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miércoles, 3 de septiembre de 2025

POE, Edgar Allan: El retrato oval



El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la medianoche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

«Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, solo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: ‘¡En verdad, esta es la vida misma!’. Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada: ¡Estaba muerta!».

(EE UU, 1909/1949)



martes, 2 de septiembre de 2025

CORTÁZAR, Julio: Carta abierta a la Patria

 



Esta tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de estrellas impasibles, esta noche continua, esta distancia. Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba, pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos, de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos, estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas, repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego, donde el que come los asados y tira los huesos, malandras, cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas, maestras normales, curas, escribanos, centrofowards livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles, generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas, chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías, jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.
Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con su verde consuelo, lotería de pobre.
En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la muerte trajeada de mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango, coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa, tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga, no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.
Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas de carteles peronistas, te quiero sin esperanzas y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos y amargado. Y de noche.

(Argentina, 1914/1984)



sábado, 30 de agosto de 2025

MARTINO, Alejandro: Sueño y vigilia



Podemos hablar de los sucesos del sueño única y exclusivamente por comparación con los de la vigilia.
Yo, que en los sueños vuelo con la naturalidad innata de las aves, en la vigilia tengo dificultades para saltar el agua de las zanjas cuando llueve un poco.
Yo, que en los sueños traduzco del latín al ruso, del griego al alemán o del quichua al guaraní, en la vigilia lucho con mi idioma natal para saber dónde van las tildes, las haches y las zetas.
Yo, que en sueños no necesito más que abrir los ojos o afinar el oído para comprender el sentido último del arte, en la vigilia confundo izquierda con derecha, arriba y abajo y, a veces, me quedo helado ante las tres luces de un semáforo.
Yo, que en sueños domino la perspectiva histórica de la humanidad, hito por hito, pueblo por pueblo, desde el Big Bang hasta el año 1998 de la era cristiana (5759 del calendario hebreo) en la vigilia no justifico que mi padre haya nacido antes que mi hijo.
Podemos hablar de los sucesos del sueño única y exclusivamente por comparación con los de la vigilia. Se los digo yo, que en sueños escribí lo que ustedes leen ahora y en la vigilia no hago otra cosa que esperar el sueño.

Alejandro Martino

viernes, 29 de agosto de 2025

ROBLES, Raquel: Dormir un año entero



Tal vez no rece con amor ni con fe,
sino con la visión de la condena.
Olga Orozco

