POR QUÉ SE ESCRIBE
La literatura, por lo poco que sé de ella, nace quizá de una fuerte tendencia a la incomunicación o a la mala comunicación. Un escritor de ficciones es alguien que en la vida cotidiana muy raramente puede comunicar lo que siente, sus miedos, sus admiraciones, sus pasiones, su amor. Es algo así como esa mirada de sorpresa ante lo real de la que hablaban los griegos: la que al filósofo le permite reflexionar y, al escritor, escribir. El único lugar donde un hombre que escribe se comunica es en sus libros, y son sus personajes quienes hablan por él. Los escritores, en general, son grandes tímidos. Tal vez porque saben que los sentimientos más profundos solo pueden manifestarse con palabras triviales. De qué modo decir te quiero, o estoy desesperado, o tengo miedo, o la belleza me conmueve. No hay más palabras que esas, pero uno no puede andar pronunciándolas en voz alta. Recuerdo una serie de televisión inglesa sobre la vida de Shakespeare, en la que hay una escena memorable. Se sabe que Shakespeare tuvo un gran amor, la famosa dama morena de los sonetos. En esa escena, ella le pide que por favor le diga palabras hermosas, como las que escribe en sus dramas, y no que meramente quiera arrastrarla a la cama. Shakespeare, que ha escrito los diálogos de Romeo, debe recurrir a uno de sus actores para que le explique cómo se habla con las mujeres reales. Al ver esa obra, yo pensé: Shakespeare debió de haber sido realmente así.
LUGAR DEL ESCRITOR
Me preguntan cuál es el lugar del escritor en el mundo actual. La pregunta sería más fácil de responder —y la respuesta, más desalentadora— si nos preguntáramos por el lugar del arte en general. Si “lugar” significa influencia o importancia práctica, el arte no ocupa ningún lugar.
En los años sesenta, o hasta los años sesenta, podía hablarse de la misión del escritor, de su destino, de su compromiso histórico. Se hablaba de la literatura como arma, como modo del conocimiento, como una especie de artefacto estético, en suma, destinado, aunque fuese a largo plazo, a influir sobre la gente o a cambiar el mundo. No importa que estas ideas fueran falsas, incluso estúpidas; importa que permitían escribir y, sobre todo, que podían pensarse. Creo que ningún escritor se pregunta hoy para qué sirve la literatura, por miedo a la respuesta. Siendo escritor, no puedo reflexionar sobre la literatura en general sin reflexionar sobre mi literatura en particular, y a nadie le gusta descubrir que lo que hace carece de importancia.
Hacer poemas, hacer novelas, siempre fue un oficio secretamente vergonzante. El escritor tradicional resolvía el problema imaginando que, por lo menos, era un ser necesario. Una suerte de trabajador marginal, pero, a fin de cuentas, necesario. Hoy sospecha que esta coartada es falsa y, con simulada humildad, se vuelve pragmático: se ve a sí mismo como un mero objeto de la economía de mercado. Un libro es algo que se vende, por lo tanto su autor es un productor de bienes de servicio. La finalidad de una novela no es perdurar ni testimoniar el mundo, ni siquiera ser leída: la finalidad de una novela es ser vendida. Los editores y los suplementos culturales nos acostumbraron a ese modo de pensar. No hay listas de mejores libros, hay listas de libros más vendidos.
El problema es que esta coartada también es falsa, al menos si se es argentino. En un país donde los libros de ficción —no hablemos de la poesía— no venden más de dos o tres mil ejemplares, y esto cuando son un acontecimiento, es difícil, siendo escritor, sentir que se ocupa algún lugar. ¿Quién tiene la culpa de esto? Confieso que no sé, y confieso que el problema no me importa demasiado.
Estamos atravesando por lo que yo llamaría una crisis universal del sentido. La religión, la ciencia, el arte, ya no dan respuestas a nadie. El final de la historia, el fin de las ideologías, la muerte de las utopías, quieren decir sencillamente que no le vemos un sentido al mundo. La pregunta, entonces, sería: ¿Qué sentido tiene la literatura en un mundo sin sentido? No hay más que dos respuestas. La primera: ningún sentido. La segunda es precisamente la que hoy no parece estar de moda: el sentido de la literatura es imaginarle un sentido al mundo y, por lo tanto, al escritor que la escribe. En esto, el escritor de los noventa me parece idéntico al de los sesenta, al de los treinta, al del siglo XXI.
Empecé diciendo que el arte no ocupa ningún lugar. Esa también me parece una buena respuesta metafórica y, por lo tanto, literaria. Todos sabemos que “utopía” significa precisamente eso: no lugar, ningún lugar.
Un escritor no es solo un señor que publica libros y firma contratos y aparece en televisión. Un escritor es, tal vez, un hombre que establece su lugar en la utopía.
PSICOANÁLISIS POÉTICO
La literatura es, entre muchas otras cosas, una especie de autoanálisis inconsciente. Tal vez yo no pueda saber cómo soy ni pueda explicarlo, pero, en mis libros, mis personajes son quienes me dicen cómo soy. Sobre todo cuando actúan de una manera en que yo no actuaría, están, de algún modo, denunciándome.
Dicho sea de paso, Pablo Neruda lo expresó mucho mejor: “Si me preguntan qué es mi poesía debo decirles: no sé; pero si le preguntan a mi poesía, ella les dirá quién soy yo”.
LITERATURA Y FELICIDAD
La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza. ¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor. Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y se escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos.
LA HISTORIA SUBTERRÁNEA
Ninguna historia cuenta una sola historia, ni en los libros ni en la vida. Pero, sobre todo en la literatura, si la historia subterránea no es en cierto modo la esencial no hay obra de ficción.
POESÍA Y PROSA
Desconfío de los escritores que no empezaron haciendo versos. Leopoldo Marechal solía recordar que, para Aristóteles, todos los géneros de la literatura son géneros de la poesía, y Ray Bradbury aconseja leer todos los días un poema antes de ponerse a escribir un cuento o una novela. Todo escritor verdadero es esencialmente un poeta. Ser poeta no significa escribir en verso; ni el puro acto mecánico de versificar garantiza la poesía.
Cuando uno dice “poeta” piensa en Góngora, en Machado, en Lorca, en Neruda, en Vallejo. Son, digamos, poetas en estado puro. Pero hay otro tipo de escritor que llega a los versos a través de la prosa, como Borges, como Quevedo, incluso como Poe. Y hay todavía un tercer tipo, el gran prosista, que no puede escribir versos, aunque seguramente empezó haciéndolo en su adolescencia. William Faulkner le confesaba a Jean Steen: “Soy un poeta malogrado. Quizá todo novelista quiere escribir primero poesía, y descubre que no puede, y entonces intenta escribir cuentos, que es la forma más exigente después de la poesía, y, al fracasar, solo entonces se dedica a escribir novelas”.
La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo.
(Argentina, 1935/2017)
(Fragmentos de su libro de ensayo Ser escritor, Bs. As., Seix Barral, 2007)
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