El Topo dice: nombre, y yo contesto. Lo esperé en el lugar
indicado y me pasó a buscar en el Peugeot que ahora conduzco. Acabamos de
conocernos. No me mira, dicen que nunca mira a nadie a los ojos. Edad, dice,
cuarenta y dos, digo, y cuando dice que soy viejo pienso que él seguro tiene
más. Lleva unos pequeños anteojos negros y debe ser por eso que le dicen el
Topo. Me ordena conducir hasta la plaza más cercana, se acomoda en el asiento y
se relaja. La prueba es fácil pero es muy importante superarla y por eso estoy
nervioso. Si no hago las cosas bien no entro, y si no entro no hay plata, no
hay otra razón para entrar. Matar a un perro a palazos en el puerto de Buenos
Aires es la prueba para saber si uno es capaz de hacer algo peor. Ellos dicen:
algo peor, y miran hacia otro lado, como si nosotros, la gente que todavía no
entró, no supiéramos que peor es matar a una persona, golpear a una persona
hasta matarla.
Cuando la avenida se divide en dos calles opto por la menos
transitada. Una línea de semáforos rojos cambia a verde, uno tras otro, y
permite avanzar rápido hasta que entre los edificios surge un espacio oscuro y
verde. Pienso que quizá en esa plaza no haya perros y el Topo ordena detenerse.
Usted no trae palo, dice. No, digo. Pero no va a matar un perro a palazos si no
tiene con qué. Lo miro pero no contesto, sé que va a decir algo, porque ahora
lo conozco, es fácil conocerlo. Pero disfruta el silencio, disfruta pensar que
cada palabra que diga son puntos en mi contra. Entonces traga saliva y parece
pensar: no va a matar a nadie. Y al fin dice: hoy tiene una pala en el baúl,
puede usarla. Y seguro que, bajo los anteojos, los ojos le brillan de placer.
Alrededor de la fuente central duermen varios perros. La
pala firme entre mis manos, la oportunidad puede darse en cualquier momento, me
voy acercando. Algunos comienzan a despertar. Bostezan, se incorporan, se miran
entre sí, me miran, gruñen, y a medida que me voy acercando se hacen a un lado.
Matar a alguien en especial, alguien ya elegido, es fácil. Pero tener que
elegir quien deberá morir requiere tiempo y experiencia. El perro más viejo o
el más joven o el de aspecto más agresivo. Debo elegir. Es seguro que el Topo
mira desde el auto y sonríe. Debe pensar que nadie que no sea como ellos es
capaz de matar.
Me rodean y me huelen, algunos se alejan para no ser
molestados y vuelven a dormirse, se olvidan de mí. Para el Topo, tras los
vidrios oscuros del auto, y los oscuros vidrios de sus anteojos, debo ser
pequeño y ridículo, aferrado a la pala y rodeado de perros que ahora vuelven a
dormir. Uno blanco, manchado, le gruñe a otro negro y cuando el negro le da un
tarascón un tercer perro se acerca, ladra y muestra los dientes. Entonces el
primero muerde al negro y el negro, los dientes afilados, lo toma por el cuello
y lo sacude. Levanto la pala y el golpe cae sobre las costillas del manchado
que, aullando, cae. Está quieto, va a ser fácil transportarlo, pero cuando lo
tomo por las patas reacciona y me muerde el brazo, que enseguida comienza a
sangrar. Levanto otra vez la pala y le doy un golpe en la cabeza. El perro
vuelve a caer y me mira desde el piso, con la respiración agitada, pero quieto.
Lentamente al principio y después con más confianza junto
las patas del perro, lo cargo y lo llevo hacia el auto. Entre los árboles se
mueve una sombra, el borracho que se asoma dice que eso no se hace, que después
los perros saben quién fue y se lo cobran. Ellos saben, dice, saben,
¿entiende?, se sienta en un banco y me mira nervioso. Cuando voy llegando al
auto veo al Topo sentado, esperándome en la misma posición en la que estaba
antes, y sin embargo noto abierto el baúl del Peugeot. El perro cae como un
peso muerto y me mira cuando cierro el baúl. En el auto, el Topo dice: si lo
dejabas en el piso se levantaba y se iba. Sí, digo. No, dice, antes de irte
tenías que abrir el baúl. Sí, digo. No, tenías que hacerlo y no lo hiciste,
dice. Sí, digo, y me arrepiento enseguida, pero el Topo no dice nada y me mira
las manos. Miro las manos, miro el volante y veo que todo está manchado, hay
sangre en mi pantalón y sobre la alfombra del auto. Tendrías que haber usado
guantes, dice. La herida duele. Venís a matar a un perro y no traés guantes,
dice. Sí, digo. No, dice. Ya sé, digo y me callo. Prefiero no decir nada del
dolor. Enciendo el motor y el coche sale suavemente.
Trato de concentrarme, descubrir cuál de todas las calles
que van apareciendo podría llevarme al puerto sin que el Topo tenga que decir
nada. No puedo darme el lujo de otra equivocación. Quizá estaría bien detenerse
en una farmacia y comprar un par de guantes, pero los guantes de farmacia no
sirven y las ferreterías a esta hora están cerradas. Una bolsa de nylon tampoco
sirve. Puedo quitarme la campera, enrollarla en la mano y usarla de guante. Sí,
voy a trabajar así. Pienso en lo que dije: trabajar, me gusta saber que puedo
hablar como ellos. Tomo la calle Caseros, creo que baja hasta el puerto. El
Topo no me mira, no me habla, no se mueve, mantiene la mirada hacia delante y
la respiración suave. Creo que le dicen el Topo porque debajo de los anteojos
tiene ojos pequeños.
