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martes, 25 de noviembre de 2025

LOVECRAFT, Howard Phillips: El extraño



Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles solo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron… a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada solo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y solo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guio, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas…, ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aun cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que solo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas si podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia… un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
(EE UU, 1890/1937)



miércoles, 29 de octubre de 2025

ENRÍQUEZ, Mariana: Mis muertos tristes


Ahora es tiempo de que ustedes vuelvan.
Ya se fueron suficiente tiempo.

LYDIA DAVIS, Ni puedo ni quiero

Primero, creo, debo describir el barrio. Porque en el barrio está mi casa, y en la casa está mi madre. Una cosa no se entiende sin la otra. No se entiende por qué no me voy. Porque puedo irme. Puedo irme mañana.
El barrio ha cambiado desde mi infancia. Solía ser viviendas para obreros construidas en los años treinta en calles angostas; casas de piedra, hermosos jardines pequeños y ventanas altas con persianas de hierro. Se puede decir que los propios vecinos las fueron arruinando con sus innovaciones: los aires acondicionados, los techos de tejas, algún piso más arriba construido con materiales diferentes, revestimientos y pinturas exteriores de colores ridículos, o la eliminación de las puertas de madera originales reemplazadas por otras más baratas. Pero, además del mal gusto, el barrio se tornó isla. De un lado nos limita la avenida: es como un río feo, se cruza, no hay mucho en sus orillas. Pero al sur tenemos los monoblocs que se fueron volviendo más y más peligrosos, con los chicos que venden paco en las escaleras y a veces se tirotean si hubo alguna escaramuza o si simplemente están de malhumor porque perdieron un partido de fútbol. Al norte había un parque donde iba a construirse no sé qué centro deportivo que nunca se llevó a cabo y ahora el predio está ocupado por casas pobrísimas; las mejores, de ladrillo hueco, y las más precarias, de chapa y cartón. Los monoblocs y esta villa se comunican. Entiendo lo que pasa: cuando la miseria acecha de la forma en que acecha en mi país y en mi ciudad, si hay que recurrir a lo ilegal para sobrevivir, se recurre. Se gana más dinero que en un trabajo legal. Además, no hay tanto trabajo legal, para nadie. Y si vivir mejor implica un riesgo, bueno, hay mucha gente dispuesta a tomarlo.
La mayoría de mis vecinos, los de esta isla de casitas construidas cuando el mundo era otro, no creen lo mismo. Quiero aclarar: yo también tengo miedo. Yo tampoco quiero que me atrape una bala perdida, a mí o a mi hija cuando viene de visita (poco), ni que me roben sistemáticamente en la parada del colectivo o cada vez que el auto se ve detenido por la luz roja en la esquina de los monoblocs. Yo también vuelvo llorando cuando un adolescente enarbola un cuchillo y me arrebata el teléfono. Pero no quiero matarlos a todos. No creo que sean lacras y negros y extranjeros y descartables e irrecuperables. Mi exmarido, que vive en la Patagonia y trabaja en una empresa petrolera, me dice que los vecinos están asustados. Yo le digo que el fascismo en general empieza con miedo y se transforma en odio. Él me dice que venda la casa y que me mude al Sur, cerca de él. Estamos separados, pero somos amigos. Siempre fuimos amigos. Su nueva mujer es adorable. Yo suelo poner por excusa a Carolina, nuestra hija, pero es solo una excusa. Carolina vive lejos de mí y de esta casa y trabaja como productora de moda en una revista de páginas satinadas. No me necesita.
Yo me quedo porque mi madre vive aquí. ¿Una muerta puede vivir? Está presente, entonces. Desde que la descubrí entiendo mejor la palabra. La presentí antes de verla.
Mi madre fue una mujer feliz hasta que se enfermó de cáncer y vino a mi casa a morir. La agonía fue larga, dolorosa e indigna. No siempre es así. El enfermo sabio que desde su cama, ya sin pelo y con la piel amarillenta, imparte lecciones de vida es una romantización ridícula, pero es cierto que hay personas que sufren menos. Se trata de fisiología y también de temperamento. Mi madre tenía reacciones alérgicas a la morfina. No podía usarla. Tuvimos que recurrir a analgésicos inútiles. Murió gritando. Una enfermera y yo la cuidamos todo lo que pudimos. No pudimos mucho. Soy médica, pero hace rato que no trabajo con pacientes y prefiero ser administrativa en una empresa de medicina privada. A los sesenta ya no tengo ánimo, paciencia ni pasión. También es cierto que durante mucho tiempo negué (la negación es una droga poderosa) lo que tuve que asumir con mi madre. Hay fantasmas que se me presentan. Que me buscan. No los veo yo sola: en el hospital, las enfermeras salían corriendo. Yo las tranquilizaba, les decía «chicas, están sugestionadas».
La escuché gritar una mañana, a mi madre. No una madrugada, no durante la noche: a esa hora llena de luz, tan extraña para un fantasma. Las casas del barrio, aunque bonitas, están muy cerca, a la manera de las semi-detached británicas: fueron construidas por empresarios ingleses del ferrocarril para sus trabajadores. Mi vecina Mari, que nunca sale de su casa porque tiene terror a que le roben y la maten y quién sabe qué otras fantasías fóbicas, se asomó desde su ventana, que da a mi pequeño jardín delantero, con los ojos desorbitados justo cuando yo salía para verificar que no hubiese nadie en la calle, un acto reflejo tonto empujado por mi propio pánico: no podía creer estar escuchando los gritos de mi madre muerta. Pensé que, quizá, se trataba de alguien en la calle. Un accidente, una pelea. Mari también recordaba los gritos verdaderos de mi madre y estaba estupefacta, helada.
