La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
—¿Quién fundó la ciudad de Asunción?
Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
—Tissot.
—No sé, señorita.
—Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
—Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales.
Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se lo piensa.
—Nuñez. López. Dall'Asta.
Tampoco. Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar. De pronto, la maestra lo mira.
—Frezza.
Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco de la morocha y dice casi triunfal:
—No lo sé.
Si es que nadie lo sabe estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
—¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso. Si alguien califica estas lecciones en alguna Libreta Celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa Libreta, entonces tendrá un diez.
(Argentina, 1944)
4 comentarios:
Muy bueno y con llegada directa al corazón de los seguidores del Angel Gris
Falta de hábitos de lectura y escritira
Están acostumbrados a escuchar y a no participar.
Cómodos
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