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lunes, 31 de marzo de 2025

SACHERI, Eduardo: Navidades II - La casita




Creo que ya comenté que nuestro peor enemigo era ese gigantón odioso llamado Alejandrito Miranda. Ese vecino alto, desgarbado, gruñón, molesto, que ponía su auto en medio de la calle para impedirnos jugar al fútbol, se quejaba del ruido que metíamos a la hora de la siesta y disfrutaba arruinando todos nuestros juegos. Nos había denunciado más de una vez con nuestras madres, nos había gritado cosas horribles en más de una ocasión y nos había pinchado con un cuchillo más de una pelota que había tenido la desgracia de aterrizar en su jardín.
Pero nosotros no éramos proclives a rendirnos. Podíamos huir de vez en cuando, pero siempre estábamos dispuestos a regresar al campo de batalla.
A veces es curioso el modo en que Dios o las circunstancias nos colocan, en nuestras propias narices, las ocasiones para tomar revancha. Una de esas Navidades o más bien, en uno de esos días previos a la Nochebuena en que nos dedicábamos a comprobar el poder destructor de los petardos de ese año, se suscitó una acalorada discusión entre Darío —el venezolano grande— y Sergio, acerca de cuál era el tipo de petardo más destructivo. Según Darío eran los rompeportones y según Sergio eran los triangulitos.
Como todas nuestras discusiones, esta amenazaba con volverse perpetua, hasta que alguno tuvo la buena idea de proponer un experimento para zanjar el diferendo. Sergio se ofreció a probar primero y, ante nuestra estupefacción, se dirigió muy campante hacia la casa de Alejandrito Miranda. Eran las tres de la tarde, de modo que el mastodonte debía encontrarse en plena siesta. Sergio, como un venado que otea el peligro, se mantuvo dos o tres minutos en silencio, frente al tapial de la casa, como si el tiempo se hubiese detenido para él y para siempre. Hacía bien. El muy maldito nos olía, nos palpitaba, nos intuía, de modo que si estaba despierto, dando vueltas por su casa, no tardaría en asomarse con mala cara para decirle a Sergio que se mandase mudar. Como los minutos pasaron y eso no sucedió, pudimos concluir que, efectivamente, Alejandrito dormía la siesta.
Entonces Sergio, amorosamente, extendió la mano hacia la casita buzón de Alejandrito Miranda, y a nosotros se nos erizó la piel en una mezcla de pánico y regocijo. En esa época, la mayoría de las casas carecía de buzón para las cartas. El cartero simplemente las tiraba en los porches o las hundía en una hendija de los tapiales o los portones. Solo algunos tenían buzones. Y Alejandrito, en particular, tenía un buzón sumamente coqueto: una casita de madera, del tamaño de una caja de zapatos grande, con techo a dos aguas, chimenea, paredes blancas y ventanitas coquetas. Nunca nos lo había dicho (de hecho, apenas nos dirigía la palabra para gritarnos), pero sabíamos que esa casita-buzón era su orgullo. Colocada más o menos a un metro del piso, sobre un poste de madera, a unos veinte centímetros de la línea municipal, tenía una hendija con tapa de metal para que entrasen los sobres. Del otro lado de la casita, la pared del fondo era una puertita con llave por la cual el dueño de casa retiraba la correspondencia. Una casita de cuento de hadas, que contrastaba un poco con el aspecto cavernoso, levemente demoníaco, que tenía la fachada de la propia casa de Alejandrito. O a lo mejor no era demoníaca, sino que su contenido —Alejandrito— era lo que nos parecía demoníaco. Pero sí era una casa oscura, lúgubre, poco adornada. Y la casita-buzón, con su techo rojo brillante, parecía una sonrisa luminosa presidiendo el jardín de Alejandrito como una flor cultivada junto a la guarida de un ogro sanguinario.
Pues bien, hacia ese objeto de culto, hacia esa materialización de la belleza y la coquetería postal, adelantó Sergio sus dedos criminales. Sin hacer casi ruido, levantó la tapa metálica del buzón. Apoyó el triangulito en el borde, para tener ambas manos libres. Encendió la mecha. Cuando estuvo seguro de que estaba prendida, empujó el petardo hacia el interior de la casita. La tapa se cerró con un chasquido. Y después caminó los veinte metros hasta donde nosotros lo estábamos esperando.
Pasaron unos segundos que se nos hicieron larguísimos. Hasta alguno preguntó, a media voz, si la mecha se habría apagado.
—Capaz que sí —dijo alguno, con los ojos fijos en la casita.
—Esperen —dijo Sergio, con la certeza de los entendidos—: Adentro del buzón hay poco aire. Por eso tarda.
Y entonces estalló. En realidad, lo que sucedió fue que la casita salió volando. Todavía hoy desconozco el fenómeno físico que la hizo adoptar semejante comportamiento. No fue que se despedazó o que se le hizo un agujero a través del cual se liberó la potencia de la explosión. No. Hizo un ruido apagado, cavernoso, y se desprendió de su base de madera. Lo único que quedó fue el piso de la casita, adherido al poste. El resto, es decir, el techo y las paredes, se elevó como tres metros y voló hasta el medio de la calle. Aterrizó sobre el techito rojo y después rodó, a los tumbos sobre el pavimento. Ahí sí, pobre casita, se fue despedazando.
Aquel que haya leído algunas de las historias que se incluyen en este libro puede anticiparse a nuestros inmediatos comportamientos. Rápido cruce de miradas, giro de ciento ochenta grados, carrera despavorida hasta la primera esquina en la cual girar para perdernos de vista, manotazos para sacar de ahí a los rezagados, alocados proyectos de alistarnos en la Legión Extranjera o presentarnos voluntarios en la primera misión tripulada al planeta Marte, con tal de no tener que volver a cruzarnos con el iracundo Alejandrito.
Cuando nos pusimos a salvo, y recuperamos el aliento, y decidimos escondernos en el terraplén del tren hasta que cayera la noche, y nos juramentamos silenciar la verdad o morir en el intento, Sergio nos miró con superioridad y nos preguntó qué pensábamos del poder destructor de su petardo. Y Darío, con una sinceridad no exenta de hidalguía, le dijo que sí, que tenía razón, que el triangulito era el mejor petardo sobre la faz de la Tierra.