–Es la televisión, Mari, métase adentro –le dije.
–¿Es que usted se da cuenta del parecido, doctora?
–Mucho. Estoy muy impresionada.
Y entré.
Como no sabía qué hacer, me puse a buscar la fuente de los gritos por la casa y a pedir, como si rezara, que bajase el volumen. No le pedí que dejara de aullar: que fuese más discreta, eso le pedía. Se lo había pedido a otros fantasmas en el hospital antes, en una clínica después. A veces funcionaba, este ruego. Mi madre siempre tuvo sentido del humor, así que el pedido de bajar el volumen la hizo reír. No la encontré ese día, que me tomé libre en el trabajo, pero sí por la noche, sentada en el piso de la habitación donde había muerto, ahora convertida en un depósito de muebles que nunca me tomo el tiempo de tirar o regalar. Estaba delgada, pero como al principio de su cáncer; no era esa mujer seca y afiebrada de los últimos meses. No quise acercarme: apoyada en la puerta, con las rodillas temblando, le canté. Y mientras cantaba me dejé caer hasta que quedamos las dos frente a frente, sentadas, yo con las piernas cruzadas, ella sobre sus rodillas. Era la canción que la tranquilizaba cuando el dolor era insoportable, o al menos eso elegía creer yo. Esa noche no gritó.
Pero los fantasmas, aprendí, se fastidian. No sé qué piensan, si es que piensan, porque más bien repiten, y las repeticiones parecen actos reflejos sin pensamiento, pero sí que hablan y sí que opinan y sí que tienen arranques de malhumor. Mi madre anda por la casa, a veces siente mi presencia, a veces no. Y de vez en cuando parece que le vuelve la furia. La de su cuerpo degradado, la del ano contranatura y la humillación; ella había sido elegante, recuerdo que lloraba «el olor, el olor». Era peor que el sufrimiento físico, a veces. Entonces grita. A veces son gritos de pura rabia. Yo tengo varias formas de tranquilizarla que no tiene sentido enumerar aquí.
Lo interesante es lo que empezó a pasar en el barrio. Entonces me di cuenta de que ni yo estaba loca –lo pensé: cualquiera que ve a su madre muerta subiendo una escalera lo piensa– ni ella era una fantasma única.
Mis vecinos hacen reuniones de «seguridad». No consiguen mucho. En el barrio hubo algunas invasiones a casas, robos violentos, le pegaron a una anciana. Es horrible lo que pasa. Pero ellos son todavía más horribles. En las reuniones gritan que pagan sus impuestos (es parcialmente cierto: la mitad evade lo que puede, como todo argentino de clase media), que se compraron armas y hacen cursos para usarlas, y describen las maneras en que piensan que la policía debe actuar: siempre proponen el asesinato, el insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo. Hay un hombre mayor, un poco más que yo, a quien no conozco, que dice que es necesario exhibir las cabezas de estos «negros» en picas, como en la época de la Colonia. Nadie lo censura, nadie siquiera pone los ojos en blanco. Todas las reuniones terminan con el recuerdo de los buenos abuelos de los vecinos, esos inmigrantes europeos que vinieron con una mano atrás y otra adelante, que llegaron para trabajar honestamente, que eran pobres pero dignos. Otro mito. Los inmigrantes de aquella época eran, en muchos casos, pobres y ladronzuelos, otros eran anarquistas perseguidos por la policía, en gran parte se convirtieron en comerciantes deshonestos que preferían ganar dinero antes que plantearse cualquier tipo de responsabilidad ética. Pero ya no discuto, si alguna vez discutí. Estoy resignada a ese sentido común que comparten. El sentido común es una mentira, pero discutir una mentira creíble es una empresa de titanes.
Voy a las reuniones porque quiero enterarme de lo que planean. No quiero que un día cierren la calle y no saberlo de antemano. Ya me pasó con una alarma que disparé sin querer cuando me apoyé en una puerta para chequear los mensajes en mi teléfono. También colocaron una cámara en mi casa sin mi permiso, pero debo reconocer que el artefacto me viene bien. Al menos puedo ver si alguien intenta romper la cerradura. De hecho, ya lo intentaron un par de veces. Ahora la cámara se rompió y no encuentro el tiempo de arreglarla. Me parece escuchar la voz de mi hija: «Mamá, por terca te van a matar y te voy a encontrar muerta yo y espero que tengas plata ahorrada para mi terapia porque de la mía no gasto».
La reunión de emergencia convocada a mediados de julio resultó un zafarrancho infernal.
Lo que había pasado era horrible y teníamos a las cámaras de televisión, de canales de aire, de cable y de cualquier medio por todo el barrio. Tres chicas, adolescentes, volvían de una fiesta, de madrugada. Para llegar a los monoblocs debían cruzar el barrio. Alguien les disparó desde un auto. Ni tuvieron tiempo de correr. Murieron en la calle. Como eran muy chiquitas, las tres de quince años, iban de la mano y amontonadas para poder ver los mensajes en la pantalla del teléfono. Así aparecen en la foto: amontonadas pero caídas, una sobre otra, con sus remeras cortas que dejan ver sus estómagos planos, las calzas ensangrentadas y las zapatillas nuevas. Una tenía la cara destrozada de disparos y miraba la copa de un árbol con lo que le quedaba de ojos. Las otras, debajo, se desangraron en el lugar. Cuando fue llamada la reunión de vecinos, aún no había detalles sobre los asesinos, pero por las características lo ocurrido parecía obvio: las chicas debían ser hijas o parientas o algo de un delincuente más o menos importante: un pirata del asfalto, un mininarco, un regenteador de mujeres. Esa persona le debía dinero a alguien, o había ofendido a alguien: era una venganza. Los días confirmaron la teoría de los vecinos. En la esquina donde mataron a las chicas se puso un cordón policial amarillo, pero alrededor empezaron a aparecer ramos de flores y corazoncitos de cartón y osos de peluche, un altar callejero con ofrendas más adecuadas para niñas que para adolescentes.
