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jueves, 14 de marzo de 2024

GOUIRIC. Marie: "...Tu única llave para tu libertad"


Mi padre insistió, estudiá, hacete un oficio. Eso nadie te podrá sacarlo. Y puso el estudio y el oficio como misma cosa. Vos podés tener un trabajo, decía, pero mañana vienen y te dicen no servís más estás viejo, contratan a uno más joven, pero el estudio te lo llevás con vos y va a ser tu herramienta para defenderte. Casate, pero estudiá que mañana tu hombre se va con otra mujer más joven que vos y va a parecer que no tenés a quién abrazarte, pero tendrás tu oficio que nunca te soltará ni te dejará sola. No te confiés en los hombres, hoy te aman y mañana te dejan de querer o se mueren. No te cases con uno que no trabaje porque será una carga y tendrás que trabajar para él. Tu estudio te servirá de arma y hará que ningún ladrón toque tu casa. El día que mueras de hambre, vos y tus hijos, batirás puertas y siempre alguien te abrirá. Elegirán a vos aunque sea para limpiar porque dirán tiene estudio, y eso te dará una oportunidad. La mano es dura para los que nacen como nosotros. Ha sido difícil y ha de ser peor. Habrá épocas buenas, y lo bueno de todo lo malo que nos ha pasado es que cuando subas con el estudio subirás con humildad y cuando te toque bajar, bajarás la cabeza y comerás lo que puedas y harás el trabajo que sea y estarás tranquila.Vos sos mi mayor inversión, me decía. No pude comprar casas, ni autos, ni terrenos. No voy a dejarte nada, pero quisiera dejarte estudio. Y por eso también te pido que estudies y que te cuides, porque todo lo poco lo invertí en vos y si algo te pasara, a mí no me queda nada tampoco. En cambio si vos te formás y prosperás, serás la tierra al sol brotada llena de trigo para hacer harina, con ella amasar la masa para el pan sobre la mesa bajo la sombra de un eucalipto.
No te preocupes ahora por trabajar y ganar dinero, yo en lo que pueda te daré que no es muy mucho, no tendrás las mejores zapatillas, ni la ropa, pero para estudiar lo necesario. Contá conmigo para en lo mínimo tener todo y con eso ganar un estudio o un oficio que será una llave siempre, tu única llave para tu libertad.


Bahía Blanca, 1985



viernes, 23 de febrero de 2024

CHÉJOV, Antón: Un viaje de novios

 


