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miércoles, 13 de diciembre de 2023

HERNÁNDEZ, Juan José: Anita


A Silvina Ocampo

Casi todos los días, antes de almorzar, paseamos con Marcelo por la Plaza del Bajo. De allí salen los ómnibus que van a la campaña. Los pasajeros, que han llegado a la ciudad con el primer ómnibus, recorren desde muy temprano los negocios próximos a la plaza, donde hábiles y ojerosos comerciantes (el metro de hule enroscado al cuello, el lápiz o la tiza de color en la oreja) les ofrecen sus variadas mercaderías.
Apoyados en la puerta de sus tiendas (un cartel, en lo alto, anuncia la sorprendente liquidación) los vendedores declaman una lista de fugaces artículos rebajados de precio. Imposible evitar su exaltación sincera, sus gestos, su bigote. Los clientes son arrastrados entre mimos y halagos al interior del negocio. Por último se detienen frente a la desdeñosa patrona que juega con sus pulseras de oro, detrás de la caja registradora, y acaban por entregarle los manoseados billetes.
Pero también la Plaza del Bajo es el lugar preferido por los vendedores ambulantes que aparecen con sus monos sabios, sus víboras amaestradas, sus loros adivinos. Vociferan entre una multitud de hombres y mujeres que aguardan atónitos la demostración del prodigio; de pronto, sin darse cuenta, han comprado la birome dorada o la pipa sacacorchos, y antes de que la víbora baile, el loro vaticine, o el mono toque la guitarra.
En uno de nuestros paseos por la plaza descubrimos al hombre del turbante. Era moreno y delicado, con ojos de expresión melancólica. Sus dedos sostenían unas bolsitas de papel azul. Apenas se oía su voz aguda y entrecortada, como de rata. Tuvimos que acercarnos para saber qué decía. Pensé que era un vendedor poco diestro: necesitaba algo más llamativo que un simple turbante para anunciar su mercadería.
Con excepción de Marcelo, yo, y dos o tres chicos lustrabotas que estaban sentados en el suelo comiendo laponias, nadie hacía caso del hombre del turbante ni de las bolsitas azules que mostraba. Con los débiles sonidos que salían de su boca pudimos componer las siguientes frases: "Hierbas de Oriente. Curan toda clase de enfermedades. Se toman con la comida. Por un peso, un solo peso moneda nacional." Repitió varias veces las frases, equivocándose en el orden. Parecía no tener mucho interés en la venta porque en seguida se fatigó y comenzó a guardar las bolsitas en una valija adornada con signos cabalísticos. Nos dio tanta pena el hombre de turbante con su aire de palúdico y su mirada entre afiebrada y piadosa, que Marcelo y yo decidimos juntar las monedas que teníamos y comprarle dos bolsitas azules. De paso, le aconsejaríamos algo más eficaz para anunciar su mercadería: por ejemplo, atravesarse la lengua con una aguja, hipnotizar a un gallo, tragarse un hisopo encendido en nafta. El hombre sonrió al escuchar nuestras sugerencias. Antes, en los buenos tiempos, nos dijo, vendía cientos de bolsitas, pero el negocio era un fracaso desde que el Inspector le había prohibido trabajar con ella. Preguntamos quién era ella. ¿Queríamos conocerla? Estaba ahí, en la valija, agregó, y se llamaba Anita. Nos miramos con recelo pensando que el pobre estaba loco. El hombre abrió la valija, sacó una caja de alambre tejido, del que se utiliza en las fiambrerías, y dijo:
—Salga, Anita. Aquí hay dos jóvenes que quieren conocerla.
Entonces, del interior de la caja, saltó la araña pollito. Retrocedimos deslumbrados. La araña, grande como una mano, tenía el color de la miel de caña.
—Salude a los jóvenes. Anita. No sea mal educada.
La araña, posada en el hombro del vendedor de hierbas orientales, levantó dócilmente una patita peluda; luego, por voluntad propia, trepó al turbante donde se escondió. Intentamos sonreír. Marcelo, con su manía de coleccionar animales (tiene mariposas y un ciempiés disecado sobre su escritorio), le preguntó cuánto quería por Anita. Se la compraba en el acto. (Yo adivinaba su pensamiento: la quería para ahogarla en un frasco de formol.) El hombre le contestó que no se desprendería de ella por todo el oro del mundo.