Él está sentado en un tren. A veces cuando no puede estar en ninguna parte viaja en tren. Procura bajar en las estaciones terminales para no ser tomado por un vagabundo o por lo que es: un fugitivo. No es más fugitivo que ayer o que el día anterior cuando estaba en su casa, con su mujer, o haciendo la prensa clandestina, pero hoy huye de la muerte en otro sentido. Es una fuga que no tiene caso porque es imposible. De esa muerte solo se puede huir de un modo: muriendo. Planificar el modo de morir es lo único que lo aleja por momentos de la muerte.
Deben ser las seis de la tarde. Va hacia la Capital. Esta es la segunda vez que vuelve a la Capital. El tren va casi vacío. Hacia el lado contrario los hombres desbordan puertas y ventanas. Volver a casa es una operación de la que no se puede salir ileso. Él ve pasar a esos trenes que son como achuras recocinadas, con la piel abierta y toda la carne a punto de escaparse y se pregunta si esos hombres sabrán, si estarán enterados de toda la sangre que está corriendo para que ellos se salven. Es un pensamiento paternalista, soberbio, de esos que él detesta. Pero no está en un día para corregir sus debilidades ideológicas. Está furioso. Pero su furia no es una columna de fuego. Su furia es una lava de volcán que se va colando lentamente en los recovecos de su inteligencia y consume uno por uno los motivos de su furia. Hay algunas palabras que lo obsesionan. Como siempre que una idea lo acosa, deja que las palabras lo vayan atacando por los costados. Al final sabrá qué hacer. Pero antes hay que dejar que las pistas lleguen al escenario, que se planten en la escena del crimen y solo después tratar de encontrar la conexión.
El hombre ya no es joven. Viste un sobretodo oscuro. Tiene un maletín sobre las rodillas. Parece un viajante de comercio o un oficinista. Esta vez no se baja en la terminal. No quiere perder su asiento, no quiere ser aplastado por la horda humana que entrará corriendo y buscará un lugar en el vagón. Somos faena. Somos deportados. Venimos o vamos a un campo de concentración. Las masas. Eso somos. Una masa para hacer un pan dulce, un pan de Navidad. Algunos seremos las frutas secas, otros el harina y el agua y algunos otros la levadura que la hará leudar. El hombre aprieta los dientes y se deja invadir por las quejas, los olores, las manos que se agarran del asiento para oponer un poco de resistencia a la presión de doscientos cuerpos que buscan una posición no tan dolorosa. Trata de huir mirando por la ventana. Antes de llegar a la primera estación el tren se queda detenido. Nadie sabe por qué. El fastidio y la resignación se van trenzando hasta formar una cuerda pegajosa, llena de electricidad y de peligro. Cruzando la avenida hay un edificio en construcción. Los obreros están saliendo por la puerta de chapa. En la vereda hay grandes bolsas de plástico blanco llenas de arena. Una nueva lengua de lava incendia su memoria. Se deja quemar. Para entender hay que dejar que las palabras actúen. Parece que ha pasado una década pero fueron apenas meses. Los amigos en la playa. Los paseos por la rambla, las noches en el patio, las tardes en el living de la casa escuchando la voz grabada del Secretario General. Una ronda humeante alrededor del casete, viendo las dos rueditas dar vueltas, hilar la voz grabada del Secretario General. El hombre se lo había figurado frente al micrófono imaginando un estadio lleno, los ojos fijos en él, la escucha devota, el aire contenido. Tal vez haya gesticulado con la mano derecha, puntuando lo importante. Seguramente levantó el dedo índice, bajó el mentón y fijó sus grandes ojos redondos en el auditorio imaginario cuando dijo no es cierto que nos estén diezmando. Eso es lo que el enemigo quiere que creamos. Y los que han muerto en combate y los que todavía morirán serán los mártires del pueblo, serán los héroes de la revolución. Toda revolución necesita sus muertos, sus mártires, sus héroes. El hombre recuerda el silencio y las miradas sombrías y las manos crispadas, y después el ridículo de gritarle al casete, como si el joven Secretario General pudiera oír las protestas de sus mayores. Y después los cigarrillos perdiendo sus cenizas en desorden y todos hablando al mismo tiempo. Dios mío, la derrota es irreversible. Hay que replegarse, hay que preservar a los cuadros que tantos años nos llevó formar, tenemos que sacar del país a la mayor cantidad de compañeros posible. Muchos no se van a querer ir. Pero no es cuestión de renunciar, es cuestión de medir fuerzas, de ser más inteligentes, de entender este tiempo histórico. El tren se pone en movimiento y alcanza la estación. Un suspiro general alivia un poco a ese animal único formado por cientos de personas. Nadie baja. Algunos incluso suben. Toman carrera y se meten en un vagón donde parecía no poder entrar más nadie. Los pasajeros no se quejan. No se puede recriminar el deseo de llegar a casa como sea.
El hombre deja que la frente se golpee contra el vidrio de la ventana. La ciudad se va achatando a medida que se aleja de la Capital. Los negocios se apretujan contra las estaciones y las calles se hacen de tierra a no más de cinco cuadras. Los perros flacos le ladran al tren en los pasos niveles. Algunos niños tratan de ahogar el ruido con gritos rituales. Una señora se corrige el maquillaje frente a un espejito de mano mientras espera para cruzar. ¿Cuándo fue la última vez que te vi arreglarte para salir? ¿Cuándo te convertiste a ese ascetismo impresionante? Ni una cadenita, ni un anillo, ni una camisa linda. Comprarte un regalo de cumpleaños hubiera sido tal vez ofenderte. El hombre no sabe si es mejor no tener un objeto que no hubiera podido darle o si hubiera preferido quedarse con un regalito huérfano para dañarse de acá en más.
En la última estación las puertas abiertas escupen y escupen hombres y mujeres que corren en el andén como si los persiguiera un incendio. El hombre se queda sentado y espera que todos bajen. Después recoge su maletín y cruza con paciencia la vía. Da unas vueltas por esa pequeña ciudad del conurbano, compra cigarrillos, toma notas mentales de las calles, traza en su mente un mapa rudimentario pero ajustado. Después vuelve a la estación, saca tres boletos de ida y vuelta con el dinero justo para no demorarse innecesariamente en la ventanilla. La formación ya está en el andén. Una chica esmirriada, de pelo corto, entra en el furgón con una bicicleta. El hombre siente un golpe en el estómago. La hiel le sube hasta la boca y las manos le sudan de pronto. Por un momento, por un fugaz y absurdo momento, la chica era ella y no estaba muerta y cargaba una bicicleta.
El hombre se sienta, abre el maletín, saca una hoja y una lapicera. Ya no importa tener razón, haber estado en lo cierto. Ahora hay que actuar. Si fuera útil se abrazaría a un racimo de granadas y se detonaría en un cuartel. Pero no sirve. Tiene que escribir. Le gustaría comprender qué debería escribir, cómo se escribe en la derrota, cómo encontrar las palabras que conviertan este terrible revés en victoria. Tal vez haya que recuperar palabras como amigo, escritor, reflexión. Estoy solo, piensa el hombre. Y sin embargo somos muchos. Escribir, comunicar, difundir, denunciar. Aguantar. Ya habrá tiempo para morir. Me gustaría verte sonreír una vez más. Pero con toda la boca. No con esa mueca desvaída de los últimos meses. Me gustaría, incluso, verte reír. Con esas carcajadas fuera de lugar. Las cosas nuevas, las sorpresas, los mecanismos extraordinarios, esas cosas te daban risa. Te daban. Te dan. Hay que inventar un tiempo de verbo que esté en el medio. Y un verbo para decir este dolor. No un adjetivo: un verbo.
El tiempo ha transcurrido. El hombre ha perdido la cuenta de las idas y las vueltas. Ha visto la tarde hundirse en los misterios de la noche. La gente ha llegado a sus casas, son pocos los que viajan en cualquiera de las dos direcciones. Cuando llega a la última estación se da cuenta de que debería haberse bajado antes. Ya no habrá trenes hasta que el servicio se retome a las tres y diez de la madrugada. Son apenas cinco los pasajeros que se bajan. El andén queda completamente vacío, fantasmal. Si le tuviera miedo a la oscuridad y a los lugares tenebrosos estaría aterrado. Un único foco se balancea movido por la brisa suave. Podría morir estúpidamente ahora. Está prohibido deambular después del toque de queda. El mapa que ha trazado le indica cuál es la mejor salida, cuáles son las calles por las que le convendría caminar, las avenidas que debería evitar. Pero se queda. Se sienta en un banco helado, abraza el maletín y se queda. Ya me voy. Solo necesito encontrar el impulso.
El tren no va a salir hasta dentro de una hora. El hombre se sobresalta. Tal vez se durmió o los pensamientos lo transportaron fuera del espacio. Estoy siendo muy irresponsable. El hombre se levanta con ansiedad. El guarda, con su gorrita con visera en la mano, con su saco gris y sus pantalones grises y sus zapatos lustrados, le parece vagamente conocido. Claro, le picó el boleto en alguno de los viajes. El guarda le sonríe. ¿Problemas en casa? Tarda demasiado en responder. Está en peligro pero no logra sentirse en peligro, todavía discute consigo mismo la torpeza de haberse pasado por alto todas las medidas de seguridad. El hombre y el guarda se quedan en silencio. Se miran. Un entendimiento hace foco en la mirada del guarda. ¿Quiere tomarse un mate conmigo? Yo también tengo que esperar. No debería, el hombre sabe que no debería. Pero ha perdido por un momento la iniciativa. Inclina la cabeza, agarra su maletín, y sigue al guarda hasta una oficina ínfima donde hay planillas, horarios, un escritorio pequeño y dos sillas. También un anafe con una pava, una canilla y un estante con yerba, mate y unas galletitas húmedas. No tenga miedo, no puedo hacer mucho, pero quiero hacer lo que pueda. Le asombraría saber la cantidad de gente que viaja en tren cuando no puede estar en su casa. Mujeres con niños pequeños, hombres con cara de espanto. Son como distintas estatuas del miedo. Pero usted no tiene miedo, ¿no? Usted está sufriendo. Mi hija… ¿Una enfermedad? No, siempre fue muy sana. ¿Un accidente? El hombre no responde. Sabe que aunque parezca que puede confiar, aunque probablemente se pueda confiar, no tiene que entregarse. El guarda sigue hablando pero concentra la mirada en el mate. Los hijos son nuestro punto débil. No hay nada peor que perder un hijo. ¿Sabe qué creo? Que este mate necesita un condimento. Abre el último cajón y saca una petaca de caña. Destapa la pava y echa un buen chorro. El hombre se sonríe a su pesar. Siempre se aprende algo. Pero de pronto se da cuenta de que no se lo va a poder contar a ella, que ese es el tipo de cosas que a ella le hubiera encantado saber, que era una anécdota perfecta para cuando la conversación se volviera difícil. Así es la muerte. Un lento y sofocante inventario de las cosas que ya no vamos a poder compartir.
Es la segunda vez en dos días que dice «mi hija». Dos palabras que se han convertido en navajas. Pierde una cuerda vocal cada vez que las dice. La boca se le llena de sangre cada vez que las dice. ¿Era su única hija? No, pero… Si, ya sé, los hijos cuando se nos van siempre son hijos únicos. A mí se me fue mi primer hijo. Dos días después de nacer. Un angelito. Después tuve cinco hijos más, pero cuando digo «mi hijo» solo pienso en él, como si los demás fueran menos hijos. Dios nos pide sacrificios, nos pone pruebas muy difíciles, pero recuerde que nunca nos pide algo que está por encima de nuestras fuerzas. Yo creí que me iba a morir de dolor, creí que mi mujer se iba a suicidar, y aquí me tiene. El hombre chupa su mate alcohólico y se acuerda de que cuando escuchó el nombre de ella en la lista de los que habían muerto en ese combate, tuvo el impulso de persignarse. Hizo los primeros gestos pero en la mitad se arrepintió. Un poco por pudor, un poco por asombro de que el golpe le hubiera traído al niño que fue, arrodillado a las cinco de la mañana en la iglesia del internado, rezando cada noche con los codos en la cama, haciendo la señal de la cruz cuando escuchaba en el pasillo los zapatos de los celadores malos. Pero la mano se había detenido en la mitad del gesto también por odio. ¿Por qué invocar a un Dios que había permitido semejante desastre? Dios no pide nada. Dios quita, exige, castiga. Dios es un sádico, un caprichoso, es un rey malvado y arbitrario. Pide imposibles, asesina niños, envenena los ríos, solo para probar que es más fuerte. Y no contento con eso, demanda holocaustos como muestras de devoción. Tal vez haya que entender mejor eso de que el hombre fue creado a imagen y semejanza del Señor. La crueldad es la prueba de que Dios existe. El hombre se encoge en la silla. Se había enderezado para hablar; el odio siempre da coraje. Pero las palabras lo han agotado. Se frota los brazos como si hiciera mucho frío. Busca en el bolsillo del sobretodo el atado de cigarrillos. Debajo, en el pantalón, el metal de la pistola se ha entibiado con su cuerpo. Se demora un poco palpándola. Parece haberse olvidado del cigarrillo, del guarda que lo mira alarmado, de la silla, del mate con caña, de la noche que empieza a ceder. Lo perdono porque está dolido. A un padre que se le ha muerto un hijo hay que perdonarle cualquier cosa. No, no me perdone. Usted me quiere consolar y yo le estoy faltando el respeto. Los hombres se quedan en silencio. El murmullo final de cada mate organiza un diálogo mudo. Cebar, tomar, entregar, cebar. Usted debe tener un jardín ¿no? Sí, tengo, ¿cómo supo? No, no supe, me imaginé. A mí me gustaría tener un jardín, con plantas mezcladas, con el pasto cortado a guadaña. No esos jardines ingleses que parecen una alfombra, con todas las flores ordenadas por color, me gustaría tener un jardincito criollo. El hombre saca el atado de cigarrillos y le convida al guarda. Tardan en encenderlos. Como si quisieran consumir el tiempo y los temas difíciles con la brasa, fuman despacio, con caladas profundas, tóxicas, efectivas. Tiene que tener cuidado con las hormigas. Si se descuida le dejan su jardincito criollo pelado en una sola noche. Son terribles. Se organizan como un ejército y no se cansan. Usted se cansa, se distrae, se aburre. Pero ellas no. El hombre siente el escozor del humo en los ojos. Teme que unas lágrimas involuntarias, orgánicas, empujen las otras que tiene apelmazadas debajo del esternón. La puerta se abre de pronto. El hombre salta de la silla y se lleva la mano al bolsillo derecho del pantalón. Buen día, Rogelio, ah, estás acompañado. El hombre no entiende todavía si el peligro ya pasó o está por llegar. Está confundido. Llegaste temprano, Gaita, te presento acá al amigo… Daniel, dice el hombre y extiende una mano formal, Daniel Hernández. Bueno, te presento a mi amigo Daniel Hernández, su mujer lo dejó durmiendo afuera, así que va a usar nuestro tren mientras piensa cómo se hace perdonar. Ah, las mujeres. No sabe cómo lo entiendo. A mí me dejó mi mujer hace tres meses y todavía no me repongo. Sufro mucho. A veces pienso que me gustaría acostarme y dormir un año entero. Despertarme un día y haber olvidado todo. El hombre no se atreve a sentarse de nuevo, pero parece más tranquilo. Saca otro cigarrillo, ofrece y enciende los tres con la mano izquierda. Yo no podría haberlo dicho mejor. Dormir un año entero.