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fu madores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Se abre la portezuela y penetra un individuo alto, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo se detiene en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí… ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible…; no, no es este el coche».
Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:
-¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?
Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.
-¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!
-¿Y cómo va su salud?
-No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.
Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies y ríe constantemente. Luego añade:
-La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?
-Noto que está usted un poco alegre -dice Petro Petrovitch-. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.
-No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!
-No sea usted tonto, no vaya a caerse al pasar de un vagón a otro; siéntese, y al llegar a la estación próxima buscará usted su coche.
Iván Alexievitch permanece indeciso; al fin suspira y toma asiento enfrente de Petro Petrovitch. Se halla agitado y se encuentra como sobre alfileres.
-¿Adónde va usted, Iván Alexievitch?
-Yo, al fin del mundo… Mi cabeza es una olla de grillos. Yo mismo ignoro adónde voy. El Destino me sonríe, y viajo… Querido amigo, ¿ha visto usted jamás algún idiota que sea feliz? Pues aquí, delante de usted, se halla el más feliz de estos mortales. ¿Nota usted algo extraordinario en mi cara?
-Noto solamente que está un poquito…
-Seguramente, la expresión de mi cara no vale nada en este momento. Lástima que no haya por ahí un espejo. Quisiera contemplarme. Palabra de honor, me convierto en un idiota. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Figúrese usted que en este momento hago mi viaje de boda. ¿Qué le parece?
-¿Cómo? ¿Usted se ha casado?
-Hoy mismo he contraído matrimonio. Terminada la ceremonia nupcial, me fui derecho al tren.
Todos los viajeros lo felicitan y le dirigen mil preguntas.
-¡Enhorabuena! -añade Petro Petrovitch-. Por eso está usted tan elegante.
-Naturalmente. Para que la ilusión fuese completa, hasta me perfumé. Me he dejado arrastrar. No tengo ideas ni preocupaciones. Solo me domina un sentimiento de beatitud. Desde que vine al mundo, nunca me sentí tan feliz.
Iván Alexievitch cierra los ojos y mueve la cabeza. Luego prorrumpe:
-Soy feliz hasta lo absurdo. Ahora mismo entraré en mi coche. En un rincón del mismo está sentado un ser humano que se consagra a mí con toda su alma. ¡Querida mía! ¡Ángel mío! ¡Capullito mío! ¡Filoxera de mi alma! ¡Qué piececitos los suyos! Son tan menudos, tan diminutos, que resultan como alegóricos. Quisiera comérmelos. Usted no comprende estas cosas; usted es un materialista que lo analiza todo; son ustedes unos solterones a secas; al casarse, ya se acordarán de mí. Entonces se preguntarán: ¿Dónde está aquel Iván Alexievitch? Dentro de pocos minutos entraré en mi coche. Sé que ella me espera impaciente y que me acogerá con fruición, con una sonrisa encantadora. Me sentaré al lado suyo y le acariciaré el rostro…
Iván Alexievitch menea la cabeza y se ríe a carcajadas.
-Pondré mi frente en su hombro y pasaré mis brazos en torno de su talle. Todo estará tranquilo. Una luz poética nos alumbrará. En momentos semejantes habría que abrazar al universo entero. Petro Petrovitch, permítame que lo abrace.
-Como usted guste.
Los dos amigos se abrazan, en medio del regocijo de los presentes. El feliz recién casado prosigue:
-Y para mayor ilusión beberé un par de copitas más. Lo que ocurrirá entonces en mi cabeza y en mi pecho es imposible de explicar. Yo, que soy una persona débil e insignificante, en ocasiones tales me convierto en un ser sin límites; abarco el universo entero.
Los viajeros, al oír la charla del recién casado, cesan de dormitar. Iván Alexievitch se vuelve de un lado para otro, gesticula, ríe a carcajadas y todos ríen con él. Su alegría es francamente comunicativa.
-Sobre todo, señor, no hay que analizar tanto. ¿Quieres beber? ¡Bebe! Inútil filosofar sobre si esto es sano o malsano. ¡Al diablo con las psicologías!
En esto, el conductor pasa.
-Amigo mío -le dice el recién casado-, cuando atraviese usted por el coche doscientos nueve verá una señora con sombrero gris, sobre el cual campea un pájaro blanco. Dígale que estoy aquí sin novedad.
-Perfectamente -contesta el conductor-. Lo que hay es que en este tren no se encuentra un vagón doscientos nueve, sino uno que lleva el número doscientos diecinueve.
-Lo mismo da que sea el doscientos nueve que el doscientos diecinueve. Anuncie usted a esa dama que su marido está sano y salvo.
Iván Alexievitch se coge la cabeza entre las manos y dice:
-Marido…, señora. ¿Desde cuándo?… Marido, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja! Mereces azotes… ¡Qué idiota!… Ella, ayer, todavía era una niña…
-En nuestro tiempo es extraordinario ver a un hombre feliz; más fácil parece ver a un elefante blanco.
-¿Pero quién tiene la culpa de eso? -replica Iván Alexievitch, extendiendo sus largos pies, calzados con botines puntiagudos-. Si alguien no es feliz, suya es la culpa. ¿No lo cree usted? El hombre es el creador de su propia felicidad. De nosotros depende el ser felices; mas no quieren serlo; ello está en sus manos, sin embargo. Testarudamente huyen de su felicidad.
-¿Y de qué manera? -exclaman en coro los demás.
-Muy sencillamente. La Naturaleza ha establecido que el hombre, en cierto período de su vida, ha de amar. Llegado este instante, debe amar con todas sus fuerzas. Pero ustedes no quieren obedecer a la ley de la Naturaleza. Siempre esperan alguna otra cosa. La ley afirma que todo ser normal ha de casarse. No hay felicidad sin casamiento. Una vez que la oportunidad sobreviene, ¡a casarse! ¿A qué vacilar? Ustedes, empero, no se casan. Siempre andan por caminos extraviados. Diré más todavía: la Sagrada Escritura dice que el vino alegra el corazón humano. ¿Quieres beber más? Con ir al buffet, el problema está resuelto. Y nada de filosofía. La sencillez es una gran virtud.
-Usted asegura que el hombre es el creador de su propia felicidad. ¿Qué diablos de creador es ese, si basta un dolor de muelas o una suegra mala para que toda su felicidad se precipite en el abismo? Todo es cuestión de azar. Si ahora nos ocurriera una catástrofe, ya hablaría usted de otro modo.
-¡Tonterías! Las catástrofes ocurren una vez al año. Yo no temo al azar. No vale la pena hablar de ello. Me parece que nos aproximamos a la estación…
-¿Adónde va usted? -interroga Petro Petrovitch-. ¿A Moscú, o más al Sur?
-¿Cómo, yendo hacia el Norte, podré dirigirme a Moscú, o más al Sur?
-El caso es que Moscú no se halla en el Norte.
-Ya lo sé. Pero ahora vamos a Petersburgo -dice Iván Alexievitch.
-No sea usted majadero. Adonde vamos es a Moscú.
-¿Cómo? ¿A Moscú? ¡Es extraordinario!
-¿Para dónde tomó usted el billete?
-Para Petersburgo.
-En tal caso lo felicito. Usted se equivocó de tren.
Transcurre medio minuto en silencio. El recién casado se levanta y mira a todos con ojos azorados.
-Sí, sí -explica Petro Petrovitch-. En Balagore usted cambió de tren. Después del coñac, usted cometió la ligereza de subir al tren que cruzaba con el suyo.
Iván Alexievitch se pone lívido y da muestras de gran agitación.
-¡Qué imbécil soy! ¡Qué indigno! ¡Que los demonios me lleven! ¿Qué he de hacer? En aquel tren está mi mujer, sola, mi pobre mujer, que me espera. ¡Qué animal soy!
El recién casado, que se había puesto en pie, se desploma sobre el asiento y se revuelve cual si le hubieran pisado un callo.
-¡Qué desgraciado soy! ¡Qué voy a hacer ahora!…
-Nada -dicen los pasajeros para tranquilizarlo-. Procure usted telegrafiar a su mujer en alguna estación, y de este modo la alcanzará usted.
-El tren rápido -dice el recién casado-. ¿Pero dónde tomaré el dinero, toda vez que es mi mujer quien lo lleva consigo?
Los pasajeros, riendo, hacen una colecta, y facilitan al hombre feliz los medios de continuar el viaje.

