Dicen
que dicen... que por allá, en el territorio de los incas, hace muchísimos años
hubo un chico y una chica perdidamente enamorados el uno del otro, pero con
tanto... tantísimo... viento en contra que si en aquella época hubiese existido
la TV, hubieran protagonizado una telenovela.
Él
era un muchacho apuesto, buen mozo, fuerte, noble y como si esto fuese poco,
también era el príncipe de aquella tribu.
Como
pasa casi siempre en estos casos de amores perdidos, desde que Milac Navira
(que así se llamaba nuestro héroe) conoció a Panaholma, quedó boquiabierto y
con mirada de perro que perdió el sulqui. Ella era una chica de pueblo,
bellísima como ninguna, pero pobre como las lauchas.
Demás estaría contar que los padres de Milac Navira se
opusieron teminantemente al noviazgo con aquella triste plebeya, no querían
para su hijo una esposa de clase baja. Eran de los que decían que los pobres
son pobres porque quieren... que no es por nada pero cada chancho a su
rancho... y cosas por el estilo.
Pretendían
para su hijo alguien importante: algo así como una diosa, por ejemplo, y si eso
no podía ser... ¡bue!, se conformaban con una reina... ¡Qué sé yo!... De
última, una princesa... ¿pero menos? ¡Qué va!
Por
su parte, los padres de Panaholma eran de los que se jactaban de ser pobres
pero honrados y para colmo de males se llevaban como la mona con los soldados
del rey que venían todas las semanas a cobrar sus impuestos, cada vez más caros
y menos justificados. Es de imaginar que prohibieron teminantemente a su niña
tener cualquier tipo de tratos con ese joven de la realeza.
Ellos
pretendían que Panaholma se casara con un tal Quilcas, un joven de su misma
condición social que decía estar loco de amor por la bella niña, y que por lo
menos no tenía nada que ver con personas mandonas y desagradables como el rey y
su familia.
Los
enamorados, como pasa siempre cuando el bichito del amor pica y saca roncha,
hacían lo posible por desprenderse los abrojos de la vigilancia de sus padres e
igual se veían a escondidas.
Así hasta que un día, empachados de
los NO de sus padres y sin poder calmar las cosquillas de ese amor que les plumereaba
el estómago por dentro, decidieron huir juntos.
Casi
con lo puesto los escondió la noche en su telón de romance y se fueron mientras
la luna les guardaba el secreto. Pero una estrella envidiosa, no halló mejor
manera de vengarse de los enamorados por no haberla elegido como madrina de
bodas, que revelar la ruta seguida, nada más ni nada menos que a Quilcas, el
enamorado dejado de plantón.
Quilcas,
muerto de rabia y celos, los persiguió hasta el valle de Traslasierra donde los
novios habían decidido construir su nueva vida.
Allí
Milac Navira y Panaholma se casaron.
El
altar fue una vertiente de agua fresca.
Los
padrinos: el sol y la luna.
El
celeste colchón del cielo los apañó en su juego de amor y ellos se besaron como
nunca. Como siempre, conteniendo la risa
para no hacer papelones juntos en el momento culminante de la boda.
Se
abrazaron, bailaron, comieron perdices... pero no fueron del todo felices,
porque apenas comenzaron a sacarle punta al lápiz de la alegría, el perverso de
Quilcas comenzó a hacer de las suyas.
Obligó
a un cóndor decir a Milac Navira que por las montañas encontraría el mejor
regalo del mundo para su novia; y a un picaflor para que convenciera a
Panaholma que por los llanos hallaría las cabras más gordas y lecheras para prepararle
un sabroso quesillo a su enamorado.
Engañados
así, ella por un lado y Milac Navira por otro, Quilcas logró separarlos y
luego, con trucos parecidos, se dio maña para convencer a cada cual que su
pareja había muerto.
El
joven príncipe, que estaba en las Sierras Grandes, comenzó a llorar enloquecido
de bronca, pensando por qué la había dejado sola, echándose un baldazo de
culpas y mordiéndose los labios con tal desesperación que sus lágrimas de rabia
se convirtieron en un río frío y turbulento.
Ella,
en cambio, se hallaba en la Pampa de Achala al enterarse de la mentirosa muerte
de su esposo, y fue allí donde una lluvia de llanto le quemó la sonrisa hasta
formar un cordón de agua caliente como una herida.
A pesar de que sus tristezas corrían por las montañas
hechas ríos de pena, en el fondo de sus corazones ellos no querían creer que
era cierto lo que decía Quilcas.
Así que impulsados por una voz que se escapaba de las cosquillas de los recuerdos, caminaron como sonámbulos por las huellas que formaban sus ríos de lágrimas y... -como en los finales felices de las telenovelas- él y ella se encontraron...
Así que impulsados por una voz que se escapaba de las cosquillas de los recuerdos, caminaron como sonámbulos por las huellas que formaban sus ríos de lágrimas y... -como en los finales felices de las telenovelas- él y ella se encontraron...
¿Dónde?
En
el lugar exacto en que las aguas se unían, ahí... justamente allí...
donde hoy en día se besan y arremolinan jugando a un amor prohibido los ríos Mina Clavero y Panaholma.
donde hoy en día se besan y arremolinan jugando a un amor prohibido los ríos Mina Clavero y Panaholma.
Graciela Bialet
(de
“De boca en boca”, 1994)
Graciela
Bialet nació en Córdoba, Argentina, en 1955. Estudió Comunicación Social,
Licenciatura en Educación y maestría en Promoción de la Lectura y la Literatura
Infantil. Como educadora ha desarrollado proyectos específicos en animación
lectora, tales como el programa Volver a leer, la coordinación de la Biblioteca
Provincial de Maestros , capacitación , publicaciones curriculares y
programaciones de Ferias de Libro en Córdoba.
Como escritora ha
abordado géneros de la literatura infanto juvenil, la novela, el ensayo y
textos pedagógicos para niños y para docentes. Dentre las 25 obras publicadas
de destacan: El libro de las respuestas sabihondas (1993), De
boca en boca (1994), San Farrancho y otros
cuentos (2000), Medio blanco, medio negro (2001), Nunca es
tarde (2003), Si tu signo no es
cáncer (2005),Caracoleando (2005) y El jamón del
sánguche (2008)
Su tono es coloquial
y sus temas complejos, sin caer en el sentimentalismo. Su obra ofrece un
enfoque cercano, claro y emotivo a cuestiones personales y difíciles.
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