Las vi un atardecer, cuando volvía del trabajo. El taxi me deja en esa misma esquina, la del cordón policial y los regalos que las recuerdan. «Lu, te queremos siempreeeeee.» «Justicia para Natalia.» «Mi angelito, te fuiste demasiado pronto.» Venían sacándose fotos: las tres cabezas apretadas para entrar en foco, las lenguas con piercing afuera (¿por qué les gusta sacar la lengua a las chicas?), una segunda tanda de fotos con los labios haciendo trompita, esa sensualidad demasiado temprana que se ve falsa, y que se veía especialmente morbosa en sus fotos verdaderas usadas por los informes periodísticos, fotos robadas de Instagram o de TikTok, según me explicó mi hija: yo no entendía esas imágenes con nariz de perro u orejitas de conejo y entonces me enteré de que eran «filtros».
Las chicas fantasma venían riéndose. A esa hora, ya casi de noche, mi barrio está desierto. La noche es oscura y llena de terrores, dice una sacerdotisa en la serie épica que mira mi hija con verdadera locura fanática y con la que no me puedo enganchar porque tiene demasiados personajes (la violencia de la serie, que a otros los perturba, a mí no me molesta). Las chicas fantasma no podían conectar el flash y eso les daba más risa. Eran increíblemente compactas, no hay otra manera de explicarlo. Parecían chicas vivas haciendo las cosas que las quinceañeras hacen: ignorantes de lo que pasa a su alrededor, vestidas con ropa un talle o dos más chica que la adecuada para sus cuerpos, el pelo teñido de colores, un remolino de empujones y mechas azules, verdes, negrísimas. Las ventanas del barrio se empezaron a abrir tímidamente y el silencio sonó como un disparo. Alguien de una casa que estaba justo donde las chicas pasaban gritó. Yo las tenía a cincuenta metros de distancia, pero ya podía verlas bien y comprendí: a una le sangraba el cuello. La sangre manaba despacio, chorreaba, ella se la limpiaba distraída como si fuese agua de lluvia o cerveza que algún jovencito le había tirado encima en una fiesta. La otra, la de la cara destrozada, sacaba fotos despreocupada; y la más menuda, delgada hasta la enfermedad, tenía tres manchas rojas en el vientre. No quise mirar más, me recordaba a mi madre, su cáncer, su flacura moribunda.
Entonces las chicas se pusieron a mirar las fotos que habían sacado. Y lo que vieron las hizo llorar. «No, no, no», decían, y sacudían las cabezas, se miraban entre ellas, miraban las fotos y veían el verde marrón de la podredumbre, la sangre, los disparos que dejaban ver los huesos, los ojos ciegos. Las fotos rompían el hechizo de amistad y vida eterna de los quince. Después del llanto, empezaron las corridas. Las chicas fantasma corrían desesperadas y el ulular era de verdad aterrador. La desesperación del desconcierto. ¿Acaso se sabían muertas recién en ese instante? Qué injusto: los muertos tienen la suerte de no ver cómo se descomponen. Incluso los fantasmas. Mi madre, por ejemplo: su imagen no se pudre. Hay distintos tipos de fantasmas. Me pregunto si esa imagen emana de ellos mismos o de quienes los vemos. Si son o no una construcción colectiva.
Los vecinos empezaron a gritar también. Era la locura. Doscientos metros de locura. Escuché que alguien se desmayaba y algún otro clamaba por una ambulancia, pero ¿quién iba a llamarla con las chicas ahí, podridas bajo la hermosa luz dorada del atardecer? Una de ellas, la de la sangre que le corría desde el cuello –los disparos le habían abierto la arteria–, me recordó a Carolina. No sé por qué. No por la ropa: esa chica vestía las remeras y calzas baratas que se consiguen en el barrio, quizá incluso en el supermercado. Pero algo en cómo llevaba esa ropa ordinaria que tenía puesta me recordaba la elegancia insólita de mi hija (digo «insólita» porque yo no tengo la gracia de comprender qué color va con cuál ni qué pantalón logra que mis piernas parezcan más largas). Sí, su calza era barata, de licra negra, pero usaba una camisa blanca muy bonita que le caía sobre las nalgas y, con unas zapatillas grandotas, posiblemente de varón, el conjunto tenía un estilo –un urban chic, diría mi hija– muy particular. Las zapatillas eran de un azul francia descarado y alrededor del cuello ensangrentado colgaba una cadenita con un pendiente estilo victoriano que rompía lo callejero con un toque irónico. Al describirla copio, creo, el estilo de mi hija, que a sus producciones de moda siempre les agrega una breve nota explicativa. Quizá porque me hacía acordar a Carolina me les acerqué. Claro que tenía miedo, el corazón me saltaba en la boca del estómago como si se hubiese corrido de lugar. Y ya no tengo edad para estos sobresaltos: ya estoy en riesgo de que una arritmia se vuelva incontrolable, incluso de una angina de pecho. Además, los vecinos miraban. Pero no podía dejarlas así. ¿Sabía que era capaz de calmarlas? Lo sabía. Estas cosas se saben. En el hospital, cuando tranquilicé a mis primeros fantasmas hace ya más de diez años, también lo sabía. Pero en el hospital no se tranquilizaban mucho. Eran demasiados y se potenciaban. El contagio y la histeria también funcionan entre los espíritus, es bien curioso. Por supuesto, nadie jamás va a estudiar esto porque nadie lo creería. A mí misma me da vergüenza. Pienso en el tema y recuerdo los programas del cable, vergonzosos en su falsedad, en su armado, sobre médiums de Hollywood y cazadores de fantasmas, por ejemplo. Programas de televisión de la crisis de ideas y de la crisis económica, hechos con malos actores y peores guiones, todos idénticos, todos ignorantes, ni siquiera entretenidos. Yo no soy eso, me digo, pero también soy eso, de alguna manera.