(Rusia, 1860/1904)



domingo, 11 de febrero de 2024

RULFO, Juan: Acuérdate



Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquel que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la influencia. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si es­tuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba meti­da en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando, Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Solo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en plei­to con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la esta­ban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro cañuto de caña "para que se les endulzara la boca a sus hijos". Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta maya­tes verdes, de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casa­do y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a todos con la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de coyote.
Solo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que por poco lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba, él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.




viernes, 9 de febrero de 2024

ANDERSON IMBERT, Enrique: El suicida


Al pie de la Biblia abierta —donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo— alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era esa? Alguien —¿pero quién, cuándo?—, alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

(Argentina, 1910/2000)


viernes, 2 de febrero de 2024

QUIROGA, Horacio: La insolación


El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del monte. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquel, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no había moscas.
Old, que miraba, hacía rato a la vera del monte, observó:
—La mañana es fresca.
Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído. Después de un rato dijo:
—En aquel árbol hay dos halcones.
Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las cosas.
Entretanto, el Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
—No podía caminar —exclamó en conclusión.
Old no comprendió a qué se refería, Milk agregó:
—Hay muchos piques.
Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
—Hay muchos piques.
Uno y otro callaron de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí, dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos —el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet—, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las habituales.
Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquel, por la sombra de los corredores.
El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta.
Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras, para respirar mejor.
Reverberaba ahora adelante de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los otros levantáronse también, pero erizados.
—Es el patrón—dijo el cachorro, sorprendido de la actitud de aquellos.
—No, no es él—replicó Dick.
Los cuatro perros estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de Míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
—No es él, es la Muerte.
El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.
—¿Es el patrón muerto? —preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero Míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante.
Al oír los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
—¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón vivo?—preguntó.
—Porque no era él —le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y alerta. A1 menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto Míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro solo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos—bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder—, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria.
A la mañana siguiente Míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con esta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los foxterriers.
—No ha aparecido más—dijo Milk.
Old, al oír aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. A1 rato calló, entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
—No vino más—agregó Isondú.
—Había una lagartija bajo el raigón—recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y saltó de golpe.
—¡Viene otra vez! —gritó.
Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz.
Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a Míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.
Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitrato.
Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la respiración.
Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban, precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a Míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
—¡La Muerte, la Muerte!—aulló.
Los otros lo habían visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante.
—¡Que no camine ligero el patrón! —exclamó Prince.
—¡Va a tropezar con él!—aullaron todos.
En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de Míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

