La casa era tan
vieja que la habían construido antes de trazar las calles, y antes de que
Castelar se llamase Castelar. Decían que había sido el casco de una estancia o
una quinta gigantesca. Lo cierto es que después, cuando lotearon todo, la casa
quedó arrinconada contra la esquina de una manzana y no quedó lugar para la
vereda. A duras penas, entre el cordón del asfalto y el seto de ligustro, se
abría un sendero escuálido de medio metro de ancho. De todos modos, como cada
cinco metros habían plantado un paraíso, no había manera de caminar por ahí sin
hacerlo por la calle, como si la casa tomase, con cada transeúnte, una muda y
digna venganza contra todos los horrores del progreso.
Sobre el porche se
leía el año de construcción, en un bajorrelieve de yeso: “1912”. Siendo muy
chico, cada vez que pasaba de ida o de vuelta, hacia el almacén o el despacho
de pan, me detenía a mirar esos números grabados. Me parecía imposible que
existiera algo tan viejo. Yo sabía que el mundo era un sitio mucho más antiguo.
Pero lo sabía a través de los libros o de lo que decían las maestras. Esa casa
era la cosa más vieja que yo había visto, o eso creía. En realidad, Abuelita
Nelly había nacido en 1907 y era cinco años más vieja que esa casa. Pero como
mi abuela no tenía la fecha escrita en ningún lado me resultaba improbable
datarla tan lejos en el tiempo. Además, mi abuela sonreía a menudo, cocinaba
riquísimo y cuando venía de visita desde Flores me traía chocolates, y todo eso
le otorgaba un aire irrenunciable de juventud y lozanía.
La casa no. En
ella vivían dos mujeres solas, madre e hija, pero nadie las veía nunca. La
madre —decían— era una anciana que no salía jamás a la calle. La hija era
maestra, pero nunca la vi. La casa parecía dormir. Por entre los ligustros se
veían de vez en cuando los postigos en las enormes ventanas laterales, o la
ropa tendida en una soga, al fondo del jardín.
En primavera de
1978, y mientras gastábamos la tarde con los chicos en la vereda de mi casa,
vimos un inusual movimiento en la esquina. Gente que entraba y salía. Algunos
hombres de traje, que fumaban junto al portón. En el barrio las noticias
viajaban rápido. Era un velorio. Decían que el de la vieja, aunque alguno
sostenía, en disidencia, que la que había muerto era la hija. Dijeron además
que la velaban ahí, en la propia casa, en la sala principal que daba al frente,
a ese porche que tenía el 1912 grabado en el dintel. Algunos fueron a
cerciorarse. Volvieron asegurando que era cierto. Que habían puesto el ataúd en
el living, nomás entrando. Me dijeron de ir, pero me hice el tonto, porque
sabía demasiado bien de qué se trataba todo aquello.
Con los más
rezagados nos acercamos nomás al atardecer, cuando se hizo la hora del
entierro. Estacionaron como cinco Ford Fairlane, azul metalizado, sobre la
calle Guido Spano. Volví a pensar que era una locura que usaran esos autos tan
lindos para algo tan feo como llevar a alguien muerto al cementerio. El auto
largo, el que se usa para transportar ataúdes, atravesó el portón hacia la casa,
y estacionó sobre las baldosas amarillas y marrones de la explanada, justo
delante de la puerta. Desde el ligustro vimos cómo algunos hombres cargaban el
ataúd, una mujer lloraba, y todos salían en caravana mientras se escondía el
sol.
Olvidamos la casa
por un tiempo, hasta que nos llamó la atención lo altos que estaban los yuyos.
Alguno reparó en que los postigos no habían vuelto a abrirse. Y cuando metimos
la cabeza por entre el ligustro para espiar, vimos los techos altísimos, las
ventanas idénticas y estrechas, pero nada más. Algunos decían que la casa
estaba abandonada. Otros decían que la hija todavía vivía en la casa, pero no
estaba casi nunca. Otros decían que era la vieja la que seguía con vida, y que
aguardaba en la sala a oscuras, esperando al primer incauto que se atreviese a
entrar, para matarlo del susto.
