Historias de la escuela viva
La formación y el estudio son los pilares de una sociedad libre y democrática. Los ejemplos, por pequeños que se retraten en esta nota, son significativos para alcanzar ese objetivo.
Por Marcela Isaías |
La escuela siempre se las ha ingeniado para que sus estudiantes detesten o amen la lectura. En esta última tarea se ha empeñado un profesor que enseña en un secundario para adultos de Rafaela. Desde hace unos 10 años, Sergio Fassanelli —el profe en cuestión— implementa un proyecto que llama "Leer porque sí". Y de eso se trata: fuera o dentro de clases, disfrutar de la buena literatura. "La mayoría de los alumnos de las escuelas para adultos llegan por las noches al aula luego de un día laboral agotador, quizás sin haber podido pasar por su hogar a darse un baño reparador, alimentarse adecuadamente o, simplemente, saludar a su familia. ¿Cómo podemos exigirles que lean en sus ratos libres cuando ni siquiera los tienen durante el fin de semana?", se preguntaba hace poco el docente en una reflexión que compartía con este diario.
A unos 90 km al sur de Rosario está La Vanguardia. Un pueblo al que la llegada del secundario para jóvenes y adultos le cambió la vida, tanto que las vecinas cuando se encuentran a barrer la vereda ya no hablan sólo del tiempo sino de las tareas que tienen para la noche. Basta con saber que son 450 los habitantes, de los cuales unos 50 se encuentran por las noches en la escuela para estudiar. No es una escuela más: no existen las notas tradicionales ni los abanderados se designan por sus calificaciones. Como pasó el último 25 de Mayo con Hugo, que cada día, después de trabajar largas horas, asiste a clases. A él lo eligieron por hacer las mejores tortas fritas. Un mérito unido al esfuerzo que pone para salir adelante.
En diciembre del año pasado, cuando Rosario era un hervidero no sólo por el calor y los cortes de luz sino también por las noticias de saqueos que ganaban los barrios, la profesora de plástica Cintia Pérez le daba los toques finales junto a un grupo de chicos de la Escuela Nº 133 de Nuevo Alberdi a un mural inspirado en la obra de Juan Grela. "Muchos de mis alumnos trabajan como albañiles junto a sus padres, tienen la postura del oficio, lo ves en el manejo de la cuchara, del balde", contaba Cintia para describir por qué tanto empeño en mostrarles el camino que propone el arte. Y lo más hermoso: para estos pequeños hablar de Grela, Picasso o Frida Kahlo no es algo desconocido.
Todavía conmueve la historia de Luisa, la nena con síndrome de Down a quien las escuelas pública y privada de su pueblo, Pujato, nunca le cerraron las puertas ni pusieron excusas para integrarla. El proceso de inclusión de Luisa en la primaria 227 se da con tanta naturalidad que sus propios compañeros de grado no entendían bien el motivo de por qué La Capital quería entrevistarla. "¿Por qué una nota para el diario? ¿Le pasa algo a Luisa?", preguntaban enmudeciendo hasta la propia directiva, que se vio felizmente sorprendida.
La semana pasada Rosario fue sede de unas jornadas latinoamericanas inspiradas en "La escuela viva" de Olga Cossettini. Un encuentro donde no faltaron los intercambios de libros, de anécdotas de aprendizajes, ni los susurradores de poemas ni el aplauso sentido por la recuperación de Ana Libertad, la nieta 115. No hay dudas de que si hoy hubiese que buscar ejemplos de experiencias de esa escuela viva que piloteaba la señorita Olga, las del profe que invita a leer por placer a sus alumnos adultos, la del pueblo que tiene otra vida a partir del secundario, la de la maestra preocupada por contagiar el arte y la de la inclusión que se vive como un derecho humano esencial, estarían en esos ejemplos.
En su libro "La escuela viva" (Losada 1942), Olga escribe: "Nuestro plan de trabajo tiende a organizar la tarea de la escuela en torno a los intereses y a las necesidades espontáneas del niño. Forma su programa de conocimientos con los materiales que toma del contorno y que coordina y unifica, teniendo en cuenta que la ciencia no es casillero de materias aisladas. Para una adecuada comprensión de la sociedad actual, mantiene contacto con ella, y procura, por todos los medios, el acrecer espiritual del niño nutriendo sus raíces que son la fuente de vida de la creación".
Más tarde, otro gran maestro, asesinado por la dictadura cívico-militar, Isauro Arancibia, imprimía a la educación una dimensión política del oficio de educador más que necesaria. "El maestro no sólo educa, también debe indignarse. Justo lo que la tradición prohibía. Inocuo, con aureola de mártir o santo alejado de las cosas terrenas, el maestro debía repetir 2 2 son 4. Los números estaban obligados a ser ajenos a los panes. Pero para el brazo que levanta el machete, dos horas de pelada de caña, más otras dos, no son cuatro. Y ocho horas son una eternidad", escribe el historiador Eduardo Rosenzvaig ("La oruga sobre el pizarrón", editorial Cartago) sobre los argumentos que sostenía la pedagogía de Isauro. Una pedagogía que proponía educar a los chicos para cambiar la vida, no para recitarla.
En la escuela viva de Olga, en la de la indignación de Isauro, como en todas las ricas experiencias educativas, hay palabras esenciales que resisten, que toman forma, sentido. Son las que se contraponen a ese vocabulario que cada tanto gana la escena educativa para confundir a los docentes, convencerlos de que siempre tienen que estar capacitándose en algo para no perder el tren o quedar afuera de los cambios, como la catarata de términos propios de la economía y siglas raras que caracterizó a los 90 (gestión, competencias, PEI, EDI; PROCAP, TEBE, etc.). Y, sin ir más lejos, a los que por estos días asistimos como una verdadera invasión, como: dispositivos, territorialidad, contextos, estrategias, articulaciones, formación situada y en contexto, transversalidad, coformador, cotrabajo, cocreación, facilitadores, tramas, referentes pedagógicos, y todas sus familias de palabras etc. para hacernos pensar que por ahí pasa la cosa.
Pero las buenas palabras no son una moda. Son las que dan formas a las historias de la escuela viva, que las tenía Olga en su día a día y con las que Isauro mostró cómo luchar a sus compañeros de trabajo: enseñar, aprender, leer, escribir, jugar, crear, chicos o si lo prefieren niños y niñas, educar, maestra y escuela.
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