(Uruguay, 1878/Argentina, 1937)



jueves, 25 de enero de 2024

SOLOA, Isaías: Facundo


El preceptor abrió la puerta y encontró a Facundo, el pibe de quinto primera, acostado en el piso del baño, muy tranquilo, en horas de clases, después de que tocara el timbre para entrar al curso. Mirando el techo, como buscando algo que no lograba encontrar.
—Morales, qué hace ahí en el piso. Levántese ya mismo.
Facundo tenía 17 años.
Facundo, Facundo Morales, Facundo Morales de quinto año. Facundo Morales de quinto primera.
A decir verdad, era raro. Se juntaba con las pibas de la fila que está del lado de la ventana. Al fondo. En el último banco.
Algunos decían que era medio retrasado: no hablaba mucho, le daba vergüenza pasar a lección oral. Un día la profe de Naturales le dijo que pasara al frente, porque si no se la iba a llevar. Él no dijo nada. Ella le dijo que si no respondía, se iba a llevar la materia. Él no respondió nada, como creando resistencia con su silencio. La profe se sintió desafiada. Él la miraba. Ella sentía que él la desafiaba, no bajándole la mirada. Él la miraba. No le importaba nada, parecía. No sabía lo que pensaba. No sabía que prefería desaprobar a someterse a la burla de todo apenas hablara. La materia era solucionable. Una vergüenza más, a estas alturas, no.
Facundo no iba a gimnasia. Nunca. Había zafado cinco años presentando trabajos prácticos escritos en diciembre.
Por eso decían también que era medio raro. Sabía que si no iba no aprobaba. No quería ir. Había quedado marcado toda la secundaria, desde ese día que lo hicieron jugar al fútbol, para el equipo de los del otro curso. Para diferenciar los equipos hicieron que se sacaran la remera los del grupo en el que él estaba. No supo cómo manejarlo. No supo cómo zafar para no sacarse la remera. Se la sacó. Se rieron. Corrió sin la remera puesta. Se rieron. Terminó el partido. Los pibes se saludaron. A Facundo no lo veían. Hubiera sido mejor que ese día no hubiera ido. Ese día lo marcó para siempre.
Era gordo, era malo para el fútbol. No era como los demás pibes.
Hablaba poco, se juntaba solamente con las pibas del fondo del curso, era malísimo para los deportes. Era raro.
Lo habían encontrado en el baño. Acostado. Con los ojos abiertos, como mirando el techo. Tranquilo. Vaya uno a saber qué se le pasaba por la cabeza.
En la escuela le iba más o menos. Zafaba como podía. Copiaba cuando había que copiar en las pruebas. Era contradictorio lo que le pasaba con la escuela. Quería ir, pero no quería ir. Quería aparecer en la escuela, pero estaba cansado de tener que ver a los pibes que lo jodían en la parada del bondi, a la entrada y a la salida. Quería ser absolutamente invisible durante el camino. Le gustaba estar sentado al fondo de la clase, mirando todo desde atrás. No quería estar afuera de la escuela. Porque afuera significaba tener que volver al barrio, atravesar la plaza, ver a los pibes, llegar a su casa para encerrarse en la pieza con alguna excusa, no salir. Protegerse del mundo.
Vivía en un barrio de Mendoza. Todas las mañanas se tomaba el bondi verde. Ya sabía, a las 7,05 AM era el horario indicado para tomarlo. No estaba el grupo de los que se iban más temprano a la misma escuela, en la misma parada. Tampoco estaban los pibes del barrio, que lo conocían. Los que no se sentaban al lado suyo, aunque tuvieran que ir parados los treinta y siete minutos que duraba el viaje. Porque no daba. Porque si alguien se sentaba a su lado, tenía que bancarse las cargadas de los otros. No daba. Todo bien, pero era un quemo juntarse con él.
Pasa que el pibe era rarito. Era mejor que no hablara, porque se le notaba. Era mejor que fuera calladito. Y no daba juntarse con él. Las chicas se juntaban con Facundo. Pero un rato, para hacer las tareas. Se hacían el aguante. Él se ocupaba de resolver las actividades y las chicas de pasar en su carpeta lo que le copiaban. No era tan malo juntarse con él. Era callado. Pero no era malo. Era afeminado. Pero no era tan malo. Era gordo, pero no era tan malo.
Parecía que todos entendían implícitamente que el silencio de Facundo era lo mejor que podía suceder. Los compañeros, los profes, los preceptores; todos. Era mejor así. Ausente.
Le salía ser así. Facundo se imaginaba siempre en una situación mejor. Se imaginaba riéndose con amigos. Se imaginaba saliendo los fines de semana. Se imaginaba otro. Y así se sentía bien.
