillenta y blanca que se movía y formaba figuras. El cabezón Adrián dijo que debía ser la luz mala del perro de La Maico, al que habían enterrado el día anterior en el campito. Martín y yo le preguntamos qué eran las luces malas y él nos explicó que eran las almas que salían de algunos muertos, que se lo había contado su tío Medina. Yo estaba impresionado y enseguida me acordé del canario que habíamos enterrado con mi abuelo en la maceta de los malvones, en el patio de casa. De repente, el cabezón Adrián, aterrado, avisó: 
–¡La luz mala viene para acá! 
Era verdad. Todos podíamos verla. El brillo que antes daba vueltas en la cancha, ahora avanzaba hacia el barrio. 
–¡Corramos! –los tres nos levantamos y cada uno salió disparado hacia su casa. 
La mía quedaba en Ugarte y Giribone, a sólo una cuadra del comienzo del campito. Compartía la pieza con mis dos hermanas. En esa época, María Laura tenía seis o siete y María Cecilia, tres o cuatro años. Cuando apoyaban la cabeza en la almohada, enseguida se quedaban dormidas, y así seguían hasta la mañana, sin problema. Yo, en cambio, que era el más grande y era el varón, no podía pegar un ojo. Cuando mi vieja apagaba el velador, a mí me agarraba miedo, mucho miedo a la oscuridad. 
No me acuerdo si arrastraba este asunto desde más chico o si me había empezado a esa edad, sugestionado por las historias que contaban mis amigos. Lo cierto es que me costó mucho superar aquellas noches de 1982, de 1983. Me latía fuerte el corazón, sentía el cuerpo caliente y transpiraba mucho. Además, me faltaba el aire, un poco por los nervios, pero principalmente porque me tapaba hasta la cabeza. Es que, como cualquier chico sabía, las frazadas eran un escudo casi inviolable contra los fantasmas y monstruos. 
Era muy importante que el refugio estuviera bien sellado, que no quedara ni siquiera un dedo afuera, porque si no uno podía pagarlo muy caro. Por supuesto, respirar ahí adentro se convertía en un verdadero suplicio, pero era un sacrificio que probablemente cualquier niño hubiese hecho en mi lugar, movido por ese instinto ancestral que se llama “supervivencia”. Para administrar las pocas gotas de aire, contaba seis, siete segundos entre cada respiración. Semejante economía empeoraba tanto la sensación de ahogo que en un momento tenía que ceder. Arriesgándome increíblemente, asomaba la boca de aquella cueva y tomaba aire. Después, empezaba todo de nuevo, y así sucesivamente, hasta que, si tenía suerte, por fin me quedaba dormido, una vez entradas varias horas la noche, no sin antes haber analizado y discutido conmigo mismo sobre el origen de cada pequeño ruido que sonaba en la pieza, en el patio o en la terraza. 
Después de que vimos la luz mala del perro de La Maico, yo andaba muy sugestionado, pensando principalmente en el canario enterrado de la maceta. Estaba seguro de que su luz mala rondaba la casa. Al principio, me pareció escucharlo cantar en el patio e incluso adentro de mi pieza. Era la misma melodía que le había conocido tantas mañanas. Ahora sonaba de noche y se escuchaba muy bajo. Pensé que eso debía ser normal tratándose de la voz de un espíritu, que se oía bajo porque ya no tenía cuerpo. Después, con el paso de las noches, me convencí de que el maldito revoloteaba sobre las puntas de mi cama, sobre mis pies y sobre mi cabeza. Una noche, que ya me había quedado dormido, me desperté de nuevo, de golpe, con la sensación de que me tiraban del pelo. Había cometido el error de dejar una parte de la cabeza destapada. Sin perder tiempo, sellé otra vez la cueva . Había sido una desgracia con suerte. 
Pero el escudo de frazadas no era la única protección. Había otras maneras de defenderse. Una de ellas –cualquiera podía saberlo– era la luz. Fantasmas y espíritus escapaban de la luz, los criminales lo pensaban dos veces antes de entrar a la pieza y las cosas, bien iluminadas, dejaban de transformarse y volvían a ser lo que eran. Lo primero que se me ocurría cuando los ruidos aumentaban, era sacar la mano de mi cueva y prender el velador. Pero casi nunca llegué a hacerlo, porque tenía miedo de que pudieran morderme. 
En esos días, el maestro de Ciencias Naturales nos enseñó a hacer una linternita casera. Fue una gran suerte. Como era un trabajo práctico para la escuela, mis padres, aunque no andaban bien de plata, me compraron todos los materiales que necesitaba. Era una cajita de fósforos con una batería de nueve voltios adentro. Cuando cerrabas la caja, un clip de gancho de cobre hacía contacto con una lamparita de un volt y medio, incrustada en el cartón. Fue bastante fácil hacerla y yo lo disfruté, porque me encantaba la electricidad. Mi papá ya me había enseñado algunas cosas. Cuando la linterna estuvo lista, se la mostré a mis amigos del barrio. Todos me pedían que se las prestase un rato. La prendían y la apagaban sin parar, abriendo y cerrando la cajita. También se la mostré a Jimena, la chica de la otra cuadra que me gustaba y que no me daba bola. A partir de ese día, durante un tiempo me llamó por mi nombre. Hola, Juan Diego. Chau, Juan Diego. Eran todas alegrías las que me daba mi pequeña linterna. Y en esa época, además, iba a darle otra utilidad, todavía más importante. La cajita de luz sería mi talismán contra los males que venían a la casa. 