(Santa Fe, 1971)



jueves, 28 de agosto de 2025

BIERCE, Ambrose: Aceite de perro



Me llamo Boffer Bing. Mis respetables padres eran de clase muy humilde: él fabricaba aceite de perro y mi madre tenía un pequeño local junto a la iglesia del pueblo, en donde se deshacía de los niños no deseados.
Desde mi adolescencia me inculcaron hábitos de trabajo: ayudaba a mi padre a capturar perros para sus calderos y a veces mi madre me empleaba para hacer desaparecer los «restos» de su labor. Para llevar a cabo esta última tarea tuve que recurrir con frecuencia a mi talento natural, pues todos los guardias del barrio estaban en contra del negocio materno. No se trataba de una cuestión política, ya que los guardias que salían elegidos no eran de la oposición; era solo una cuestión de gusto, nada más.
La actividad de mi padre era, lógicamente, menos impopular, aunque los dueños de los perros desaparecidos le miraban con una desconfianza que, en cierta medida, se hacía extensible a mí. Mi padre contaba con el apoyo tácito de los médicos del pueblo, quienes raras veces recetaban algo que no contuviera lo que ellos gustaban llamar Oil.can. Y es que realmente el aceite de perro es una de las más valiosas medicinas jamás descubiertas. A pesar de ello, mucha gente no estaba dispuesta a hacer un sacrificio para ayudar a los afligidos y no dejaban que los perros más gordos del pueblo jugaran conmigo; eso hirió mi joven sensibilidad, y me faltó poco para hacerme pirata.
Cuando recuerdo aquellos días a veces siento que, al haber ocasionado indirectamente la muerte de mis padres, tuve la culpa de las desgracias que afectaron tan profundamente mi futuro.
Una noche, cuando volvía del local de mi madre de recoger el cuerpo de un huérfano, pasé junto a la fábrica de aceite y vi a un guardia que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Me habían enseñado que los guardias, hagan lo que hagan, siempre actúan inspirados por los más execrables motivos; así que, para eludirle, me escabullí por una puerta lateral del edificio, que por casualidad estaba entreabierta. Una vez dentro cerré rápidamente y me quedé a solas con el pequeño cadáver.
Mi padre ya se había ido a descansar. La única luz visible era la del fuego que, al arder con fuerza bajo uno de los calderos, producía unos reflejos rojizos en las paredes. El aceite hervía con lentitud y de vez en cuando un trozo de perro asomaba a la superficie. Me senté a esperar que el guardia se fuera y empecé a acariciar el pelo corto y sedoso del niño cuyo cuerpo desnudo había colocado en mi regazo. ¡Qué hermoso era! A pesar de mi corta edad ya me gustaban apasionadamente los niños, y al contemplar a aquel angelito deseé con todo mi corazón que la pequeña herida roja que había sobre su pecho, obra de mi querida madre, hubiera sido mortal.
Mi costumbre era arrojar a los bebés al río que la naturaleza había dispuesto sabiamente para tal fin, pero aquella noche no me atreví a salir de la fábrica por miedo al guardia.
«Seguro que si lo echo al caldero no pasará nada —me dije—. Mi padre nunca distinguirá sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pueda ocasionar la administración de un tipo de aceite diferente al incomparable Oil.can no pueden ser importantes en una población que crece con tanta rapidez».
En resumen, di mi primer paso en el crimen y arrojé al niño al caldero con una tristeza inexpresable.
Al día siguiente, y para asombro mío, mi padre nos informó, frotándose las manos de satisfacción, que había conseguido la mejor calidad de aceite nunca vista y que los médicos a los que había enviado las muestras así lo afirmaban. Añadió que no tenía la menor idea de cómo lo había hecho, pues los perros eran de las razas habituales y habían sido tratados como siempre. Consideré mi deber dar una explicación y eso fue lo que hice, aunque de haber previsto las consecuencias, me habría callado.
Mis padres, tras lamentar haber ignorado hasta entonces las ventajas que la fusión de sus respectivos quehaceres suponía, pusieron manos a la obra para reparar tal error. Mi madre trasladó su negocio a una de las alas del edificio de la fábrica y mis obligaciones respecto a ella cesaron: nunca más volvió a pedirme que me deshiciera de los cuerpos de los niños superfluos. Como mi padre había decidido prescindir totalmente de los perros, tampoco hubo necesidad de causarles más sufrimientos. Eso sí, aún conservaban un lugar honorable en el nombre del aceite. Al encontrarme abocado, tan repentinamente, a llevar una vida ociosa, me podría haber convertido en un chico perverso y disoluto, pero no fue así.
La santa influencia de mi querida madre siguió protegiéndome de las tentaciones que acechan a la juventud, y además mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay! ¡Y pensar que por mi culpa unas personas tan estimables tuvieran un final tan trágico!
Debido al doble provecho que encontraba en su actividad, mi madre se entregó totalmente a ella. No solo aceptaba encargos para eliminar bebés no deseados, sino que se acercaba a las carreteras y caminos en busca de niños más crecidos, e incluso adultos, a los que conseguía arrastrar con engaños hasta la fábrica. Mi padre, encantado con la superior calidad del producto, también se dedicaba con diligencia y celo a abastecer sus calderos. La transformación de sus vecinos en aceite de perro llegó a ser, en pocas palabras, la pasión de sus vidas; una codicia absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y pasó a ocupar el lugar antes destinado a la esperanza de alcanzar la gloria, que, por cierto, también les inspiraba.
Se habían hecho tan emprendedores que llegó a celebrarse una asamblea pública en la que se aprobaron varias mociones de censura contra ellos. El presidente hizo saber que en lo sucesivo los ataques contra la población hallarían una contundente respuesta. Mis pobres padres abandonaron la reunión con el corazón partido, sumidos en la desesperación y creo que algo desequilibrados. A pesar de ello, creí prudente no acompañarlos a la fábrica aquella noche y preferí dormir fuera, en el establo.
Hacia la medianoche, un misterioso impulso me hizo levantarme y espiar a través de una ventana el cuarto en el que, junto al horno, mi padre dormía. Los fuegos ardían vivamente, como si la cosecha del día siguiente fuera a ser abundante.
Uno de los enormes calderos hervía lentamente, con un misterioso aire de contención, en espera de la hora propicia para desplegar todas sus energías. La cama estaba vacía: mi padre se había levantado y, en camisón, estaba haciendo un nudo en una soga. Por las miradas que lanzaba hacia la puerta de la habitación de mi madre, adiviné lo que estaba tramando. Mudo e inmóvil por el terror, no supe qué hacer para evitarlo. De pronto, la puerta de la alcoba se abrió sin hacer el menor ruido y los dos, algo sorprendidos, se encontraron. Mi madre también estaba en camisón y blandía en la mano derecha su herramienta de trabajo: una larga daga de hoja estrecha.
Ella, como mi padre, no estaba dispuesta a quedarse sin la única oportunidad que la actitud poco amistosa de los ciudadanos y mi ausencia le dejaban. Por un instante sus miradas encendidas se cruzaron e inmediatamente saltaron el uno sobre el otro con una furia indescriptible. Lucharon por toda la habitación como demonios: mi madre gritaba y pretendía clavar la daga a mi padre, que profería maldiciones e intentaba ahogarla con sus grandes manos desnudas. No sé durante cuánto tiempo tuve la desgracia de contemplar aquella tragedia familiar pero, por fin, después de un forcejeo particularmente violento, los combatientes se separaron de pronto.
El pecho de mi padre y la daga mostraban pruebas de haber entrado en contacto. Durante un momento mis progenitores se miraron de la forma más hostil; entonces, mi pobre padre, malherido, al sentir la proximidad de la muerte, dio un salto hacia delante y, sin prestar atención a la resistencia que ofrecía, agarró a mi madre en brazos, la llevó hasta el caldero hirviente y, sacando fuerzas de flaqueza, se precipitó con ella en su interior. En solo un instante los dos desaparecieron y su aceite se unió al del comité de ciudadanos que habían traído la citación para la asamblea del día anterior.
Convencido de que estos desafortunados acontecimientos me cerraban todas las puertas para llevar a cabo una carrera honrada en aquel pueblo, me trasladé a la conocida ciudad de Otumwee, desde donde escribo estos recuerdos con el corazón lleno de remordimiento por aquel acto insensato que dio lugar a un desastre comercial tan espantoso.