Lo que nunca se imaginó fue lo que le hicieron las compañeras que se sentaban con él. Ni lo que reprodujeron los pibes del resto del curso, en el primer recreo del martes.
Julieta, la compañera de banco, le había encontrado unas hojas en la carpeta. Unos carteles escritos a mano. Encontró un cartel. El cartel que iba para Marcos Fuentes. El de la otra fila. Decía: Marcos, me gustás.
Julieta sacó foto. Miró la foto. Cerró la carpeta. Mandó la foto al grupo de Whatsapp de los del curso. Donde estaban casi todos. Casi. Uno de los que no estaba era Facundo. Así es que no había problema, no se iba a enterar. Era gracioso.
Como cuando uno pone las fichitas de dominó, una detrás de la otra, y empuja una para que se caigan en fila las demás; así pasó con la foto que pasó del teléfono de Julieta al grupo de Whatsapp, de ese grupo a otros de la escuela, de ahí a los muros de Facebook de los pibes de la escuela. Y así. Como las fichitas del dominó. El tema es que la última ficha por caer era Facundo.
Cuando se enteró, ya era tardísimo. Era el segundo recreo. Todo pasó rapidísimo. Violentamente rápido. Malditamente rápido.
En el pasillo del primer piso, no podía estar. Le gritaban que era un putito. Le preguntaban cuánto cobraba. Rodrigo Baigorria de 4°1° se acercó, lo puso contra la pared, haciendo como que le iba a pegar. Facundo no entendía nada. Cerró los ojos esperando el golpe. No pensando en nada. Sintiendo la mano fría y fuerte de Rodrigo. Escuchaba gritos. Abrió los ojos justo cuando había infinitas miradas en su cara. Justo cuando le estaban tocando el cuerpo, riéndose de él. Se defendió como pudo. Salió corriendo entre el público improvisado, sorprendido porque el soldado cautivo había sobrevivido al gladiador.
En el escape alcanzó a escuchar que le decían que no fuera tan nena. Era un chiste. Un juego inocente. Para divertirse. Para divertirse. No era para tanto. Darle algunos pechones. Reírse un toque del cartelito para Marcos. El cartelito del putito de la escuela que se había popularizado en cuanto grupo existía. El cartelito para Marcos.
Que no fuera tan nena. Esta última frase sonó por mil en su cabeza. Sonó con distintas voces. Sonó tanto que dejó de ser un ruido de afuera.
Escuchó gritar que ahí iba ella, la Facunda. La enamorada. La puta de la escuela. Se fue rápidamente a algún sitio. Corriendo. Al baño del segundo piso, donde no iba casi nadie.
Sonó el timbre que indicaba el fin del recreo. Cerró fuerte la puerta. Por si lo seguían. Por si el mundo se le volcaba encima. Sentía el corazón que bombeaba a mil. Respiraba rápido. Veía sin mirar.
No pensaba en nada. Estaba enojado. Con él. Con July. Con el flaco Baigorria. Con todos lo que lo habían empujado. Con las pibas que le gritaron mientras él subía las escaleras.
Se apretó las manos. Se rasguñó la cara. Se clavó las uñas de marica descubierta. Se lastimó la cara de enamorada sin derecho a nada. Se odió. Odió a todos. Golpeó la puerta del cubículo. Se fue al lavamanos. Le faltaba el aire. Le sobraba la impotencia. Se miró y no se encontró.
Intentó tranquilizarse. Se acostó en el suelo. Mirar el techo. Buscar un punto cualquiera para concentrarse en eso. Dejar de respirar tan fuerte. Dejar de sentir tanto el corazón. Dejar de intentar irse cuando quería quedarse. Dejar de obligarse.
Fuego. Respiración. Marica sin derechos. El cartel para Marcos. Las manos frías que le apretaron el cuello. El timbre de la escuela. El frío del piso. Los pibes que se burlaban en el bondi. La voz de mujer. Cansancio de vivir con miedo. Miedo de que lo mataran. Pasar por la plaza. Encerrarse en la casa. La cara caliente. La sangre punzante. El odio. El amor. Las manos de los demás pibes en su cuerpo. Las ganas de volar.
Las ganas de haberse ido.
—Morales, qué hace ahí en el piso. Levántese ya mismo.
Morales. Le dijo el preceptor, cuando lo encontró en el piso del baño del segundo piso. Tirado. Con los ojos abiertos, como mirando el techo. Como buscando un cielo dentro de ese infierno escolar.
Facundo Morales no podía responder. Facundo Morales de quinto primera desplegó sus alas de mariposa descubierta, consciente de que había sido cazada. Contuvo el aire todo lo que pudo. Dejó de respirar. Se escapó. Anestesiado de verdades, abrió sus alas destruidas y se fue a volar.




