Soy un televisor blanco y negro. Hoy cumplo cuarenta años… Bueno, la verdad, para qué mentir, ya los cumplí pero a uno le queda siempre esa coquetería de quitarse algo de encima. Mi nombre es Zenith Capheart Raytheon pero muchos me llaman la tele, me dicen el jonca o el armatoste. Nací en Estados Unidos pero ya soy más argentino que el mate y nunca, nunca extrañé el Primer Mundo.
Vivo en lo de la familia Terrone en Caballito. Los miré fijo a los ojos durante tanto tiempo que conozco de ellos más de lo que se pueden imaginar. A lo mejor piensan que no me daba cuenta de que para pelearse y que los chicos no escucharan los gritos me subían el volumen a todo lo que daba. Con ellos vivo… Eso de que vivo es un decir: más bien sobrevivo. Se están por cumplir diez años desde que me desalojaron de la mitad del comedor y pusieron un televisor de color en mi lugar. Eso me dolió mucho. Del comedor pasé a la cocina, a estornudar con la pimienta, a lagrimear con las cebollas. De ahí a la pieza de la abuela hasta que la vieja murió. Ahora estoy tapado de la cabeza a los pies y soy el tercer televisor de esta casa. Y se tiene que venir el mundo abajo para que alguien se acuerde de mí. Por eso digo qué blanca, gris y negra vida la mía.
No me gusta la imagen que ofrezco a los demás. A veces sufro de mareos, tiemblo en horizontal y vertical, me quedo mudo de la impresión, me parece que me voy como por un tubo. Mi último gran momento fue durante el Mundial del ’78: quedé lleno de papelitos. Pero después de eso ya no hubo más mundiales para mí y ni para Malvinas me encendieron. Pensar que en ese momento yo dije, todavía somos mayoría. Ellos, los de color, eran cuatro gatos locos. ¡Cómo me equivoqué! Todos se volvieron locos por tener uno: y, lógico, tantos años escuchando estúpidos diciendo aquella frasecita “qué lástima, amigos, que la televisión no sea en colores”. Los televisores nuevos son otra cosa: lo traen todo más chiquito pero cuando me miran están agrandados. Tienen transistores, circuitos integrados, control remoto, sintonizador por rayos láser. Hace un tiempo me di cuenta de que me inspeccionaban por la espalda: “Videocasetera”, decía alguien y buscaba si yo servía o no. En 1981 yo discutía con otros televisores amigos: “Esto del color no va a andar”.
Odio el televisor en colores igual que la radio me odió a mí cuando llegué al hall de los Terrone a ocupar su lugar. Muchas veces recuerdo cuando era imprescindible. Me calentaban hasta los bulbos y suerte que llegaba “Un momento de meditación” cada medianoche a salvarme. A los artistas los pantalleo bien a todos desde Pinky, que pasó adentro nuestro buena parte de sus treinta mil horas de televisión, hasta Alberto Olmedo, sobre el que un bromista, un pesado, me dijo el otro día que se había suicidado. Cualquiera de ellos admitirá que es muchísimo más simple disimular las ojeras con el blanco y negro que con el color. Quiero mucho a los artistas. Los hacía grandes, chiquitos, malos, buenos, reían, lloraban y hasta se equivocaban y olvidaban lo que tenían que decir. Sí: a todos los llevo muy adentro de esta caja que es idiota solo cuando está hecha por idiotas.
No todo lo que pasó ante mis ojos y salió de mi garganta, cada día más afónica, fue bueno. No necesité ser en colores para ponerme colorado de vergüenza, verde de indignación, amarillo de aburrimiento, azul quedó como decía Mareco. Eso de las listas negras, por ejemplo: me puso violeta. No se le permitió trabajar a mucha gente valiosa. Censurar gente es lo peor pero también censuraron a la creatividad, a la imaginación, a lo distinto, a lo que parecía difícil, serio o profundo.
A veces me ilusiono porque alguien abre esta piecita en donde se amontona todo y la tierra me entra por todos los costados. Pienso que vienen a encenderme porque se descompuso el de color. Pero no: pruuuum, otra cosa encima. Me tienen para eso y por eso tengo muchos kilos de más. Vivo sosteniendo un montón de libros, sábanas rotas, frazadas apoliyadas y cajas de contenido desconocido.
Pensar que alguna vez fui importado, lindo, caro, nuevo y funcional. Es difícil aceptar la decadencia. Tanto como haberse venido abajo. Pero en este país lo viejo no vale nada. Y lo que es peor, los viejos tampoco. Por eso cuando el músculo duerme y el orthicón descansa, sueño que soy un jubilado y agarran pesadillas. Eso sí que no: antes de ser jubilado, prefiero ser un televisor blanco y negro.
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(ARTÍCULO PUBLICADO EN EL DIARIO "PÁGINA 12" EL 17 DE OCTUBRE DE 1991)
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Carlos Ulanovsky nació en Buenos Aires en 1943 y es periodista desde 1963. Trabajó en numerosos diarios y revistas en los que con frecuencia desarrolló la temática de los medios de comunicación y su crítica, en especial, de la televisión. Es autor de doce libros, entre los que figuran TV Guía Negra (con Sylvina Walger, 1973) y TV Argentina 25 años después (1975). En esta misma editorial publicó Días de radio (con Marta Merkin, Juan José Panno y Gabriela Tijman, 1995, 2004), Paren las rotativas (1997, 2005) y Estamos en el aire (con Pablo Sirvén y Silvia Itkin, 1999, 2006). Entre 2003 y 2005 fue director de las radios de la Ciudad (AM 1110 y FM 92.7).