Eduardo Sacheri
(Argentina, 1967)

De «Los dueños del mundo» (2012)




lunes, 24 de marzo de 2025

SERÚ GIRÁN: Canción de Alicia en el país

 



¿Quién sabe, Alicia, este país
no estuvo hecho porque sí?
Te vas a ir, vas a salir
pero te quedas,
¿dónde más vas a ir?
Y es que aquí sabes,
el trabalenguas, traba lenguas,
el asesino te asesina
y es mucho para ti.
Se acabó ese juego que te hacía feliz...

No cuentes lo que viste en los jardines,
el sueño acabó,
ya no hay morsas
ni tortugas.
Un río de cabezas aplastadas por el mismo pie
juegan cricket bajo la Luna.
Estamos en la tierra de nadie
pero es mía.
"Los inocentes son los culpables",
dice Su Señoría, el Rey de Espadas.

No cuentes qué hay detrás de aquel espejo,
no tendrás poder ni abogados ni testigos.
Enciende los candiles que los brujos piensan en volver
a nublarnos el camino.
Estamos en la tierra de todos,
en la vida.
Sobre el pasado y sobre el futuro
ruinas sobre ruinas,
querida Alicia.

¿Quién sabe, Alicia, este país
no estuvo hecho porque sí?
Te vas a ir, vas a salir
pero te quedas,
¿dónde más vas a ir?
Y es que aquí sabes
que el trabalenguas, traba lenguas,
el asesino te asesina
y es mucho para ti.

Se acabó.
Se acabó ese.
Se acabó ese juego.
Se acabó ese juego que te hacía feliz...





sábado, 15 de marzo de 2025

GALEANO, Eduardo: Esa vieja es un país


1.