Empecé a acostarme con la cajita al lado. Cuando la prendía adentro de la cueva, ¡pin!, la lamparita dentro de todo iluminaba, y yo podía ver los dibujos estampados de las sábanas, los hilos deshilachados de las frazadas, podía verme las manos. Pero cuando la probé en el espacio abierto de la pieza, descubrí que a mi pobre cajita no le daba la fuerza contra tanta oscuridad, que un volt y medio no era nada en ese aire tan negro. Era peor, porque cuando la luz era poca, las formas raras que había en ese lugar eran más raras y daban más miedo. 
Mi situación empeoró cuando llegó el verano, porque a la poca fuerza de la cajita de luz se sumó un nuevo problema. Mis padres nos sacaron las frazadas y nos quedaron, para taparnos, solamente las sábanas. Así, la cueva quedaba muy debilitada. Una tela sola no podía compararse con los kilos de mantas que nos tiraban encima en invierno. Si hubiese sido por mí, no habría dudado en bancarme el calor con tal de tener mayor seguridad, agregando a mi cama al menos una frazada, pero en esa época las mantas eran objetos inaccesibles, guardados en el baúl que tenían mis padres en su pieza, así que esta opción quedaba descartada, porque si hay algo que traté de lograr durante aquel tiempo, fue que mis viejos no se enteraran de mi problema, sobre todo mi papá. 
Cuando él se iba a la fábrica, a eso de las cinco de la mañana, a veces entraba a nuestra pieza para ver si estaba todo bien. Yo me hacía el dormido y durante esos segundos me destapaba la cabeza, porque me daba vergüenza que él me viera así. Igual sabía que las cosas de la oscuridad no iban a hacerme nada, primero porque nunca salían si había personas grandes, y segundo, porque mi viejo imponía respeto, ya que era un tipo muy fuerte y peleador, que además había nacido en Sicilia, un lugar que, según me había contado mi abuelo, estaba lleno de mafiosos. A mí me gustaba pensar que mi familia paterna era de la mafia. Yo se lo decía a mi amigo Martín, cuando competíamos sobre quién tenía familiares más fuertes, sobre cuál padre mataría a cuál, sobre cuál tío mataría a cuál. El me discutía que mi papá no podía ser de la mafia, porque trabajaba, que los mafiosos no necesitaban trabajar. Yo no sabía bien qué contestar, pero estaba seguro de que mi papá lo mataba al de él. Cuando mi viejo entraba a la pieza y yo me destapaba rápido la cabeza, me hacía el que roncaba, como hacía él cuando dormía. Después de un rato, mi papá cerraba de nuevo la puerta y yo me volvía a tapar la cabeza. 
A todo esto, mis hermanas seguían durmiendo como si nada. Para colmo, María Laura roncaba de verdad. Qué bronca que me daba. Tan chiquita y ya podía roncar. Su ronquido era siempre igual y yo me lo sabía de memoria. Hacía tres cortos seguidos, paraba, y después uno largo. De vez en cuando, roncaba de otra manera, y entonces me preocupaba, porque no estaba seguro de si era ella o alguien de adentro del ropero, que estaba justo al lado de su cama. Yo no quería dormir con el ropero abierto, porque ahí la oscuridad era mucho más fuerte. Antes de apagar la luz, mi mamá lo cerraba, pero después muchas veces las puertas se abrían solas, un poco porque era un mueble viejo que ya no quería más, pero sobre todo estaba convencido, porque las almas que vivían ahí adentro eran muy poderosas y eran capaces, cuando querían, de abrir y cerrar puertas. 
Hubo noches que llegaron a abrir la propia puerta de la pieza. Yo rezaba padrenuestros y avemarías, porque creía que así no podían tocarme, pero igual me moría de miedo mientras escuchaba sus pasos. A la mañana, miraba el parquet al ras del suelo y entonces no tenía dudas. Claramente, podían verse las huellas, de distintos tamaños, que habían dejado. Incluso, descubrí pisadas sobre las paredes y una en el techo, en mi esquina. La peor de todas las noches fue una vez que abrieron y cerraron puertas en toda la casa, la del baño, la de la cocina, la del cuartito donde estaba la heladera. Se notaba que andaban enojados, porque además decían malas palabras. Esa vez no se conformaron con las puertas internas. En un momento, se escuchó la llave de la puerta de calle, después cómo se corría el gancho y por último el ruido de la puerta de madera arrastrándose en el piso, mientras se abría. No me quise ni imaginar la cantidad de espíritus y fuerzas malignas que se estaban metiendo a la casa. En las noches siguientes, tocaban el timbre a cada rato, bien tarde. Para mí, eran otros que también querían entrar. Pero esas veces no escuché que se abriera la puerta. Seguro mi casa ya estaba llena y no cabía nadie más. 