(EE UU, 1842-1914)




martes, 19 de agosto de 2025

ASIMOV, Isaac: Cómo se divertían



Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha encontrado un libro de verdad!”.
Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que, cuando él era pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en papel.
Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las mismas palabras que cuando la leías por primera vez.
-Caray -dijo Tommy-, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.
-Lo mismo digo -contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía trece-. ¿En dónde lo encontraste?
-En mi casa -Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo-. En el ático.
-¿De qué trata?
-De la escuela.
-¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.
Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado.
Era un hombrecillo regordete y de rostro rubicundo, que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén.
El inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
-No es culpa de la niña, señora Jones -le dijo a la madre-. Creo que el sector de geografía estaba demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad. Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio -y acarició de nuevo la cabeza de Margie.
Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por completo.
Así que le dijo a Tommy:
-¿Quién querría escribir sobre la escuela?
Tommy la miró con aire de superioridad.
-Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente-: siglos.
Margie se sintió dolida.
-Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -leyó el libro por encima del hombro de Tommy y añadió-: De cualquier modo, tenían maestro.
-Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.
-¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?
-Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.
-Un hombre no es lo bastante listo.
-Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.
-No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.
-Te apuesto a que sabe casi lo mismo.
Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.
-Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme.
Tommy soltó una carcajada.
-Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos iban allí.
-¿Y todos aprendían lo mismo?
-Claro, siempre que tuvieran la misma edad.
-Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.
-Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.
-No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.
Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:
-¡Margie! ¡Escuela!
Margie alzó la vista.
-Todavía no, mamá.
-¡Ahora! -chilló la señora Jones-. Y también debe de ser la hora de Tommy.
-¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? -le preguntó Margie a Tommy.
-Tal vez -dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.
Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba iluminada.
-La lección de aritmética de hoy -habló el maestro- se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor, inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.
Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…
La pantalla del maestro automático centelleó.
-Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…
Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los viejos tiempos. Pensaba en cómo se divertían.

(Rusia, 1920/EE UU, 1992)



miércoles, 13 de agosto de 2025

CARVER, Raymond: Catedral



Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche en casa. Su esposa había muerto. De modo que estaba visitando a los parientes de ella en Connecticut. Llamó a mi mujer desde casa de sus suegros. Se pusieron de acuerdo. Vendría en tren: tras cinco horas de viaje, mi mujer le recibiría en la estación. Ella no le había visto desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en comunicación. Grababan cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusiasmaba. Yo no le conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese ciego. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces van guiados por perros. Un ciego en casa no era una cosa que yo esperase con ilusión.
Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No tenía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano estaba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía dinero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para ciego, y un número de teléfono. Telefoneó, se presentó y la contrataron en seguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le ayudaba a organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo importante.
Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que se me ocurre coger cuando quiero algo para leer.