La última vez que la Abuela viajó a Buenos Aires llegó sin ningún diente, como un recién nacido. Yo hice como que no lo notaba. Graciela me había advertido, por teléfono, desde Montevideo: "Está muy preocupada. Me preguntó: ¿No me encontrará fea, Eduardo?"

La Abuela estaba hecha un pajarito. Los años iban pasando y la encogían.

Salimos abrazados del puerto.

Le propuse un taxi.

-No, no -le dije-. No es porque crea que te vas a cansar. Yo sé que vos aguantas. Es que el hotel queda muy lejos, ¿entendés?

Pero ella quería caminar.

-Escúchame, Abuela -le dije-. Por aquí no vale la pena. El paisaje es feo. Ésta es una parte fea de Buenos Aires. Después, cuando hayas descansado, vamos a ir juntos a caminar por los parques.

Se detuvo, me miró de arriba a abajo. Me insultó. Y me preguntó, furiosa:

-¿Te crees que yo miro el paisaje, cuando camino contigo?

Se colgó de mí.

-Me siento agrandada -me dijo- bajo el ala tuya. Me preguntó: "¿Te acordás cuando me llevabas alzada, en el sanatorio, después de la operación?" Me habló del Uruguay, del silencio y del miedo.

-Está todo tan sucio. Está tan sucio todo.

Me habló de la muerte:

-Yo voy a reencarnar en un abrojo. O en un nieto o bisnieto tuyo, yo voy a aparecer.

-Pero, vieja -le dije-. Si usted va a vivir doscientos años. No me hable de la muerte, que usted tiene para mucho todavía.

-No seas perverso -me dijo.

Me dijo que estaba harta de su cuerpo.

-Dos por tres le digo, a mi cuerpo: "No te soporto". Y él me contesta: "Y yo tampoco".

-Mira -me dijo, y se estiró el pellejo del brazo.

Me habló del viaje:

-¿Te acordás cuando te estaba matando la fiebre en Venezuela y yo me pasé la noche llorando, en Montevideo, sin saber por qué? Todos estos días yo le venía diciendo a Emma: "Eduardo no está tranquilo". Y me vine. Y ahora también pienso que no estás tranquilo.

2.

La Abuela estuvo unos días y se volvió a Montevideo. Al tiempo le escribí una carta. Le escribí que no se cuide, que no se aburra, que no se canse. Le dije que yo bien sé de dónde viene el barro con que me hicieron.

Y después me avisaron que había tenido un accidente.

La llamé por teléfono.

-Fue culpa mía -me dijo-. Me escapé y me fui caminando hasta la Universidad, por el mismo camino que antes hacía para verte. ¿Te acordás? Yo ya sé que no puedo hacer eso. Cada vez que voy, me caigo. Llegué al pie de la escalera y dije, en voz alta: "Aroma del tiempo", que era el nombre del perfume que una vez me regalaste. Y entonces me caí. Me levantaron y me trajeron aquí. Creyeron que me había roto algún hueso. Pero hoy, no bien me dejaron sola, me levanté de la cama y me escapé. Salí a la calle y dije: "Yo estoy bien viva y loca, como él me quiere".


(Uruguay, 1940/2015)

miércoles, 12 de marzo de 2025

GALEANO, Eduardo: La mala racha



Mientras dura la mala racha, pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves, lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no sé si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distracción.

(Uruguay, 1940/2015)




domingo, 9 de marzo de 2025

BORGES, Jorge Luis: Borges y yo


Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario bibliográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y lo infinito, pero esos juegos son de Borges y ahora tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página.


(Argentina, 1899/1986)

De «El hacedor» (1960)



miércoles, 5 de marzo de 2025

HUIDOBRO, Vicente: Arte poética



Que el verso sea como una llave
que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
cuanto miren los ojos creado sea,
y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
el adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
como recuerdo, en los museos;
mas no por eso tenemos menos fuerza:
el vigor verdadero
reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema ;

solo para nosotros
viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.

Vicente Huidobro
(Chile, 1893/1948)


De El espejo de Agua, 1916