Sucedió una vez que los romanos,
que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los griegos, que sí
las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían
entender, puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer
y usar estas leyes, antes les convendría disputar con sus sabios, para ver si
las entendían y merecían llevarlas. Dieron como excusa esta gentil respuesta.
Respondieron los romanos que
aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la controversia. Como no
entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y
fijaron públicamente un día para su realización.
Los romanos quedaron muy
preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían el vasto
saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que
eligieran un rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a
entender: fue un sano consejo.
Buscaron un rústico muy astuto y
le dijeron: “Tenemos un convenio con los
griegos para disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos,
socórrenos en esta lid”.
Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si
fuera doctor en filosofía. Subió a una alta cátedra y dijo con fanfarronería: “De hoy en más vengan los griegos con toda
su porfía”. Llegó allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido
entre todos los griegos. Subió a otra cátedra, ante todo el pueblo reunido.
Comenzaron sus señas como se había acordado.
Levantose el griego, sosegado,
con calma, y mostró solo un dedo, el que está cerca del pulgar; luego se sentó
en su mismo sitio. Levantose el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró
tres dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma
de arpón y los otros encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.
Levantose el griego, tendió la
palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantose el rústico con su vana
fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.
A todos los de Grecia dijo el
sabio: “Los romanos merecen las leyes, no
se las niego”. Levantáronse todos en sosiego y paz. Gran honra proporcionó
a Roma el rústico villano.
Preguntaron al griego que fue lo
que dijera por señas al romano y qué le respondió este. Dijo: “Yo dije que hay un Dios, el romano dijo que
era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que todo estaba bajo su
voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que
entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras”.
Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus
ocurrencias: “Me dijo que con un dedo me
quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. Le respondí con saña, con cólera y con
indignación que yo le quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y
los dientes con el pulgar. Me dijo después que de esto que le prestara
atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí
que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando
vio la pelea tan despareja dejó de amenazar a quien no le temía”.
Por eso dice la fábula de la
sabia vieja: “No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es bien dicha
si fue bien entendida”.
(De “Libro del Buen Amor”,
de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita)
Juan Ruiz, Aripreste de Hita, vivió en el siglo XIV; habría muerto en 1351. Entre el ’30 y el ’45 escribió el Libro de Buen Amor, que mezcla fábulas, cuentos, poesías líricas religiosas y profanas, y digresiones didácticas sobre varios temas, en que confluyen las tradiciones grecolatinas y medievales españolas y francesas con las hispano-árabe y hebrea: a esto se debe la anacronía de la Trinidad en la cultura griega clásica.
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