Después de varias cuadras Caseros cruza Chacabuco. Después
Brasil, que sale al puerto. Volanteo y entro con el coche inclinándose hacia un
lado. En el baúl, el cuerpo golpea contra algo y después se escuchan ruidos,
como si el perro todavía tratara de levantarse. El Topo, creo que sorprendido
por la fuerza del animal, sonríe y señala a la derecha. Entro por Brasil
frenando, las ruedas hacen ruido y con el coche de costado otra vez hay ruido
en el baúl, el perro tratando de arreglárselas entre la pala y las otras cosas
que hay atrás. El Topo dice: frená. Freno. Dice: acelerá. Sonríe, acelero. Más,
dice, acelerá más. Después dice frená y freno. Ahora que el perro se golpeó varias
veces, el Topo se relaja y dice: seguí, y no dice nada más. Sigo. La
calle por la que conduzco ya no tiene semáforos ni líneas blancas, y las
construcciones son cada vez más viejas. En cualquier momento llegamos al
puerto.
El Topo señala a la derecha. Dice que avance tres cuadras
más y doble a la izquierda, hacia el río. Obedezco. Enseguida llegamos al
puerto y detengo el auto en una playa de estacionamiento ocupada por grandes
grupos de containers. Miro al Topo pero no me mira. Sin perder tiempo, bajo del
auto y abro el baúl. No preparé mi abrigo alrededor del brazo pero ya no
necesito guantes, ya está todo hecho, hay que terminar pronto para irse. En el
puerto vacío solo se ven, a lo lejos, luces débiles y amarillas que iluminan un
poco unos pocos barcos. Quizá el perro ya esté muerto, pienso que sería lo
mejor, que la primera vez le tendría que haber pegado más fuerte y seguro ahora
estaría muerto. Menos trabajo, menos tiempo con el Topo. Yo lo hubiera matado
directamente, pero el Topo hace las cosas así. Son caprichos, traerlo medio
muerto hasta el puerto no hace más valiente a nadie. Matarlo delante de todos
esos otros perros era más difícil.
Cuando lo toco, cuando junto las patas para bajarlo del
auto, abre los ojos y me mira. Lo suelto y cae contra el piso del baúl. Con la
pata delantera raspa la alfombra manchada de sangre, trata de levantarse y la
parte trasera del cuerpo le tiembla. Todavía respira y respira agitado. El Topo
debe estar contando el tiempo. Vuelvo a levantarlo y algo le debe doler porque
aúlla aunque ya no se mueve. Lo apoyo en el piso y lo arrastro para alejarlo
del auto. Cuando vuelvo al baúl a buscar la pala el Topo se baja. Ahora está
junto al perro, mirándolo. Me acerco con la pala, veo la espalda del Topo y
detrás, en el piso, el perro. Si nadie se entera de que maté a un perro nadie
se entera de nada. El Topo no gira para decirme ahora. Levanto la pala. Ahora,
pienso. Pero no la bajo. Ahora, dice el Topo. No la bajo ni sobre la espalda
del Topo ni sobre el perro. Ahora, dice, y entonces la pala baja cortando el
aire y golpea en la cabeza del perro que, en el suelo, aúlla, tiembla un
momento, y después todo queda en silencio.
Enciendo el motor. Ahora el Topo va a decirme para quién
voy a trabajar, cuál va a ser mi nombre, y por cuánta plata, que es lo que
importa. Tomá Huergo y después doblá en Carlos Calvo, dice.
Hace rato que conduzco. El Topo dice: en la próxima
frená sobre el lado derecho. Obedezco y por primera vez el Topo me mira.
Bájese, dice. Me bajo y él se pasa al asiento del conductor. Me asomo por la
ventanilla y le pregunto qué va a pasar ahora. Nada, dice: usted dudó. Enciende
el motor y el Peugeot se aleja en silencio. Cuando miro a mi alrededor me doy
cuenta de que me dejó en la plaza. En la misma plaza. Desde el centro, cerca de
la fuente, un grupo de perros se incorpora, poco a poco, y me miran.
Samanta Schweblin nació en Buenos Aires,
en 1978, donde estudió cine y televisión. Su primer libro de cuentos “El
núcleo del disturbio” del 2002, obtuvo los premios del Fondo Nacional de
las Artes y el Concurso Haroldo Conti. Su segundo libro, “Pájaros en la
boca” del 2009, obtuvo el premio Casa de las Américas, ha sido traducido a
trece idiomas y publicado en veintidós países. Becada por distintas instituciones
vivió temporalmente en Oaxaca (México), Umbria y Toscana (Italia) y Berlín
(Alemania), donde reside actualmente. Fue recientemente seleccionada por
la prestigiosa revista GRANTA como una de los “mejores jóvenes narradores
en Español” y acaba de obtener la última edición del premio Juan Rulfo de
Francia.
Matar a un perro fue
traducido al Inglés y al sueco. Publicado en la antología "Narradores Argentinos",
de Editorial Siruela, España, 2004; y en la edición especial de narradores
argentinos de la revista Karavan, de Suecia, 2006.
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