Vivo en lo de la familia Terrone en Caballito. Los miré fijo a los ojos durante tanto tiempo que conozco de ellos más de lo que se pueden imaginar. A lo mejor piensan que no me daba cuenta de que para pelearse y que los chicos no escucharan los gritos me subían el volumen a todo lo que daba. Con ellos vivo… Eso de que vivo es un decir: más bien sobrevivo. Se están por cumplir diez años desde que me desalojaron de la mitad del comedor y pusieron un televisor de color en mi lugar. Eso me dolió mucho. Del comedor pasé a la cocina, a estornudar con la pimienta, a lagrimear con las cebollas. De ahí a la pieza de la abuela hasta que la vieja murió. Ahora estoy tapado de la cabeza a los pies y soy el tercer televisor de esta casa. Y se tiene que venir el mundo abajo para que alguien se acuerde de mí. Por eso digo qué blanca, gris y negra vida la mía.
No me gusta la imagen que ofrezco a los demás. A veces sufro de mareos, tiemblo en horizontal y vertical, me quedo mudo de la impresión, me parece que me voy como por un tubo. Mi último gran momento fue durante el Mundial del ’78: quedé lleno de papelitos. Pero después de eso ya no hubo más mundiales para mí y ni para Malvinas me encendieron. Pensar que en ese momento yo dije, todavía somos mayoría. Ellos, los de color, eran cuatro gatos locos. ¡Cómo me equivoqué! Todos se volvieron locos por tener uno: y, lógico, tantos años escuchando estúpidos diciendo aquella frasecita “qué lástima, amigos, que la televisión no sea en colores”. Los televisores nuevos son otra cosa: lo traen todo más chiquito pero cuando me miran están agrandados. Tienen transistores, circuitos integrados, control remoto, sintonizador por rayos láser. Hace un tiempo me di cuenta de que me inspeccionaban por la espalda: “Videocasetera”, decía alguien y buscaba si yo servía o no. En 1981 yo discutía con otros televisores amigos: “Esto del color no va a andar”.
Odio el televisor en colores igual que la radio me odió a mí cuando llegué al hall de los Terrone a ocupar su lugar. Muchas veces recuerdo cuando era imprescindible. Me calentaban hasta los bulbos y suerte que llegaba “Un momento de meditación” cada medianoche a salvarme. A los artistas los pantalleo bien a todos desde Pinky, que pasó adentro nuestro buena parte de sus treinta mil horas de televisión, hasta Alberto Olmedo, sobre el que un bromista, un pesado, me dijo el otro día que se había suicidado. Cualquiera de ellos admitirá que es muchísimo más simple disimular las ojeras con el blanco y negro que con el color. Quiero mucho a los artistas. Los hacía grandes, chiquitos, malos, buenos, reían, lloraban y hasta se equivocaban y olvidaban lo que tenían que decir. Sí: a todos los llevo muy adentro de esta caja que es idiota solo cuando está hecha por idiotas.
No todo lo que pasó ante mis ojos y salió de mi garganta, cada día más afónica, fue bueno. No necesité ser en colores para ponerme colorado de vergüenza, verde de indignación, amarillo de aburrimiento, azul quedó como decía Mareco. Eso de las listas negras, por ejemplo: me puso violeta. No se le permitió trabajar a mucha gente valiosa. Censurar gente es lo peor pero también censuraron a la creatividad, a la imaginación, a lo distinto, a lo que parecía difícil, serio o profundo.
A veces me ilusiono porque alguien abre esta piecita en donde se amontona todo y la tierra me entra por todos los costados. Pienso que vienen a encenderme porque se descompuso el de color. Pero no: pruuuum, otra cosa encima. Me tienen para eso y por eso tengo muchos kilos de más. Vivo sosteniendo un montón de libros, sábanas rotas, frazadas apoliyadas y cajas de contenido desconocido.
Pensar que alguna vez fui importado, lindo, caro, nuevo y funcional. Es difícil aceptar la decadencia. Tanto como haberse venido abajo. Pero en este país lo viejo no vale nada. Y lo que es peor, los viejos tampoco. Por eso cuando el músculo duerme y el orthicón descansa, sueño que soy un jubilado y agarran pesadillas. Eso sí que no: antes de ser jubilado, prefiero ser un televisor blanco y negro.
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(ARTÍCULO PUBLICADO EN EL DIARIO "PÁGINA 12" EL 17 DE OCTUBRE DE 1991)
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Carlos Ulanovsky nació en Buenos Aires en 1943 y es periodista desde 1963. Trabajó en numerosos diarios y revistas en los que con frecuencia desarrolló la temática de los medios de comunicación y su crítica, en especial, de la televisión. Es autor de doce libros, entre los que figuran TV Guía Negra (con Sylvina Walger, 1973) y TV Argentina 25 años después (1975). En esta misma editorial publicó Días de radio (con Marta Merkin, Juan José Panno y Gabriela Tijman, 1995, 2004), Paren las rotativas (1997, 2005) y Estamos en el aire (con Pablo Sirvén y Silvia Itkin, 1999, 2006). Entre 2003 y 2005 fue director de las radios de la Ciudad (AM 1110 y FM 92.7).
1 comentario:
Desconocía este texto, gracias por traerlo. Me encanta el manejo de la ironía.
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