—Usted puede conseguir otra —dijo Marcelo.
—No como Anita.
—Le doy quince pesos.
—No.
—Treinta.
(Pensé: ¡Qué farsante! ¿De dónde los va a sacar?)
—No.
—Cincuenta —insistió Marcelo con descaro.
El hombre del turbante vaciló; luego pidió que le enseñara el dinero. Marcelo no lo tenía, por supuesto.
—Si espera media hora se los traeré.
—No —dijo el hombre, y guardó la araña.
Marcelo quedó decepcionado. íbamos a cruzar la plaza para tomar el tranvía, cuando el hombre nos llamó:
—Está bien —dijo—, se la dejo por ese anillo.
Y señaló mi mano derecha. Le di mi anillo, un anillo de oro con iniciales, regalo de mi abuela.
—Pero se la vendo sin el estuche —aclaró.
Aceptamos y fuimos hasta un almacén donde nos dieron una caja de galletas vacía. Allí metimos a la araña. Marcelo estaba radiante de felicidad. Yo le previne que de ninguna manera aceptaría que Anita formara parte de su colección, que la quería viva.
—Pero Anita será de los dos, ¿no?
—Sí, de los dos.
Antes de marcharse, el hombre del turbante nos dijo que la araña era muy cariñosa e inofensiva, que se le partía el alma de tristeza al abandonarla, que no olvidáramos darle su ración de moscas, ni su platito de agua limpia.
Cuando volvimos a casa, mi abuela, por suerte, había salido. Entramos a mi cuarto. Marcelo, que también es artista, dibujó sobre la caja de galletas (antes hicimos unos agujeros en el cartón para que Anita no se asfixiara) una calavera. No porque la araña significara un peligro como el polvo de estricnina, tan parecido al talco, pero que tiene la virtud de inmovilizar a los gatos en lo alto de las cornisas de donde se desploman al patio, y es divertido mirar sus ojos vidriosos, dilatados por el veneno. Anita era inofensiva. Así nos aseguró el hombre del turbante que conocimos en la Plaza del Bajo, hace un mes. La calavera de la tapa, pintada con tinta china, la dibujó Marcelo con un propósito meramente decorativo.
Al poco tiempo descubrimos que el hombre del turbante era un impostor. La cariñosa Anita resultó una araña malhumorada que se negaba a saludar y. permanecía encogida en el fondo de la caja. La verdad es que habríamos muerto de susto si se le hubiera ocurrido repetir el salto espectacular del primer día. Cuando golpeábamos un lado de la caja, Anita despertaba. Tomados de la mano (la de Marcelo, helada) sentíamos el vértigo de observar su cuerpo peludo, sus ojitos brillantes, sus patas complicadas. A veces, para sorprendernos, Anita movía rítmicamente las ocho patas. Por nosotros corría un ligero estremecimiento, nos abrazábamos nerviosos, dábamos saltos alrededor de la caja.
A Marcelo, una siesta, mientras estábamos encerrados en mi cuarto fumando los cigarrillos de mi abuela, se le ocurrió aquella atrevida idea. Tiramos a cara o cruz. Perdió él. Al principio estuvo dispuesto (además, le correspondía: él había inventado el juego) pero luego desistió. Le dije que era un miedoso. Para humillarlo me acosté en la cama y le pedí que me volcara la caja destapada. Marcelo dijo que así no era gracia, que antes me quitara la camisa. Me quité la camisa y esperé. Anita, como una mano de felpa, cayó sobre mi pecho. Se me paró el corazón. Marcelo salió corriendo del cuarto. Yo me apresuré a guardar la araña pollito que había subido por el respaldar de la cama y estaba inmóvil junto a la llave de la luz.
Sé que fui injusto con Marcelo después de aquel incidente. Para mortificarlo paseaba por la vereda con el ruso Natalio, que le había ganado la última carrera de ciclismo. Un día me llamó por teléfono. Simulé la voz de mi abuela y le dije que estaba en el techo, arreglando la antena de la radio. Debió de advertir el engaño porque no volvió a llamar. Marcelo andaba triste y aburrido. Yo lo miraba desde la terraza de mi casa, oculto entre los jarrones de mampostería, dar vueltas y más vueltas alrededor de la manzana, en su Raleigh amarilla, esperando el momento en que me asomara a la puerta de calle para comprar un helado, y entonces dirigirme la palabra como si nada hubiera sucedido. Utilizaría el pretexto de siempre: "¿Me prestarías una llave para ajustar una tuerca, o el inflador para la rueda de atrás que está en llanta?".