Unas semanas
después ocurrió lo del perro. Lo vi por primera vez un mediodía, mientras
volvía caminando de la escuela. Era un caniche negro, que yacía de costado
justo en la esquina, entre los pastos, a un lado del portón. Casi no podía
moverse, y tenía las fauces abiertas y cubiertas de espuma. Fue el único animal
que vi morir de rabia. Claro que en mi casa no dije nada. Esperé la hora de la
siesta y salí a buscar a los demás. Salvo los que iban al turno tarde, vinieron
todos. Ninguno quería perderse al perro moribundo. Hicimos un círculo alrededor
del animal, que apenas se movía. Su abdomen subía y bajaba, cada tanto, cuando
respiraba. Esperábamos verlo morir, pero no había sadismo alguno en lo que
hacíamos. No éramos responsables de aquello. Nosotros no lo habíamos
contagiado. No le habíamos hecho daño. Era una fatalidad que nos excedía, y que
nos despertaba una recóndita y tácita piedad. Pero el asunto era entre el perro
y su propia muerte. Supongo que si nuestras madres hubieran sabido que
pasábamos la tarde sentados en el suelo, formando una rueda sobre la vereda,
alrededor de un perro negro que estaba muriéndose de rabia, nos habrían sacado
de ahí entre aullidos de pánico. Pero no estaban. Recién nos levantamos y nos
fuimos cuando estuvimos seguros de que el animal había dejado de respirar.
En los días que
siguieron volvimos varias veces para ver, fascinados, la manera en que iba
corrompiéndose el cadáver del caniche. Debe haber sido en invierno, porque
pasaron varios días antes de que nos molestase de veras el olor. De todos
modos, ninguno propuso dejar de ir, porque nos atrapaba ese espectáculo macabro
y porque ninguno quería pasar por blando delante de los otros. Por fin los
vecinos se percataron de lo sucedido, corrió la voz, y nuestras madres nos
prohibieron acercarnos a esa esquina, y no nos quedó otra que mentirles que
obedeceríamos. Como resultaron infructuosos los llamados que los vecinos
colindantes hicieron al municipio para que retiraran los despojos, uno de ellos
se armó de coraje, de un bidón de kerosene y de unos listones de madera, armó
una pira y le prendió fuego. Después siguió arrojando desperdicios sobre las
brasas hasta que no quedaron rastros del animal ni de su desgracia.
Lo del perro nos
llevó a sumar uno más uno y concluir que la casa estaba abandonada. Nadie en su
sano juicio hubiera podido aguantar el olor emponzoñado que se apropió durante
todos esos días de la esquina. Los yuyos, que en el parque habían crecido hasta
la altura de nuestras caderas, o las hojas de los árboles que se pudrían sobre
la explanada, nos dieron la misma impresión.
No fueron los
chicos de mi barra, sino otros más grandes, los primeros que se atrevieron a
entrar. Forzaron la puerta de alambre que se abría en el ligustro, sobre el
jardín del fondo, y se metieron adentro.
Esa tarde hablaron de habitaciones vacías y malolientes, y de una sala
donde persistía el hálito de la muerta. Naturalmente, nos corrió un frío por la
espalda. Y naturalmente, nos juramentamos entrar. Nadie confesó que tuviera
nada miedo, pero nos aseguramos de elegir un mediodía soleado, y de caminar
bien cerca unos de otros, para alejar a cualquier espectro que hubiese quedado
vagando por las habitaciones vacías.
Pasamos el portón
de alambre, medio vencido por los empellones de los pibes más grandes que nos
habían precedido, y avanzamos por entre los yuyos humedeciéndonos las
pantorrillas. Entramos a la casa por atrás, porque los grandes habían forzado
esa entrada y no la principal, que se veía desde la calle. Un pasillo
atravesaba la casa de punta a punta, y a los lados se abrían todas las
habitaciones. Lo primero que me llamó la atención fueron los techos. Eran
altísimos. De tanto en tanto, los oscurecían tupidas telarañas, o enormes
manchones de humedad, que bajaban por las paredes hasta el suelo. Vimos la
pileta de la cocina partida en dos. Y una bañera, a la que le faltaba una pata,
escorada contra una de las paredes del baño. Aunque entonces no lo entendimos
del todo, nos llamó la atención la edad de ese abandono. Había empezado mucho
antes de que muriera una de las mujeres, y de que la otra se fuera de la casa.
