¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué
estoy aquí, ni quién es toda esta gente. No puedo entender nada. El personal
directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises. Sé perfectamente
que esto es un manicomio, pero no es mi lugar. Yo no estoy loco. Ahora, en
verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco.
Lo quería mucho a mi padre. Creo que mejor padre que el que yo tuve, no puede
tener un hijo. Era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un
Dios. Por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá.
Desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos
consejos; era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no
podía seguir ni uno. Él, por ejemplo, me decía con justa razón:
—¡Oye infeliz! Ya es hora de que
estudies o trabajes, que ya tienes veinte años, que no puedes seguir viviendo a
costillas de tu padre toda la vida.
Tenía razón papá, tenía toda la
razón.
—¡Oye! Otros chavales andan detrás de
las chavalas, pero no tú. Tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar
un nieto, ya tienes veinte años, eres grande.
Él tenía razón, papá siempre
tenía razón, era un genio. Todo, todo sabía. Yo le quería decir a la muchacha,
no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que
conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer. Si tú a una mujer no la
conmueves, nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas. ¿Y qué las
voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a
las chavalas con ojos de huevo frito? Si soy un infeliz, les tengo miedo. ¿Ustedes
no se sienten inseguros? ¿No? Yo sí, toda la vida.
Papá hacía la comida, era muy
buen cocinero. Yo no sé ni preparar un huevo frito. Yo quise aprender cuando
era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
—¡Eeeh! ¡Esto no es pa’ ti! La cocina
es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava
los platos!
Eso sí, les voy a decir una cosa:
soy muy buen carpintero. Porque buen carpintero sí que soy, muy buen
carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas,
juguetes, sillas y todo muy perfecto. Eso lo enojaba mucho a papá, decía:
—¡Tú sí eres bueno pa’ hacer
pamplinas! Ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una
carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa. ¡Pero no! A ti ni se te
ocurre, ¡ni se te ocurre!
Yo me reía porque es algo que me
pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una
carpintería. Pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para
que se me fuesen las ganas. No sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
Yo soy un misterio, incluso para
mí mismo. Un misterio muy aburrido, la verdad, pero misterio al fin. No sé por
qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la
ballesta. ¿Ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas. Es como
un fusil pero sin pólvora. Tira flechas con más precisión y más fuerza que un
arco.
Yo en un paseíto que di, vi en una
armería que había una ballesta; entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la
tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo. Me fui a casa y ahí me
fabriqué yo una, con maderas y bronce. Soy muy buen carpintero. La probaba en
el patio, a diez metros la agarraba a tiros. Entonces, como siempre, todos los
días, estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a
mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡Ah! Este que no lava los
platos enseguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”,
estaba refunfuñando mi papá y yo volvía a punta de pie de mi cuarto y le
apuntaba con la ballesta. No le iba a tirar. ¿Cómo le voy a tirar a mi padre? ¡Pues
no! A mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con
una flecha puesta… ¿Cómo le iba a tirar?
Hasta que una tarde, fue un día
igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé
por qué le dio por hablar de la Dolores. Me dijo:
—¡Oye! A ti la Dolores te mira mucho.
¿Qué esperás para ir y enamorarla? Así me darías un nieto.
La Dolores es una muchacha
de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele. Claro que
hubiera tenido hijos con ella. Entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se
me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a
mi cuarto y volví con la ballesta. Como otras veces, él estaba rezongando como
siempre:
—¡Eh! Este que no lava los cacharros
en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
Estaba refunfuñando papá, y ahí sí
apreté el gatillo La flecha que tenía puntas de plomo —pues yo les hice puntas
de plomo— le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión…
convulsión… No lo podía creer. Yo creí que papá iba a vivir para siempre porque
un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede
hacer nada a papá. ¡Pues no! Le entró como si fuera una bala.
Me acerqué y vi que todavía estaba
vivo. Entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza. La primera no, la
primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las
otras cuatro no. Las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que
no sufra… para que no sufra, claro.
Entonces
me di cuenta de que algo no estaba bien. Me fui a mi cuarto y traje una
almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído
tal incordio, y lo puse a reposar. Las otras cuatro flechas no se las saqué. Tenía
como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo
como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto! Por eso me sorprendió lo que me
preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la
flecha de atrás y ponerlo boca arriba. Pues para que repose, para que esté
tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
Ya hace diez años que me han
traído a este lugar y no comprendo por qué. La verdad, yo siempre quise a mi
padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre… siempre admiré a la
cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la
cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.
(Rosario, Argentina, 1941)
Escuchá la historia narrada magistralmente por el propio Laiseca:
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