Llamé a las chicas por su nombre, lo que bastó para que me miraran. No para que dejaran de gritar. Para eso hizo falta conversar con ellas. Pedirles que borraran las fotos. Les costaba obedecer, a todos les cuesta. Y después invitarlas a seguir adelante. Hacerlas reír un poco. Hablarles de la ropa. Preguntarles de qué fiesta venían. Nunca hablar del crimen. Gritaron un poco más cuando vieron el recordatorio y la cinta policial, pero enseguida los gritos se desvanecieron en llanto y abrazos, lágrimas de autocompasión hasta que ellas también se desvanecieron o, mejor, se diluyeron, sus imágenes se volatilizaron como si hubiesen estado pintadas con acuarela o como se evapora el alcohol.
Tuve que sentarme en el cordón un segundo. Pronto vino el vecino Julio, muy amable; alguna vez tuvo un bar precioso en una de las esquinas del barrio, pero no pudo seguir alquilando el local, demasiado caro, demasiado caras las bebidas y la comida y pocos clientes, en fin, la historia de los restaurantes y bares que funden, que a mí me dan una infinita tristeza y por eso le tengo a Julio más afecto del que quizá se merece.
–¿Qué hizo, doctora?
–Es Emma, Julio, decime Emma, por favor.
–¿Qué hizo, Emma?
La pregunta se repitió semanas. Hubo reuniones semisecretas entre los que habían visto lo sucedido. Después las reuniones se ampliaron hasta abarcar a los que no estaban presentes. Por supuesto, hubo muchísima desconfianza e incredulidad. Yo estaba agotada. Les conté sobre mi madre. Mi vecina Mari dio fe de la veracidad de la historia, pero me recriminó que aquella vez le mentí diciéndole que los gritos eran de la televisión.
–Mari, ¿qué quería que le dijera? Yo también tenía miedo. Pensaba que estaba loca.
Eso no era cierto, no del todo. Una sabe cuándo se vuelve loca y no ocurre de un día para otro, ni siquiera como consecuencia de un trauma. Todo, todo en el cuerpo es un proceso. La muerte también.
Los vecinos me empezaron a buscar en secreto. Avergonzados. La epidemia de fantasmas –porque era eso– coincidía con el peor momento del barrio. Quien ordenó el crimen de las tres adolescentes ahora comandaba los negocios en los monoblocs y, como aterrorizaba a la gente, los robos habían escalado hasta el secuestro. Un tipo de secuestro particular: lo llamaban «exprés». La víctima era atrapada con un auto y llevada de recorrida por cajeros de banco hasta reunir una cantidad que los ladrones consideraran aceptable. A veces los exprés terminaban con violencia, muchos golpes, violaciones, incluso algún disparo, todo por un malentendido increíble: los ladrones, en la mayor parte de los casos muy jóvenes, no estaban bancarizados. No tenían trabajo; por lo tanto, no tenían cuenta en el banco. Así, ignoraban el mecanismo de retiro de dinero en los cajeros automáticos de la Argentina. Por una cuestión de seguridad, el monto permitido para extracción es muy bajo. Unos 25.000 pesos por día, el doble si el dueño de la tarjeta es socio del banco de donde saca dinero. Si alguien tiene más de una cuenta, puede aumentar la cifra sacando de dos bancos distintos. Pero si no, pues bien, es un monto muy magro. Y los ladrones, estos chicos excitados y asustados, quieren más. Y como no entienden lo que es extraer dinero porque nunca lo hicieron, creen que se les miente. Que se los desprecia o se los quiere engañar. «¿Te creés que soy un boludo vos? Ya vas a ver.» Y entonces el golpe, el culatazo, el pánico. A mí todavía no me lo hicieron, pero pasa seguido y también le pasa a la gente que vive en los monoblocs, y lo aclaro porque no quiero ser injusta, de ninguna manera son todos delincuentes en los monoblocs, hay mucha gente que tiene un departamento ahí de la misma manera que yo tengo una casa acá y nadie puede o quiere mudarse y eso es todo.
El primer vecino llegó justamente cuando yo charlaba con mamá. A veces converso con ella. Está ahí, después de todo, y aunque no habla, sí me mira, y a veces asiente. Si no está furiosa, se ríe. Es una lástima que no hable porque podríamos pasarla mejor. A mis amigas no las invito a casa por si aparece mamá. Y mi hija viene cada vez menos, pero no es su culpa, tiene mucho trabajo. En este país es mejor que aproveche: nunca se sabe cuánto puede durar un empleo, si uno está al borde de ser echado o no (la orden de despedir personal puede ser repentina), y conseguir otro puesto resulta en una espera de años. Mejor mitigar esa espera con un buen ahorro. Hablamos por teléfono, chateamos. Ella no sabe lo de su abuela. Se lo diría, pero para qué. Por ahora no hace falta.
El primer vecino fue Paulo. Tiene dos hijas chicas, van a la primaria. La mujer «sufre de los nervios», es decir, tiene ataques de pánico. Paulo tiene un hermano en Estados Unidos y en las reuniones se la pasa hablando de qué bien viven allá, qué país seguro es. Yo no lo corrijo. Ya dije que no me gusta pelear. Paulo dio muchas vueltas antes de contarme su problema. Hasta me pidió si podía fumar y se sorprendió cuando le di permiso. Para aflojar la tensión le dije: «Usted sabe que la mayoría de los médicos fuman. Demasiado estrés».
El problema de Paulo, entonces: hacía unos tres meses, un ladrón había intentado ingresar a su casa. Por el techo. Sabía que era un ladrón porque venía con una pequeña pistola. Una 22. Lo vieron: Paulo encerró a su mujer y a las nenas, buscó un martillo –él no era de los que habían comprado armas– y se preparó a llamar a la policía. Pero entonces vio, por la ventana del primer piso donde estaba, cómo el ladrón resbalaba y caía al patio desde el techo. Entonces recordé lo sucedido, había sido tema de conversación en una de las reuniones de vecinos: se había pedido más presencia policial a la comisaría 9, la que nos corresponde. El ladrón murió por el golpe. No le pregunté a Paulo si lo dejó morir, pero creo que así fue. Estoy segura de que el hombre cayó del techo y quizá se habría salvado si la ambulancia hubiera llegado a tiempo. Puedo ver a Paulo mirándolo morir desde la ventana, con su martillo en la mano, sintiéndose un dios barrial con el poder de decidir sobre la muerte de otro. ¿Yo hubiese hecho lo mismo por salvar a mi familia? Puede ser. Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro. Me gusta imaginar que no lo hubiese hecho, sin embargo. Soy una persona biempensante. Prefiero la ingenuidad y el paternalismo antes que el odio.