lunes, 25 de diciembre de 2023

Iparraguirre, Sylvia: El pasajero en el comedor


-Vamos al comedor a tomar un café.
Su marido tenía la expresión que ella, malignamente, había previsto.
-Tengo sueño -respondió el hombre. Acomodó los kilos de más en el asiento-. En todo caso, andá vos.
-En todo caso. Siempre lo mismo.
La voz de la mujer apenas pudo disimular la cólera repentina. Se puso de pie, sacudió la melena pelirroja y alisó mecánicamente la falda del vestido verde oscuro, con un cuello grande, un tanto extravagante. "Al fin y al cabo", pensó, "es mejor". Tenía la revista y los cigarrillos.
Tres vagones más adelante, cruzaba la puerta del coche-comedor.
Estaba casi desierto. Un mozo parecía conversar con nadie en el fondo, al lado del bufete. A la izquierda, una pareja cuchicheaba con las manos entrelazadas. Eligió una mesa del costado derecho y se sentó junto a la ventanilla. El mozo caminó hacia ella despacio, hurgándose la boca con un escarbadientes. Pidió un café doble y sacó la revista de la cartera. Miró el reloj: la una de la madrugada. En ese momento, la pareja se levantó. Pasaron a su lado y desaparecieron. Como surgió de la nada, sentado en diagonal a ella, un hombre ocupaba la mesa posterior a la de la pareja que acababa de irse. La sorpresa la dejó envarada en la silla. Por unos segundos se quedó mirándolo. Agachado sobre el vaso y la botella de Quilmes parecía hundido en oscuras cavilaciones; la imaginación de la mujer borroneó velozmente la imagen de un convicto en una película en blanco y negro. "Demasiado bien vestido", reflexionó. El mozo capturó otra vez su atención: volvió por el pasillo, la bandeja exageradamente en alto; descolgó la servilleta del hombro y, como si azuzara a un caballo, golpeó a un lado ya otras las seis mesas que iban de la que ocupaba el hombre a la ocupada por ella. Los golpes secos, inesperados, restallaron en el aire mustio del comedor. Displicente, el mozo parecía ejecutar un ejercicio de equilibrio y malevolencia destinado a sus dos pasajeros. El hombre ni parpadeó. Permaneció inmóvil, reconcentrado en el vaso o en algún punto sobre la mesa. La mujer evitó cualquier gesto que el mozo pudiera interpretar como una respuesta a su demostración. Sacó la billetera y pagó en el momento.
Echó azúcar en la taza y revolvió el café. "Por bueno", pensó, mientras se llevaba la cucharita a la boca: "Me casé con él por bueno". Bebió despacio dejando que el café le calentara la boca y miró de reojo la otra mesa: alto, pelo negro, flaco. Se entretuvo imaginando un coqueteo sin importancia. Con gesto mecánico acomodó el pelo rojo y ondulado mientras pensaba qué pediría en el caso de que él la invitara. La cerveza le daba sueño y el whisky la alegraba demasiado. En esos casos, su marido solía decir que parecía una cualquiera. De todos modos y viéndolo bien, el hombre no le gustaba. Hacía un movimiento extraño con la boca, un violento tic nervioso. "Parece clavado a la silla", pensó la mujer, sintiendo que la alcanzaba otra vez la ola aceitosa del aburrimiento. Contuvo un bostezo. Algunos chispazos por mínimos que eran, como lo del mozo un momento atrás, la hacían esperar algo que se saliera, por fin, del carril. Era un reclamo, una sorda ansiedad. La mujer no hubiera podido precisar lo que esperaba, solo sintió que la realidad se arrastraba opaca a su alrededor. Abró la revista y pasó unas páginas humedeciéndose el dedo índice con la lengua. Con brusquedad la cerró. Decidió mirar por la ventanilla. Matorrales oscuros traspasaban su propia cara y se abalanzaban sobre el tren, súbitamente vivos a la luz del vagón-comedor. La noche no tenía luna y lejos, en el horizonte negro, descubrió un resplandor. Pegó la cara al vidrio: fuego. Fuego que se acercaba por el campo a toda velocidad. Una larga curva de fuego ondulaba perpendicular a la vía, recostando las llamas altas en la dirección del viento. La fantástica serpiente llegaba ahora a su altura lanzando chispas en todas direcciones. Su cara se mezcló con las llamas y sus manos sobre la mesa se volvieron rojas. Por un segundo vertiginoso presintió mundos extraños y amenazantes, pero el fuego ya había desaparecido. En el vidrio apagado, una cara sin rasgos se inclinaba sobre ella. Se dio vuelta.