Como si el caserón hubiera muerto antes, mucho tiempo antes, y hubiera ido
corrompiéndose como le había ocurrido al perro. Aquí y allá quedaban algunos
muebles. Una cama desvencijada, una cómoda rota, una silla con el asiento
desfondado. Cargaban con el desamparo y la soledad que quedan en los objetos
que nadie ha querido llevar.
—Ahí los sillones
con gente conversando. Ahí los tipos parados, que fumaban y hablaban en voz
baja.
Nos quedamos lo
suficiente como para que nadie pudiera acusarnos de miedosos, pero hicimos más
rápido el trayecto de vuelta que el de ida, porque ahora teníamos la luz del
sol llamándonos desde la puerta del fondo, y a nuestras espaldas se cernía esa
sala oscura y húmeda en la que todavía se palpaban las ceremonias de la muerte.
Pero cuando
ganamos el jardín enmalezado no nos fuimos. Rodeamos la casa hasta el frente,
hundidos hasta la cintura en el yuyal y arriesgándonos a que alguien nos viese
desde el portón de entrada. Esteban se plantó delante de una de las ventanas
altas. Como todas las otras, tenía los postigos cerrados. Se agachó para
recoger una baldosa floja, desprendida de su sitio por la presión de las raíces
de los árboles. La sopesó en la mano derecha. La levantó y la arrojó contra los
postigos. Saltaron algunos pedazos de madera podrida. Esteban levantó de nuevo
la baldosa y volvió a tirarla, casi sobre el mismo sitio. Quedó un boquete un
poco más grande que su mano. Forcejeó hasta que hizo saltar la traba y
consiguió abrir los postigos, o lo que quedaba de ellos. Levantó la piedra por
tercera vez. El ruido a vidrios rotos me erizó la piel. Alguno le dijo a
Esteban que la cortara, que iban a retarnos. Pero lo hizo por cumplir, no
porque de verdad quisiera detenerlo.
Enseguida Sergio
empezó a imitarlo. Damián también. A los pocos minutos eran varios que se
agachaban para aflojar baldosas. Las tablas de madera de los postigos saltaban
de su sitio casi sin ruido. Soltaban un rumor apagado, como quien golpea un
felpudo mojado, de tan podridas que estaban. Yo fui de los últimos, porque
hacía poco que andaba callejeando con mis amigos, y todavía me costaba un arduo
trabajo interior caer en la tentación, portarme mal y disfrutarlo.
Pero cuando me
decidí, me entregué al festín de piedras con alma y vida. Encaré una de las
ventanas que seguían intactas y me aboqué a su destrucción con la energía de un
converso. Cuando logré abrir la persiana, rompí con primorosa aplicación los
diez paños cuadrados de vidrio repartido. No sé en qué pensaban los demás, por
detrás de sus gritos y risas. Yo no tenía tiempo. Ni de gritar ni de reír.
Necesita destrozar todos los vidrios. Y detrás de los vidrios, todos los
ataúdes, las coronas y las mortajas.
Salimos disparados
como liebres cuando escuchamos los primeros gritos de la vecina, aunque los
yuyos enormes nos dificultaban la marcha y, de vez en cuando, nos hacían caer.
Mientras me encaramaba en el portón de alambre, que ya casi yacía en el piso a
fuerza de empujones sucesivos, me di vuelta para ver otra vez la casa. Ya no le
tenía miedo, y creo que los demás tampoco.
Ojalá a la muerte
siempre se la pudiese hacer recular así. A pura fuerza de pedradas.
(Bs. As., Argentina, 1967)
de "Los dueños del mundo" (2012)
1 comentario:
es muy pero muy grato leer a cuentistas como Eduardo. Hermoso trabnajo!!!
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