En cualquier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor de la infancia. Así que muy bien. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se fue de Seattle. Pero el ciego y ella mantuvieron la comunicación. Ella hizo el primer contacto al cabo del año o así. Le llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía ganas de hablar. Hablaron. Él le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba dónde vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años. Al oficial le destinaron a una base y luego a otra. Ella envió cintas desde Moody ACB, McGuire, McConnell, y finalmente, Travis, cerca de Sacramento, donde una noche se sintió sola y aislada de las amistades que iba perdiendo en aquella vida viajera. Creyó que no podría dar un paso más. Entró en casa y se tragó todas las píldoras y cápsulas que había en el armario de las medicinas, con ayuda de una botella de ginebra. Luego tomó un baño caliente y se desmayó.
Pero en vez de morirse, le dieron náuseas. Vomitó. Su oficial —¿por qué iba a tener nombre? Era el amor de su infancia, ¿qué más quieres?— llegó a casa, la encontró y llamó a una ambulancia. A su debido tiempo, ella lo grabó todo y envió la cinta al ciego. A lo largo de los años, iba registrando toda clase de cosas y enviando cintas a un buen ritmo. Aparte de escribir un poema al año, creo que esa era su distracción favorita. En una cinta le decía al ciego que había decidido separarse del oficial por una temporada. En otra, le hablaba de divorcio. Ella y yo empezamos a salir, y por supuesto se lo contó al ciego. Se lo contaba todo. O me lo parecía a mí. Una vez me preguntó si me gustaría oír la última cinta del ciego. Eso fue hace un año. Hablaba de mí, me dijo. Así que dije, bueno, la escucharé. Puse unas copas y nos sentamos en el cuarto de estar. Nos preparamos para escuchar. Primero introdujo la cinta en el magnetófono y tocó un par de botones. Luego accionó una palanquita. La cinta chirrió y alguien empezó a hablar con voz sonora. Ella bajó el volumen. Tras unos minutos de cháchara sin importancia, oí mi nombre en boca de ese desconocido, del ciego a quien jamás había visto. Y luego esto: “Por todo lo que me has contado de él, solo puedo deducir…”. Pero una llamada a la puerta nos interrumpió, y no volvimos a poner la cinta. Quizá fuese mejor así. Ya había oído todo lo que quería oír.
Y ahora, ese mismo ciego venía a dormir a mi casa.
—A lo mejor puedo llevarle a la bolera —le dije a mi mujer. Estaba junto al fregadero, cortando patatas para el horno. Dejó el cuchillo y se volvió.
—Si me quieres —dijo ella—, hazlo por mí. Si no me quieres, no pasa nada. Pero si tuvieras un amigo, cualquiera que fuese, y viniera a visitarte, yo trataría de que se sintiera a gusto.
Se secó las manos con el paño de los platos.
—Yo no tengo ningún amigo ciego.
—Tú no tienes ningún amigo. Y punto. Además —dijo—, ¡maldita sea, su mujer acaba de morirse! ¿No lo entiendes? ¡Ha perdido a su mujer!
No contesté. Me había hablado un poco de su mujer. Se llamaba Beulah. ¡Beulah! Es nombre de negra.
—¿Era negra su mujer? —pregunté.
—¿Estás loco? —replicó mi mujer—. ¿Te ha dado la vena o algo así?
Cogió una patata. Vi cómo caía al suelo y luego rodaba bajo el fogón.
—¿Qué te pasa? ¿Estás borracho?
—Solo pregunto —dije.
Entonces mí mujer empezó a suministrarme más detalles de lo que yo quería saber. Me serví una copa y me senté a la mesa de la cocina, a escuchar. Partes de la historia empezaron a encajar.
Beulah fue a trabajar para el ciego después de que mi mujer se despidiera. Poco más tarde, Beulah y el ciego se casaron por la iglesia. Fue una boda sencilla —¿quién iba a ir a una boda así?—, solo los dos, más el ministro y su mujer. Pero de todos modos fue un matrimonio religioso. Lo que Beulah quería, había dicho él. Pero es posible que en aquel momento Beulah llevara ya el cáncer en las glándulas. Tras haber sido inseparables durante ocho años —esa fue la palabra que empleó mi mujer, inseparables—, la salud de Beulah empezó a declinar rápidamente. Murió en una habitación de hospital de Seattle, mientras el ciego sentado junto a la cama le cogía la mano. Se habían casado, habían vivido y trabajado juntos, habían dormido juntos —y hecho el amor, claro— y luego el ciego había tenido que enterrarla. Todo esto sin haber visto ni una sola vez el aspecto que tenía la dichosa señora. Era algo que yo no llegaba a entender. Al oírlo, sentí un poco de lástima por el ciego. Y luego me sorprendí pensando qué vida tan lamentable debió llevar ella. Figúrense una mujer que jamás ha podido verse a través de los ojos del hombre que ama. Una mujer que se ha pasado día tras día sin recibir el menor cumplido de su amado. Una mujer cuyo marido jamás ha leído la expresión de su cara, ya fuera de sufrimiento o de algo mejor. Una mujer que podía ponerse o no maquillaje, ¿qué más le daba a él? Si se le antojaba, podía llevar sombra verde en un ojo, un alfiler en la nariz, pantalones amarillos y zapatos morados, no importa. Para luego morirse, la mano del ciego sobre la suya, sus ojos ciegos llenos de lágrimas —me lo estoy imaginando—, con un último pensamiento que tal vez fuera este: “Él nunca ha sabido cómo soy yo”, en el expreso hacia la tumba. Robert se quedó con una pequeña póliza de seguros y la mitad de una moneda mejicana de veinte pesos. La otra mitad se quedó en el ataúd con ella. Patético.
Así que, cuando llegó el momento, mi mujer fue a la estación a recogerle. Sin nada que hacer, salvo esperar —claro que de eso me quejaba—, estaba tomando una copa y viendo la televisión cuando oí parar al coche en el camino de entrada. Sin dejar la copa, me levanté del sofá y fui a la ventana a echar una mirada.
Vi reír a mi mujer mientras aparcaba el coche. La vi salir y cerrar la puerta. Seguía sonriendo. Qué increíble. Rodeó el coche y fue a la puerta por la que el ciego ya estaba empezando a salir. ¡El ciego, fíjense en esto, llevaba barba crecida! ¡Un ciego con barba! Es demasiado, diría yo. El ciego alargó el brazo al asiento de atrás y sacó una maleta. Mi mujer le cogió del brazo, cerró la puerta y, sin dejar de hablar durante todo el camino, le condujo hacia las escaleras y el porche. Apagué la televisión. Terminé la copa, lavé el vaso, me sequé las manos. Luego fui a la puerta.
—Te presento a Robert —dijo mi mujer—. Robert, este es mi marido. Ya te he hablado de él.
Estaba radiante de alegría. Llevaba al ciego cogido por la manga del abrigo.
El ciego dejó la maleta en el suelo y me tendió la mano. Se la estreché. Me dio un buen apretón, retuvo mi mano y luego la soltó.
—Tengo la impresión de que ya nos conocemos —dijo con voz grave.
—Yo también —repuse. No se me ocurrió otra cosa. Luego añadí:
—Bienvenido. He oído hablar mucho de usted.
Entonces, formando un pequeño grupo, pasamos del porche al cuarto de estar, mi mujer conduciéndole por el brazo. El ciego llevaba la maleta con la otra mano. Mi mujer decía cosas como: “A tu izquierda, Robert. Eso es. Ahora, cuidado, hay una silla. Ya está. Siéntate ahí mismo. Es el sofá. Acabamos de comprarlo hace dos semanas”.
