Les habían dicho que aquella mañana llegarían al pueblo. Desde temprano salieron a esperar en la carretera principal. Habían ido casi todos con excepción de algunos ancianos y unos niños a los que fue imposible despertar.
Alguien avisó que la hora había llegado.
Otro más comentó que no podía tardar.
El sol subió y se puso vertical. La expectativa fue creciendo con la tarde: entonces resolvieron sentarse a descansar, pero en sus ojos continuó la espera y el posible asombro.
A eso de las cuatro, cuando el sol cegaba y era necesario usar la mano a modo de visera para detallar las montañas, los caminos y las grutas en las rocas, ya habían olvidado a los que quedaron en el pueblo.
En la noche, cuando regresaron cansados y desilusionados a contarles a los demás que nadie se había presentado, hallaron el pueblo en ruinas: ni una señal de vida, ni un quejido, ni leños humeantes. Nada.
Todo fue, según dedujeron, un simple error: el invasor se había presentado a la hora justa. Con terror justo acabó el poblado y a quienes quedaron en él.
Decepcionados, los invasores se marcharon maldiciendo la cobardía de los hombres que, abandonando a sus ancianos y a sus niños, habían resuelto huir.
(Colombia, 1951)
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