“Levántese, m’hija”, dijo la madre sacudiendo con suavidad el brazo de la niña, que dormía sobre unos cojinillos. El amanecer aún no había despuntado y, para el lado de las serranías altas, la noche era un largo bostezo. Como el de la niña. Pero no tardó en seguir la orden de la madre; se levantó con ganas, porque iba a ser el día del viaje al pueblo. Siete, tal vez ocho años, enjuta pero con fuerzas para ir a buscar el agua al arroyo, levantar el balde con la soga del empobrecido aljibe, arrear las cabritas. Una niña activa y dispuesta, a pesar de las comidas flacas. Rufino Cuevas preparaba el carrito: un cajón –habría servido para llevar verduras, tal vez- con dos ruedas que él mismo había tallado y encajado en un eje de la misma madera. Allí viajaría la niña, porque el viaje era largo y se podía cansar. Y después el carrito serviría para traer algunas cosas; acaso harina, aceite, algún embutido. Eso, con suerte. Mientras se preparaba, Rufino iba recordando cómo, cuando era chico, el río bramaba. Tanto, que una vez se llevó la ranchería, y los que no murieron ahogados o con la peste se fueron como sonámbulos para no volver nunca, nunca más. El rancho del padre de Rufino estaba en lo más alto y era el más alejado del río; incómodo para buscar el agua pero a seguro. Y allí se habían quedado, con unas pocas cabras y otras pocas gallinas; también, una vaca y un caballo que al fin murieron de hambre. A Rufino le había quedado en la nariz el olor a muerte de la tierra cuando, al bajar el torrente, sobrevivió tan sólo la porquería. Pero después había venido la seca, y duraba años, muchos años. Ahora sólo tenían, además de las cabritas, algunas ponedoras que sobrevivían con el poco maíz que podían cosechar. Y dos de los siete hijos que habían tenido con la Delfina. Cuatro mujeres y tres varones. Dos de los muchachos los mellizos, Francisco y Pedro, los mayores, se habían ido sin rumbo -tendrían trece años por entonces, con un arreo que había pasado como por casualidad, porque nadie pasaba por allí salvo en época de elecciones, y no supieron más de ellos aunque Rufino bajó al pueblo y preguntó a todo el que se le cruzaba si no había visto a sus muchachos, y al dotor Mansilla le rogó llorando que se los encontrara, pero los muchachos no volvieron ni nadie por años supo decir que los había visto; el otro, justito el que se llamaba Rufino como el padre, se había ahogado en el dique, muchas, muchas leguas al Norte. Eso les habían dicho; el muchacho era arisco y desobediente, y se había marchado justamente en el camioncito que venía a buscarles los documentos a Rufino y a la mujer, y después (siempre era domingo) los llevaban a ellos, con o sin la cría, los metían en un galpón en la orilla del pueblo, y los iban sacando de a unos cuántos para subirlos al camión y llevarlos a que votaran (les daban la boleta, claro está); después les devolvían los documentos y los largaban con unos pesos y una bolsa con alimentos. Las elecciones eran buenas para ellos. A los críos no los habían documentado. La hija mayor, Asunta, debía tener ahora dieciséis años, más o menos. Y la que seguía, Rosarito, catorce o quince. Hacía mucho que, por una causa u otra, no las veían. Habían hecho el viaje juntas, una ponchada de años atrás. Ahora estaban la Rita, y la de dos años, que ni nombre tenía porque la llamaban Chiquita. A ésa nadie la había bautizado, a los otros sí, un cura joven que iba envejeciendo con la resolana mientras pasaba de tanto en tanto a lomo de mula, y que no casó a los padres porque no tenían los papeles del civil.
Aún no clareaba cuando empezaron el viaje, con unas tortas fritas del día anterior que la madre había acomodado en el morral junto a dos botellas de plástico (una de las preciadas posesiones) con agua de la más clara que Delfina había podido conseguir. El viaje sería una marcha solitaria y silenciosa, los pies cansados de Rufino que no emitiría queja alguna, luego el sol ardiente, algún que otro comentario hecho con casi monosílabos, las ganas de la Rita de conocer el pueblo, los arbustos resecos y arrancados por el viento girando por las cuestas adormecidas y algo en Rufino que era lo mismo que había quedado en la Delfina: un desgano del alma que no llegaba a ser tristeza porque hacía tiempo que ni eso les había quedado.
