El día que nació, mi papá me llevó a la clínica para que lo conociera.
Estaba en una especie de jaulita sin techo y con ruedas. No era el único que había. Había otros parecidos, todos en jaulitas iguales. Los tenían detrás de un vidrio, en una especie de pecera enorme, separados de las personas.
Se parecía a bebé dinosaurio. La misma cabeza, solo que más arrugada y con pelo. Un pelo mojado y negro, pegado a la mollera. No tenía dientes. Las pocas partes del cuerpo que le vi eran moradas.
Yo le dije a mi mamá: -¡No pensarán llevar eso a casa!
Ella me dijo: -Sí.
Y lo trajeron.
De noche los despierta. Porque tiene hambre, porque tiene gases o porque está paspado. Tienen que cortarle las uñas para que no se arañe, bañarlo, hacerlo dormir, eructar… Mientras le están poniendo talco, los mea. Con el trabajo que les da ya deben estar arrepentidos de haberlo traído a casa, pero nunca lo van a admitir.
Por suerte todavía duerme acá, en la pieza de ellos. Pronto lo van a pasar a la mía. Lo voy a tener al lado de mi cama. Ahora mejoró un poco de aspecto. El morado y las arrugas se le fueron. Ya no parece que vaya a desarmarse, como cuando lo trajeron. Entonces la única que se animaba a agarrarlo era mi mamá.
Pero igual no entiendo como la tía Lila puede decir que es precioso. Está convencida de que es precioso. Debe ser porque siempre lo ve limpio y perfumado. Nunca lo ve en sus peores momentos. Ni lo ve ni lo huele.
(¡Pensar que no me dejan tener perro porque dicen que ensucia!) De repente uno está al lado de él lo más bien y empieza a dar olor. Parece mentira, tan chico que es, el olor que da. Uno quisiera sacarlo a la terraza, a la vereda… Sacarlo para que no apeste. Pero nadie tiene el coraje, ni yo.
Mi abuela también dice que es lindo: -¡Hay qué ricura! Y él le vomita la hombrera. Lila es más viva: no lo levanta, lo admira de lejos.
Últimamente llora porque le están saliendo los dientes. Parece que a esta edad le salen los dientes. Por eso largan baba y molestan tanto de noche.
María me dijo que a su hermano le pasó lo mismo y que después empezó a morder. (Insisto: ¡pensar que no me dejan tener un perro!)
Otra cosa me dijo María: que me ponga contento porque al menos es uno solo. A una amiga de ella le nacieron dos el mismo día, un varón y una nena. O sea que esto que me pasa a mí también le pasa a otra gente, pero doble.
Anoche estaban hablando de las vacaciones. Piensan llevarlo con nosotros.
No me extraña. Y después dicen que los animalitos atan, que hay que cargar con ellos a todas partes. Llegado el momento les diré lo que pienso sobre el asunto.
-Lu, tesoro, ¿me harías el favor de cambiarlo?
Esa es la voz de mi mamá, desde la cocina.
Me corre un escalofrío. ¿Cómo adivinó que está sucio? Nariz de Alce huele desde la lejanía. Diez en olfato para Nariz de Alce. ¿Y cómo adivinó que yo estaba cerca?
-Sí, ma. ¿Lo puedo cambiar por alguna otra cosa?
Mi mamá no me contesta. A ellos -a mi mamá y a mi papá- no les gusta que me haga el gracioso con él. Un día le puse mi gorro de trampero y no les pareció nada gracioso. Igual a él no le importaba un pito el gorro de trampero, no entendía. A él le importa más un sonajero. O una teta. Debe ser lo único que le importa. Debe soñar con alguna de esas cosas: sonajeros o tetas.
Mi mamá insiste con el pedido, usa su voz amable a propósito, la voz que usa para que le digan que sí.
Doy un paso hacia la cuna. Tengo la primera arcada. Mi mamá no sabe lo que me está pidiendo en este momento. Si lo supiera, si viera lo que yo veo, no me lo pediría.
Está desde los pies hasta la cabeza. Le sale por el borde del pañal, le chorrea por las piernas hasta los zoquetes, le sale por las mangas y el cuello de la camisita. ¡Por las orejas, por los pelos…! ¡Rebalsa! Ensució la sábana y el colchón. Enchastró los barrotes de la cuna. Se enchastró las manos y se las chupa.
Esto es muy grave. Esto no se arregla con un cambio de pañales. Ni con un baño se arregla. ¿Lo habrá hecho especialmente para mí?
-Ma, ¿Y si se lo regalás a la tía Lila, ahora, así como está?
Mi mamá primero dice algo que no entiendo. Después dice:
-Apurate que ya va a estar la comida.
Doy otro paso hacia la cuna. Tengo la segunda arcada. Va a ser la última porque moriré. Sé que voy a morir en esta misión. Pero no voy a retroceder, no voy a pedir piedad. Me tapo la nariz y la boca con el borde de la remera. Desde este momento dejo de respirar. Mi hermanito es una bomba de caca.
Otro paso. Él me mira. Sonríe, el cerdo. Extiendo las manos hacia el Supremo Peligro Marrón. Apenas lo toque, todo va a saltar por el aire.
Último intento: -Ma, ¿y si lo donás…?
Mi voz sale apagada por la remera. Voz de piloto suicida. Mi mamá no contesta. Es inútil. Nunca tendrán el coraje de admitir sus errores. Ahora es demasiado tarde.
(Argentina, 1948)
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