Como sea: el ladrón volvía. Lo escuchaban caminar por el techo. La mujer lo había oído primero y él, Paulo, no le había creído. Después de todo, sufría de los nervios, la pobre. Hasta que escuchó él mismo los pasos. Y entonces lo vio caer una vez más hacia el patio. Sin ruido. Eso hace su fantasma ladrón: camina y cae, camina y cae. Desde el suelo, me dijo Paulo, «se nos caga de risa».
Acepté ir una noche. La mujer que sufre de los nervios aprovechó para mostrarme la medicación que le recetan. Grosso modo, me pareció demasiada cantidad, pero sé que los médicos de ahora prefieren prescribir de más a hacer un tratamiento integral. Me ofrecieron cenar con ellos, salchichas con puré («por las nenas», explicó la madre, «no comen otra cosa»), pero yo ya había comido en casa. Esperé. Los pasos llegaron cuando las criaturas estaban en la cama, afortunadamente. Decidí que mi trabajo empezaría cuando el fantasma hubiese caído: una vez finalizada su ronda nocturna.
Unos minutos con él lo disuadieron. No importa qué le dije, qué hice: llega un momento en que resulta muy mecánico. Este era mi tercer encuentro con fantasmas revueltos, pero en realidad ya había tranquilizado a los otros, a mi madre y a las chicas asesinadas, muchas veces. Yo no envío a los fantasmas a ninguna parte, ni buena ni mala. No hay paz ni cierre. No hay reconciliación. No hay pasaje. Todo eso es ficción. Solo los tranquilizo y evito que reincidan con una frecuencia inaguantable para los vivos, por un tiempo. Pero vuelven, como si se olvidaran y hay que volver a empezar. ¿Por qué será? Recuerdo que, con mi marido, recién casados, teníamos una gata preciosa, de nariz negra, toda blanca, que siempre parecía olvidarse de que los fines de semana la agasajábamos con un atún especial, más caro, que le gustaba mucho. Cuando yo me preguntaba si no tendría algún problema de memoria, mi marido me decía: «No, es que tiene un cerebro chiquito. ¿No ves lo chica que es su cabeza?». ¡Es que su cara era tan inteligente! Y los fantasmas son un poco así. Parecen humanos, parecen inteligentes, pero sin embargo son un filamento obligado a repetir. No tienen cerebro, pero tienen algo que podríamos denominar «pensante». Sucede que es igual de chiquito que el de mi gata, que se llamaba Florencia y ronroneaba entre mi marido y yo todas las noches, antes de dormir. Extraño a mi marido, pero no como pareja. Extraño su amistad, sus charlas, su comida (es un excelente cocinero). Pero él necesita enamorarse y cuidar, y yo necesito estar sola.
Después del fantasma del ladrón vinieron otros. Por qué esta invasión, le pregunté una vez a mi madre, y ella pareció escuchar atenta. No me contestó, no puede, pero yo sabía la respuesta: el barrio no estaba invadido. Era yo. Yo los atraía. Por eso no tenía sentido irme salvo que aprendiera cómo arrancarme el imán. Pero el imán no me molestaba. El miedo se transformó muy pronto en adrenalina. Cuando pasaban muchos días sin que un vecino tocase la puerta, ya empezaba a impacientarme.
Pero esta historia importa solamente por un fantasma en particular, con el que actué diferente. Al que no pude o no quise ayudar. ¿O es a los vecinos a quienes ayudo? Todo está mezclado.
Mi hija cumple años el 23 de diciembre. Ese año, quizá porque nos habíamos visto poco, me invitó a su fiesta más «íntima» (había hecho otra, con amigos, el fin de semana anterior: ella no es supersticiosa, le da igual festejar con anticipación) y me ofreció quedarme para la Navidad y hasta Año Nuevo con ella, si quería, en su departamento de Palermo. Sabía que tendría invitaciones a fiestas para el Año Nuevo, así que decliné esa invitación, pero sí acepté la de Navidad y algunos días más. Dejé la casa con un bolso y viajé en taxi: había vendido el auto. No estaba vieja, pero tampoco tan joven como para manejar con la atención requerida en una ciudad como Buenos Aires. Los días con mi hija estuvieron muy bien. Peleamos poco y nos reímos mucho. Vimos su serie épica y medio me enamoré de Ned Stark, un espécimen de esos que nunca tuve, de mandíbula cuadrada y espalda de bestia. Además, no era tanto más joven que yo, el actor. Unos diez años, calculé. Una noche estuve a punto de contarle sobre mis habilidades espiritistas de la vejez, cuando abrimos un champán y lo tomamos muy frío, con helado de limón, ideal para el calor húmedo y el agobio de la ciudad. Pero tuve miedo de arruinar días casi perfectos. Ella tenía derecho a creerme demente. Así que volví el 29 por la tarde a mi casa, en subterráneo, porque cruzar la ciudad era un despropósito: a las habituales protestas de fin de año se le agregaban varias más: los estatales pidiendo aumento, los piqueteros cortando las avenidas (el reclamo: bolsas de comida), los despedidos frente al Ministerio de Trabajo (el pedido: reincorporación) y una marcha clamando seguridad muy grande frente al Congreso. Habían asesinado a un adolescente de dieciséis años, Matías y un apellido italiano. Aparentemente lo habían secuestrado. Un secuestro exprés, solo que, como el chico era menor, no tenía tarjeta de banco, entonces los captores cambiaron de idea y decidieron pedirle plata a la familia. La familia no tenía dinero. Esa misma noche, todavía en el auto –no debían saber adónde llevarlo– el chico se les escapó. No llegó muy lejos y lo fusilaron en la villa cercana a mi casa, la que nos cerca por el norte, la que alguna vez iba a ser un campo de deportes y después fue un descampado y ahora es un barrio que aunque amenazan con desalojar es probable que nunca lo hagan. ¿Adónde van a mandar a la gente? Algunas casitas, además, ya son de ladrillo bueno y tienen piso de arriba. Hace poco, yendo a comprar, vi que abrieron un kiosco y una heladería. Se hicieron detenciones en la villa, pero aparentemente los captores no eran de ahí. En la televisión pedían la pena de muerte, como siempre que ocurre un crimen espantoso.