Llegaron casi al mediodía. A Rita los ojos se le ponían enormes mirando las rancherías primero, después las calles asfaltadas y las casitas bien pintadas y los árboles que daban sombra y las vidrieras de los negocios y las letras que no conocía, grandes y de todos los colores, de las propagandas, y el hombre que iba con una máquina que Rufino llamó bicicleta y vendía algo que era helado, como los inviernos en la serranía, pero algún que otro chico se acercaba, le daba algo al vendedor y se iba de allí sacando el papel a una cosa de color que después lamía y lamía. Rita dijo “¿puedo?”, señalando al heladero y su riqueza. Rufino le dijo que sí, pero que después, cuando llegaran a lo del dotor. Allí iban, a lo del dotor Mansilla. Tendrían que llamar por el costado, no por la puerta principal de la oficina. Ojalá estuviera, pensaba Rufino, aunque había acordado, dos semanas atrás, que ese día se iban a encontrar. Rufino le había pedido un almanaque, e iba tachando día a día; en la sierra no importaban los días pero en este caso sí. Y como él sabía leer alguito, podía reconocer qué día era lunes, y cuál jueves, por ejemplo. A Rita le seguían deslumbrando las casas prolijas, el verano tan ardiente en la choza y tan amable allí, las flores que nunca antes había visto, los perros –todos distintos- que les ladraban y le hacía acordar al Flaco, que era el pichicho que Rufino había llevado alguna vez a la casa y que se había muerto como todo en ese lugar, porque allá arriba se morían las plantas, las flores, los sueños, las palabras, y la pequeña, que a pesar de las hambrunas era inteligente, percibía esos viajes, lentos y persistentes, hacia la nada.
Por suerte para Rufino, el dotor Mansilla estaba, y lo iba a recibir, como dijo el empleado de la cochera, que era el lugar a donde Rufino debía ir. Como las otras veces, el dotor lo recibiría en una salita allí, cerca de los automóviles. Y así fue. El hombre lo trató como siempre, lejano, frío, frunciendo la nariz porque -.Rufino no era tonto- le molestarían el olor a transpiración y a ropa vieja y lavada tan sólo con agua del arroyo. Pero no estaría mucho allí. Se acordó del pedido de Rita y le preguntó al dueño de la tabacalera si le podía comprar un helado. “Nada más eso, dotor”, dijo con una voz que se le atragantaba solita en la garganta. El señor del lugar mandó al empleado que si pasaba algún vendedor, le comprara el helado a la niña. Alentado por el gesto, Rufino se animó a preguntar por Asunta y Rosarito. “Están bien. Son buenas trabajadoras”, fue la respuesta escueta. “¿Se pueden ver?” dijo Rufino con un hilo de voz. “No, hombre, qué dice, ellas están en la finca”. Claro, allá, lejos del pueblo, en la plantación estarían. “Está muy flaca” dijo Mansilla, apuntando a Rita. “Pero es fuerte, ya va a ver” repuso Rufino, temiendo que lo mandaran a casa con la Rita a cuestas. “Bueno, le daremos de comer. Esperate aquí, que te van a traer unas cosas”. Claro, pensó Rufino, como la otra vez con las dos gurisas. Por lo menos la Rita iba a alimentarse bien, y la Delfina y él tendrían para varios días. “Y estate atento, que pronto hay elecciones” dijo el dotor mientras desaparecía por una puerta lateral. Después, irse sin mirar atrás, el carrito cargado con los víveres y sin Rita, la cuesta arriba, el sol caliente y sin piedad, los arbustos secos, la noche que llegaría montada en un bellísimo atardecer.
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Aún no clareaba cuando empezaron el viaje, con unas tortas fritas del día anterior que la madre había acomodado en el morral junto a dos botellas de plástico (una de las preciadas posesiones) con agua de la más clara que Delfina había podido conseguir. El viaje sería una marcha solitaria y silenciosa, los pies cansados de Rufino que no emitiría queja alguna, luego el sol ardiente, algún que otro comentario hecho con casi monosílabos, las ganas de la Rita de conocer el pueblo, los arbustos resecos y arrancados por el viento girando por las cuestas adormecidas y algo en Rufino que era lo mismo que había quedado en la Delfina: un desgano del alma que no llegaba a ser tristeza porque hacía tiempo que ni eso les había quedado.