Empecé a decir algo sobre el sofá viejo. Me gustaba. Pero no dije nada. Luego quise decir otra cosa, sin importancia, sobre la panorámica del Hudson que se veía durante el viaje. Cómo para ir a Nueva York había que sentarse en la parte derecha del tren, y, al venir de Nueva York, a la parte izquierda.
—¿Ha tenido buen viaje? —le pregunté—. A propósito, ¿en qué lado del tren ha venido sentado?
—¡Vaya pregunta, en qué lado! —exclamó mi mujer—. ¿Qué importancia tiene?
—Era una pregunta.
—En el lado derecho —dijo el ciego—. Hacía casi cuarenta años que no iba en tren. Desde que era niño. Con mis padres. Demasiado tiempo. Casi había olvidado la sensación. Ya tengo canas en la barba. O eso me han dicho, en todo caso. ¿Tengo un aspecto distinguido, querida mía? —preguntó el ciego a mi mujer.
—Tienes un aire muy distinguido, Robert. Robert —dijo ella—, ¡qué contenta estoy de verte, Robert!
Finalmente, mi mujer apartó la vista del ciego y me miró. Tuve la impresión de que no le había gustado su aspecto. Me encogí de hombros.
Nunca he conocido personalmente a ningún ciego. Aquel tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte, casi calvo, de hombros hundidos, como si llevara un gran peso. Llevaba pantalones y zapatos marrones, camisa de color castaño claro, corbata y chaqueta de sport. Impresionante. Y también una barba tupida. Pero no utilizaba bastón ni llevaba gafas oscuras. Siempre pensé que las gafas oscuras eran indispensables para los ciegos. El caso era que me hubiese gustado que las llevara. A primera vista, sus ojos parecían normales, como los de todo el mundo, pero si uno se fijaba tenían algo diferente. Demasiado blanco en el iris, para empezar, y las pupilas parecían moverse en sus órbitas como si no se diera cuenta o fuese incapaz de evitarlo. Horrible. Mientras contemplaba su cara, vi que su pupila izquierda giraba hacia la nariz mientras la otra procuraba mantenerse en su sitio. Pero era un intento vano, pues el ojo vagaba por su cuenta sin que él lo supiera o quisiera saberlo.
—Voy a servirle una copa —dije—. ¿Qué prefiere? Tenemos un poco de todo. Es uno de nuestros pasatiempos.
—Solo bebo whisky escocés, muchacho —se apresuró a decir con su voz sonora.
—De acuerdo -dije. ¡Muchacho!
Claro que sí, lo sabía. Tocó con los dedos la maleta, que estaba junto al sofá. Se hacía su composición de lugar. No se lo reproché.
—La llevaré a tu habitación —le dijo mi mujer.
—No, está bien —dijo el ciego en voz alta—. Ya la llevaré yo cuando suba.
—¿Con un poco de agua, el whisky? —le pregunté.
—Muy poca.
—Lo sabía.
—Solo una gota —dijo él—. Ese actor irlandés, ¿Barry Fitzgerald? Soy como él. Cuando bebo agua, decía Fitzgerald, bebo agua. Cuando bebo whisky, bebo whisky.
Mi mujer se echó a reír. El ciego se llevó la mano a la barba. Se la levantó despacio y la dejó caer.
Preparé las copas, tres vasos grandes de whisky con un chorrito de agua en cada uno. Luego nos pusimos cómodos y hablamos de los viajes de Robert. Primero, el largo vuelo desde la costa Oeste a Connecticut. Luego, de Connecticut aquí, en tren. Tomamos otra copa para esa parte del viaje.
Recordé haber leído en algún sitio que los ciegos no fuman porque, según dicen, no pueden ver el humo que exhalan. Creí que al menos sabía eso de los ciegos. Pero este ciego en particular fumaba el cigarrillo hasta el filtro y luego encendía otro. Llenó el cenicero y mi mujer lo vació.
Cuando nos sentamos a la mesa para cenar, tomamos otra copa. Mi mujer llenó el plato de Robert con un filete grueso, patatas al horno, judías verdes. Le unté con mantequilla dos rebanadas de pan.
—Ahí tiene pan y mantequilla —le dije, bebiendo parte de mi copa—. Y ahora recemos.
El ciego inclinó la cabeza. Mi mujer me miró con la boca abierta.
—Roguemos para que el teléfono no suene y la comida no esté fría —dije.
Nos pusimos al ataque. Nos comimos todo lo que había en la mesa. Devoramos como si no nos esperase un mañana. No hablamos. Comimos. Nos atiborramos. Como animales. Nos dedicamos a comer en serio. El ciego localizaba inmediatamente la comida, sabía exactamente dónde estaba todo en el plato. Lo observé con admiración mientras manipulaba la carne con el cuchillo y el tenedor. Cortaba dos trozos de filete, se llevaba la carne a la boca con el tenedor, se dedicaba luego a las patatas asadas y a las judías verdes, y después partía un trozo grande de pan con mantequilla y se lo comía. Lo acompañaba con un buen trago de leche. Y, de vez en cuando, no le importaba utilizar los dedos.
Terminamos con todo, incluyendo media tarta de fresas. Durante unos momentos quedamos inmóviles, como atontados. El sudor nos perlaba el rostro. Al fin nos levantamos de la mesa, dejando los platos sucios. No miramos atrás. Pasamos al cuarto de estar y nos dejamos caer de nuevo en nuestro sitio. Robert y mi mujer, en el sofá. Yo ocupé la butaca grande. Tomamos dos o tres copas más mientras charlaban de las cosas más importantes que les habían pasado durante los últimos diez años. En general, me limité a escuchar. De vez en cuando intervenía. No quería que pensase que me había ido de la habitación, y no quería que ella creyera que me sentía al margen. Hablaron de cosas que les habían ocurrido —¡a ellos!— durante esos diez años. En vano esperé oír mi nombre en los dulces labios de mi mujer: “Y entonces mi amado esposo apareció en mi vida”, algo así. Pero no escuché nada parecido. Hablaron más de Robert. Según parecía, Robert había hecho un poco de todo, un verdadero ciego aprendiz de todo y maestro de nada. Pero en época reciente su mujer y él distribuían los productos Amway, con lo que se ganaban la vida más o menos, según pude entender. El ciego también era aficionado a la radio. Hablaba con su voz grave de las conversaciones que había mantenido con operadores de Guam, en las Filipinas, en Alaska e incluso en Tahití. Dijo que tenía muchos amigos por allí, si alguna vez quería visitar esos países. De cuando en cuando volvía su rostro ciego hacia mí, se ponía la mano bajo la barba y me preguntaba algo. ¿Desde cuándo tenía mi empleo actual? (Tres años.) ¿Me gustaba mi trabajo? (No.) ¿Tenía intención de conservarlo? (¿Qué remedio me quedaba?). Finalmente, cuando pensé que empezaba a quedarse sin cuerda, me levanté y encendí la televisión.
Mi mujer me miró con irritación. Empezaba a acalorarse. Luego miró al ciego y le preguntó:
—¿Tienes televisión, Robert?
—Querida mía —contestó el ciego—, tengo dos televisores. Uno en color y otro en blanco y negro, una vieja reliquia. Es curioso, pero cuando enciendo la televisión, y siempre estoy poniéndola, conecto el aparato en color. ¿No te parece curioso?
No supe qué responder a eso. No tenía absolutamente nada que decir. Ninguna opinión. Así que vi las noticias y traté de escuchar lo que decía el locutor.
—Esta televisión es en color —dijo el ciego—. No me preguntéis cómo, pero lo sé.
—La hemos comprado hace poco —dije. El ciego bebió un sorbo de su vaso. Se levantó la barba, la olió y la dejó caer. Se inclinó hacia adelante en el sofá. Localizó el cenicero en la mesa y aplicó el mechero al cigarrillo. Se recostó en el sofá y cruzó las piernas, poniendo el tobillo de una sobre la rodilla de la otra.
