(fragmento de la novela de Carlos María Domínguez)
Me pregunté muchas veces por qué conservo libros que sólo en un futuro remoto podrían auxiliarme, títulos alejados de mis recorridos más habituales, aquellos que he leído una vez y no volverán a abrir sus páginas en muchos años. ¡Tal vez nunca! Pero, ¿cómo deshacerme, por ejemplo, de El llamado de la selva, sin borrar uno de los pocos ladrillos de mi infancia, o de Zorba, que selló con un llanto mi adolescencia, de La hora veinticinco y de tantos otros hace años relegados a los estantes más altos, enteros, sin embargo, y mudos, en la sagrada fidelidad que nos adjudicamos?
A menudo es más difícil deshacerse de un libro que obtenerlo. Se adhieren con un pacto de necesidad y olvido, tal como si fueran testigos de un momento en nuestras vidas al que no regresaremos. Pero mientras permanezcan ahí, creemos sumarlos. He visto que muchos fechan el día, el mes y el año de la lectura; trazan un discreto calendario. Otros escriben su nombre en la primera página, antes de prestarlos, anotan en una agenda el destinatario y le añaden la fecha. He visto tomos sellados, como los de las bibliotecas públicas, o con una delicada tarjeta del propietario, deslizada en su interior. Nadie quiere extraviar un libro. Preferimos perder un anillo, un reloj, el paraguas, que el libro cuyas páginas ya no leeremos pero conservan, en la sonoridad de su título, una antigua y tal vez perdida emoción.
Sucede que al fin, el tamaño de la biblioteca importa. Queda exhibida como un gran cerebro abierto, bajo miserables excusas y falsas modestias. Conocí a un profesor de lenguas clásicas que demoraba, adrede, la preparación del café en su cocina, para que la visita pudiese admirar los títulos en sus anaqueles. Cuando comprobaba que el hecho estaba consumado, ingresaba a la sala con la bandeja y una sonrisa de satisfacción.
Los lectores espiamos la biblioteca de los amigos, aunque sólo sea por distraernos. A veces para descubrir un libro que quisiéramos leer y no tenemos, otras por saber qué ha comido el animal que tenemos enfrente. Dejamos a un colega sentado en la sala y de regreso lo hallamos invariablemente de pie, husmeando nuestros libros.
Pero llega un momento en que los volúmenes cruzan una frontera invisible que se impone por su número y el viejo orgullo se transforma en una carga fastidiosa porque el espacio será siempre un problema.
* * *
Carlos María Domínguez nació en Buenos Aires en 1955 y desde 1989 reside en Montevideo. Su novela La casa de papel obtuvo el Premio Lolita Rubial y el Premio de los Jóvenes Lectores de Viena, y ha sido traducida a dieciocho idiomas. Es autor, además, de las novelas La mujer hablada, que recibió el Premio Bartolomé Hidalgo; Pozo de Vargas; Bicicletas Negras; Tres muescas en mi carabina, Premio Juan Carlos Onetti; y del libro de cuentos Mares baldíos. Su relato "La confesión de Johnny" obtuvo el Premio de cuentos cofac. Ha escrito además las biografías Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti (en colaboración con María Esther Gilio), y Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura; además de libros de investigación, entre los que se destacan Delitos de amores crueles, Escritos en el agua (Premio del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay) y El norte profundo. Es autor de las obras de teatro La incapaz, basada en El bastardo, y Polski (en colaboración con Jorge Boccanera).
Me pregunté muchas veces por qué conservo libros que sólo en un futuro remoto podrían auxiliarme, títulos alejados de mis recorridos más habituales, aquellos que he leído una vez y no volverán a abrir sus páginas en muchos años. ¡Tal vez nunca! Pero, ¿cómo deshacerme, por ejemplo, de El llamado de la selva, sin borrar uno de los pocos ladrillos de mi infancia, o de Zorba, que selló con un llanto mi adolescencia, de La hora veinticinco y de tantos otros hace años relegados a los estantes más altos, enteros, sin embargo, y mudos, en la sagrada fidelidad que nos adjudicamos?
A menudo es más difícil deshacerse de un libro que obtenerlo. Se adhieren con un pacto de necesidad y olvido, tal como si fueran testigos de un momento en nuestras vidas al que no regresaremos. Pero mientras permanezcan ahí, creemos sumarlos. He visto que muchos fechan el día, el mes y el año de la lectura; trazan un discreto calendario. Otros escriben su nombre en la primera página, antes de prestarlos, anotan en una agenda el destinatario y le añaden la fecha. He visto tomos sellados, como los de las bibliotecas públicas, o con una delicada tarjeta del propietario, deslizada en su interior. Nadie quiere extraviar un libro. Preferimos perder un anillo, un reloj, el paraguas, que el libro cuyas páginas ya no leeremos pero conservan, en la sonoridad de su título, una antigua y tal vez perdida emoción.
Sucede que al fin, el tamaño de la biblioteca importa. Queda exhibida como un gran cerebro abierto, bajo miserables excusas y falsas modestias. Conocí a un profesor de lenguas clásicas que demoraba, adrede, la preparación del café en su cocina, para que la visita pudiese admirar los títulos en sus anaqueles. Cuando comprobaba que el hecho estaba consumado, ingresaba a la sala con la bandeja y una sonrisa de satisfacción.
Los lectores espiamos la biblioteca de los amigos, aunque sólo sea por distraernos. A veces para descubrir un libro que quisiéramos leer y no tenemos, otras por saber qué ha comido el animal que tenemos enfrente. Dejamos a un colega sentado en la sala y de regreso lo hallamos invariablemente de pie, husmeando nuestros libros.
Pero llega un momento en que los volúmenes cruzan una frontera invisible que se impone por su número y el viejo orgullo se transforma en una carga fastidiosa porque el espacio será siempre un problema.
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Carlos María Domínguez nació en Buenos Aires en 1955 y desde 1989 reside en Montevideo. Su novela La casa de papel obtuvo el Premio Lolita Rubial y el Premio de los Jóvenes Lectores de Viena, y ha sido traducida a dieciocho idiomas. Es autor, además, de las novelas La mujer hablada, que recibió el Premio Bartolomé Hidalgo; Pozo de Vargas; Bicicletas Negras; Tres muescas en mi carabina, Premio Juan Carlos Onetti; y del libro de cuentos Mares baldíos. Su relato "La confesión de Johnny" obtuvo el Premio de cuentos cofac. Ha escrito además las biografías Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti (en colaboración con María Esther Gilio), y Tola Invernizzi. La rebelión de la ternura; además de libros de investigación, entre los que se destacan Delitos de amores crueles, Escritos en el agua (Premio del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay) y El norte profundo. Es autor de las obras de teatro La incapaz, basada en El bastardo, y Polski (en colaboración con Jorge Boccanera).
La casa de papel: Carlos Brauer, un coleccionista de libros arruinado y vencido ante la pérdida de su archivo, decide retirarse al confín de un pueblo costero para construirse una casa de libros. Una vivienda cuyos ladrillos, amalgamados con cemento, son sus amados tomos, leídos con pasión, subrayados con minuciosidad, conseguidos a costa de su fortuna: incunables, primeras ediciones, joyas inhallables que hacían la envidia de otros bibliófilos. Carlos María Domínguez ha sabido captar magistralmente los minuciosos rituales de la pasión por los libros y contar una historia inolvidable, dedicada a los lectores, a todos aquellos atravesados por el mismo fervor.
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