En Singapur, en el aeropuerto,
me arrancaron una oscuridad de los ojos.
En el baño de mujeres, había un cubículo abierto.
Adentro, una mujer arrodillada, lavaba algo
en la taza blanca del inodoro.
En mi estómago, se debatía el asco
y busqué, en el bolsillo, mi pasaje.
Siempre tiene que haber pájaros en un poema.
Por ejemplo un martín pescador,
con sus ojos bien negros y sus alas chillonas.
Los ríos son agradables, y por supuesto los árboles.
Una cascada, o en su defecto, una fuente
con agua que salta y cae.
Una persona quiere estar en un lugar feliz, en un poema.
Cuando la mujer se dio vuelta no pude responderle a su cara.
Su belleza y su vergüenza forcejeaban,
y ni una ni la otra se imponía.
Me sonrió y le sonreí. ¿qué absurdo es este?
Todo el mundo necesita trabajo.
Sí, una persona quiere estar en un lugar feliz, en un poema.
Pero primero tenemos que mirar cómo baja la vista
y se concentra en su trabajo,
que es bastante monótono.
Ahora está limpiando la parte de arriba
de los ceniceros del aeropuerto,
grandes como tazas de ruedas de auto, con un trapito azul.
Sus manos chicas hacen girar el disco de metal,
fregando y enjuagando.
No trabaja despacio, ni rápido, sino como un río.
Su pelo negro es como el ala de un pájaro.
No dudo ni un segundo que le encanta su vida.
Y quiero que se alce de la mugre y la inmundicia
y vuele al río.
Eso probablemente no suceda.
Pero tal vez sí.
Si el mundo fuera solo dolor y lógica, ¿quién lo querría?
Por supuesto, no lo es.
Tampoco me refiero a algo milagroso, sino apenas
de la luz que es capaz de emanar de una vida.
Me refiero a cómo doblaba y volvía a doblar ese trapito azul,
a cómo su sonrisa era solo para mí;
me refiero a cómo este poema está lleno de árboles, y de pájaros.
(EE.UU., 1935/2019)
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