-Dame fuego.
Sintió una alarma instintiva y le alcanzó el encendedor con la punta de los dedos. Desde el fondo, el mozo los miró. En realidad, no había imaginado que el hombre pudiera levantarse de su silla y caminar. Los ojos fijos, opacos, dominaban una cara alargada y cadavérica donde la boca húmeda era lo único que tenía color. Encendió el cigarrillo y empujó el encendedor que se deslizó hasta chocar con la taza de café; con el mismo impulso se sentó frente a ella como si pretendiera quedarse allí toda la noche. Cruzó las manos sobre la mesa; eran unas manos inesperadamente finas y hermosas. Giró la cara hacia la ventanilla pero no miraba nada. Lo único expresivo en la cara del hombre era el tic: el labio superior bajaba acuciado por una picazón de la nariz y allí producía un resuello corto, feroz. Un segundo después la cara volvió a la impasibilidad. Ella asimiló todo esto de golpe.
-Escuche... -empezó a decir pero el hombre la interrumpió con el ademán de espantar una mosca.
-Traigo la Quilmes y te escucho -habló en voz baja, sin sacarse el cigarrillo de los labios.
No la miró ni se movió. Los ojos fijos como los de un muñeco mecánico, estaban clavados en los pechos de la mujer. Ella se empujó hacia atrás.
-Vuelva a su mesa -dijo-. Quiero estar sola. No me interesa hablar con usted. Su instinto de coqueteo de hacía un momento fue sofocado por un florecimiento de pánico y las palabras le salieron roncas desde el fondo de la garganta. El hombre la miraba ahora a la cara. Mostró los dientes, largos y amarillos, en una especie de sonrisa. No parpadeaba.
-Vamos -dijo y se inclinó un poco hacia adelante-. Ya sabemos cómo son, pobres animales. Andan buscando siempre un poco de fiesta, algo de alegría -la mueca se amplió como si fuera a reírse pero no lo hizo-. Te dejo ser por un rato lo que de verdad sos. No es un juego, es una oportunidad.
-Váyase de mi mesa o llamo al mozo -la voz de ella sonó tensa, todavía con cierta autoridad. Él se había quedado otra vez inmóvil, con la mirada fija en el pocillo de café.
-Nadie quiere ser lo que en realidad es. Por eso el tedio. Vos te aburrís -dijo-. Podemos hacer un viaje entretenido -consideró un momento el borde de la ventanilla. El tic volvió a desfigurarle la cara. Los hombres quieren ser violadores, las mujeres quieren ser violadas. Alguna vez quiero decir.
La mujer echó hacia atrás la melena pelirroja. Se había puesto pálida. Esto pareció complacerlo porque se veían otra vez los dientes.
-Nos juntó la casualidad y ya se sabe que la casualidad es una forma de la necesidad -extendió una mano y tocó apenas el borde del cuello del vestido-. El viaje es largo, podemos entretenernos.
-Váyase - repitió ella con voz débil.
-Todo se sabe -dijo el hombre-, pero ellas... -con el índice se cruzó la boca-...silencio. Sí señor, silencio. No quieren mostrar cómo son.
De repente se levantó como si se tratara de cambiar de lugar o como si hubiera estado hablando solo. Caminó erguido hasta su mesa y, sin vacilar, se sentó. Al cabo de un minuto o dos, la mujer pudo aflojarse y respirar otra vez con normalidad. Volvió a percibir el traqueteo del tren, como si el momento que el hombre había pasado en su mesa hubiera estado bajo una campana de vidrio. Su cabeza giraba locamente buscando insultos. Se daba cuenta de que la estaba mirando. Las luces del vagón se le volvieron crudas, como de quirófano. La mujer comprometida quirófano con cuchillo. "Los tipos así son capaces de llevar una navaja", pensó. Abrí la revista pero las fotos le bailaron delante de los ojos. Por hacer algo, prendió un cigarrillo. Asociación cuchillo con loco.
Decidió levantarse e irse; pero muy despacio, para no demostrarle que la había asustado. Miró el reloj. La una y cuarenta. Recordó que a la una apagaban las luces del tren y que le quedaban tres vagones hasta su asiento.
Enroscaba y desenroscaba del índice la cinta de celofán del atado de cigarrillos. Estaba rígido; como si esa mirada tuviera el poder de galvanizarla.