No es que me pareciera una cobardía imperdonable el susto que se llevó aquella siesta, sino que, por culpa de Anita, o mejor dicho del anillo que me costó, mi abuela me había suprimido el dinero de los domingos. Mentí que había perdido el anillo en la escuela.
—Un día vas a perder la cabeza —dijo—. No hay cine hasta fin de mes.
El verdadero motivo de mi enojo era que a Marcelo enterado del rigor de mi abuela; no se le hubiera ocurrido compartir mi desgracia y continuara yendo al cine —mientras yo quedaba encerrado en mi cuarto, muerto de envidia, en compañía de la taciturna Anita.
Pero una mañana, cuando le estaba dando de comer a la araña, escuché música, tambores y una Voz que anunciaba por un altoparlante el debut del Circo Primavera. Salí del cuarto y me precipité a mirar el desfile. Me pareció decepcionante. El elefante tenía las orejas desflecadas, a la jirafa le faltaba un ojo, los leones, marchitos, bostezaban en sus jaulas. Me sacó de aquel estado de depresión el alarido de mi abuela. En el acto comprendí lo sucedido: había dejado abierta la puerta de mi dormitorio y ella, con esa maldita costumbre que tiene de entrar, apenas me descuido, a revisarme los papeles o a hurgar en los bolsillos de mis pantalones ("entré a ventilar el cuarto", dice), había descubierto a Anita sobre la almohada. Llegué a tiempo para evitar el desastre. Mi abuela, armada de una escoba y una pava de agua hirviendo, corría a la araña que ahora trepaba ágilmente por la pared. Le dije que era una araña inofensiva, que Marcelo y yo la habíamos comprado por indicación de la maestra con el propósito de estudiarla y dibujar una lámina en colores para la clase de zoología. No hubo forma de tranquilizarla.
—La araña se va ahora mismo de esta casa, o me voy yo —dijo.
Ese día reanudé mi amistad con Marcelo. Él tiene un altillo donde nadie sube: era el lugar más seguro para Anita.
Anoche fui a casa de Marcelo para visitar a Anita. Había pasado una semana sin verla y la extrañaba. Marcelo, sentado en un sillón de mimbre de la galería, hojeaba unas revistas. Subimos al altillo. El foco de luz, que Marcelo pintó de rojo con el esmalte para las uñas de su tía, parpadeaba de vez en cuando.
—Es la instalación que está vieja —dijo.
Y se acostó en la cama. Saqué la caja de galletas donde estaba Anita, encima del ropero, me quité la camisa y me acosté a su lado. Marcelo dijo que tenía vergüenza de lo que sucedió aquella siesta.
—No es nada, yo también tuve miedo.
—Repitamos el juego.
— ¿Para qué?
—Sí, tiremos una moneda.
Volvió a perder. Me di cuenta de que estaba pálido.
—No importa —le dije—. Jugaremos otro día.
—No, ahora mismo.
—No vas a resistir.
—Sí, vamos.
—Te permito cerrar los ojos.
—Bueno, dale.
Destapé la caja de galletas y arrojé la araña sobre su pecho. Marcelo apretó los labios, se quedó inmóvil. Anita se deslizaba suavemente hacia su ombligo. Miré a Marcelo: no abría los ojos y un hilo de saliva brillante comenzaba a bajarle de la boca.
—Marcelo —le dije—, abrí los ojos y dejate de bromas. Mirá lo que hago con Anita.
Alcé la araña y me la puse en la cabeza.
—Mirá, Marcelo, no es nada, es inofensiva. Vamos, abrí los ojos.
Tomé un vaso con agua que había sobre la mesa y se lo derramé en la cara; después le di algunas palmadas en las mejillas. Al fin abrió los ojos.
— ¿Y Anita? —preguntó.
Yo tenía flojas las piernas, me temblaban las manos.
—Basta de Anita —le dije.
Entonces vi a la araña que trepaba por los cables de la luz en dirección al foco. Hubo una pequeña explosión, unas chispas azules, y el cuarto quedó a oscuras. Encendimos un fósforo. Marcelo se echó a reír como un loco: no había manera de hacerlo callar. Súbitamente me abrazó, llorando. Anita estaba muerta al lado de la cama.

(Argentina, 1931/2007)



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