Mi mujer se cubrió la boca y bostezó. Se estiró.
—Voy a subir a ponerme la bata. Me apetece cambiarme. Ponte cómodo, Robert —dijo.
—Estoy cómodo —repuso el ciego.
—Quiero que te sientas a gusto en esta casa.
—Lo estoy —aseguró el ciego.
Cuando salió de la habitación, escuchamos el informe del tiempo y luego el resumen de los deportes. Para entonces, ella había estado ausente tanto tiempo, que yo ya no sabía si iba a volver. Pensé que se habría acostado. Deseaba que bajase. No quería quedarme solo con el ciego. Le pregunté si quería otra copa y me respondió que naturalmente que sí. Luego le pregunté si le apetecía fumar un poco de mandanga conmigo. Le dije que acababa de liar un porro. No lo había hecho, pero pensaba hacerlo en un periquete.
—Probaré un poco —dijo.
—Bien dicho. Así se habla.
Serví las copas y me senté a su lado en el sofá. Luego lie dos canutos gordos. Encendí uno y se lo pasé. Se lo puse entre los dedos. Lo cogió e inhaló.
—Reténgalo todo lo que pueda —le dije.
Vi que no sabía nada del asunto.
Mi mujer bajó llevando la bata rosa con las zapatillas del mismo color.
—¿Qué es lo que huelo? —preguntó.
—Pensamos fumar un poco de hierba —dije.
Mi mujer me lanzó una mirada furiosa. Luego miró al ciego y dijo:
—No sabía que fumaras, Robert.
—Ahora lo hago, querida mía. Siempre hay una primera vez. Pero todavía no siento nada.
—Este material es bastante suave —expliqué—. Es flojo. Con esta mandanga se puede razonar. No le confunde a uno.
—No hace mucho efecto, muchacho —dijo, riéndose.
Mi mujer se sentó en el sofá, entre los dos. Le pasé el canuto. Lo cogió, le dio una calada y me lo volvió a pasar.
—¿En qué dirección va esto? —preguntó—. No debería fumar. Apenas puedo tener los ojos abiertos. La cena ha acabado conmigo. No he debido comer tanto.
—Ha sido la tarta de fresas —dijo el ciego—. Eso ha sido la puntilla.
Soltó una enorme carcajada. Luego meneó la cabeza.
—Hay más tarta —le dije.
—¿Quieres un poco más, Robert? —le preguntó mi mujer.
—Quizá dentro de un poco.
Prestamos atención a la televisión. Mi mujer bostezó otra vez.
—Cuando tengas ganas de acostarte, Robert, tu cama está hecha —dijo—. Sé que has tenido un día duro. Cuando estés listo para ir a la cama, dilo —le tiró del brazo—. ¿Robert?
Volvió de su ensimismamiento y dijo:
—Lo he pasado verdaderamente bien. Esto es mejor que las cintas, ¿verdad?
—Le toca a usted —le dije, poniéndole el porro entre los dedos.
Inhaló, retuvo el humo y luego lo soltó. Era como si lo estuviese haciendo desde los nueve años.
—Gracias, muchacho. Pero creo que esto es todo para mí. Me parece que empiezo a sentir el efecto.
Pasó a mi mujer el canuto chisporroteante.
—Lo mismo digo —dijo ella—. Ídem de ídem. Yo también.
Cogió el porro y me lo pasó.
—Me quedaré sentada un poco entre vosotros dos con los ojos cerrados. Pero no me prestéis atención, ¿eh? Ninguno de los dos. Si os molesto, decidlo. Si no, es posible que me quede aquí sentada con los ojos cerrados hasta que os vayáis a acostar. Tu cama está hecha, Robert, para cuando quieras. Está al lado de nuestra habitación, al final de las escaleras. Te acompañaremos cuando estés listo. Si me duermo, despertadme, chicos.
Al decir eso, cerró los ojos y se durmió. Terminaron las noticias. Me levanté y cambié de canal. Volví a sentarme en el sofá. Deseé que mi mujer no se hubiera quedado dormida. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y la boca abierta. Se había dado la vuelta, de modo que la bata se le había abierto revelando un muslo apetitoso. Alargué la mano para volverla a tapar y entonces miré al ciego. ¡Qué coño! Dejé la bata como estaba.
—Cuando quiera un poco de tarta, dígalo —le recordé.
—Lo haré.
—¿Está cansado? ¿Quiere que le lleve a la cama? ¿Le apetece irse a la piltra?
—Todavía no —contestó—. No, me quedaré contigo, muchacho. Si no te parece mal. Me quedaré hasta que te vayas a acostar. No hemos tenido oportunidad de hablar. ¿Comprendes lo que quiero decir? Tengo la impresión de que ella y yo hemos monopolizado la velada.
Se levantó la barba y la dejó caer. Cogió los cigarrillos y el mechero.
—Me parece bien —dije, y añadí—: Me alegro de tener compañía.
Y supongo que así era. Todas las noches fumaba hierba y me quedaba levantado hasta que me venía el sueño. Mi mujer y yo rara vez nos acostábamos al mismo tiempo. Cuando me dormía, empezaba a soñar. A veces me despertaba con el corazón encogido.
En la televisión había algo sobre la iglesia y la Edad Media. No era un programa corriente. Yo quería ver otra cosa. Puse otros canales. Pero tampoco había nada en los demás. Así que volví a poner el primero y me disculpé.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. A mí me parece bien. Mira lo que quieras. Yo siempre aprendo algo. Nunca se acaba de aprender cosas. No me vendría mal aprender algo esta noche. Tengo oídos.
No dijimos nada durante un rato. Estaba inclinado hacia adelante, con la cara vuelta hacia mí, la oreja derecha apuntando en dirección al aparato. Muy desconcertante. De cuando en cuando dejaba caer los párpados para abrirlos luego de golpe, como si pensara en algo que oía en la televisión.
En la pantalla, un grupo de hombres con capuchas eran atacados y torturados por otros vestidos con trajes de esqueleto y de demonios. Los demonios llevaban máscaras de diablo, cuernos y largos rabos. El espectáculo formaba parte de una procesión. El narrador inglés dijo que se celebraba en España una vez al año. Traté de explicarle al ciego lo que sucedía.
—Esqueletos. Ya sé —dijo, moviendo la cabeza.
La televisión mostró una catedral. Luego hubo un plano largo y lento de otra. Finalmente, salió la imagen de la más famosa, la de París, con sus arbotantes y sus flechas que llegaban hasta las nubes. La cámara se retiró para mostrar el conjunto de la catedral surgiendo por encima del horizonte.
A veces, el inglés que contaba la historia se callaba, dejando simplemente que el objetivo se moviera en torno a las catedrales. O bien la cámara daba una vuelta por el campo y aparecían hombres caminando detrás de los bueyes. Esperé cuanto pude. Luego me sentí obligado a decir algo:
—Ahora aparece el exterior de esa catedral. Gárgolas. Pequeñas estatuas en forma de monstruos. Supongo que ahora están en Italia. Sí, en Italia. Hay cuadros en los muros de esa iglesia.
—¿Son pinturas al fresco, muchacho? —me preguntó, dando un sorbo de su copa.
Cogí mi vaso, pero estaba vacío. Intenté recordar lo que pude.
—¿Me pregunta si son frescos? —le dije—. Buena pregunta. No lo sé.
La cámara enfocó una catedral a las afueras de Lisboa. Comparada con la francesa y la italiana, la portuguesa no mostraba grandes diferencias. Pero existían. Sobre todo en el interior. Entonces se me ocurrió algo.
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Tiene usted idea de lo que es una catedral? ¿El aspecto que tiene, quiero decir? ¿Me sigue? Si alguien le dice la palabra catedral, ¿sabe usted de qué le hablan? ¿Conoce usted la diferencia entre una catedral y una iglesia baptista, por ejemplo?
Dejó que el humo se escapara despacio de su boca.