Extrañamente y a pesar de que el asesinato había sido en un lugar tan cercano, los vecinos de mi barrio no llamaron a una reunión de urgencia. La esperé durante unos días (el mensaje en el teléfono, a veces el papel pegado con cinta scotch en la puerta), pero no hubo nada más que silencio, las miradas bajas en la verdulería, cierto apuro en la compra de cigarrillos en el kiosco. Lo atribuí a los nervios, aunque en general mis vecinos no reaccionan con este estado tenso, sino con una ansiedad agigantada y gritona.
Los golpes en la puerta me despertaron. Era tarde, lo supe antes de mirar el reloj: desde muy joven me acuesto de madrugada, una costumbre de las guardias en el hospital que nunca pude sacudirme. Eran golpes sutiles: llamaban a la puerta. Decidí ignorarlos. Pero continuaban, rítmicos, insistentes, con creciente urgencia, hasta que me di cuenta de que ahora golpeaban con los dos puños como si quisieran tirar la puerta abajo. Tuve miedo. Pensé en cerrar la puerta de mi habitación, pero, claro, no tenía llave. ¿Qué podía interponer entre quien quería entrar y yo? ¿Debía llamar a mi vecina Mari? ¿A la policía? Me senté en la cama y, cuando escuché los susurros, el sudor de mis manos se heló, pero, al mismo tiempo, me tranquilicé: los golpes no eran de una persona real. Su voz baja, su súplica, no podía llegar hasta mí desde la puerta de la calle. «Por favor, ábrame», decía. Me trataba de usted. Hablaba con respeto. «Por favor, me estoy escapando. No quiero robar, no soy ladrón, me tenían secuestrado. Por favor, ábrame, que me matan, me matan.»
Bajé la escalera corriendo y miré por la ventana. El chico estaba en la vereda. Un adolescente alto, bien visible bajo la luz del poste. Estaba pálido como todos los muertos, pero no podía verle las heridas a pesar de que estaba vestido de verano, una remera blanca, pantaloncitos de fútbol, zapatillas. ¿Cómo lo habían matado? No podía recordarlo. Durante los días con mi hija había estado alegremente lejos de las noticias y la televisión. Entonces aquí estaba Matías de apellido italiano, muerto a cuadras de mi casa, y yo no sabía por qué tocaba la puerta ni me había enterado de que su asesinato había sido tan cerca.
Aunque eso podía intuirlo. ¿El silencio de mis vecinos estaba relacionado con esta aparición? Claro que sí, me dije. Y en más de un sentido.
El adolescente Matías dejó de tocar la puerta. Se acercó a la ventana y en sus ojos, vivos, totalmente vivos, con algo de insecto, ese brillo zumbón de los escarabajos, vi la venganza y la furia. No le tuve miedo porque sabía que no podía concretar esa venganza en el mundo material, pero la frustración de no poder actuar le agregaba capas a su ira, capas sin fin. Iba a pasarse lo que tuviera de tiempo (y sospecho que Matías de apellido italiano tenía todo el tiempo que existe) recorriendo esta calle. Hasta que no existiese más la calle, si era necesario. No iba a dejar dormir a los que habían ayudado a matarlo nunca. Nunca.
–¿No vas a abrirme? –dijo. Su voz era clara, no muy diferente a la de una persona viva. Ya no hablaba con respeto.
Me acerqué a la puerta, usé la llave y la abrí. Matías se quedó en el umbral. Entonces le vi el disparo en la sien. Era sutil, como un lunar. No sangraba. Me recordó a los suicidas que solía recibir en el hospital. La mayoría eran hombres, la mayoría tenían su edad o unos años más, no todos eran tan precisos con el disparo, solían destrozarse la cara o tenían la costumbre de meterse el caño en la boca.
–Ahora es tarde –me dijo Matías.
Yo supe que no podía tranquilizarlo, no a este, y le dije en voz bien alta:
–¡No estaba esa noche en casa! Vos lo sabés. Te hubiese abierto.
–¿Sí? No te creo –dijo.
Una conversación, no solo contestar preguntas. Matías de apellido italiano podía tener conversaciones. ¿En qué se diferenciaba de los demás? Me quedé en el umbral con la puerta abierta y la luz encendida y lo observé. Continuaba. Corría de una casa a otra y golpeaba, golpeaba cada puerta. Primero despacio, después con los puños, al final a patadas. Primero pedía que le abrieran con ruego y gentileza y terminaba insultando, aterrorizado pero también asombrado en su enojo, en su desesperación. Mis vecinos encendían las luces pero nadie abría. Escuché a alguno gemir.
Matías de apellido italiano siguió golpeando hasta que salió el sol. Recién entonces volví a entrar. Él no se saltó ninguna casa. Todas tuvieron su merecido.
Busqué su apellido italiano en internet. Cremonesi. Matías Cremonesi. Dieciséis años, estaba en la secundaria, jugaba al básquet –claro, con esa estatura– y lo habían fusilado en una pequeña cancha de fútbol de la villa. Uno de los asesinos había sido atrapado. Como es lógico, declaró que el arma la llevaba otro, ese otro que había disparado, y que solo lo habían hecho porque el chico, al escapar, les vio las caras. Y se conocían. Este asesino confeso era del barrio de monoblocs; Matías también. ¿Por qué secuestrar a un vecino? El secuestrador, un adolescente de diecinueve, dijo que no era la intención, que solamente querían que sacara plata de un cajero, «pero dijo que no tenía tarjeta, nos mintió, y ahí nos calentamos, estábamos un poco sacados».
Era verdad que no tenía tarjeta. A su edad nadie tenía cuenta en el banco y los padres no debían tener dinero ni tiempo para hacerle una extensión. Se manejaba con efectivo, como todos los pibes, como sus asesinos. Los otros, amateurs, no lo sabían.