Guardó la revista y los cigarrillos en la cartera con deliberada lentitud que se convirtió en torpeza. Antes de levantarse lo iba a mirar con asco, de arriba a abajo; ella lo iba a mirar. Con enorme esfuerzo, colgó la correa del hombro y levantó la cara. El hombre la miraba con la mueca horrible que le descubría los dientes. Se puso de pie y caminó hasta la salida del vagón; de un tirón abrió la puerta, pasó al otro lado y cerró.
El estruendo de la marcha del tren la ensordeció y quedó un momento aturdida en medio del viento que le voló el pelo y la envolvió en el olor acre del campo nocturno. El tren corría en la noche con desaforado alborozo.
Cruzó el enganche de los vagones y abrió la puerta del siguiente. En el fondo del túnel, la luz de la otra puerta. Atravesó el vagón tanteando a ciegas los respaldos de los asientos. Distinguía apenas formas oscuras de cuerpos que dormían. La puerta del segundo vagón estaba atascada. Con una explosión de ansiedad, la mujer se obligó hasta quebrarse las uñas. Al fin, la puerta se abrió, pero no terminaba nunca de empujarla. Enfrentó el segundo vagón azuzada por un escozor en la espalda que la hacía adelantar el cuerpo como un nadador buscando aire. Hacia la mitad del coche una luz individual perforaba la oscuridad. El alivio casi la hace gritar. "Alguien despierto por fin en este tren", pensó la mujer. Miró hacia atrás. La cara y la mano del hombre se adherían al vidrio redondo de la puerta en un gesto de ahogado aferrado al ojo de buey. Corrió. El asiento iluminado estaba vacío. Un hormigueo de calambre le subió por las piernas. Reaccionó y avanzó aferrándose a los respaldos de los asientos. Se estiró sobre la anteúltima puerta y la cruzó como si fuera un puente; al llegar a la de su vagón, el hombre la había alcanzado y estaba detrás de ella. La mano la sujetó por la mata de pelo tirándola brutalmente hacia atrás.
La cartera voló por el aire. La mujer gritó, pero como en las pesadillas, su grito quedó sepultado bajo el fragor indiferente del tren. Con un violento empellón el hombre la empujó dentro del baño. Permanecieron jadeantes bajo la cruda luz cenital, las palmas de ella presionando el cuerpo del hombre que la inmovilizaba. Durante unos segundos, frente a frente, sus cuerpos siguieron por inercia el vaivén de las ruedas en las vías. El hombre le aferró una muñeca y, despacio, le fue bajando la mano. La garganta de la mujer produjo un ruido ahogado, trunco. Tenía los ojos muy abiertos fijos en los ojos del hombre.
Intentó zafarse pero él se lo impidió. El hombre mostró los dientes.
-Te dije que no era un juego -susurró-. Era una oportunidad. Con el índice le rozó lentamente la boca de un lado al otro.
-Silencio -dijo. La otra mano del hombre rodeaba con firmeza el cuello de la mujer.
-La señora acaba de perder su oportunidad, por farsante -enarcó exageradamente las cejas como si se le hubiera ocurrido algo muy gracioso-. Sí -dijo-, por farsante y embustera. Presionó más el cuello. La cara se le arrugó en un gesto parecido a la risa.
De repente, como si la escena hubiera perdido total interés, cayeron los brazos, dio media vuelta y desapareció en la oscuridad. Con mano insegura, la mujer reconoció las cosas de la cartera; casi sin verso, se acomodó la ropa y el pelo en el espejo sucio de los lavabos. El vagón olía a lana mojada y al aliento concentrado de personas durmiendo. Contó siete respaldos y se sentó. Temblaba, la mano derecha agarrotada sobre la cartera. Su marido se movió en el asiento. Pasaron unos segundos interminables en los que la mujer fue calmando la respiración.
-¿Qué hora es? -murmuró su marido mientras estiraba la mano hacia la luz individual. Ella expandiendo la suya para impedirlo.
-Tardaste -dijo él en la oscuridad, un poco más despierto. La mujer se recostó en el asiento abandonándose al traqueteo del tren. En ese momento él subió la luz. Se incorporó y la miró:
-¿Pasa algo?
La mujer estaba pálida y tenía los ojos abiertos. Tardó un momento en contestar.
-Nada -dijo. El tono volvió a tener algo de apático-. Qué va a pasar.

(Argentina, 1947)