El abogado Arsenio Portales y la exactriz
Fanny Araluce llevaban doce apacibles años de casados. Desde el comienzo, él le
había exigido a Fanny que dejara la escena. Al parecer, no era tan liberal como
para tolerar que noche a noche su linda mujer fuera abrazada y besada por
otros.
A ella le había costado mucho aceptar
esa exigencia, que le parecía absurda, machista y carente de un mínimo sentido
profesional. «Por otra parte», había agregado él como justificación a
posteriori, «no creo que tengas las imprescindibles condiciones para triunfar
en teatro. Sos demasiado transparente. En cada uno de tus personajes siempre
estás vos, precisamente allí donde debería de estar el personaje. Demasiado
transparente. El verdadero actor debe ser opaco como ser humano; solo así podrá
ser otro, convertirse en otro. Por más que te vistas de Ofelia, Electra o
Mariana Pineda, siempre serás Fanny Araluce. No niego que tengas un
temperamento artístico, pero deberías encauzarlo más bien hacia la pintura o
las letras. Es decir, hacia la práctica de un arte en el que la transparencia
constituya una virtud y no un defecto». Fanny lo dejaba exponer su teoría, pero
en realidad él nunca la había convencido. Si había renunciado a ser actriz, era
por amor. Él no lo entendía ni lo valoraba así. Sin embargo, en la vida
cotidiana, privada, Fanny era ordenada, sobria, casi una perfecta ama de casa.
Probablemente demasiado perfecta para
el doctor Portales. En los últimos dos años, el abogado había mantenido otra
relación, tan clandestina como estable, con una mujer apasionada, carnal,
contradictoria, y, por si todo eso fuera poco, particularmente atractiva.
Como lugar adecuado para esos
encuentros, Portales alquiló un apartamento a solo ocho cuadras de su casa.
Había sido minucioso en la organización de su cándido pretexto: por borrosos
motivos profesionales debía viajar semanalmente a Buenos Aires. Como solo
estaba ausente las noches de los martes, le recomendaba a Fanny que no le
telefoneara, pero, por si las moscas, le había dado el teléfono de un colega
porteño, que tenía instrucciones precisas: «¿Arsenio? Fue a una reunión que
creo se va a prolongar hasta muy tarde.» Fanny nunca llamó.
Ella,
que conocía como nadie las necesidades y manías de su marido, se encargaba de
aprontarle el pequeño maletín y le llamaba el taxi. Portales se bajaba ocho
cuadras más allá, subía al apartamento clandestino, se ponía cómodo, aprontaba
los tragos, encendía el televisor; a la espera de Raquel, que, como también era
casada, debía aguardar a que su marido emprendiera su inspección semanal a la
estancia. En realidad, si se veían los martes había sido por complacer a
Raquel, pues ese era el día que el hacendado había elegido para atender sus campos.
«Y para dejarnos el campo libre», bromeaba Arsenio.
Cuando por fin llegaba Raquel, cenaban
en casa, ya que no podían arriesgarse a que los vieran juntos en un cine o en
un restaurante. Luego hacían el amor de una manera traviesa, juvenil, alegre,
casi como si fueran dos adolescentes. Cada martes Portales se sentía revivir.
Cada miércoles le costaba un poco regresar a las buenas costumbres del hogar
lícito, genuino, sistemático.
Para la vuelta, no sabía bien por qué,
exageraba las precauciones. Llamaba un taxi, hacía que lo dejara en el
aeropuerto de Carrasco; después de un rato, tomaba otro taxi para regresar a su
casa. Dentro de esa rutina, Fanny cumplía con interesarse en cómo le había ido,
y entonces él inventaba con esmero los pormenores de las aburridas sesiones de
trabajo con sus clientes bonaerenses, dejando siempre constancia, eso sí, de
los bueno que era estar de vuelta en casa.
Llegó por fin el martes en que se
cumplían dos años de la furtiva y estimulante relación con Raquel, y Portales
consiguió un collar de pequeños mosaicos florentinos. Se lo había hecho traer
desde Italia por un cliente, este sí verdadero, que le debía algunos favores.
Instalado en su lindo y confortable bulín, Portales puso el champán en la
heladera, aprontó las copas, se acomodó en la mecedora, y se puso a esperar,
más impaciente que otras veces, a Raquel.
Esta llegó más tarde que de costumbre.
Su demora estaba justificada, ya que también ella, en vista del aniversario
subrepticio, había ido a comprar su regalito: una corbata de seda, con franjas
azules sobre fondo gris. Fue entonces cuando Arsenio Portales le dio el estuche
con el collar. A ella le encantó. «Voy un momento al baño, así veo cómo me
queda», dijo, y como anticipo de otros atributos, lo besó con ternura y calidez.
Como era natural, él consideró ese beso como un presagio de una noche gloriosa.
Sin embargo, Raquel demoraba en el
baño y él empezó a inquietarse. Se levantó, se arrimó a la puerta cerrada y
preguntó: «¿Qué tal? ¿Te sentís bien?». «Estupendamente bien», dijo ella.
«Enseguida estoy contigo.»
Ya sin preocupación, aunque igualmente
ansioso por la expectativa, Portales volvió a sentarse en la mecedora. Cinco
minutos después la puerta del baño se abría, mas, para sorpresa del hombre a la
espera, no para dar paso a Raquel sino a Fanny Araluce, su mujer, que lucía el
collar florentino.
Portales, estupefacto, solo atinó a
exclamar: «¡Fanny! ¿Qué hacés aquí?» «¿Aquí?», subrayó ella. «Pues, lo de todos
los martes, querido. Venir a verte, acostarme contigo, quererte y ser querida».
Y como Arsenio seguía con la boca abierta, Fanny agregó: «Arsenio, soy Fanny y
también Raquel. En casa soy tu mujer, Fanny A. de Portales, pero aquí soy la
exactriz Fanny Araluce. O sea que en casa soy transparente y aquí soy opaca, ayudada
por el maquillaje, las pelucas y un buen libreto, claro».
«Raquel», balbuceó Arsenio Portales.
«Sí: Raquel. ¿Te das cuenta? Me has
traicionado conmigo misma. Ahora, tras dos años de vida doble, tenés que
elegir. O te divorciás de mí, o te casás conmigo. No estoy dispuesta a seguir
tolerando esta ambigüedad. Y algo más: después de este éxito dramático, después
de dos años con esta obra en cartel, te anuncio solemnemente que vuelvo al
teatro».
«Tu voz», murmuró Arsenio. «Algo
extraño había en tu voz. Pero ni siquiera el color de tus ojos es el mismo».
«Claro que no. ¿Para que existen las
lentes de contacto verdes? Siempre te oí decir que te encandilaban las morochas
de ojos verdes».
«Tu piel. Tu piel tampoco era la
misma».
«Ah, no, querido, lamento decepcionarte.
Aquí y allá mi piel siempre ha sido la misma. Solo tus manos eran otras. Tus
manos me inventaban otra piel. Al fin de cuentas, ni yo misma sé ahora cuál es
mi piel verdadera: si la de Fanny o la de Raquel. Tus manos tienen la palabra».
Portales cerró los puños, más
desorientado que furioso, más abatido que iracundo.
«Me has engañado», dijo con voz ronca.
«Por supuesto», dijo Fanny/Raquel.
(Uruguay, 1920/2009)
1 comentario:
¿Qué tipo de cuento es ?
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