Recibí la visita de mi vecino Julio, el del restorán fallido, ese mediodía. Los vecinos habían mandado a Julio porque sabían que me caía bien. Julio no dio rodeos como Paulo, el que había visto morir al ladrón. Fue concreto. No sentía culpa. Sí, todos habían escuchado al chico esa noche. Sí, todos pensaron que era un truco, una mentira de un ladrón inteligente que se quería hacer pasar por víctima para entrar en una casa. Sí, cuando espiaron por la ventana y vieron a un adolescente confirmaron la sospecha, ¿o acaso los ladrones no eran todos chicos? No me vengas con que son víctimas también, me dijo. Pensás así. Todos víctimas de esta sociedad. Dejate de joder, Emma. Yo no había abierto la boca. A vos porque nunca te robaron, no son víctimas de nada. Seguí sin abrir la boca. Entendí que intentaba manejar su culpa.
–¿Cuánto tiempo tocó las puertas? –quise saber–. ¿Cuánto tiempo pidió entrar?
Bajo el odio en su mirada de fantasma, Matías tenía el miedo impregnado, la adrenalina de su última noche cuando, además de morir, supo que estaba solo, que nadie iba a ayudarlo ni siquiera marcando un número de teléfono, que estaba rodeado de verdugos sin capucha, escondidos tras máscaras de clase media y buena vecindad.
Julio no quiso contestar. Dijo que no sabía. Bastante tiempo. ¿Importa?
Importa, le dije. Porque el chico está furioso. ¿Y qué voy a decirle para que nos deje en paz? ¿Que nos equivocamos? No le basta.
–Tenés que intentarlo.
–No –contesté–. No sé cómo.
–No querés. Pensás que sos mejor que nosotros. ¡Vos tampoco le hubieses abierto!
–Eso me dijo Matías anoche.
–No lo llames por el nombre.
–¿Por qué no? Tiene nombre.
–¿Y cómo vamos a dormir? ¿Y los chicos?
–Julio: lo hubiesen pensado antes. Compren hipnóticos. Yo se los puedo recetar. Es un medicamento muy noble, sin efectos secundarios.
Pasmado, Julio golpeó la mesa.
–¿Me tratás de estúpido?
–Para nada. Yo no soy sirvienta de ustedes. Estoy dispuesta a soportar esta presencia hasta que él cambie. Pero en general no cambian, sabés. Y podrías dejar de gritar en mi casa, no es la mejor manera de convencerme.
Julio se fue y se llevó consigo mi decepción. Pensaba que era una mejor persona. Otros vinieron a rogarme. Varios. Les dije que se fueran a llorar a la iglesia. Estaban enojados conmigo, pero se les iba a pasar: quizá se volvieran locos. Ninguno me pidió recetas para hipnóticos. La cantidad de sufrimiento que una persona es capaz de soportar cuando tiene prejuicios frente a las drogas psiquiátricas es algo que no deja de sorprenderme. O quizá no querían nada mío, al menos por ahora.
Matías volvió todas las noches a cumplir su rutina. Algunos vecinos gritaban más que él. Cuando me despertaba –pocas veces porque yo sí usaba hipnóticos–, chateaba con mi exmarido, que, allá en el Sur, también se desvelaba. «Es la edad», me decía. «Ya no duermo bien.»
Con los días, uno de mis vecinos, el remisero, se quebró. Declaró en la policía que Matías Cremonesi le había tocado la puerta de la remisería pidiendo, por favor, que lo llevara hasta su casa en auto, rogando ser pasajero. Pero Matías Cremonesi no tenía dinero encima y mi vecino el remisero le negó el viaje porque no podía pagarlo. Un viaje de setecientos metros, como mucho. Además, agregó, su aspecto no le había dado confianza. Parecía drogado. ¿Y si mentía, si quería robarle?
Qué podía robarle, pensé, si no tenía nada. Nadie usaba esa remisería. Mi vecino remisero se la pasaba tomando mate y escuchando fútbol. Debía hacer dos viajes por semana. Quizá tres. Tenía local propio: no hubiese podido mantener un alquiler.
Lamentaba mucho haberse equivocado, pobre pibe, pero ustedes no saben la inseguridad que vivimos en el barrio.
Le conté a mi marido que esa noche, cuando el barrio había dejado a Matías en la calle y en el peligro, la noche de su muerte, yo había dormido en casa de nuestra hija Carolina. «Pero», le escribí en el chat, «¿y si hubiese estado? ¿Le hubiera abierto la puerta? ¿O me hubiese comportado igual que los demás?» «Capaz no le abrías», me contestó. «Pero al menos hubieras llamado a la policía. ¿Ni eso hicieron?»
«Ni eso hicieron», le dije.
Nunca le conté que el fantasma del chico venía todas las noches a recordarnos nuestra miseria, nuestra mezquindad y nuestra cobardía. Era un secreto con mis vecinos. ¡Mi familia quedaba tan lejos! Salvo mamá, claro. Mi exmarido me ofreció, otra vez, ir a vivir con él y su mujer al Sur. «Ella está embarazada», me dijo. «Sos loco», le contesté. «A los sesenta años ya no estás en edad de ser padre.»
«Por qué creés que no duermo», me contestó.
«Lo voy a pensar», mentí.
La mujer de mi exmarido tiene un embarazo de riesgo y creo que a él le gustaría tenerme cerca para ayudarla en alguna emergencia o complicación. Pero yo ya no estoy del lado de los vivos. No puedo dejar sola a mi madre, que cada vez pasa más noches sentada en la cocina, como cuando estaba enferma y el dolor no la dejaba dormir. Ni a las chicas podridas que se ríen de la mano por la calle, aunque aparecen cada vez menos. ¿Adónde se irán, si se van del todo alguna vez? ¿O en esos largos periodos que desaparecen? El otro día, una de ellas, la que me hace acordar a mi hija, me sacó una foto con su Samsung fantasma. ¿Dónde estará mi imagen? ¿A quién se la muestran? No quiero abandonar tampoco al ladrón borracho que murió solo en el patio bajo la mirada de Paulo: a veces lo veo en los techos, expectante como un búho. ¿Planea algo? Tampoco quiero dejar solo al impiadoso Matías, aunque me odie: sus golpes son mi canción de cuna. No sé si podría dormir sin su visita. Todos ellos, mis muertos tristes, son mi responsabilidad. Le pregunté a mi madre si alguna vez Matías me dejará apaciguarlo, y ella hizo algo insólito: me sacó la lengua. Mi madre tiene puesto un vestido azul muy bonito, con estampado de anclas; parece una marinera vieja y experimentada. Le devolví el saludo sacándole la lengua también y nos reímos las dos, y me pregunté si voy a envejecer con ella en esta casa, madre e hija de la misma edad, subiendo y bajando la escalera, sentadas en la cocina, las anclas de su vestido, las manchas de café en mi camisa blanca, afuera un futuro de chicos muertos y una ciudad que ya no sabe qué hacer.