Llegaron casi al mediodía. A Rita los ojos se le ponían enormes mirando las rancherías primero, después las calles asfaltadas y las casitas bien pintadas y los árboles que daban sombra y las vidrieras de los negocios y las letras que no conocía, grandes y de todos los colores, de las propagandas, y el hombre que iba con una máquina que Rufino llamó bicicleta y vendía algo que era helado, como los inviernos en la serranía, pero algún que otro chico se acercaba, le daba algo al vendedor y se iba de allí sacando el papel a una cosa de color que después lamía y lamía. Rita dijo “¿puedo?”, señalando al heladero y su riqueza. Rufino le dijo que sí, pero que después, cuando llegaran a lo del dotor. Allí iban, a lo del dotor Mansilla. Tendrían que llamar por el costado, no por la puerta principal de la oficina. Ojalá estuviera, pensaba Rufino, aunque había acordado, dos semanas atrás, que ese día se iban a encontrar. Rufino le había pedido un almanaque, e iba tachando día a día; en la sierra no importaban los días pero en este caso sí. Y como él sabía leer alguito, podía reconocer qué día era lunes, y cuál jueves, por ejemplo. A Rita le seguían deslumbrando las casas prolijas, el verano tan ardiente en la choza y tan amable allí, las flores que nunca antes había visto, los perros –todos distintos- que les ladraban y le hacía acordar al Flaco, que era el pichicho que Rufino había llevado alguna vez a la casa y que se había muerto como todo en ese lugar, porque allá arriba se morían las plantas, las flores, los sueños, las palabras, y la pequeña, que a pesar de las hambrunas era inteligente, percibía esos viajes, lentos y persistentes, hacia la nada.
Por suerte para Rufino, el dotor Mansilla estaba, y lo iba a recibir, como dijo el empleado de la cochera, que era el lugar a donde Rufino debía ir. Como las otras veces, el dotor lo recibiría en una salita allí, cerca de los automóviles. Y así fue. El hombre lo trató como siempre, lejano, frío, frunciendo la nariz porque -.Rufino no era tonto- le molestarían el olor a transpiración y a ropa vieja y lavada tan sólo con agua del arroyo. Pero no estaría mucho allí. Se acordó del pedido de Rita y le preguntó al dueño de la tabacalera si le podía comprar un helado. “Nada más eso, dotor”, dijo con una voz que se le atragantaba solita en la garganta. El señor del lugar mandó al empleado que si pasaba algún vendedor, le comprara el helado a la niña. Alentado por el gesto, Rufino se animó a preguntar por Asunta y Rosarito. “Están bien. Son buenas trabajadoras”, fue la respuesta escueta. “¿Se pueden ver?” dijo Rufino con un hilo de voz. “No, hombre, qué dice, ellas están en la finca”. Claro, allá, lejos del pueblo, en la plantación estarían. “Está muy flaca” dijo Mansilla, apuntando a Rita. “Pero es fuerte, ya va a ver” repuso Rufino, temiendo que lo mandaran a casa con la Rita a cuestas. “Bueno, le daremos de comer. Esperate aquí, que te van a traer unas cosas”. Claro, pensó Rufino, como la otra vez con las dos gurisas. Por lo menos la Rita iba a alimentarse bien, y la Delfina y él tendrían para varios días. “Y estate atento, que pronto hay elecciones” dijo el dotor mientras desaparecía por una puerta lateral. Después, irse sin mirar atrás, el carrito cargado con los víveres y sin Rita, la cuesta arriba, el sol caliente y sin piedad, los arbustos secos, la noche que llegaría montada en un bellísimo atardecer.
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ROSITA FASOLÍS
(Argentina, 1946)
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ROSA FASOLÍS nació en Rosario (provincia de Santa Fe), Argentina, en 1946. Docente y escritora de poesía, narrativa y ensayo. Ganó numerosos premios a nivel local, provincial, nacional e internacional. Coordinó talleres literarios (entre ellos el de la Casa de la Cultura de la UNR). Posee numerosas publicaciones en diarios (La Capital y El Litoral), revistas y antologías; dos libros editados por premio: "Después", de cuentos, y "Tramas y Construcciones", de poesía. En 1994 el libro "Sacramento y ceniza", de poesía, obtuvo la mención de honor en certamen trienal José Pedroni, de la Provincia de Santa Fe. El cuento “El viaje de Rita” fue publicado en http://gacetaliterariavirtual.blogspot.com. Vive actualmente en Rosario.
ROSA FASOLÍS nació en Rosario (provincia de Santa Fe), Argentina, en 1946. Docente y escritora de poesía, narrativa y ensayo. Ganó numerosos premios a nivel local, provincial, nacional e internacional. Coordinó talleres literarios (entre ellos el de la Casa de la Cultura de la UNR). Posee numerosas publicaciones en diarios (La Capital y El Litoral), revistas y antologías; dos libros editados por premio: "Después", de cuentos, y "Tramas y Construcciones", de poesía. En 1994 el libro "Sacramento y ceniza", de poesía, obtuvo la mención de honor en certamen trienal José Pedroni, de la Provincia de Santa Fe. El cuento “El viaje de Rita” fue publicado en http://gacetaliterariavirtual.blogspot.com. Vive actualmente en Rosario.
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