Tenía que hacer algo, no podía vivir así. Un sábado o un domingo al mediodía, mientras veíamos cómo jugaban a la pelota los viejos en el campito, le saqué el tema al cabezón Adrián Navarro, que era el que más sabía de estas cosas entre mis amigos, porque su tío Medina siempre le contaba historias, como la vez que había visto al Diablo en la escalera de uno de los edificios de la General Paz. Le dije: 
–Cuando se hace de noche en mi casa salen los espíritus. 
El cabezón me clavó los ojos, esos ojos chiquitos y raros que parecían de lagartija. 
–¿Te dan miedo? –me preguntó. 
–Nooo –le mentí–, lo que pasa es que no me dejan dormir. 
Se puso serio. Al rato, gritó: 
–¡Tío! ¡Vení , tío! 
Uno de los jugadores se arrimó a nuestro costado. Era el mismísimo Medina. 
–¿Qué pasa? –preguntó. 
El cabezón Adrián, sin darle vueltas al asunto, le contó: 
–A él lo molestan los espíritus. 
Medina se agachó un poco y su cara, frente a la mía, todavía es una imagen que tengo grabada. 
–Pibe –me dijo como si fuera lo más natural del mundo–, los fantasmas son como los perros, tenés que dejar que te huelan. Una vez que te conozcan, no te van a joder más. 
Entonces, volvió al potrero con los viejos, que seguían en la suya, encorvados y chuecos, corriendo atrás de la pelota. Yo me quedé impresionado y en silencio, pero ya sabía, desde ese mismo momento, que cuando llegara la noche me la iba a jugar a todo o nada. 
A las once, doce, después de ver algo en la tele, me mandaron a la cama. Mi vieja hizo lo mismo de siempre: ordenó la ropa en los cajones de la cómoda, guardó alguna cosa en el ropero y después apagó primero la luz de arriba y por último el velador. Cuando salió de la pieza, yo, automáticamente, me tapé la cabeza y prendí, adentro de la cueva, mi cajita de luz. 
Tenía que esperar que llegara el momento justo, el peor momento, cuando la oscuridad se volviera bien fuerte y los espíritus anduvieran sueltos. 
Por la mitad de la noche, empezaron los ruidos. Uno a uno, los fui reconociendo y clasificando mentalmente. Pronto, el canario empezó a revolotear sobre las puntas de mi cama, la puerta del ropero se abrió y de adentro le contestaban los ronquidos a María Laura, el viejo piso de madera crujía por los pasos. 
Recé un Avemaría. Apagué la cajita de luz y la dejé en el costado. Cerré los ojos. Saqué la cabeza de la cueva. Respiré profundo. Me destapé el resto del cuerpo. Me senté en la cama. Me puse de pie. Abrí los ojos. Caminé despacio hacia la puerta de la pieza. Muchas personas me clavaban la vista. Abrí la puerta. Salí al patio. Di un paso, di dos pasos, di tres pasos. Detrás mío, caminaba otra gente. Seguí adelante. La luz mala del canario me revoloteaba en la nuca. Llegué a la escalera. Subí un escalón, subí dos escalones, subí tres escalones. De las macetas flotaban vapores venenosos. Llegué a la terraza. Miré la calle. Miré las casas. Miré el Tanque de Celina. La zanja corría despacio y el agua podrida, era sabido, estaba mezclada con sangre. El viento movía las hojas de los árboles. Los faroles del alumbrado también se movían y por eso las sombras, en las veredas, estaban vivas. Cerré los ojos. Entonces, se acercaron para olerme. El Hombre Gato dio vueltas a mi alrededor. El Enano de Cruz me pasó entre las piernas. Los lobizones me olfatearon los pies. Levanté los brazos. Las luces malas me alumbraron y yo, debajo de los párpados, vi todo blanco. Abrí los ojos de nuevo. Todos los chicos de Villa Celina abrieron los ojos, y en ese momento, entre la General Paz y la Riccheri, mientras los padres dormían, nosotros éramos hermanos de los fantasmas, éramos los monstruos, a la noche, caminando en los techos. 

(Argentina, 1971) 


MUJICA LÁINEZ, Manuel: El hambre


Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes. 
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos. 
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el «Ave María» heráldico del fundador. 
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos. 
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde. 
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Cómo si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse? 
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda. 
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces… 
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose. 
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más… 
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria. 
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto. 
A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester… 
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento. 
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala. 
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones. 
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad… 
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Sólo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. 
El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más. 

(Argentina, 1910/1984)