La ambición de un hombre puede ser infinita. La del sastre de mi pueblo tenía la forma de un paracaídas.
Todos los años, durante los festejos patrios, se presentaba a la comisión municipal ofreciendo sus servicios de paracaidista. Lo oían como quien oye llover: con esa burla mezclada de tristeza con que la buena gente trata a los tontos y a los locos. El sastre volvía a su casa, con el paracaídas de seda bajo el brazo, y esperaba otra oportunidad. Así pasaron incontables veinticincos de mayos y nueves de julios y él continuó fabricando nuevos y lujosos paracaídas que se amontonaban en la trastienda, vigilados por un maniquí de cera.
Mi sastre ya era viejo y sus figurines amarilleaban en la pared, como las fotos de un álbum, con sus pantalones Oxford, sus ranchos, galeras y bastones de las modas pasadas. El pueblo, claro está, también envejecía o, como decían los comerciantes, se modernizaba: donde había un aljibe ahora se levantaba un surtidor de nafta, donde se enseñoró, antaño, una casa de amplia galería cubierta de helechos, ahora instalaban un supermercado. Las cosas cambiaban, menos la ambición del sastre, que continuaba coleccionando paracaídas con igual fanatismo.
Por fin, cuando el pueblo celebró su Centenario, el sastre volvió a presentarse a la comisión de festejos. Por broma, por cansancio, la comisión aceptó su pedido. Un aviador joven del Aeroclub se ofreció a acompañarlo en la aventura. Durante la semana previa al lanzamiento, los muchachos del pueblo tuvieron motivo de diversión: visitar al sastre, llamarlo Jorge Newbery, o, como motejó el más joven: El Astronauta. Mi sastre soportó las bromas con estoicismo y siguió cosiendo su paracaídas.
Así llegó el día del festejo. Todo el pueblo se dio cita en el Aeroclub. Por primera vez, en tantos años, miraron al sastre con un poco de respeto. Hasta entonces, como es natural, habían pensado que un sastre es un sastre, y un paracaidista un paracaidista. Pero en los días de dicha (y ese lo era, festejábamos nuestro Centenario) el sentido común admitía un margen de locura. Como cuando llegaba el circo. El sastre (el paracaidista, quiero decir) subió al avión. El aparato despegó limpiamente. Después trepó hasta las nubes. Pasaron los segundos, los minutos, el tiempo en que el sastre dejó de ser el sastre para nosotros y transformarse, ahora sí, en un paracaidista. Porque ya descendía, primero velozmente, y luego lento y majestuoso, sobre el campo. Corrieron los jóvenes, las motonetas, los autos, los sulkies, las mujeres, los niños, yo, todos, todos corrimos a recibir al héroe. Los más entusiastas lo levantaron en andas.
Entonces descendió el avión. El joven que conducía se acercó a nuestro héroe. «¡Imbécil! —le gritó— ¡Cobarde! ¡Tuve que empujarlo para que se largara!». Todos callamos porque el paracaidista (quiero decir el sastre) era uno de los nuestros. Nada respondió él, que, con el paracaídas bajo el brazo, abandonó la fiesta. Se negó a que lo acompañáramos.
Esa noche, mientras se encendían los fuegos artificiales en la plaza, otra hoguera se levantó en la orilla del pueblo. Cuando llegamos, era tarde. Ardían los viejos figurines y los paracaídas que flotaban entre las llamas, como fantasmas, como flores blancas.
Pedro Orgambide
De “Historias con tangos y corridos” (1976)
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Pedro OrgambideDe “Historias con tangos y corridos” (1976)
Pedro Orgambide nació el 9 de agosto de 1929 en la ciudad de Buenos Aires. Es autor de las novelas "Memorias de un hombre de bien", "El páramo" "El escriba" y "Una chaqueta para morir". Escribió el libro de cuentos "Historia con tango y corridos", y de las obras de teatro "Eva" y "Discepolín". Publicó, también, los ensayos "Ser argentino" y "Diario de la crisis". Entre otras distinciones, recibió el Premio Casa de las Américas (1976), el Premio Nacional de Novela (México, 1977), el Premio Municipal Gregorio de Laferrére (1995) y el Premio a la Trayectoria Artística del Fondo Nacional de las Artes (1997). Falleció en Buenos Aires, el 19 de enero de 2003.
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