—Sé que para construirla han hecho falta centenares de obreros y cincuenta o cien años —contestó—. Acabo de oírselo decir al narrador, claro está. Sé que en una catedral trabajaban generaciones de una misma familia. También lo ha dicho el comentarista. Los que empezaban no vivían para ver terminada la obra. En ese sentido, muchacho, no son diferentes de nosotros, ¿verdad?
Se echó a reír. Sus párpados volvieron a cerrarse. Su cabeza se movía. Parecía dormitar. Tal vez se figuraba estar en Portugal. Ahora, la televisión mostraba otra catedral. En Alemania, esta vez. La voz del inglés seguía sonando monótonamente.
—Catedrales —dijo el ciego.
Se incorporó, moviendo la cabeza de atrás adelante.
—Si quieres saber la verdad, muchacho, eso es todo lo que sé. Lo que acabo de decir. Pero tal vez quieras describirme una. Me gustaría. Ya que me lo preguntas, en realidad no tengo una idea muy clara.
Me fijé en la toma de la catedral en la televisión. ¿Cómo podía empezar a describírsela? Supongamos que mi vida dependiera de ello. Supongamos que mi vida estuviese amenazada por un loco que me ordenara hacerlo, o si no…
Observé la catedral un poco más hasta que la imagen pasó al campo. Era inútil. Me volví hacia el ciego y dije:
—Para empezar, son muy altas.
Eché una mirada por el cuarto para encontrar ideas.
—Suben muy arriba. Muy alto. Hacia el cielo. Algunas son tan grandes que han de tener apoyo. Para sostenerlas, por decirlo así. El apoyo se llama arbotante. Me recuerdan a los viaductos, no sé por qué. Pero quizá tampoco sepa usted lo que son los viaductos. A veces, las catedrales tienen demonios y cosas así en la fachada. En ocasiones, caballeros y damas. No me pregunte por qué.
Él asentía con la cabeza. Todo su torso parecía moverse de atrás adelante.
—No se lo explico muy bien, ¿verdad? —le dije.
Dejó de asentir y se inclinó hacia adelante, al borde del sofá. Mientras me escuchaba, se pasaba los dedos por la barba. No me hacía entender, eso estaba claro. Pero de todos modos esperó a que continuara. Asintió como si tratara de animarme. Intenté pensar en otra cosa que decir.
—Son realmente grandes. Pesadas. Están hechas de piedra. De mármol también, a veces. En aquella época, al construir catedrales los hombres querían acercarse a Dios. En esos días, Dios era una parte importante en la vida de todo el mundo. Eso se ve en la construcción de catedrales. Lo siento —dije—, pero creo que eso es todo lo que puedo decirle. Esto no se me da bien.
—No importa, muchacho —dijo el ciego—. Escucha, espero que no te moleste que te pregunte. ¿Puedo hacerte una pregunta? Deja que te haga una sencilla. Contéstame sí o no. Solo por curiosidad y sin ánimo de ofenderte. Eres mi anfitrión. Pero ¿eres creyente en algún sentido? ¿No te molesta que te lo pregunte?
Meneé la cabeza. Pero él no podía verlo. Para un ciego, es lo mismo un guiño que un movimiento de cabeza.
—Supongo que no soy creyente. No creo en nada. A veces resulta difícil. ¿Sabe lo que quiero decir?
—Claro que sí.
—Así es.
El inglés seguía hablando. Mi mujer suspiró, dormida. Respiró hondo y siguió durmiendo.
—Tendrá que perdonarme —le dije—. Pero no puedo explicarle cómo es una catedral. Soy incapaz. No puedo hacer más de lo que he hecho.
El ciego permanecía inmóvil mientras me escuchaba, con la cabeza inclinada.
—Lo cierto es —proseguí— que las catedrales no significan nada especial para mí. Nada. Catedrales. Es algo que se ve en la televisión a última hora de la noche. Eso es todo.
Entonces fue cuando el ciego se aclaró la garganta. Sacó algo del bolsillo de atrás. Un pañuelo.
Luego dijo:
—Lo comprendo, muchacho. Esas cosas pasan. No te preocupes. Oye, escúchame. ¿Querrías hacerme un favor? Tengo una idea. ¿Por qué no vas a buscar un papel grueso? Y una pluma. Haremos algo. Dibujaremos juntos una catedral. Trae papel grueso y una pluma. Vamos, muchacho, tráelo.
Así que fui arriba. Tenía las piernas como sin fuerza. Como si acabara de venir de correr. Eché una mirada en la habitación de mi mujer. Encontré bolígrafos encima de su mesa, en una cestita. Luego pensé dónde buscar la clase de papel que me había pedido.
Abajo, en la cocina, encontré una bolsa de la compra con cáscaras de cebolla en el fondo. La vacié y la sacudí. La llevé al cuarto de estar y me senté con ella a sus pies. Aparté unas cosas, alisé las arrugas del papel de la bolsa y lo extendí sobre la mesita.
El ciego se bajó del sofá y se sentó en la alfombra, a mi lado.
Pasó los dedos por el papel, de arriba a abajo. Recorrió los lados del papel. Incluso los bordes, hasta los cantos. Manoseó las esquinas.
—Muy bien —dijo—. De acuerdo, vamos a hacerla.
Me cogió la mano, la que tenía el bolígrafo. La apretó.
—Adelante, muchacho, dibuja —me dijo—. Dibuja. Ya verás. Yo te seguiré. Saldrá bien. Empieza ya, como te digo. Dibuja.
Así que empecé. Primero tracé un rectángulo que parecía una casa. Podía ser la casa en la que vivo. Luego le puse el tejado. En cada extremo del tejado, dibujé flechas góticas. De locos.
—Estupendo —dijo él—. Magnífico. Lo haces estupendamente. Nunca en la vida habías pensado hacer algo así, ¿verdad, muchacho? Bueno, la vida es rara, ya lo sabemos. Venga. Sigue.
Puse ventanas con arcos. Dibujé arbotantes. Suspendí puertas enormes. No podía parar. El canal de la televisión dejó de emitir. Dejé el bolígrafo para abrir y cerrar los dedos. El ciego palpó el papel. Movía las puntas de los dedos por encima, por donde yo había dibujado, asintiendo con la cabeza.
—Esto va muy bien —dijo.
Volví a coger el bolígrafo y él encontró mi mano. Seguí con ello. No soy ningún artista, pero continué dibujando de todos modos.
Mi mujer abrió los ojos y nos miró. Se incorporó en el sofá, con la bata abierta.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó—. Contádmelo. Quiero saberlo.
No le contesté.
—Estamos dibujando una catedral —dijo el ciego—. Lo estamos haciendo él y yo. Aprieta fuerte —me dijo a mí—. Eso es. Así va bien. Naturalmente. Ya lo tienes, muchacho. Lo sé. Creías que eras incapaz. Pero puedes, ¿verdad? Ahora vas echando chispas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Verdaderamente vamos a tener algo aquí dentro de un momento. ¿Cómo va ese brazo? —me preguntó—. Ahora pon gente por ahí. ¿Qué es una catedral sin gente?
—¿Qué pasa? —inquirió mi mujer—. ¿Qué estás haciendo, Robert? ¿Qué ocurre?
—Todo va bien —le dijo a ella.
Y añadió, dirigiéndose a mí:
—Ahora cierra los ojos.
Lo hice. Los cerré, tal como me decía.
—¿Los tienes cerrados? —preguntó—. No hagas trampa.
Los tengo cerrados.
—Mantenlos así. No pares ahora. Dibuja.
Y continuamos. Sus dedos apretaban los míos mientras mi mano recorría el papel. No se parecía a nada que hubiese hecho en la vida hasta aquel momento.
Luego dijo:
—Creo que ya está. Me parece que lo has conseguido. Echa una mirada. ¿Qué te parece?
Pero yo tenía los ojos cerrados. Pensé mantenerlos así un poco más. Creí que era algo que debía hacer.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Estás mirándolo?
Yo seguía con los ojos cerrados. Estaba en mi casa. Lo sabía. Pero yo no tenía la impresión de estar dentro de nada.
—Es verdaderamente extraordinario —dije.


(EE UU, 1938/1988)