(Argentina, 1973)



viernes, 24 de octubre de 2025

FÁBULA SOBRE GANDHI Y EL PROFESOR PETERS



Sin duda, los grandes personajes de la historia son una fuente inagotable de anécdotas muy singulares. Aquí una de Gandhi, el padre de la India independiente, quien fue asesinado por un nacionalista radical e integrista religioso. Gandhi estuvo nominado cuatro veces al Premio Nobel de la Paz, las cuatro veces le fue denegado alegando que era nacionalista.

Esta historia se viralizó por las redes sociales y no pudimos corroborar su autenticidad. No obstante ello, la compartimos porque fue leída por uno de los participantes del taller y nos pareció interesante.

Cuando Mahatma Gandhi estudiaba Derecho en la University College de Londres, un profesor de apellido Peters le tenía animadversión, pero el alumno nunca le bajó la cabeza y eran muy comunes sus “encuentros”.
Se cuenta que un día el profesor Peters estaba almorzando en el comedor de la Universidad y el alumno viene con su bandeja y se sienta a su lado. El profesor, altanero, le dice:
—Señor Gandhi, usted no entiende... Un puerco y un pájaro no se sientan a comer juntos.
A lo que contesta Gandhi:
—Esté usted tranquilo, profesor… Yo me voy volando —y se cambió de mesa.
El señor Peters, verde de rabia, decide vengarse en el próximo examen, pero el alumno responde con brillantez a todos los interrogantes.
Entonces le hace la siguiente pregunta:
—Señor Gandhi, si usted está caminando por la calle y se encuentra con dos bolsas, dentro de una de ellas está la sabiduría y en la otra mucho dinero, y solo debe elegir una, ¿cuál de los dos se llevarí?
Gandhi responde sin titubear:
—¡Claro que el dinero, profesor!
El profesor Peters, sonriendo socarronamente, le dice:
—Yo, en su lugar, hubiera agarrado la sabiduría… ¿no le parece?
—Cada uno toma lo que no tiene —le responde el alumno.
El profesor Peters, ya histérico, escribe en la hoja del examen: “¡Idiota!”. Y se la devuelve al joven Gandhi.
Gandhi toma la hoja y se sienta. Al cabo de unos minutos se dirige al profesor y le dice:
—Señor Peters, usted me ha devuelto mi hoja de examen, pero no me ha puesto la nota, solo la ha firmado.




miércoles, 15 de octubre de 2025

CORTÁZAR, Julio: La noche boca arriba



Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado...". Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima...". Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que solo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo, o lo que fuera, no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

(Bélgica, 1914/Argentina,1984)



martes, 7 de octubre de 2025

SOLÁ, Juan: Forra del orto

"Forra del orto", pensé cuando la piba que iba de pie frente a mí en el subte se corrió de lugar al notar que me había parado atrás de ella. "Forra del orto", pensé cuando la mina cruzó la calle al verme venir en la oscuridad, la otra noche. "Forra del orto", murmuré entre dientes cuando la flaca se negó de mala manera a que la ayudara a bajar del bondi lleno, aun cuando yo se lo había ofrecido con toda la amabilidad del mundo.
Forras del orto, perdónenme. Yo no quise ser hombre, salí así. Forras del orto, perdónennos a todos. Perdónennos por ese miedo que les aparece cada vez que salen a la calle y se cruzan con un hombre, como yo, que las apoya en el subte, o que las agrede verbalmente en una cortada vacía, o que les toca el culo en el bondi.
Por favor, no me tengan miedo. Yo no les quiero tocar el culo ni decirles guarangadas.
Pero cómo podrían confiar en un extraño, claro, si todos los días las manosean sus tíos y las violan sus padrastros. ¿Cómo no tenerle miedo a un extraño si todos los días las matan sus novios? ¿Cómo no mandar a la puta a un desconocido que se para a sus espaldas si todos los días sus maridos las cagan a piñas de frente? ¿Cómo no tenerle miedo a un extraño que las ayuda a bajar del bondi si todos los días las chorean y de paso les tocan las tetas?
A mí no me van a matar por contestarle mal a mi marido, ni me van a tocar el culo cuando baje del bondi lleno, ni me van a pedir que muestre la tanguita cuando camine por una calle oscura. Yo no sé qué significa vivir con eso. Yo soy hombre, uno de esos que se crió en los noventa, mirando por la tele cómo Olmedo manoseaba adolescentes, cómo Francella quería cogerse a una colegiala pero le daba culpa porque era menor de edad y eso nos hacía reír a todos, y lo festejábamos. Yo me crié con un Sofovich que trataba de pelotudas a las secretarias y con un Rial que le decía a Beatriz Salomón que el problema no era la infidelidad, sino que el marido la haya cagado con un travesti. Porque eso es de puto. El macho bien macho te caga con otra mina, por supuesto.
A mí me hicieron creer que mi mamá iba a ser mucho más feliz si le compraba una multiprocesadora Ultracomb modernísima y que mi hermana tenía que hacer una fiesta de quince con un vestido enorme, porque eso hacen las mujeres. Por suerte nada de eso funcionó. A mi vieja no le gustan los electrodomésticos, le gustan los libros. A mi hermana no le gustan los vestidos, le gustan las camisas. Y a mí no me gusta que me tengan miedo por ser varón. Ni en el subte, ni en una calle oscura, ni en un bondi lleno. No lo voy a tolerar.
A lo mejor te parezca que todo este asunto feminista que te tiene las bolas llenas no tiene nada que ver con vos. Porque viste cómo son las minas, campeón, son todas unas histéricas de mierda, incapaces de quedarse en casa, como corresponde, a maquillarse los ojos morados. Porque algo habrán hecho para que les peguemos. Hay que ver qué tan larga era la pollera de la putita que violaron la otra siesta y cuántas noches a la semana salía a bailar la zorrita esa que el novio cagó a trompadas. Siento contradecirte, amigo, pero esto también tiene que ver con vos.
Salí a marchar, si sos macho. Por tu vieja, por tu hermana, por tu hija. Salí a marchar, si sos macho, para que las pibas no te tengan más miedo si las cruzás a la noche en una calle vacía. Salí a pelear si sos macho. Ayudá a cambiar la historia si sos macho. Sé un San Martín moderno si sos macho, que si la libertad no es para todos, entonces no alcanza. Que si la libertad no es para todos, no es libertad, es márketing."

(Argentina, 1989)



miércoles, 1 de octubre de 2025

HESSE, Hermann: El lobo


Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.
Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aun estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban a buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.
La helada persistía. Muchas veces los lobos se echaban juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. Entonces todos los demás dirigían sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.
Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaban atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flacos. El estómago de color claro, combado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botín, los tres animales se sentían a la vez temerosos y a gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listones de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podían verse personas o casas. Delante de él se encontraba una montaña imponente, nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la sed, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.
Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.
El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.
Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.
Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos gruesos, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallecer y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.
Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo muerto.

(Alemania, 1877 - 1962)